VuelaPluma - Número 1 - 04/07/2014

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Número 1  —  4 . 07. 2014

Ejemplar gratuito

¡Los primeros!

En texto: Irina G. C. con sus poemas

En dibujos: Bou con sus diseños abstractos

Tampoco te pierdas los relatos de terror, ciencia ficción, fantasía, amor...

En fotografía: Miri C.C. con fotos de flores

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¿Escribes? ¿Dibujas? ¿Te gusta el arte. la fotografía, el diseño...?

Con nosotros puedes publicar todo lo que quieras, siempre que sea original No nos importa que seas principiante, amateur o todo un experto

Envía tus trabajos a

vuelapluma@revistavuelapluma.com y participa en los siguientes números


Revista Vuelapluma Número 1. Revista bimensual. 4 de Julio de 2014.

Quienes somos Dirección: Noe C. Castillo (@NoeCC) Colaboración: Tanis Barca (@Tanis_Barca) Adri “Stelios” Moreno (@AdriStelios) Corrección: Tanis Barca Maquetación: Noe C. Castillo Páginas colaboradoras: La Era de las Mariposas http://mipropiahistoria92.blogspot.com.es/ Ilustración de la portada: Jesús Campos “Nerkin”.

Los principios de VuelaPluma Este es un ejemplar gratuito, realizado con fines culturales y divulgativos. Queda prohibida su venta o comercialización, o difusión que pueda tener fines comerciales. Revista VuelaPluma pretende publicar los trabajos escritos, plásticos o fotográficos de artistas tanto principiantes como experimentados, sin dejar fuera ningún estilo ni género. En esta revista no se publicarán trabajos con derechos de autor registrados, derivados de otras obras ya comercializadas. Es decir, no se publicará ni fanart ni fanfiction. Todos los trabajos publicados en cualquier número de VuelaPluma pertenecen a sus respectivos autores, cuyos nombres o alias aparecerán junto a él. Dichos autores no nos ceden sus derechos de autor en ningún momento, si no que nos otorgan el derecho a publicar la obra de forma íntegra y gratuita, en uno o varios números de la revista.

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Introducción La Silla del Director

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aludos a todos. Lo primero que quería hacer era daros la bienvenida a este primer número, que al fin ha llegado después de tantos meses y esfuerzo. Han sido muchos los intentos de crear algo así, y bastantes personas las que han pasado por la mesa de los ayudantes, antes conseguir lo que estáis leyendo actualmente. Muchos inconvenientes de por medio (ordenadores estropeados, poca participación, dificultades para maquetar una revista...), que al final hemos superado gracias a la perserverancia y la confianza en el proyecto. Y por fin... ¡Aquí lo tenemos! Todavía no me lo puedo creer, parece que fue ayer cuando hablaba con Tanis de crear una revista así, y ya ha pasado más de un año. Sin embargo, queda mucho trabajo por delante. Este es sólo un primer número y no se puede decir que la participación haya sido muy elevada. Tampoco escasa, razón por la cual hemos podido sacar adelante estas páginas, pero esperamos seguir creciendo con vosotros y con nuevos artistas que se unan a nuestras filas. Por tanto, lo segundo que quería hacer en esta pequeña introducción era daros las gracias a todos. A los que habéis enviado algo, a los que simplemente queréis leernos, a los que nos habéis ayudado a darnos a conocer, a esos retweets incondicionales, a los que habéis puesto publicidad de VuelaPluma en vuestras webs... Sin vosotros habríamos sido incapaces de haber llegado a esto, por lo que sois una base imprescindible de nuestro proyecto. Así, esperamos que sigáis ayudándonos a crecer, que no dejéis de enviarnos trabajos. Si no nos creías

cuando decíamos que no rechazaríamos a nadie, podréis comprobar en este número que hemos reunido gran cantidad de estilos diferentes, de géneros y de personas completamente distintas. Contamos con poesías, relatos, introducciones que podrán dar pie a otras historias más largas, dibujos fantásticos (ya habéis visto la portada, una pasada, ¿eh?), abstractos, fotografías... No dudéis en enviarnos cualquier cosa que se os ocurra y os apetezca ver publicada, pues sin vuestra ayuda no podremos seguir adelante. Y de momento, eso es todo. Espero que disfrutéis de nuestro Número 1 y que nos comentéis vuestra opinión. Si tenéis cualquier sugerencia, estaremos encantados de escucharla.

¡Muchas gracias y bienvenidos a VuelaPluma! Noe C.C.

La Taza del Café Estimados lectores, colaboradores y compañeros de proyecto: Gracias por apoyar VuelaPluma. Lo que surgió como una idea en un momento fortuito se ha convertido en algo real, sin quedarse en esa fase de papeleo sobre la mesa que no lleva a ningún sitio. Ha sido un año de parón por falta de recursos, y algunos meses finales de carrera sorpresa, y por fin la revista sale a la luz. Personalmente me siento muy ilusionada con el proyecto, y encantada con la participación habida, a pesar de ser el primer número. Sabemos lo difícil que es para un artista amateur publicar algo en medios profesionales, por eso quisimos hacer esto y dar una oportunidad con la revista, para empezar a darse a conocer. Desde aquí os animamos a apoyar VuelaPluma, bien leyendo, bien participando en el próximo número.

Muchas gracias a todos. Tanis Barca


1º!

Poesía El primer aporte Irina García Carpena fue la pionera, la primera que estrenó la bandeja de entrada de nuestro e-mail con sus poesías. En este número publicamos algunas, pero nos hemos guardado otras para los próximos. ¡Disfrutadlas!

La voz

Irina García Carpena Yo tengo la voz en mis manos. Con ellas grito en el folio Y arranco la rabia de este vivir Con miedo. Escupo a la sociedad que se aleja Y alabo al obrero que tira su pala. Animo al profesor con su pancarta, Al alumno y sus banderas, Al médico con su bata Y a la madre con su hijo. Mi lápiz señala al culpable Y dibuja su sentencia. Mis dedos indican mi verdad Y no temen el borrador de la mentira. Actúo con mi saber Y aborrezco la violencia. Porque la historia es el placer Y el pecado es la ignorancia. Culpo a los medios por incendiar la cultura, Reniego del iluso por no trabajar su futuro. Alimento mi alma con libros Y poesía. Desentierro mi humanidad, Ahuyentando la cobardía. No sueño un pueblo derrumbado en sus cenizas, No espero de la sociedad una barricada embravecida. Grito con mis manos por la libertad esclavizada, Por los sueños sin cumplir, Por las almas desorientadas. Porque la voz no es sólo vibrar la garganta. Porque la voz no es sólo una cualidad humana. Porque humano es vivir y No esperar a mañana. Vivir es conquistar cada horizonte con el Pecho envuelto en llamas.

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Poesía

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Eco

Irina García Carpena Teníamos tanto tiempo para olvidarnos, que olvidamos el por qué de tanto olvido. Lo vivido es un juego que no acaba, tú y yo como piezas que no avanzan. Siempre buscando la salida, esa meta que nunca nos llegaba. El toque de queda en las casillas, medianoche para siempre en el salón. Las batallas por amor son más épicas, somos un tablero de ajedrez que se incendia. Tú huyendo sin juzgar las elecciones, yo muriendo con tu jaque en indiferencia. El mate es el dolor por los recuerdos, mi sonrisa no conquistó a tu peón. Y buscando el empate con tu orgullo, encontré una escalera en mi corazón. Que me eleva a la verdad más exacta y me permite pedirme perdón. Lo vivido es un juego que no acaba, olvidamos el por qué de tanto olvido. Teníamos tanto tiempo para olvidarnos, que nos convertimos en piezas que no avanzan. Y qué más da, me digo, el tiempo se pudre en la memoria. Puede que tú y yo seamos historia, en aquellos libros que nunca escribimos. Y que tal vez vibren en esa biblioteca, que sobrevive a las ruinas de nuestro eco. Porque tú y yo fuimos eco.

Porque tú y yo fuimos eco. Porque tú y yo fuimos eco.

Fábulas

Irina García Carpena Qué famélico es el rencor, Vive muerto de hambre. Arranca migajas del amor, Tan débil en su combate. No hay mejor escudo que el perdón, Me dicen, Y yo lo tengo ahogado en las entrañas. Triste mi corazón en telaraña. Esclavo del tiempo, El odio es una araña.

Poemas Cortos Eduardo “Korvinian” Corral

I Sé mi luna, sé mi cielo, sé mi sol y mis estrellas, sé la luz que me ilumina, sé la vida que me llena.

II Nunca se dice lo que el corazón clama antes de verlo huyendo, ahogando el alma. Marchitando la vida que otrora desvelara secretos eternos, que nunca se acaban. Cual maldición ardiente alimentando las llagas que son castigo del cobarde que no proclama todo cuanto uno quiere, todo cuanto alaba, todo por cuanto muere, todo lo que se ama.

III A long time ago in a place where no one stands, my words found no home, my heart had no land...

IV ¡Háblame!Y haz deseo mi sentir, da vida a toda la esperanza que hoy habita con mi alma. ¡Cállame!Pues sangro tinta al escribir y torno en sueño este desvelo que hoy oculta mi palabra. [...]

V El combate su poesía, y estoque y lance dan al pliego que con tinta estampilla como sangre letra al verbo.


Fotografía Fotógrafa: Miri C. C. Miriam nos envía las primeras fotos, y las únicas que hemos recibido para este número. La flor del almendro fue realizada esta privamera en el parque “La Quinta de los Molinos”, un parque precioso para pasear por esas fechas y ver los almendros. La segunda es de los jardines de Aranjuez.

Flor de Almendro

Rosa

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Terror

Reflejo Adrián Moreno

El texto va acompañado del tema “Meeting Charlotte” de la película Frágiles, dirigida en 2005 por Jaume Ballagueró. El compositor fue Roque Baños. Recomiendo el uso de cascos para un mayor efecto. Enlace: https://www.youtube.com/watch?v=G7N1_-01Rg&feature=youtu.be

No estaba sola. La señora Anderson llevaba viviendo en aquella casa desde hacía más de cuarenta años y conocía cada uno de sus rincones, cada una de sus dos plantas. Podría describir y recorrer la casa con los ojos cerrados. El vestíbulo, con las paredes blancas, la cocina, con esas cortinas amarillentas que siempre insistía en querer cambiar y nunca lo hacía, la sala de estar, con la vieja televisión de tubo que nunca actualizaron, las escaleras de madera que subían a la zona de arriba, donde se encontraba su propia habitación, que antes compartía con su marido, y la de su hija, quien hacía años que se había marchado a vivir su propia vida. Los cuartos de baño, el ático siempre lleno de polvo… Todo estaba ahí y había estado ahí durante todos aquellos años. Además, la buena mujer conocía el sonido de los pasos que habían golpeado las tablas de madera del suelo durante aquel tiempo. Los pasos de su hija habían ido cambiando con los años, desde los pasitos nerviosos de una niña pequeña hasta las escapadas nocturnas de puntillas de una adolescente. Su marido siempre había sido de un andar contundente, decidido… muy varonil, como a ella le gustaba decir entre risas. Nadie más había vivido en aquella casa salvo ella y su familia, que supiera. Pero no estaba sola. Su marido había muerto no hacía mucho en el dormitorio de ellos dos, víctima de un inesperado infarto. Su hija vivía en otra ciudad y había fundado su propia familia. Insistía constantemente por

teléfono en mudarse de forma provisional con ella, para que no estuviera sola, pero eran tonterías. Era una mujer adulta y podía vivir como tal sin su ayuda. Y sin embargo, aquella noche no estaba sola. Estaba acostada en la cama, tumbada de lado mirando hacia el espejo que había colgado frente a ella. Por algún motivo, no podía dormir aquella noche. Un viento frío mecía las cortinas de la ventana del dormitorio. La luz lunar iluminaba con tonos mortecinos el suelo y la cama en la que la mujer intentaba conciliar el sueño. Ni siquiera cerraba los ojos. Miraba hacia el espejo, sintiéndose extrañamente receptiva con su entorno. Toda la casa vacía y tan silenciosa… un escalofrío le recorrió por la espalda. Nunca se había sentido amenazada en su hogar, ni una vez en cuarenta años, y sin embargo, aquella noche todo parecía diferente. Fue entonces cuando escuchó los pasos. No eran aquellas vigorosas zancadas de su difunto esposo, ni las pisadas sigilosas de una niña que llega demasiado tarde de la calle. Aquellos pasos eran diferentes, carecían de una personalidad propia, parecían incluso un sonido predefinido para una película o una serie de televisión. Tap tap tap tap. La señora Anderson tardó un momento en reaccionar. Aquel sonido era imposible. Ella vivía sola. No tenía ni un miserable gato que le hiciera compañía. ¿Ladrones? Quizá hubieran entrado por la ventana de la cocina, forzándola por fuera o rompiendo el cristal. Pero hubiera oído algún sonido, algún indicio de que algo estaba fuera de lugar. No había escuchado cristales rotos, nadie revolviendo sus cosas… Nada. Solo aquellos extraños pasos que subían por las escaleras. La madera del quinto peldaño crujió con fuerza, como si el visitante quisiera insistir en su presencia. La mujer se incorporó y se quedó sentada en el colchón, mirando hacia la puerta. ¿Y si el visitante iba a su cuarto? ¿Y si le hacía algo? Esperaba que se sintiera decepcionado, fuera quien fuera, al ver a una mujer de una edad lo suficientemente avanzada como para no despertar el instinto básico de cualquier agresor. No iba a quedarse allí a esperarlo, pero no había ningún escondite decente en su habitación que pudiera ayudarla si el intruso


decidía aparecer. Decidida, se escondió bajo la cama, confiando en que las sábanas caídas le permitieran permanecer oculta. Tap tap tap El sonido de los pasos cesó frente a su puerta. La señora Anderson sentía como su pulso se aceleraba a cada segundo, y un sudor frío recorría su frente. Sus pensamientos se contradecían entre sí, lamentando haber impedido que su hija viviera con ella, así como agradeciendo que no estuviera allí como para verse expuesta al peligro. Hubiera deseado haber sido más rápida, haber llamado a la policía desde el teléfono fijo de su mesita de noche. Más valía una llamada errónea que acabar… ¿Y si era un desaprensivo? ¿O un torturador? Quizá no buscaba robar nada, solo divertirse con ella. Hacerle daño. Una mujer, demasiado mayor como para interesar a la mayoría de los hombres, sola en una casa grande. Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos. Estaba aterrorizada. El único sonido en toda la casa era el de sus latidos acelerados. «Por favor, que no entre nadie, por favor…» La manilla alargada de la puerta bajó y la puerta, con el chirrido típico de unas bisagras que necesitan un poco de aceite, se abrió despacio. La pobre señora Anderson, debajo de su cama de matrimonio, no vio a nadie tras ella. Solo el pasillo y la ventana del fondo, abierta. Allí no había nadie. La sorpresa fue mayúscula para la buena mujer. ¿Quién había abierto la puerta, entonces? Podría haber jurado que había sido el viento de la ventana del pasillo si no hubiera visto la manilla bajar. ¿O acaso su mente le había jugado una mala pasada? Eso tenía sentido. Después de todo, se había puesto un poco nerviosa aquella noche. Puede que incluso aquellos estúpidos pasos no hubieran existido, o hubieran sido cualquier otra cosa. Casi sintió la necesidad de reírse de su propia estupidez. Allí no había nada ni na-

die. Estaba en su casa de siempre, escondida bajo su cama de siempre. Que ridículo. Decidió comportarse como una mujer adulta y madura y salir de debajo de la cama. ¡Si su marido la hubiera visto, lo que se hubiera reído de sus paranoias! Un nuevo escalofrío le recorrió la espalda. Sobre la luz de la luna se reflejaba su propia sombra, la de una mujer algo bajita y más ancha de cintura de lo que desearía, con la melena sin peinar y revuelta, y aquel camisón largo que le llegaba a los tobillos, a modo de pijama. Y a su derecha, otra sombra. Una figura bajita, delgada e infantil parada a su lado, con los brazos pegados al tronco. La señora Anderson, observando aquella imagen, tardó en reaccionar a lo que veía. Se dio la vuelta sin comprender lo que había visto. A sus espaldas no había nada, a excepción del espejo que, colgado en la pared, reflejaba su propia imagen aterrorizada. Y la de una especie de criatura, parecida a una niña pequeña, que la observaba sentada en su cama. El pelo lacio y sucio caía frente al rostro del ser, casi ocultando las cuencas vacías de sus ojos. Su boca sin labios esbozaba algo parecido a una sonrisa. Ante aquella visión, la mente de la señora Anderson colapsó. El sonido de sus pulsaciones era cada vez más fuerte y más rápido, retumbando en su cabeza como unos tambores. Su corazón golpeaba con tanta fuerza su pecho que podría haberse salido en cualquier momento. Se quedó unos segundos paralizada ante aquello, tras lo cual algo en su cabeza hizo clik y cayó de frente, impactando contra el espejo del cuarto, que se rompió en pedazos. No se volvió a despertar.


Terror El Monstruo del Armario

Tanis Barca

Tenía seis años cuando lo oí por primera vez. Siempre me habían dado respeto los armarios, esos espacios tan grandes, tan oscuros, de los que veía sacar o desaparecer todo tipo de cosas —si he de creer lo que decía mi madre, que a veces metía medio cuerpo dentro para al rato sacarlo con las manos vacías y expresión hosca—. Pero nunca les tuve miedo hasta esa noche. Recuerdo que estaba medio dormido cuando oí gruñidos que venían de dentro del armario. Y que tras ellos distinguí unas palabras. —Abre, abre. Quiero salir y arrancarte las entrañas y comerme tu corazón. Tendrás que abrir tarde o temprano y entonces saltaré sobre ti. Y aunque sólo eran pequeños bufidos, sentí tras ellos una sonrisa espantosa llena de dientes afilados y amarillentos. Vi claramente la boca abierta y babeante de la que provenían los sonidos. Y grité. Grité con toda mi alma y me cubrí la cabeza con las mantas, y no salí de mi refugio cuando la luz del cuarto se encendió y proclamó que mi madre había entrado. Al verme así, todo ojos desorbitados y sollozos incoherentes, ella intentó, a base de caricias, tranquilizarme lo suficiente como para que le contara lo que había pasado. Al final lo consiguió. Según le describía los gruñidos y las amenazas, su rostro fue adquiriendo una expresión de alivio frente a la preocupación con la que antes se había inclinado hacia mí. Me aseguró que en el armario no había nada e incluso trató de abrirlo para demostrármelo, aunque ante mis alaridos histéricos optó por cerrarlo con llave. —¿Ves? Ahora ya no podrá salir —dijo, con voz suave. Cuando se hubo convencido de que yo me sentía mejor, me estampó un sonoro beso en la frente y se fue, apagando la luz. Esa noche, no hubo más sonidos provenientes del armario. Pero sí que los hubo la siguiente noche. Y la siguiente, y la siguiente. —Saldré, una noche saldré mientras duermes. Te sacaré los ojos y me beberé tu sangre, ya lo verás. Mis padres se preocuparon mucho por los gritos que invariablemente se sucedían noche tras noche y me llevaron un tiempo

a dormir con ellos. Yo escuchaba sus respiraciones acompasadas con los ojos fijos en el armario de su cuarto, pero éste permanecía siempre silencioso. El monstruo estaba encerrado en mi propio armario, esperándome. Sin embargo, por las mañanas no tenía más remedio que abrirlo para sacar mi ropa, y aunque las primeras veces me ponía rígido de miedo, preparado para sentir sus garras atravesando mi cuerpo, nunca ocurrió nada. Hasta vacié el armario, seguro de que estaría agazapado en un rincón, pero no lo encontré. Al monstruo no parecía gustarle la luz. Y la noche siguiente a esa acción, el monólogo fue distinto. —Abre ahora, abre si te atreves, sin tus padres y sin la luz del sol. Te arrancaré la cabeza de un solo mordisco. Todas las noches cerraba el armario y guardaba la llave bajo la almohada. Todas las noches el monstruo me amenazaba, sin poder liberarse. Pasaron los años, y mi armario nunca se abrió a partir de las ocho de la tarde. Me acostumbré a los gruñidos, sabiéndome seguro en posesión de la llave. Pasé de la infancia a la adolescencia y de ahí a la juventud, hasta que conocí a mi futura esposa. Había estado con otras chicas antes, pero nunca las llevaba a mi casa de noche. No con eso esperando en el armario. Mis padres, que siempre habían querido vivir cerca del mar, nos regalaron la casa por nuestra boda o más bien me la vendieron por un precio más que razonable. Mi antigua habitación pasó a ser mi estudio, y mi mujer y yo nos trasladamos al dormitorio de mis padres. Todas las noches iba yo a mi estudio cuando mi mujer se iba a dormir —entraba a trabajar muy pronto y solía quedarse dormida frente a la televisión—, y escuchaba al monstruo. Pero este, con los años, también había cambiado. Su voz ya no parecía tan formidable, ni parecía haber sonrisa tras ella. Seguía amenazando, invitándome a abrir el armario. Sin embargo ya no me daba el mismo miedo que antes. Ahora sentía... ¿pena?, ¿nostalgia? Tuvimos un hijo, Daniel, que durmió con nosotros sus primeros tres años de vida. Y entonces le trasladamos a la habitación que muchos años antes había ocupado mi hermano. Todo marchaba bien, éramos felices.

Hasta que una noche en la que andaba trasteando por mi estudio no oí nada. Esperé y esperé, pero ningún sonido salió del armario. Ni la noche siguiente, ni la siguiente a esa. Una semana después, aprovechando que mi mujer y mi hijo estaban en casa de mi suegra, por primera vez en treinta años, saqué la llave y abrí el armario. Y allí estaba el monstruo. Negro y agazapado, tenía el tamaño de un gatito recién nacido, temblaba como una hoja, y me miraba con unos enormes y rojizos ojos asustados. Al verme se encogió y echó contra la pared al fondo del armario. Apenas lograba distinguirlo. Nos estuvimos mirando por un buen rato, yo quizá esperando a que pronunciara sus amenazas de antaño, él tal vez a sentir mi miedo. Fue entonces, después de largos minutos en silencio, que él murmuró con un hilillo de voz: —Te abriré en canal con mis… garras. M-Me comeré tu corazón. Y mientras me decía esto, las lágrimas caían de unos ojos que si antes bien hubieran podido ser brillantes como llamas, ahora eran brasas que se extinguían. Con un suspiro, hice lo único que podía hacer. Cubrí su cuerpo tembloroso e inofensivo, como el de un pajarillo, bajo mi jersey, y le llevé al cuarto de mi hijo. Una vez allí le metí en el armario y cerré con llave. A partir de esa noche, como yo esperaba, Daniel comenzó a llorar todas las noches. Comprendí que los monstruos de los armarios no podían hacer nada contra los adultos —que a lo largo de su vida van encerrando a sus propios monstruos en sus mentes y en sus almas—, salvo extinguirse y morir, y que necesitaban alimentarse de los miedos de los niños para que ellos pudieran superar a su vez ese miedo algún día, al darse cuenta de que en el fondo, los monstruos de los armarios eran sólo eso, monstruos de armario, que no podían salir y hacerte daño si tú no les dejabas. La primera noche en que mi hijo lloró fui yo el que acudió a ver qué le pasaba. Y aunque no dudé de sus palabras cuando me contó que unos gruñidos le amenazaban desde el armario, yo oí algo muy distinto. Oí un gruñido que decía: «Gracias... Gracias».


Autora: Bou

Abstracto

Bou nos envía tres dibujos abstractos, contándonos que fueron realizados entre 2007 y 2014. También nos dice que, a pesar de ese espacio de tiempo, hay patrones que se repiten en todos. ¿Quieres encontrarlos? Los tres están repartidos en distinfas páginas de este número.

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Ciencia Ficción Soldados de Acero. Capítulo 1

Suzume Mizuno

Aviso: Esta historia puede contener escenas de violencia y contenido sexual. Ahura, territorio de la Humanidad, Bastión Blanco La neblina contaminada se extendía por el demacrado páramo como si se tratara de la mano de algún oscuro dios. Con esfuerzo, cenicientos rayos de luna se abrían paso entre las nubes tóxicas iluminando pequeños y efímeros claros, que no tardaban en desaparecer, tragados por la noche. No eran suficientes, ni de lejos, para ver si se acercaba alguien. Río respiró hondo y ajustó los visores de su máscara. Luego se puso el fusil al hombro y, a través de la mirilla, recorrió el campo con el corazón martilleando, desbocado, contra su pecho. Noche tras noche, el miedo le corroía las entrañas como un veneno de lento efecto. No importaba que ya llevara casi un año en el Bastión Blanco —que hacía tiempo que no tenía nada de blanco— y que sus reflejos y su capacidad para cargar su arma se hubieran vuelto tan refinados que tenía la convicción de que podía acertar incluso a una salamandra sin fijar el objetivo. Daba igual, porque la idea de que se le escapara uno solo era terrible. Una calamidad. Las experiencias que le había contado su madre, de cómo perdió a toda su aldea por culpa de únicamente dos raptores, se agolpaban en su cabeza cada vez que sonaba la alarma y tenía que coger para dirigirse a los miradores a cubrir su turno. Había semanas durante las cuales los raptores no aparecían. Era insoportable pasar noches enteras en vela, pero, al menos, cuando despuntaba el sol podía irse a la cama llena de alivio, pensando que habían ganado una noche más. Sin embargo, se daban ocasiones en las que venían noche tras noche. Durante meses seguidos. Así habían caído tantas otras ciudades. Así, Bastiones como el suyo habían desaparecido de una noche para otra. Sacudió la cabeza. No debía pensar en ello. Pero ya le estaban temblando las manos otra vez, maldita sea. Además, le sudaban de forma endemonia-

da. Tragando saliva, dejó un momento el fusil, se sacó rápidamente los gruesos guantes y se frotó las palmas contra el cuerpo. Después, rápido, tanto que estuvo a punto de tirar de un golpe a su arma, se puso de nuevo en posición y apuntó. Estaba jadeando. No puede ser bueno pasar tanto miedo en una sola vida, pensó con rabia. Y maldijo, una vez más, a sus antepasados. En especial a los que se les ocurrió crear a los malditos raptores. Si existía un Infierno, esperaba que se estuvieran abrasando en él. Pegó un respingo al percibir un movimiento. Enfocó los visores. Demonios, sí. Algo se estaba moviendo allí, a lo lejos, tambaleándose entre las colinas. Aguantó la respiración y buscó rápidamente más figuras, aprovechando que el enemigo no se encontraba todavía a tiro, lo que le permitiría calcular de cuánto tiempo disponía para eliminarlos a todos. Pero, para su sorpresa, no encontró ninguna más. Se puso en guardia. Los raptores nunca iban de uno en uno. ¿Qué era eso, alguna clase de táctica nueva? No se podía decir que fueran las criaturas más inteligentes, pero en ocasiones sus cerebros diseñados específicamente para masacrar les permitían idear trampas… Durante unos instantes consideró, horrorizada, que iba a tener que lanzar una bengala para pedir ayuda. Sería la primera en… ¿Cuántos años? ¿Cinco? Dispararla equivaldría a que estaban sufriendo un ataque a gran escala. Movilizaría a todo el Bastión. Por eso se quedó inmóvil porque… ¿Y si se equivocaba? Escuchaba su aparatosa respiración dentro de la máscara más ruidosa que nunca. Estaba aterrorizada. La gente a veces moría de un infarto al corazón. Ella no tenía tan mala salud pero, ¿y si le ocurría? Porque sentía que el corazón le iba a reventar. Apretó los dientes. Voy a cargármelo y ya está.

Apoyó una rodilla en el suelo y apuntó con su fusil, acariciando suavemente el gatillo. En unos veinte metros estaría dentro de su rango de tiro. Tenía que intentar acertarle en la cabeza. Los raptores eran rapidísimos y se recuperaban bien de las heridas secundarias, de modo que no solían tener más que tres o cuatro oportunidades para disparar antes de que llegaran a las murallas. —Vamos, tranquila. No es tan difícil, lo has hecho muchas veces —se dijo, sin separar las mandíbulas. Ya casi estaba. De qué forma tan extraña se movía aquel raptor. ¿Estaría herido? Sólo un par de metros más… Espera un momento. Eso no era un raptor. Se incorporó bruscamente, boquiabierta, y sólo fue capaz de farfullar, estupefacta: —¿Mamá? **** —Ya está. Ya está. Estás a salvo —repetía Río una y otra vez. No estaba segura de si se lo decía a su madre o a sí misma. Arel no había dejado de balbucear mientras un potente grupo armado la arrastraba dentro del Bastión. Hasta el último segundo, Río estuvo convencida de que era una trampa, de que saldrían raptores de la nada para acabar con ellos. No lo hicieron. Aun así, Petros, el líder del Bastión Blanco, ordenó que se redoblara la vigilancia mientras trasladaban a toda velocidad a Arel a la enfermería. La tumbaron sobre un camastro que chirrió bajo su peso. Entonces, sin más dilación, el médico sacó un cuchillo y rasgó la túnica de Arel. Río se mareó al ver el cuerpo de su madre; no sólo estaba amoratada por todas partes, sino que las innumerables heridas habían adoptado un tono negro y desprendían un olor nauseabundo que le penetró las fosas nasales incluso a través de la máscara. En ocasiones, partes enteras de costra se desprendieron de la piel junto a la ropa. Varios hombres tuvieron que sujetar a Arel, que sufría violentos espasmos y se resistía a las correas, emitiendo interminables alaridos de dolor.


Sintió la gruesa mano de Petros sobre su hombro y, casi sin darse cuenta, se aferró a ella. Tenía la impresión de que el suelo se balanceaba bruscamente bajo sus pies. —Mamá… —susurró. Arel gruñía como un animal y se retorcía entre gritos intentando liberarse de las manos que trataban de ayudarla. Al final no hubo más remedio que atarla con correas. Al cabo de un rato, su madre perdió las fuerzas y se limitó a temblar, acongojada, farfullando y gimiendo. Incapaz de soportarlo más, se quitó la máscara y se agachó al lado de la cabecera. Cogió la mano de su madre: tenía las palmas despellejadas y las uñas destrozadas, cubiertas de costras. El médico fue a decirle algo, pero la chica le dirigió una mirada furiosa y decidió callarse. Vendó las heridas de su madre después de aplicarle unas cuantas cremas y empastes que la hicieron lloriquear. —No, no más. No más. Por favor —suplicaba, con los ojos arrasados por las lágrimas, ciegos, clavados en algún lugar que estaba muy lejos de allí. Río tuvo que hacer un inmenso esfuerzo de voluntad para no rebanarle la garganta al viejo por hacer daño a su madre. —No hay nada que hacer —confesó al final con voz cascada—. Las heridas están demasiado infectadas. No sé ni cómo ha conseguido llegar hasta aquí. Debería estar muerta. Petros miró a Río, pidiéndole permiso. La chica asintió lentamente, demasiado impactada para sorprenderse. Sabía que tenían que intentar averiguarlo. O… O la muerte de su madre no serviría para nada. Muerte… Oh… Esto no… Esto no es posible. El jefe del Bastión, tan grande que todo el mundo tenía que apartarse para que no se los llevara por delante, se agachó sobre Arel y le quitó la máscara con suavidad. Arel gimió y Río se preguntó si en todo aquel mes no se la habría quitado ni una sola vez. Lo cual tenía sentido porque más allá de la Frontera el grado de contaminación era letal. ¿Qué habría comido? No habían llevado provisiones para más de dos semanas… —Arel —susurró Petros. Arel tenía los labios completamente despellejados y varios hilos de saliva le

resbalaban por las comisuras de la boca. Las marcas de la máscara eran líneas en carne viva que le recorrían el rostro entero. Los ojos de Río se anegaron. —Arel, ¿qué ha pasado con los demás? Su madre balbuceó algo incomprensible. —¿Y el Nido, Arel? ¿Lo encontrasteis? Un sonido atragantado. Petros suspiró y dijo a Río: —Inténtalo tú, por favor… Río, apretando las mandíbulas, asintió y besó la mano de su madre mientras se acercaba a su oído y susurraba: —¿Mamá? Soy yo, Río —Arel se quedó quieta, como si escuchara muy atentamente, y Río sintió una punzada de esperanza—. Mamá, tranquila, estoy aquí. Te quiero. Estoy contigo. Todo está bien, ya verás que... —Petros le apretó un hombro con urgencia. El gesto de Río se descompuso y tuvo que cerrar los ojos un instante para recuperar el control sobre sí misma. Le tembló la voz cuando preguntó—: ¿Qué pasó? ¿Dónde están Annita y los demás? ¿Y el Nido? Arel fijó en ella unos ojos desorbitados y clavó las uñas destrozadas en la mano de su hija. —¡El Nido! ¡El NiiIDO! ¡Encuéntralo! ¡Destrúyelo! —¡Mamá, cálmate! —la abrazó y notó que temblaba, que sufría espasmos. ¿Qué te han hecho?—. Lo encontraré. Acabaremos con ellos. Te lo prometo. —El Nido. EL NIDO. El nido, el nidoelnidonido… —¿Dónde está, mamá? —gritó Río, rompiendo a llorar. ¿Por qué le tenía que preguntar eso cuando no le importaba lo más mínimo? ¿Por qué?—. ¿Dónde? Arel giró la cabeza y le masculló algo al oído. Veinte minutos después, Río se quedó por fin a solas, sujetando la mano inerte de su madre.

**** Se pasó el cepillo por el pelo recién cortado. Tenía la impresión de que su cabeza se había aligerado y que saldría flotando de un momento para otro; le faltaba la presencia de la tirante goma que le recogía el cabello en un moño. Pero uno acababa acostumbrándose a perder cosas. No había otro remedio. O eso o se moría de pena. Además, así al menos algo de ella se había marchado con su madre. Hacía mucho que no pisaba su habitación del pueblo. Casi un año entero. La casa estaba llena de polvo y no se podía dar un paso sin levantar una pequeña cortina gris. Pensó que, en un par de meses, habrían terminado de una maldita vez su servicio en los Bastiones. Su madre habría puesto el grito en el cielo al ver cuánto había que limpiar y habrían trabajado varios días, sin descanso, hasta dejarlo todo como los chorros del oro. Después se habrían preparado un pequeño banquete y, por una vez, dormirían juntas, como cuando Río era pequeña. Y entonces… Entonces habría podido volver a dormir sin pesadillas, sin agudizar el oído ante cualquier chasquido sospechoso, sin escuchar el insoportable timbre que marcaba el cambio de turno por las noches. Dejó bruscamente el cepillo sobre la repisa, con tanta fuerza las tres únicas fotos que tenía en la casa se tambalearon. Deberían estar en el salón, pero cuando regresó del Bastión Blanco se dijo que necesitaba tenerlas en su cuarto. Para no sentirse tan sola. Ahora se daba cuenta de que no había sido una decisión inteligente porque, cuanto más las miraba, peor se sentía. Ninguna de las personas que aparecían en las fotos estaba ya en aquel mundo. Todos se habían convertido en ceniza. Con los labios temblorosos, recogió el peine y volvió a pasárselo mecánicamente por el pelo. No era bonito; lo tenía pajizo y grasiento, muy débil. Se imaginaba que antes de que cumpliera los treinta se le empezaría a caer. Se acordaba de que su madre siempre presumía del precioso pelo que tenía su hija cuando era pequeña. Pero después de lo del niño…

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Parpadeó furiosamente para retener las lágrimas. Y se miró en el cochambroso espejo. Apenas sí se reconocía. Después de tantos meses en los Bastiones, llevando constantemente máscara, su piel tachonada de manchas se había vuelto tan pálida que el contraste era un poco desagradable. Al menos los ojos no se le habían estropeado. Habría sido terrible perder la vista, nadie quería cargar con un inválido enfermo. Y ahí seguían, marrones, tristes, hartos de todo. No era guapa y lo sabía. Ya no le importaba, porque estaba claro que no se iba a volver a casar con nadie. Exacto. No vas a conseguir a nadie. Y ahora… ¿qué? Río se planteó si ignorarlo y tumbarse en la cama a dormir, quizás para siempre. Se sentía capaz de hacerlo. Pero entonces llamaron a la puerta escuchó la voz de Joel: —¿Río? Emitiendo un suspiro, se forzó a levantarse y se dirigió con paso pesado hacia la puerta. Acostumbrada a las diminutas habitaciones del Bastión Blanco, su casa de repente le parecía enorme, aunque no superaría los 30 metros cuadrados y eso que era una de las más pequeñas de Ahura. Levantaba pequeñas olas polvo al caminar y olía a cerrado, pero no había previsto tener invitados tan pronto. Abrió la puerta. Como todas las casas, estaban medio hundidas en la tierra y se comunicaban por pasillos subterráneos —la luz entraba por las ventanas superiores—, el chico no llevaba máscara, por lo que pudo ver su expresión de lástima y bochorno. En su cara te-

nía una mezcla de rasgos adolescentes y adultos pero, a pesar de que sólo tenía catorce años, la superaba por más de una cabeza. Aun así, nunca le pareció tan pequeño como en ese momento. —Hola… —Hola —respondió con sequedad. No estaba de humor para soportar a otras personas, ni para tener que hacerlas sentir bien cuando vinieran a presentarle sus respetos. Sólo quería estar sola. ¡No quería ver a nadie, maldita sea! ¡Si hubiera sido así, se habría quedado en el funeral! Hubo un incómodo silencio. —Yo sólo… Quería decirte que lo siento mucho, Río —la chica rechinó los dientes—. Arel era una mujer muy valiente y la quería mucho. Y mi madre quiere que sepas que puedes venir a nuestra casa cuando quieras. Se estudiaron mutuamente. Sólo habían vivido juntos dos años, pero habían acabado conociéndose lo suficientemente bien para saber que ninguno quería tener cerca al otro. Era demasiado doloroso. Traía demasiados recuerdos. Fue buena idea no ponerle nombre al segundo, meditó. —Ya… Dile a Kara que lo agradezco mucho pero que… No iré, de momento. Joel apenas pudo reprimir un suspiro de alivio. Más relajado ahora, extendió una mano y, tras titubear, le dio un apretón en el hombro. —Lo siento. De verdad —Río asintió con lentitud, pero no agradeció sus palabras. Suficiente tenía con su propio dolor. Vete, vete, vete ya. Ya has cumplido, ya te has limpiado la conciencia. ¡Déjame en paz!—. Por ella y por todos. Lea también está desolada, su padre iba en… —¡Ya sé quiénes iban en la expedición! —estalló, indignada—. ¡Les esperamos durante semanas, comimos al lado de sus asientos vacíos! ¡Dimos por sentado que estaban muertos! ¿Cómo quieres que no sepa todas las personas que han fallecido? Joel se encogió y retrocedió un par de pasos, con una mirada de cachorrillo apaleado. Contuvo un gemido de impotencia y se pasó una mano por la cara. —Lo siento, no quería hablarte así. De verdad. Es sólo que… Ha sido duro asumir que tu madre está muerta y luego ver que no era así.

Y pensar que podrías haber ido a por ella y no lo hiciste. Y así acabó, perdiendo la razón. Ni siquiera me reconoció. Joder, tendría que haber ido a por ella… Joel asintió, comprensivo e hizo amago de marcharse. Pero, antes, se acercó y le dio un abrazo. Río se puso tensa y tuvo que hacer un inmenso esfuerzo para no desmoronarse y romper a llorar. —De verdad que lo siento, Río. Pásate cuando quieras. No te quedes sola. Ya estoy sola. —No creo que a Meera le guste verme por ahí —le dio una palmada en la robusta espalda. Nunca se había llevado bien con ella, desde pequeñas acababan peleándose cada vez que sus caminos se cruzaban. Y solía ganar Río. Era irónico que Joel hubiera acabado precisamente con ella. Meera le había ganado la partida por una vez—. Pero gracias, me pasaré a hacer una visita. Joel pareció conformarse con su respuesta, aunque todavía apretó un poco más el abrazo antes de dejarla ir. Se despidió con una tímida sonrisa y se marchó por el interminable pasillo. Acostumbrada a pasear por las altas y ventosas murallas de los Bastiones, se retiró al interior de su hogar pensando que era un lugar claustrofóbico. Cerró con llave y se dejó caer en su polvorienta cama. ¿Qué debía hacer? Sin pareja, sin hijos, sin nada, no podría trabajar sola la tierra y endosarla a otra familia cuando había tanta escasez de comida, en especial después del último año, tan tormentoso y destructivo, era impensable. De modo que la enviarían de nuevo a los Bastiones. Dio un golpe al colchón y rugió de rabia. Justo cuando por fin había conseguido escapar… Si la destinaban de forma perpetua, a menos que ascendiera en la jerarquía, moriría pronto. Si no era por problemas del corazón, sería por los malditos efluvios. Se estremeció. Había visto a muchos muertos por la contaminación y no quería acabar así. Sin haber hecho nada, sin que su vida mereciera la pena. Se encogió sobre sí misma y se abrazó. —Mamá…—gimió.


**** Cuando Río se despertó, poco antes del amanecer, lo hizo con una fría determinación. No iba a volver a los Bastiones. Si iba a morir, entonces que fuera por algo con sentido. No después de dejarse consumir durante años de miedo y enfermedad. No, si moría, lo haría por una causa mayor. **** —Estás loca —sentenció Petros, mirándola con los ojos abiertos y la boca fruncida en una mueca de desaprobación que se percibía incluso a través de la poblada barba—. Jamás lo conseguirás. Ni siquiera sabemos exactamente dónde está el Nido, la distancia que hay… Y si un maldito equipo de profesionales no lo logró, ¿cómo vas a hacerlo tú? —sacudió la cabeza—. ¿Qué demonios pretendes? Río, arrodillada frente al pequeño Consejo de Ahura, crispó los puños y en sus ojos resplandeció una chispa de ira. Pero respiró hondo y se obligó a controlar sus impulsos, algo muy sencillo después de tantos meses de fría determinación para mantener la calma y no desperdiciar las balas contra los raptores. La sala del Consejo era pequeña, sin ventanas y estaba iluminada con decadentes luces anaranjadas que cansaban los ojos. Sentadas en ocho sillas que, sin llegar a emular tronos, estaban situadas sobre un estrado, las ancianas del Consejo observaban a Río con expresiones indescifrables. El sonido de la ventilación destrozaba los oídos de Río. Estaba claro que necesitaban una reparación, pero ya no había mecánicos capaces de comprender el funcionamiento de los viejos e imponentes molinos, del sistema de ventilación que mantenía con vida al pueblo subterráneo, de los canales que se hundían en la tierra y extraían agua pura sin la cual, sin duda, morirían. Qué futuro más triste les aguardaba a las siguientes generaciones. Pero eso ya no era asunto suyo. Su único objetivo era convencer a aquellas carcamales: —No sabemos qué sucedió con la misión de exploración, pero lo más

probable es que una presencia tan grande de humanos atrajera a los raptores. Si voy yo sola, no llamaré tanto la atención y me será más fácil esconderme —explicó lentamente, arrastrando las palabras. Llevaba dos días meditando todos los posibles contra argumentos que le podían presentar para asegurarse de tener una respuesta para todo—. No necesitaré tanta comida ni dependeré del ritmo de otra persona. Avanzaría mucho más rápido y es posible que no me persigan grandes grupos de raptores. Vio cómo un par de ancianas asentían con reticencia, pero sus rostros ajados y arrugados no tenían gestos de estar muy convencidos de su empresa. Río contuvo su rabia. ¿Por qué no entienden que es una gran oportunidad? Tomó aire y trató de hablar con firmeza, pero sin sequedad. Algo bastante difícil en ella: —Y soy la persona adecuada. No tengo familia, no puedo tener más hijos y sería una carga para cualquiera. Sin embargo, salí en varias expediciones este año y conozco todos los fuertes que hay en el camino antes de la Frontera. No me sería difícil llegar hasta la Zona Negra. Petros lanzó un gruñido. —¡Hablas como si no pretendieras volver! —Es que no se puede volver —respondió ella con irritación. ¿Por qué la obligaban a decir lo obvio?—. Es un viaje sin vuelta, eso lo tengo claro. —¡Río, tu madre…! —¿Por qué te ofreces a hacer esto? —interrogó entonces una de las ancianas, alzando la mano para detener a Petros, que inspiró hondo, hinchando su ya de por sí enorme pecho—. ¿Es por venganza? Río negó con la cabeza. —Es una estupidez querer vengarme de seres sin inteligencia. Pero no quiero que los esfuerzos de mi madre hayan sido en vano. »Quiero acabar con el Nido. Como le prometí a Arel que haría después de que el Consejo la seleccionara para la misión de exploración —y clavó una mirada acusadora en las viejas.

Las mujeres se observaron entre sí, titubeantes. Río sabía lo que se les estaba pasando por la cabeza. Al fin y al cabo, ¿qué más daba perder a un miembro como ella? Era una apuesta relativamente beneficiosa. Salvo… —¿Y cómo destruirías el Nido? Río reprimió una expresión de frustración. Era la pregunta que más temía, porque sabía que no iba a gustar: —Necesito bombas. De inmediato estalló un murmullo de indignación. Las bombas eran muy escasas y uno de los pocos recursos a los que Ahura no estaba dispuesto a renunciar. Río lo sabía muy bien. La expedición de su madre partió sin ninguna. Claro que nadie pensó que llegarían tan lejos, que conseguirían encontrar el Nido. Necesitaba bombas a cualquier precio. Durante casi veinte minutos escuchó discutir a las ancianas, que alternaban susurros, toses y gritos. Alguna que otra amenazó con expulsar a las que no cerraban la boca porque no dejaban escuchar la opinión de las demás. Hasta Petros parecía sorprendido por el comportamiento de aquellas venerables mujeres. Río pensó que en cuanto se les planteaba algo que no tuviera que ver con la defensa de Ahura eran como peces fuera del agua. Ese era el problema: nadie se atrevía a arriesgarse. Estaban tan al borde del desastre que la misma idea de romper el equilibrio defensivo aterrorizaba a esas mentes apergaminadas y aferradas a la tradición. Cuando parecía que de allí no iba a salir nada, la anciana Dena, tan vieja que su voz apenas sí era un suspiro, achaparrada y arrugada como una pasa, alzó una de sus temblorosas manos y se hizo el silencio. Todos en la sala agudizaron el oído. —Es imposible que podamos cederte bombas, niña. No lo hicimos con expediciones mucho más nutridas que la última, no lo vamos a hacer contigo. Sin embargo —continuó antes de que Río pudiera despegar, asqueada, los labios—, hay otras formas de conseguir armamento. »Debemos pedir ayuda a la gente de acero. La chica se quedó sin aliento. Después, olvidando todo el decoro, se incorporó con brusquedad, por lo que las piernas agarrotadas estallaron en corrientes de dolor, y gritó:

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—¡Nunca! ¡Nunca colaboraré con esos monstruos! Dena soltó una risita que sonó a papel de lija. —Bueno, bueno. Entonces más te valdría tirarte por el borde de la muralla de cualquier Bastión —Río se encogió ligeramente, asombrada por la cruel respuesta—. Será una muerte menos heroica, pero casi igual de rápida y mucho menos dolorosa. —¡No lo haré! —espetó. —La gente de acero tiene trajes que les permiten pasar desapercibidos frente a los raptores. ¿Cómo crees que los capturan para sus circos? Poseen bombas diez veces más potentes que las nuestras y las armas que nos venden son sólo baratijas al lado de las suyas. Por no hablar de que todavía guardan algunos tanques del Viejo Imperio. Y tú pretendes ir sola —rió de nuevo y a Río se le tornó la cara de color carmesí—. No llegarías a sobrevivir ni una semana. En cuanto entres en territorio desconocido, morirás. De modo que si quieres cumplir con tu misión, deberás aceptar la ayuda de la gente de acero. A veces vale la pena doblar la cerviz. »Así que dime, muchacha, ¿qué te atrae más? ¿Una mínima oportunidad de llegar al Nido o un bonito salto desde las murallas de los Bastiones? **** Los motores del barco gruñeron antes de ponerse en marcha con un chasquido y un suave ronroneo que hacía vibrar toda la cubierta. Río, dentro de la pequeña caseta que era la sala de mando, miró hacia la orilla. Apenas había amanecido, pero las ventanas superiores de las casas, que parecían huevos semi enterrados, ya desprendían luz. Pronto la gente empezaría a trabajar con infinita delicadeza los campos con agua pura de los acuíferos, llevando a las vacas y cabras con máscaras especiales hasta los campos de las montañas, donde la contaminación era muy inferior. Río había subido una vez con su madre. Las vistas eran bastante grises y tristes, pero eso le dio igual, porque se tumbó en la hierba bajo las cuchilladas de viento helado y pudo… Respirar. Aire de verdad. Le había hecho daño en los pulmones, pero había sido maravilloso. ¿Habría algún sitio así más allá de la Frontera? Lo dudaba.

—Piénsatelo —repitió Petros, por enésima vez desde que se habían reunido en el puerto aquella mañana. ¿Tú no tendrías que estar en los Bastiones en vez de martirizándome?, pensó con acidez. Sentada en una silla claveteada en el suelo, se abrazaba las rodillas y jugueteaba con los gruesos guantes negros que le había regalado la madre de Joel en su momento. Eran muy buenos. Le habrían durado toda una vida. —Por favor, Río. Podrías venir a vivir conmigo. Río soltó una risotada por lo ridículo de la proposición. —¿Y con quién me iba a casar? Todos tus chicos están ya con pareja y con hijos, o camino de tenerlos. Y no quiero estar en ningún lugar de más. Petros le dirigió una mirada punzante a través de los cristales de su máscara. —¿Y Sara? Río hizo un gesto negativo. No porque no pudiera aceptar la idea de casarse con Sara, sino porque eso era algo que se practicaba en pueblos más grandes donde se permitía adoptar a niños o directamente los repartían las familias que tenían demasiados y no podían mantenerlos a todos. En Ahura hacía décadas que la población infantil era muy inferior a la adulta. Y seguía decayendo. Si al menos Sara hubiera tenido hijos hace poco, sería otra cosa. Pero que le impusieran a alguien como Río sería un insulto para una mujer así. Además, ¿qué sentido tenía casarse si no era para criar niños? Había gente que lo hacía por amor, claro, pero Río no entendía esa concepción. Si no se tenían niños, lo mejor era servir en los Bastiones, por mucho que le doliera la cruda realidad. Pero así es el mundo. Y yo no pienso quedarme mucho más tiempo. Que el mundo se quede con su puta realidad. Estoy harta. —Voy a hacerlo, Petros. No hay más que hablar.

Además, no podía quitarse de la cabeza los ojos enloquecidos de dolor de Arel. No podía dejar de pensar una y otra vez en su cuerpo calcinado, ardiendo en la pira… Y todo por el Nido. Ese monstruoso Nido. Se clavó las uñas en las palmas de las manos, hirviendo de furia. Lo destruiré. No importa cuántos raptores se interpongan en mi camino. Acabaré con él para siempre. Respiró hondo, reprimiendo sus sentimientos rápidamente, apoyó la frente en las rodillas y trató de dormir. Iba a necesitar estar descansada para enfrentarse a esos repugnantes monstruos, los que los viejos libros llamaban «Soldados de Acero». Siempre había despreciado a sus antepasados por fabricar a los raptores y por enzarzarse en guerras que destruyeron para siempre el ecosistema del mundo. Pero no sabía si los odiaba todavía más por haber creado a esa raza. A la que había terminado por suplantar a los humanos, aunque habían sido ideada para protegerlos. Y ahora tenía que pedirles ayuda. Realmente se podía caer bajo en una sola vida. El río del Este cruzó por debajo de las grandes murallas y Río se estremeció al pensar que, a partir de ahora, estaban en terreno hostil. Poco a poco Ahura iba quedando atrás mientras el sol intentaba abrirse paso entre las nubes bajas y oscuras. Entonces, a lo lejos, percibió unas sombras colosales. Mucho más grandes que cualquier otra que pudiera verse en cientos de miles de kilómetros a la redonda. Ni cerca de la Frontera se podían ver sus cimas, de tan altas que eran. Sufrió un estremecimiento y las palabras de su madre resonaron en su cabeza. «En lo más profundo… de las Montañas… Gemelas». Ese era su destino. Ese era el lugar donde iba a morir.

Continuará en el siguiente número...


Autora: Bou

Abstracto

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Amor

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Domingo

Ironette

E

stá sentada en el suelo, brazos y piernas cruzadas, el entrecejo fruncido y la mirada clavada en el montoncito de trozos apilados que descansa sobre la alfombra purpúrea. Extiende las manos y ordena los pedazos con extremo cuidado, como si de un delicadísimo puzle se tratara, y vuelve a cruzarlas en su pecho una vez ha concluido la tarea. Observa ahora el órgano maltrecho que ha tomado forma, el corazón agrietado que yace inerte frente a ella, sin sangre que lo alimente, sin latidos que lo hagan funcionar. Silencioso, roto y muerto. Exhala un suspiro claudicante y aparta la vista para centrarla en escarbar en su bolso en busca de tabaco. Una leve sonrisa asoma a sus labios cuando sus dedos se cierran alrededor del arrugado paquete, solo para desaparecer un segundo después al descubrir que no queda más que un cigarrillo en su interior. Maldita su suerte. Aun así se lo lleva con amargura a la boca, enciende el mechero a un palmo del mismo y lo sostiene ahí, perdiéndose en la diminuta lengua de fuego que baila al son de su respiración. La observa sin pestañear, con fijación enfermiza, hasta que sus ojos se vuelven vidriosos y resulta doloroso seguir manteniéndolos abiertos. Los cierra y extingue la llama.

De nuevo el suspiro derrotista y el cigarrillo vuela lejos de sí, aterrizando en algún lugar junto al sillón de brazos raídos que se ha convertido en el trono del gato. ¿Dónde estará ese pequeño desgraciado ahora? Seguramente babeando encima de su almohada. Hace un esfuerzo por recordar la última ocasión en la que esa bola de pelo sobrealimentada le dio algo de amor desinteresado, pero es incapaz de evocar tal momento, si es que alguna vez ha tenido lugar. Erguida ya, arrastra los pies enfundados en zapatillas de peluche hasta la cocina, prepara un té y vuelve a derrumbarse en el suelo del salón. Bebe con premura el líquido hirviendo, tomando pequeños sorbos solo ligeramente abrasadores y, una vez más, el corazón desgajado acapara su atención. Sabe de sobra que no tiene celo o pegamento en casa, pues son el tipo de cosas que guarda en la oficina y no quiere nada en su casa que le recuerde esa puñetera oficina. Sin embargo, hoy estaría dispuesta a hacer una excepción y comprar alguna de ellas para reparar el órgano destrozado, pero es domingo. Qué asco de domingos. Los domingos no deberían existir, se convierte una en la personifica-

ción del aburrimiento y se pasa el día deambulando sin rumbo de una habitación a otra, sin voluntad ni fuerza para hacer absolutamente nada. Y ojalá no necesites algo un domingo como lo necesita ella ahora mismo, porque no lo conseguirás. Todo está cerrado los domingos. Dichosos domingos. De vuelta en la cocina, enjuagando la taza vacía, recuerda fugazmente un costurero abandonado en algún rincón de su habitación, algo que guarda más por costumbre que por verdadera utilidad. Quizá pueda sacarle algún provecho ahora y darle unas puntadas a ese corazón marchito... Parpadea perpleja. Sostiene la cajita forrada de tela estampada, repleta de hilos, agujas y enseres varios mientras observa su reflejo en el espejo, sobre el mueble que hace las veces de cómoda y tocador. No se había percatado de eso, del agujero del tamaño de un puño, oscuro y vacío, que queda ahora donde antes latía su músculo vital. Desvía los ojos de la pulida superficie hacia su propio pecho. La vista desde arriba es algo di-


Amor ferente, puede ver el resto de sus órganos trabajando con normalidad, esponjosos, inundados de sangre, pero nada entre sus pulmones, que se hinchan y deshinchan con una regularidad hipnótica, nada en el centro de su ser. Es curiosa esa sensación de... nada, no siente nada. Ha sido una mala idea, cada pinchazo en el corazón ha provocado que un latigazo de dolor le recorriera el espinazo entero. Se encuentra de nuevo frente a ese órgano desfigurado, mirando sin ver esos pedazos de sí misma sostenerse en precario equilibro, cansada, hastiada y vencida. Un último suspiro y gatea en busca del cigarrillo perdido. Esta vez lo enciende sin dilación. Se lo fuma despacio, tumbada en el suelo, saboreando cada calada y dejando la ceniza caer en el hueco de su busto. Definitivamente el domingo es un mal día para que te rompan el corazón, pero también es un mal día para dejar de fumar.

Relato

Daniela Castro

Y

de repente lo ves de nuevo, tratas de evadirle pero no sabes cómo, tu corazón aumenta el ritmo cardiaco cada vez más, sientes que mueres, no sabes qué sucede, te miran, te preguntan —¿Pasa algo? ¿Ya lo olvidaste? Simples cuestionamientos, que sólo se responde nada y si acompañado de uno: —Él nunca ha valido la pena. Los ojos se te ponen un poco aguados al verlo de lejos con otra chica feliz, sientes rabia porque no eres tú por cada palabra, promesa que a él se le olvidó, no aguantas y rompes en llanto, tu corazón empieza a sangrar, escuchas como interiormente te rompes en pedazos, tratan de consolarte pero nadie entiende, sólo los que se han enamorado y les han roto el corazón comprenderán el dolor inmenso que se siente, nadie te podrá ayudar, tu solo te hundes en ese valle de lágrimas. De repente él llega a donde están todos, lo miras con dolor, rabia, él trata de hablar contigo, aunque tú no quieres saber ya nada de él sólo piensas en cómo te olvido tan fácil, apenas pasas medio capítulo y el ya empieza un libro nuevo con otra persona. ¿Cuál sería el truco? Aunque el amor no tiene trucos, menos cuando te sientes utilizada por alguien, cuando sólo han jugado con tus sentimientos, lo peor cuando crees que te has enamorado, cuando le entregas todo a alguien corres el riesgo de que seas tú la que termines sufriendo, él siempre tratara de quedar bien con los demás, tú quedaras como la oveja negra de la historia, no tuvo final feliz, aunque en tu corazón siempre será el mejor recuerdo, a pesar de tanto daño, nunca lo podrás a olvidar, el amor es bastante confuso, mas cuando tienes que encontrártelo en cada momento, cuando toda propaganda nombran el nombre de él, como si el mundo se confabulara en contra ti, no esperes mucho que traten de ayudarte, nadie lo podrá a hacer, así en tu soledad vivirás mejor, sola lo podrás superar…

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R

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Reflexión

Fantasía Más leal que al propio Dios MJ. C. Madrid

El bosque Demiurgo 17

Cada sueño roto, cada ilusión en coma y cada lucha perdida son como grandes y pesadas anclas que nos atormentan a lo largo de nuestra vida. A veces estas cargas son tan pesadas que marcaron un antes y un después en nuestras vidas, aferrando sus raíces en lo más profundo de nuestra alma. Yo, como todos, tengo esas grandes cargas que me han marcado durante mucho tiempo, algunas las superé y otras no. Hay una antigua leyenda que dice que las personas que cargan continuamente con decepciones y dolor, y dejan de luchar por su propia felicidad se van convirtiendo en árboles. Cada sueño roto es una hoja, cada ilusión muerta es una raíz y el conjunto de derrotas van transformando el torso humano en un tronco grueso y seco. La leyenda explicaba que era porque la naturaleza no quiere que suframos y por ello, transforma a las personas dolidas en hermosos árboles. Las personas árboles podían volver de nuevo a la vida humana pero esto sólo se podía hacer cuando ellas estaban completamente sanadas y volvían a sentir ganas de vivir. La leyenda cuenta que este bosque se encontraba en una remota región de un país olvidado por el hombre, una tierra mágica de princesas, dragones y príncipes.

Nunca pensó que caer sería así. Sabía que le dolería pero no así. Lo mínimo que esperas cuando una hueste de dominaciones te da una patada en el culo es que te duela como el infierno. Vale, le habían cortado las alas. Eso le había dolido bastante. Sin embargo, había esperado algo más antes de que la echaran del cielo. Una paliza de muerte, por ejemplo, las dominaciones no se andaban con tonterías. No había recibido más que las miradas decepcionadas y tristes del resto de ángeles congregados para ser testigos de su caída. Ni siquiera un poco de tortura para ver qué había detrás de su crimen, eso habría estado bien, el dolor permitía remitir un poco los remordimientos. Era muy incómodo, desde luego, pero cumplía su función. No, ellos se lo habían creído a pies juntillas. Un ángel no podía mentir, aunque Andrómeda encontraba un fallo a esa teoría. Si era un ángel caído en potencia, y lo había sido desde el principio si se atiende a la inefabilidad del plan divino, se supone que esa ley ya no la afectaba y podía andar diciendo tantas mentiras como quisiera. Su caída estaba siendo muy literal. El proceso era sencillo, no había juicio, tú confesabas y ellos, a través de Él1, fijaban un día. Las dominaciones te cortaban las alas con una espada llameante, muy de moda entre las huestes celestiales, y te empujaban con energía fuera del paraíso. Y tu caías, vaya sí caías. El viento era como un millón de cuchillos, el vértigo había dejado el estómago para colonizarte por completo. Veía sangre procedente del lugar dónde habían estado sus alas “caer” hacia arriba, dejando su cuerpo atrás. Andrómeda no quería pensar en el momento del impacto sobre la tierra o en qué pasaría después, se descubrió pensando que no le importaba mucho. Nada le importaba ya demasiado, las alas volverían a crecer de forma distinta, encontraría a alguien en quien reencarnar su alma inmortal y estaría con él. Con Artemis.   Al menos eso decían. Aunque Andrómeda dudaba, y mucho, de que a Dios le importunaran con semejante tonterías. O tal vez era porque ya lo sabía, por eso de la omnipresencia. 1

De un tiempo a esta parte, solo le importaba Artemis. Él era la causa de su caída, o más bien su lealtad hacia él. Durante toda su existencia, bastante larga, habían vivido como hermanos. Él era como su hermano pequeño, a pesar de que era posible que la superara en años merodeando por el paraíso. No podía evitar querer protegerlo. Por eso, cuando Artemis metió la pata hasta el noveno círculo del infierno y, por supuesto, fue condenado por ello, Andrómeda supo que debía encontrar la forma de seguirlo. Protegerlo, protegerlo siempre, esa era la promesa que había hecho al nacer. Quién hubiera pensado que Artemis sería tan estúpido como para ir proclamando que los ángeles deberían tener más poder y más voto en las decisiones sobre la humanidad.2 Andrómeda había conseguido que lo condenaran a caer, pero al menos no a caer tan bajo. En la tierra un ángel caído podía sobrevivir, con más o menos suerte, en el infierno te convertías en demonio y punto. A Andrómeda no le iba todo eso de los cuerpos, las colas y el fuego. Sí, la tierra era mejor opción, si no te metías en líos. Y ella sabía que Artemis iba a meterse en líos, como siempre hacía porque, por algún motivo, era incapaz de estarse quieto. Ese era el motivo por el cual había “confesado”, o más bien mentido como si no hubiera un mañana, acerca de quién le metió esas ideas en la cabeza a su hermano. Ella lo empujó a hacerlo, ella lo corrompió, el pobre Artemis no se merecía el infierno. Por ser la primera falta de Andrómeda, el Creador, en su infinita misericordia, o eso le había dicho el Metatrón, que por cierto era un ángel con muy mala leche; se había apiadado de ella enviándole a la tierra. Seguramente lejos de Artemis para que no pudieran encontrarse y conspirar en contra del inefable plan divino, pero no importaba. Andrómeda lo encontraría y lo seguiría, siempre, aunque fuera al mismo infierno. Porque solo había alguien al que era más leal que al propio Dios, y ese alguien era Artemis.   Como bien se ha explicado, las dominaciones no se andan con tonterías. Un simple comentario inocente a la hora de la cena puede enviarte directo a comer con algún archiduque del infierno, en el peor de los casos, o directo a la tierra, tampoco un lugar agradable. 2

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Fantasía El Origen de las Estrellas Alejandro Fernández Márquez Todo tiene un comienzo y el mismo dependerá de nuestras decisiones y acciones. A veces los inicios pueden deberse a situaciones que escapan a nosotros mismos, a nuestro entendimiento o, incluso, a nuestro destino, pero siempre podremos darle forma y tomar el camino que nosotros elijamos. Las historias no se crean solas, pues tienen siempre un origen. Uno que, en ocasiones, puede estar constituido a su vez por otros muchos orígenes. Pequeños engranajes de un reloj que se van acoplando para realizar su cometido, pero siendo libres para poder escoger su destino y con quién encajar. En esta ocasión se trata de un comienzo humilde, uno que nació de la esperanza entre dos seres lejanos. Su deseo daría lugar a otros milagros aún por ver, que permitirían crear el principio de un sueño que tomaría forma con el paso de los años, creando nuevos caminos y nuevos orígenes. El origen de las estrellas Nacido de un deseo o más bien de un sueño, se encontraba, en aquella inmensa oscuridad, una gran esfera que flotaba en silencio, reposando en la negrura del universo. Su creador, tras vagar cientos de años por la infinidad de las creaciones de otros iguales a él, aún débil y cansado tras su nacimiento, había encontrado su lugar en aquel mar oscuro, uno en el que descansar y dar rienda a su maravillosa existencia. El proceso de crear la esfera, de comenzar a experimentar lo que su ser, como creador, significaba, fue agotador y, tras la formación, se encerró en el interior de la misma, para comprender cuánto más podía crear, y conocer sus propio límites. Desde ese entonces, el globo había estado solo, esperando a que su hacedor diera su siguiente paso. Aunque, por muchos años, no hubo respuesta. Aislada de todo, la esfera centró su atención en el infinito firmamento, totalmente oscuro y aún más vacío. Quería y esperaba ver a otro ser como ella, pero nunca hubo suerte, pues el único que podía dar la existencia a otros globos yacía dormido en su interior.

El tiempo pasaba y la tristeza de aquel solitario ser crecía día a día. No conocía lo que era la compañía, algo que ansiaba con todas sus fuerzas. Sentía una sensación que se escapaba más allá de sí, como si fuera el ímpetu o deseo del ser que dormía en su interior. Por suerte, la pena acabó al dar cuenta de la presencia de otra entidad. Un manto de oscuridad que siempre estuvo, pero nunca existió; unos ojos que habían visto todo pero que no conocían nada: El Universo.

La oscuridad que rodeaba aquella solitaria esfera decidió consolar y apaciguar su dolor. Llamó al globo «Tierra», el cual buscó sin cesar al emisor de su nombre en la negrura, sin conseguir ver nada. El manto se presentó ante Tierra como «Bóveda», alguien que había visto todo lo que existía, viajado por todo el firmamento entre otros planetas. Tierra se encontraba fascinada ante la presencia invisible de Bóveda. No pensaba que pudiera existir algo tan distinto a ella, que incluso conociera a otros seres similares, otras «Tierras», lejanas y distantes, llenas de «vida», como decía Bóveda. «Vida»… un término que no comprendía bien del todo, pero que le parecía maravilloso. Tierra deseaba que llegara el día en el que estuviera llena de esa «vida» y pudiera mostrarsela a su amiga para que ella se lo contase a otras Tierras solitarias y vacías. El tiempo de soledad se convirtió en una ilusión, una pesadilla que poco a poco se quedaba atrás, pero los problemas que atormentaban a Tierra cambiaron. Ansiaba esa «vida», por supuesto. Sin embargo el peor de sus males era el intentar acercarse a Bóveda, su única amiga. Sí, ella estaba a su lado, pero apenas podía contemplarla y mucho menos aproximarse. Sólo sabía que estaba allí. En toda su existencia nunca se había dado cuenta de que se encontraba anclada a ese punto concreto y que jamás podría moverse de su posición. Ser «Tierra» implicaba

eso. Lo peor era saber que, en algún momento, Bóveda reanudaría su camino por el Universo y no podría acompañarla en el viaje, estar cerca y compartir cada momento de esa aventura. Sin comprender cómo, de Tierra comenzaron a emerger numerosas lágrimas que reflejaron su impotencia y pena ante su futura. Aquellas gotas resbalaron sin parar por la superficie de la esfera, que cayeron a la negrura del manto del espacio mientras Bóveda intentaba calmar el llanto de Tierra. Poco a poco Tierra fue calmandose gracias a las amables palabras de su amiga. Bóveda le hizo entender que daría igual lo lejos que estuviera, porque realmente siempre estarían juntas. Y mientras el llanto de Tierra cesaba, las lágrimas cristalizaron en el manto del universo, que empezaron a titilar en la oscuridad. Las luces iluminaron el manto que rodeaba a Tierra, y le permitieron «ver» por fin a Bóveda. Las dos amigas, separadas largo tiempo por la noche eterna del universo, dejaron de estarlo, y la tristeza de una esfera perdida en la noche desapareció. El ser, dormido en el interior de un sueño aún por crecer, despertó al sentir y encontrar la esperanza que buscaba. Gracias a sus lágrimas, Tierra había creado un símbolo de esperanza, unas luces que jamás se extinguirían y que brillarían por siempre. Las estrellas.


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El autor de estos fantásticos dibujos es Jesús Campos “Nerkin”. Ilustrador profesional y ¡protagonista de la portada de nuestro Número 1!

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Fin de un Viaje Antonio Ríos Ramírez El sol se alzó sobre los restos del barco encallado entre los arrecifes. Poco quedaba ya del antaño orgulloso navío salvo madera astillada que se mecía con el vaivén de los ecos de la tormenta. Jirones de vela blanca ondeaba enganchados al mástil roto, que se reclinaba sobre el coral. Tarde llegaba la rendición, la furia de la naturaleza no había sido misericordiosa y todas las almas que hubieron navegado en el gigante habían hallado el descanso entre las olas del mar embravecido. Contemplando los restos del barco, la sirena pensó en cadáveres de grandes ballenas. Al morir, sus cuerpos se hundían a las profundidades del océano, donde gusanos y estrellas de mar daban buena cuenta de sus restos. Durante décadas, las esplendorosas osamentas lucían blancas sobre el lecho marino. El espectáculo que se presentaba ahora ante ella era quizás menos macabro, pero no menos sobrecogedor. Los escualos se disputaban los despojos de los marineros, buscando llevarse los bocados más suculentos, aunque carne no faltaba. Ella nadó, sigilosa, entre los restos del desastre, con sus diáfanas aletas negras como un manto a su estela. El olor metálico de la sangre le hizo arrugar la nariz. Miraba en derredor, con calma, ya que lo que ella buscaba no era comer, sino otra cosa. Habían pasado más de mil puestas de sol desde que empezara a seguir ese barco. Cuántas no lo sabía con exactitud, el número le había dejado de preocupar hacía mucho, mucho tiempo. Tantas veces había nadado contra corriente mientras el galeón avanzaba raudo con el viento en popa... Varias a lo largo de su travesía lo había perdido de vista, y durante días y noches el terror le había impedido dormir. Había nadado y nadado, sin parar para ir tras los bancos de peces o descansar, temiendo que, si hacía precisamente alguna de esas cosas, no volvería a encontrar el buque. Por las noches, para poder dormir, se había aferrado a las conchas de las bromas pegadas al casco, con tanta fuerza que sus pequeños dedos sangraron, y llegó a soñar con afilados arpones y estruendosos cañonazos. Se alimentaba de los restos de comida que los marineros tiraban al mar, poco más que migajas, espinas y huesos roídos. Cuando podía, pescaba algún pez al que no tuviera que perseguir demasiado, ya que debía conservar todas las fuerzas que pudiese. En una ocasión un marinero cayó al agua y nadie se dio cuenta de ello. El hambre pudo más que su miedo y ella tiró de sus pies antes de que el pobre desgraciado lograse gritar, arrastrándolo bajo el agua. Sus pequeños y afilados dientes arrancaron pedazos del desdichado, que aun resultándole repugnantes fueron

suficiente para que ella aguantase varios amaneceres más sin desfallecer. Por fin, la sirena llegó al borde de la formación coralina sobre la que descansaba el grueso del naufragio y asomó lentamente la cabeza a la superficie. El aire le irritaba sus grandes ojos negros, y tuvo que parpadear con fuerza varias veces para acostumbrarse al viento salado. Tomó un buen trago de agua y emergió hasta el torso. Aprovechó entonces para impulsarse con su aleta caudal, sacar el cuerpo entero fuera del agua y tumbarse sobre la cálida piedra. Con la angustia oprimiéndole el corazón, expulsó todo el agua que guardaba en las branquias y, tras escasos segundos de vacilación, empezó tímidamente a respirar. La fresca brisa matinal que soplaba desde el este le picó en los pulmones. Aborrecía salir del agua. El aire le enfriaba el cuerpo y el contraste del calor del sol le resultaba muy desagradable. Se sentía vulnerable, torpe, desvalida. Ahí fuera no podía huir si la atacaban. No pudo evitar sentir como un escalofrío le recorría de arriba a abajo, a lo largo de su esbelta silueta. Se hizo un ovillo, tiritando, y sollozó silenciosamente víctima del miedo y del agotamiento. Por fin, pensó. Era la primera vez en años que no tenía que estar alerta. Durante varios minutos el Mundo dejó de existir a su alrededor, y permitió que sus sentimientos de dolor y frustración la desbordasen. Sólo un desalmado la habría llamado monstruo al verla en ese estado, indefensa y tan pequeña sobre las rocas del arrecife. Inconscientemente buscó refugio a la sombra de la vela desgarrada, y habría caído en brazos de Morfeo de no haber reunido el coraje para seguir con su búsqueda. Volvió a guardar su dolido corazón en el cofrecito que guardaba en un rincón de su mente, y se arrastró hacia los restos de la proa. Allí, sobre el mascarón, atado con cuerdas y mirando siempre al frente con una máscara de cobre, se encontraba aquello por lo que había seguido al navío durante tanto tiempo. Tardó varios días en desatar el premio de su esfuerzo, royendo las cuerdas hasta que le sangraron las encías, buscando fragmentos afilados de metal retorcido con los que poder cortar las sogas. Finalmente logró descolgarlo, depositándolo con suavidad sobre un tablón ricamente decorado, probablemente del camarote del capitán. El cadáver estaba seco y rígido, con los brazos atados sobre la cabeza y las escamas desvaídas por estar tanto tiempo al sol. No sabía qué haría ahora que había concluido su viaje, exitoso únicamente por beneficencia de la fortuna. Poco le importaba en ese momento, ya que tras largos años de espera podía por fin volver a abrazar a su madre.


Autora: Bou

¡Aquí el último! ¿Habéis encontrado los patrones?

Abstracto


¡Aquí termina nuestro Número 1! Esperamos que te haya gustado.

Y recuerda puedes publicar todo lo que quieras, siempre que sea original ¿No te gustaría ver tu trabajo en los próximos números?

Envía lo que quieras a

vuelapluma@revistavuelapluma.com


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