Revista Un Caño - Número 59 - Mayo 2013

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o en la “batalla Royale” que ya ha mostrado el cine), y también en que la ciencia ficción (Bradbury, Orwell) se haga amiga del deporte casi por única vez. Y en que el amor quede congelado en lo que fue el mundo, ése que ya no está: el sistema le arrancó a Jonathan el amor pero no el alma, parece decirnos la película. Rollerball es muchas cosas a la vez: el relato de un equipo en busca del partido eterno (la final de Houston es sin tiempo y con nuevo reglamento); una película arquitectónica (la simetría, los decorados, la década del ’70, donde se agrega la visión de la tec-

nología: una computadora que habla y les da consejos a los humanos); una historia sobre el lujo ante el esnobismo, el desprecio por el libro y la información, las religiones y las razas. Resumiendo, cualquier argumento queda chico. La película a veces se dispersa, se pierde y vuelve a encontrar el hilo cuando el juego retorna a escena. Houston juega la final con Nueva York en el partido eterno. Los recuerdos melancólicos sobre el amor perdido son pura rebeldía contra el autoritarismo y el dominio de las corporaciones. Un partido que se juega a muerte, para ver quién

queda con vida en este mundo sin referentes ni reflejos. Luego de que la violencia estalla, las reglas vuelan por los aires y los players se queman o mueren en la pista, nuestro héroe recorrerá una última vuelta como un gladiador en patines, ante la mirada atónita de un estadio que empieza a corear su nombre. Jonathan deposita la pelota en su lugar. Houston ha ganado, aunque quien ha ganado de verdad es el hombre, transformado en una imagen congelada con la que se cierra el film. Es el final, o el principio... Rollerball termina sin mostrarnos cómo sigue el mundo.

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