El Arte de la ficción

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no lo diga con todas sus letras, al propio James. El hecho es que éste, quien a sus 41 años había publicado tempranas obras maestras como El americano (1887), Washington Square (1880) y Retrato de una dama (1881), asume a su vez el compromiso de defender la seriedad artística del novelista. James dice creer, como Besant, que la misión del novelista es “representar la vida”. No está, empero, de acuerdo con su antecesor en que se pueda definir con facilidad “cómo debe ser la buena novela”. La única obligación de esta forma narrativa, señala con rotundidad, es “que sea interesante”. Para serlo, más que obedecer una serie de reglas, tiene que gozar de “perfecta libertad”. El arte de la ficción ha de burlarse de los preceptos, emplearlos en su beneficio hasta donde le resulten útiles y desecharlos sin miramientos cuando le estorben. Las ideas que dan pie a la preceptiva de Besant son, desde el punto de vista no explícito de James, simplistas y aun ingenuas. Es cierto que el arte de la ficción describe realidades, pero no sin interpretarlas incesantemente en el proceso mismo de la descripción. Es cierto que se funda en la experiencia, pero ésta incluye la capacidad de “adivinar lo no visto a partir de lo visto", vale decir, de imaginar. Una novela no es la vida calcada con minucia y selectividad, sino “una impresión personal y directa de la vida". Cuanto más intensa sea la impresión, tanto más artística será la ficción. Sólo después de percibir y comprender esta intensidad podemos evaluar la ejecución, que es “lo más personal” del autor. La “virtud suprema” del arte de la ficción, según lo entiende James, consiste en crear “la ilusión de la vida”: en producir, no meramente reproducir, “el aire de la realidad” mediante la máxima “solidez de especificación”. Sin menoscabo de su naturaleza originaria de artefacto, una novela lograda “es un ser vivo, uno y continuo, como cualquier otro organismo”. Besant se equivoca al prescribirle un “propósito moral consciente”. El artista de la ficción debe ser sincero, no edificante. Debe captar “el color de la vida misma”, no colorearla con miras a la buena educación del prójimo. Su “propósito menos peligroso es el de hacer una obra perfecta”. No hay tampoco un asunto preferente para el arte de la ficción. La “prueba última y primitiva” de una narración es el gusto, que favorece unos temas y tiende a excluir otros según la naturaleza de cada escritor y lector. Pero el argumento no existe aparte del resto de la novela, que es un todo orgánico. El relato de aventuras más o menos fantásticas o de intrigas generalmente amorosas que en inglés se llama romance y la novela psicológica no se contraponen. “¿Qué es el personaje”, se pregunta James, “sino la determinación del incidente? ¿Qué es el incidente sino la ilustración del personaje?” La respuesta lo lleva a aclarar, por la vía palpable del ejemplo, que pese a su natural inclinación por una historia de índole intimista como la contada en Chérie de Edmond de Goncourt, él se queda con la tumultuosa Isla del Tesoro aparecida también el año anterior. El tercer capítulo de El arte de la ficción se publicó a finales de 1884, asimismo en el Longman s Magazine. Robert Louis Stevenson (1850-1894), radicado pocos meses antes en Bournemouth, donde emprenderá la etapa más productiva de su breve vida, se aventura a terciar en la discusión. A sus 34 años es conocido sobre todo como autor de libros de viajes y, gracias precisamente a La Isla del Tesoro , de relatos de aventuras (romances). Pese a ser distinto en todo a Henry James, tiene por él una honda admiración y la circunstancia le resulta propicia para entablar un público diálogo con el Maestro. Con insolente ironía, Stevenson le da a su contrarréplica el título de “Una humilde amonestación’’. Su


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