Las hilanderas (muestra)

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des. Las calles encaladas, blancas. Las bolitas de anís. Las faldas cortas y las rodillas quebradas. Jugábamos, como conchas esparcidas por las aceras, entre los grumos de sol, paja y tierra, indiferentes a unos acontecimientos que ni aún ahora, cuando vengo y piso el suelo viejo, entupido de imágenes, llego a comprender del todo. Veo las formas, cierro los párpados, oigo las voces. El vértigo con el que todo ha ido cambiando. Otras caras. Otros tiempos. Pero todavía, bajo el inmutable polvo, noto como, en realidad, algunas de ellas perduran; quieren repetirse. Alguien había dicho aquello de que el presente es sólo un dedo que asoma del pasado. Ya no me quedaban muchos días en el aula de costura. Creo que fueron un par de semanas o así. A ella tampoco. Doña Benita se había involucrado demasiado –quizás– como para que unos u otros lo hubiesen pasado por alto, y la veíamos tensa, preocupada, atenta al mínimo movimiento, rumor, cerca de la habitación: la instrucción de niñas, una de las pocas que había entonces, y que los de las Juntas le habían prometido mejorar. Más espacio, muebles, mesas, sillas y, sobre todo, libros. Libros, cuadernos, papel. Para que pudiésemos aprender a escribir. Todas sabréis leer y entender las cosas –nos decía. La distante, misteriosa letra de escritura. Ninguna sabía. Creo que, con excepción de la tendera y –así, así– la Chiva, ninguna mujer había aprendido a leer, y mucho menos a escribir en todo el pueblo. Es la llave de las cosas, niñas –repetía, con voz ceremonial, doña Benita–. La llave de las cosas, de la luz, de vuestra felicidad. Y yo seguía las evoluciones de su mano como si se tratase del vuelo de un pájaro, mientras trazaba aquellas elegantes as, aquellas majestuosas emes, aquel girar del quinqué y 13


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