Revista Un Caño - Número 18 - Octubre 2009

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En busca del fútbol perdido ¿Hay razones para esperar que nuestros campeonatos salgan de la mediocridad? Víctor Hugo nos da algunas claves que llevaron al fútbol argentino hacia una pobreza de juego. Pero advierte que la aparente “nueva era” de los contratos de televisión, puede empujar a la recuperación. Por VÍCTOR HUGO MORALES

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erá difícil sacar al campeonato argentino de la trampa de la mediocridad. Cayó como aquellos animales en la selva que se quedan con las patas en el aire, ajenos a la piedad de sus captores. No hay grúas que puedan elevarlo en lo inmediato. Se retuerce como una fiera, pero es inútil. Ahí están los equipos que vienen del Ascenso, jugando de igual a igual con los que se pretenden más poderosos, y ya vimos a los tucumanos bailar a Boca, o a los chicos de Central en un arranque que dejó una señal. Las pruebas de la acusación están a la vista en cada partido. El campeón Vélez juega con un buen candidato, como San Lorenzo, y ofrecen un bodrio interminable. Los vaivenes de River, equipo al que no se le cree ni cuando gana. O que Huracán haya estado a punto de lograr el torneo anterior con los mismos jugadores que tenía en la B. Todo es igual, nada es mejor; y sólo hay campeón, al que se le ofrecen elogios de rigor (nunca demasiado ciertos), porque siempre uno tiene que terminar arriba. Pero cualquiera da lo mismo. Fútbol golondrina. De planteles que

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cambian cada seis meses. Muchachitos lanzados a la Primera División con el entusiasmo con el que se lanza un bebé a la pileta para ver si se mantiene a flote; extranjeros que en la mayoría de los casos no son de lo mejor en sus países. Repatriados que se lesionan a cada rato. El 50% de los jugadores de Primera pasó por las soledades, las canchas con pozos o los forcejeos, más que el juego, del Ascenso. Los zagueros cruzan y la tiran a la tribuna, rechazan con apuro, lejos; si pueden, alto y lejos. Del otro lado responden de cabeza hacia cualquier lado, la pelota queda en la mitad de la cancha y ahí se amontonan hasta que uno cae y hay tiro libre. Entonces, se para todo. Y allá van los grandotes del fondo a cabecear, cosa que consiguen o no, al cabo de una danza grotesca de empujones y codazos. Los delanteros fingen por cualquier zoncera, se lanzan al césped por un roce. Piden amarilla para el infractor, simulan y se quejan todo el tiempo para sacudirse, como el que se golpea las manos para quitarse el polvo, o la responsabilidad de jugar.

Es lo que han dejado los años de abuso de los magnates de la televisión, esos bribones que se escudan en la libertad de prensa para robarse lo que encuentran a su paso. Pero poco a poco el fútbol se va tornando más decente. Se han limpiado las canchas que, hasta hace pocas semanas, eran un parque mugriento de carpetas de Cablevisión, chicas de apretado rojo, mirones que conseguían pasar cerca, camarógrafos de la pavada y fotógrafos y chicos que alcanzan la pelota. Parece que hubiera pasado un viento de decencia que limpió las canchas, como una metáfora del decoro al que tanto se aspiraba. Con más dinero y no en medio de la estafa anterior, el fútbol, los clubes, podrán mantener planteles, no estarán obligados a vender a los jugadores que no les cambian la ecuación. Vender al 10 siempre es inevitable. Pero al 2, al 4, al 6 y al 11 para recaudar unos pocos pesos que nunca alcanzaban era lo que explicaba en buena parte que, del campeón al último, la diferencia aún sea un par de córners afortunados y no la calidad del juego.


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