Autodefensas

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había mencionado en un discurso público la palabra “Michoacán”. En su mensaje de Año Nuevo, transmitido por la televisión nacional, ni siquiera dijo “violencia”.

“¿Dónde está el gobernador? ¿Dónde está el presidente? ¡Que vengan, que no les dé miedo!”, exclama una de las mujeres del pueblo. “Sepan que el pueblo de Antúnez está con estas personas”. Señala a la decena de hombres armados que custodian el humilde funeral. Pasean con AK-47, rifles, pistolas, escopetas. Visten una camiseta blanca con un letrero: “Policía comunitaria”. Autodefensas.

Los gritos se pierden entre sollozos. Antes que comenzara la guerra, Mario Pérez era un campesino. Era también padre de tres hijos. Dos inmigraron a Estados Unidos. El tercero, un jovencito de unos 16 años, es sostenido en hombros por dos amigos. Rodrigo Benítez, el muchacho de 27 años, era un hombre apuesto, delgado, de nariz recta y con bigote. Cobraba solo 100 pesos a la semana, apenas cinco euros. Deja nueve hermanos y una madre desconsolada. “Yo le pedí que no fuera, yo le pedí que no fuera”, repite, rota por el dolor. “Pero me dijo, mamá, ahorita vengo, no te preocupes”. Debajo de los ataúdes hay unos limones, abundantes en la zona, y una cruz pintada con ceniza.

El Ejército intentó desarmar a las autodefensas ante la gravedad de la situación


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