Edicion28

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A la luz de los sucesos del siglo XX, uno podría pensar que la cuestión de la propiedad agraria, con todas sus trancas y barrancas, es cosa de nuestra historia reciente. Pero el cuento, en realidad, es viejo como el andar a pie, y tiene todos los elementos de suspenso (y toda la burocracia) que caracteriza a nuestra historia. Que es lo que muestra, precisamente, esta suerte de “breve biografía del agro”, a cargo del historiador Fernando Armas Asín.

ESCRIBE: FERNANDO ARMAS ASÍN FOTO: MARTÍN CHAMBI / LUNWERG EDITORES

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“Fiesta en la hacienda la Angostura”, 1929 – Nótese la distribución de los trabajadores, abajo, en contraste con el gamonal, su familia y amigos en los balcones.

s tal el caos narrativo en el que uno termina al contar la historia de la propiedad agraria en el Perú, que el solo referirse al tema ya resulta difícil. Para empezar, nadie sabe con certeza en qué época situar el primer momento, ya que sigue habiendo mucha polémica acerca de si lo que hoy entendemos por propiedad –“bien sobre el cual se ejerce disposición, uso y usufructo”– vale también para los tiempos prehispánicos. Es una verdad a ciegas que los indígenas cultivaban los suelos y se beneficiaban de sus frutos, pero lo que no resulta claro es a quién pertenecían: si a los señores, a las etnias, a los seres sagrados o a todos ellos combinados. Más bien habría que remontarse a la llegada de los españoles, en el siglo XVI, para empezar a hablar de la propiedad en el sentido al que estamos acostumbrados. La caída de la población indígena de un lado, y el permanente asentamiento de la hispana del otro, permitieron una recomposición en el acceso a las tierras, ya fuera que se les repartiera entre los vecinos a través de la fundación de ciudades, o que fueran entregadas a algunos a manera de premios o “mercedes” por sus méritos. También a los indígenas asentados en comunidades se les repartía tierras (es el caso de las famosas reducciones que el virrey Toledo aplicó hacia la década de 1570).

En cualquier caso, quien se encargaba de esto era el Rey, a quien pertenecían (teóricamente, al menos) todas las tierras y también las aguas. Pero él estaba lejos, y como sobraba más de lo que se repartía, no pasó mucho antes de que las tierras disponibles fueran invadidas por españoles, criollos, mestizos e indígenas que querían sacarles provecho. ¿Y qué se hizo? Pues el Estado, que tarda pero concede (igual que ahora), creó las composiciones de tierras: campañas periódicas que permitían a los agricultores -grandes y pequeños- obtener el título de propiedad a cambio de un pago a la Corona. Claro que no todos pasaron por este proceso para obtener dicho título (otro aspecto en el que las cosas no han cambiado mucho), y las composiciones existieron por tres largos siglos. Esquematizando un poco el panorama, diríamos que a fines de la época colonial había tierras bajo control de las corporaciones llamadas de “manos muertas” –la Iglesia, comunidades de indios, municipios, gremios, etc.- y tierras individuales. No nos olvidemos que estamos en una época de Antiguo Régimen y el concepto de propiedad, tampoco es que se parezca tanto al que hoy conocemos. La tierra permanecía vinculada por generaciones a estas corporaciones o a las familias nobles existentes, y no se podían vender -por eso se decía que eran de manos muertas-. El mercado de compra y venta de tierras era muy reducido. Lunes 9 de setiembre de 2013 VELAVERDE

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