Secrecía 08: El diablo/el mal

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SecrecĂ­a no.8 El diablo / el mal.


© 2012, Koperativa © 2012, Hoyo Negro Editores Costa de Oro, 3937. 67174 Guadalupe http://www.facebook.com/revistasecrecia http://www.issuu.com/revistasecrecia Portada Juliana Garza “Tres” Acrilico, 2012 Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier procedimiento (ya sea gráfico, electrónico, óptico, químico, mecánico, fotocopia, etc.) y el almacenamiento o transmisión de sus contenidos en soportes magnéticos, sonoros, visuales o de cualquier otro tipo sin permiso expreso de los editores.

Directorio Hoyo Negro Editores: Bruno Ríos Martínez de Castro Director editorial Víctor Miguel Gutiérrez Pérez Presidente del consejo editorial Christian Gerardo García Roberto Enrique Ruiz Ruiz Editores Juliana Garza Directora de arte Jessica Rodríguez Directora de comunicación y relaciones públicas Angélica Torres Jaramillo Profesionista de apoyo Textos y comentarios a: revista.secrecía@gmail.com

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Editorial 3 En camino 5 Nail me, kill me 6 Poesía 7 Una triste mañana –abúlica– recorre el corazón de la bestia 7 El mal 9 Cabalgan los orcos 10 Tertulia 11 La huida Six eye bull

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Narrativa Ella era mala Papá Noel está borracho en el salón La casa de atrás (fragmento)

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Autores

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Sería ingenuo definir un concepto tan ambiguo como es éste del Diablo. Por eso, en vez de decir lo que es, podríamos intentar definirlo por aquello que no es. Paz, tranquilidad y tiempo. El tiempo cada vez más ausente, para pensar en nosotros. La tranquilidad, como valor efímero en esta sociedad tan apurada en querer llegar —sepa Dios a dónde. Y la paz, como utopía distante que se escapa entre los dedos cada vez que la intentamos atrapar. Se nos vende la idea del progreso como idea revolucionaria, pero como dirían los conservadores «eso es cosa del Diablo» y con justa razón, lo es. El mero concepto nos ha hecho esclavos del tiempo, del dinero; lo innecesario se ha vuelto necesario, lo urgente importante y viceversa. Esto ha hecho que el ser humano se pierda el respeto a sí mismo, y decida avanzar a costa de otros. Es por eso que a manera de confesionario, en el número ocho de Secrecía les ofrecemos una selección de textos e imágenes con la intención de sacar lo peor, y por qué no, lo mejor de nuestros autores, depurando los demonios internos de cada uno. Consideraciones especiales merece Santiago Roncagliolo, por dedicarnos parte de su tiempo y amistad con su entrega; un saludo a la Madre Patria. Igualmente, agradecemos a la casa editora independiente española Editorial Ultramarina, que nos han hecho llegar una compilación de textos que en las siguientes hojas mostramos.

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Agradecemos a los participantes por confesarse con nosotros, sus ideas están en buenas manos y sepan ustedes que, para mala fortuna nuestra y bienaventuranza vuestra, pocos lo leerán. De esta manera, damos la bienvenida a un nuevo año y extendemos nuevamente las gracias por seguir formando parte de este proyecto, que es suyo. El equipo de Revista Secrecía.

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En Camino, 2011 Moises Quintana Fotografía digital DF, México

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Nail me, Kill me, 2011 Bat贸ry Acuarela Monterrey, M茅xico

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Ivan Vergara

Una triste mañana –abúlica– recorre el corazón de la bestia Una triste mañana —abúlica— recorre el corazón de la bestia, un quejido dulce y amoroso le taladra hasta los huesos, una melodía inerte le reconoce como infante romántico antes de hundirse en un otoño rojo que le ciega la carne una triste mañana con ojos sabor a alba le aniquila, como se aniquila a todas las bestias que huyen al mundo y disfrazan sus cicatrices de Prada, o más jodido aún: cuando disfrazan sus adoquines con cartón y su hambre con luz triste bestia aborrecida en los púlpitos y los hogares, en los bolsos rebosantes de escapularios y sin razones, en la gélida caricia del policía al multarle por bestia, en la ignorancia expandida del niño que aprende del padre, continuidad insalvable de un crecimiento corrupto

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no le perdonen, no le salven, dejen libre a la bestia, dejen que viaje por los corazones y torne en otro, dĂŠjenla contraerse hacia la herida del lobo y aĂşlle, no le perdonen, no le salven, hagan astro a la bestia tenedla cerca, a ella y su tristeza, pero ante todo amad su ruina, amad su triste nombre impuesto por el hombre

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Antonio Orihuela

El mal De los millones de mundos posibles, después de la Segunda Guerra Mundial, decidimos terminar por construir uno de los más feos, asfalto, coches, suburbios, gobiernos, policía, manitas invisibles, multinacionales, guerras, cotizaciones, miseria, dolor y muerte. Seguimos instalados en las alternativas más insensatas.

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Andrés Cisneros de la Cruz-

Cabalgan los orcos Con la mano izquierda una media noche recogí de las paredes pedazos de cuerpos mutilados: ilustraciones negras del tapiz ulcerado por rosas verduscas en la casa que fue mía cuando por primera vez abrí los ojos La furia del silencio menguó ante el bullicio de la nada y fuegos artificiales perforaron el cielo con navajas rojas y estallidos fanfarrones Toda una vida viví con el diablo y me llevó la comida a la cama y me besó la frente cuatro veces y yo sin derecho le grité vacío la ecuación invertida de mi ira

zurdo lo toqué y jamás comí más que de su seno izquierdo

transparente ensucio los ojos de los sapos y en la quijada de la ignominia me desvanezco lúcido] [encarnado

pero el miedo me venció e inventé la muerte desterrado soy siniestro camino retorcida falena, ascendente aleteo lluvia destrozándose tres metros sobre tierra

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Salvador de la Vega

Tertulia ¿Quién eres extraño compañero a mi mesa? ¿Me andabas buscando o es coincidencia? ¿O simplemente compartimos el gusto por la taberna? ¿Es una pena, una paloma negra en el pecho? Cuéntame de esa mujer junto al arroyo del muerto; ¿Acaso te robó la voz con sus besos? ¿O prefieres hablar acerca de Fausto? Bien, entonces hablemos de nosotros; Para quienes estamos hechos de la misma esencia del fuego No habrá dolor en el amor ni en el infierno.

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La huida, 2011 Jorge Vera Óleo sobre cartón DF, México

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Six eye bull, 2012 Carlos Olvera Tinta Monterrey, MĂŠxico

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Elsa Treviño

Ella era mala

Al Círculo de Cambridge.

Fueron los nacionalistas, decían los noticieros y el sol desangraba la tierra, y los terrenos del centro se henchían de grietas toscas que despedazaban la antigua limpieza de la plaza municipal. Fueron los extremistas, decían por el barrio y apretaban el paso, se escondían en los edificios, ponían doble llave a las puertas. Luego los diarios clamaron que las cenizas habían llovido a causa de un explosivo del tamaño de un frijol tatuado de ira en favor de la partición. Un frijol y un loco de la nación paria con una mochila verde. La población se llenaba la boca de esa verdad y la cantaba a gritos, con una furia viscosa que todo contagiaba. Los malditos terroristas y su partición. Hijos de puta. Después la vecina dijo que había sido Mariana y vino la policía. La había visto con un tipo de mochila verde, días antes, por donde Don Joaquín. Mariana se enteró cuando volvió de la universidad. Le ataron las manos con uno de esos lazos de plástico que ahora utilizan en lugar de esposas. Los del séptimo be le arrojaron escupitajos mientras dos hombres con chalecos antibalas la escoltaban a la patrulla y la plaza era entera un hoyo de negrura y llanto en las pantallas de todas las televisiones de la ciudad, del país,

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del mundo. Mariana era una maldita terrorista, confirmaron los peritos cuando le encontraron una camiseta de un revolucionario centroamericano y una cinta de música punk. Nadie nos volvió a mirar igual. La plaza negra nos condenaba y mi madre lloraba harto y hondo frente al televisor enamorado del rostro lívido de Mariana. Decían que era bella y perversa y hacían close-ups a sus ojos inflamados de dolor, a su boca cerrada. Una terrorista, se podía distinguir en por el delicado aro que llevaba en la nariz. Le dieron tres cadenas perpetuas y sembraron olivos alrededor del agujero que quedó en la plaza. La vecina dejó de venir y los de la tienda de fiarnos. En casa era el marasmo. Me sacaron de la pública y me metieron a una de jesuitas donde estaba prohibido hacer preguntas. La cara de mi madre era el mismo vacío que habían dejado antes los muertos. Una noche entraron tres a la celda de Mariana. No nos enteramos hasta dos días después. Cuando los guardias la encontraron no quedaba de ella más que una muñeca vejada y fría. Entonces vino ella de nuevo por la casa, la vecina. Se vistió de negro y lo sintió mucho, nuestra pérdida. Habían dicho en las noticias que las pruebas contra Mariana habían sido alteradas, que el juicio era nulo y que, afortunadamente, habían localizado una célula de fundamentalistas prounitarios escondida en uno de los asentamientos del sur. Esta vez no había dudas: en su escondite tenían planos, documentos y fotografías del explosivo, rojo y diminuto, como del tamaño de un frijol.

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Santiago Roncagliolo

Papá Noel está borracho en el salón Papá era un idiota, lo admito. Era incapaz de durar más de cinco meses en un trabajo. Nunca se acordaba de mi cumpleaños. Y mantenía en pie su viejo Chevrolet del 73 gracias a una mezcla milagrosa de repuestos robados, cinta adhesiva y buena voluntad. Inexplicablemente, todo eso me gustaba de él. A la que no le gustaba era a mamá. Hasta donde llegan mis recuerdos, su matrimonio fue una interminable serie de gritos y reproches, con algunas pausas para mandarme a lavar los dientes. Supongo que deben haber tenido algunos buenos momentos, pero yo no fui testigo de ninguno. A lo mejor, esos momentos ocurrían mientras yo me lavaba los dientes. Así que no hace falta explicar cómo fue su divorcio, ni detallar la larga serie de partidas y regresos, las lágrimas de ella y los desplantes de él. No es necesario describir la caja de leche Gloria en la que Papá se llevó sus cosas de casa, ni decir que se apareció en el siguiente almuerzo familiar a devolver la caja de leche, que por cierto, con gran puntería, embocó de un tiro sobre la cabeza de mi abuelo. Lo que voy a contar ocurrió muchos meses después, cuando mamá empezaba a “reconstruir su vida”. O al menos esa fue la frase que le escuché decir una vez en el teléfono, a alguna de sus amigas, mientras se pintaba las uñas de los pies. Al parecer, las uñas de los pies tenían un papel en todo aquello de “reconstruir su vida”, porque yo nunca antes la había visto pintárselas, y de hecho, antes de esa tarde, no habría podido asegurar que sus pies tuviesen uñas.

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No tardaría en comprender que el rojo de su esmalte era una señal de alerta. Pocos días después, apareció en casa un hombre llamado Alejandro. Y volvió a aparecer. Y siguió apareciendo. Llegado cierto punto, ni siquiera necesitaba llegar de visita, porque no se iba. Pasaba los fines de semana con nosotros. Usaba los mismos cubiertos y el mismo wáter. Y me entregaba periódicamente regalos educativos, libros y juegos de preguntas y respuestas, que me volvieron definitivamente reacio a cualquier forma de cultura. El nuevo novio me trataba bien, y hacía reír a Mamá. En cambio, Papá… bueno, seguía siendo Papá. Vivía prometiéndome que algún día volvería con mi madre, y de vez en cuando tenía detalles tiernos, como llevarle flores o regalarle un gatito. Aunque irremediablemente, esos detalles se frustraban: mamá descubría que le había robado las flores al jardín del vecino. O le recordaba –a gritos, como siempre– que yo era alérgico al pelo de gato. Pronto comprendí que si quería recuperar a mi padre tendría que ayudarlo a deshacerse de su competidor: Papá no tenía la capacidad de hacerlo por sí mismo. En mi retorcida mente infantil, concebí el plan perfecto. Exigí que pasáramos la Navidad juntos, como habíamos hecho siempre hasta entonces. Mamá no podría negarse a mis deseos. Alejandro ni siquiera se atrevería a aparecer, avergonzado por haber destruido esta familia. Papá y Mamá cenarían juntos y recordarían cuánto se querían. Yo me portaría muy bien y me comería lo que me diesen. Y al día siguiente, en vez de encontrar al patán de Alejandro en el baño, encontraría a Papá leyendo el periódico en el wáter: el paraíso. Pero las cosas, me temo, ocurrieron exactamente al revés: Alejandro sí que apareció en la cena, y departió

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agradablemente con mi madre, mis abuelos y mis tíos. En cambio, Papá no se presentó. Tampoco llamó. Simplemente nos olvidó, como siempre. Esa noche, al acostarme, odié a Papá, y al mundo, y deseé, con todo el dramatismo de mis ocho años, no despertar. A las cinco de la mañana me despertó un estrépito de cristales rotos, muebles arrastrados y maldiciones en voz alta. Un asaltante —o a juzgar por el ruido, una banda de asaltantes, o quizá una manada de búfalos— había entrado en casa, y estaba a punto de acabar con ella. Mamá y Alejandro ya estaban en el salón cuando yo llegué, y contemplaban el espectáculo paralizados en un rincón. Resultó que no era un ladrón, ni una avioneta estrellándose contra las ventanas de la casa: era Papá Noel, ebrio como una cuba, arrastrándose de un lado al otro del salón y balbuceando incoherencias. Cuando se dio de bruces con el árbol de Navidad se le descolgó la barba, y sólo entonces descubrí que detrás de aquella barriga y ese uniforme rojo se escondía Papá. —¡Feliz Navidad, hijo! —Hola, Papá. —Quería darte una sorpresa —logró articular—, pero Papá Noel se resistía a dejarme su uniforme. —¿Te costó mucho quitárselo? —sonreí, aliviado de verlo, no importaba cómo. —Dos botellas —respondió él. Y luego se quedó dormido en el sofá. Eso fue todo. Ni siquiera me trajo un regalo. Al contrario, babeó sobre el jersey que me había regalado Mamá, y se cargó definitivamente la nave espacial que me había traído Alejandro.

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Puede parecer una tontería, pero aún recuerdo esa Navidad como la mejor de mi vida. Los grandes momentos son aquellos en que comprendes grandes cosas. Y yo comprendí esa madrugada, entre los ronquidos etílicos de aquel Papá Noel allanador, que querer a Papá era como ser hincha de un mal equipo de fútbol, uno de esos que jamás llega a la primera división, pero que sus fans persiguen, llorando más que riendo, de estadio en estadio: puede que no gane nunca, es verdad, pero por eso mismo, cada vez que consigue un triunfo, te hace tan feliz que jamás puedes olvidarlo.

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E.J. Valdés

La casa de atrás Al morir mi madre heredé una cuenta de ahorros con el poco dinero que salvó en los últimos meses de su vida, así como una residencia de dos plantas ubicada en un acomodado vecindario al poniente de la ciudad. La casa se levantaba solitaria en una de las escuadras del conjunto, flanqueada por tres lotes que habían permanecido desocupados desde la fundación de este tranquilo rincón. Aunque la casa era un tanto grande para un eterno soltero como yo, lo pensé poco antes de desocupar mi apartamento de los suburbios y trasladar a esta vivienda mis pertenencias que, dicho sea, no bastaron para llenar una sola habitación. Me acomodé en una pieza provista de un amplio ventanal que ofrecía una estupenda vista del jardín ubicado a espaldas de la casa, más allá de los terrenos baldíos y el empedrado frente a éstos. No tardé mucho en acostumbrarme al cambio, pues eran considerables las comodidades que mi nuevo hogar ofrecía en comparación con los cincuenta metros cuadrados del piso que habitara antes: en primera instancia, nunca volvería a verle los torcidos dientes a la casera que mes tras mes se plantaba en mi puerta demandando el alquiler; luego estaba el silencio, que rara vez podía disfrutar en la periferia con tantos motores y bocinas corriendo por la avenida; pero aquello que más disfrutaba era la ventana que día y noche me permitía asomar a la arboleda, pues la única vista que tenía en el apartamento era la de un callejón donde moraban media docena de perros y un vagabundo igual de pulgoso que dormía junto al contenedor de basura.

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La vida en el nuevo vecindario me sentó de maravilla: hice buena relación con las familias al otro lado de la calle y, en lo que a mi profesión respectaba, finalmente había encontrado la calma necesaria para dedicar mis horas al procesador de textos. En los atardeceres que se colaban por el marco de la ventana encontré la inspiración para redactar las historias que me ganaran a veces felicitaciones y a veces críticas. Mirando al jardín escribí cuentos sobre setos vivientes cortados como animales, sobre gnomos que habitan en los troncos de los árboles o sobre las fabulosas visiones que advienen al olfatear el polen de ciertas flores que crecen en la noche de San Juan… Durante mis primeros años en esta casa disfruté de una productividad sin precedente, como si la imaginación flotase en el aire y bastara estirar la mano para coger las ideas. Pero así como la física niega la existencia del movimiento perpetuo y la gravedad reclama cuanto es arrancado de la superficie de la Tierra, mis días de llenar páginas en la apacible habitación llegaron a su fin una mañana en que más allá de la ventana descubrí a una decena de hombres trabajando con palas y zapapicos en los lotes que colindaban con mi propiedad. Por las ropas que vestían inferí que aquellos no eran piratas en busca de un tesoro, y mis sospechas se vieron confirmadas cuando un zumbido alertó la presencia de alguien en la puerta. Me puse una camiseta y atendí el llamado. En el umbral me saludó un hombre de casual traje que se presentó como el arquitecto responsable de la obra que se llevaría a cabo a espaldas de mi casa. – No deseamos causarle más molestias de las necesarias – dijo extendiéndome su tarjeta, y me invitó a telefonearle al más mínimo inconveniente que tuviese, argumentando que su jefe estaba más que dispuesto a compensar cualquier inquietud que la construcción me ocasionara.

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Dicho esto me deseó un buen día y se marchó sin darme oportunidad de agradecer la atención. Me guardé la tarjeta en el bolsillo. De regreso en mi habitación eché una nueva mirada hacia los terrenos; los trabajadores ya extendían la varilla que descargaban de una alargada camioneta. Al verles marchar de un lado a otro como hormigas no pude sino tragar saliva y torcer los labios, pues contemplaba el ocaso del silencio que tanto amaba. “Sólo será un tiempo,” decía para mis adentros. “Cuando terminen todo volverá a la normalidad,” agregaba con optimismo. El tiempo me probaría equivocado: a partir de entonces se volvieron frecuentes los golpes de martillo, los zumbidos de las brocas y el sonido de cuanta herramienta mudaron al cobertizo a orillas de la obra. Desde que el sol asomaba hasta que se escurría por el horizonte escuchaba la caótica lengua de la edificación, que se filtraba entre los ángulos del vidrio y el aluminio para llegar hasta la más polvorienta esquina de la casa. Pronto el escribir se tornó una tarea imposible: así moviese el ordenador al despacho, a la cocina o a la estancia el ruido daba conmigo y resquebrajaba mis ideas como hace un martillo neumático con el concreto. Aunada a este pandemonio se encontraba la música con que los trabajadores aderezaban sus labores: una monótona sucesión de bajos y percusiones que enloquecería a las mismas sirenas del relato de Homero. Como era de esperarse, en más de una ocasión hurgué mis ropas en busca de la tarjeta del arquitecto. “Descuide, me aseguraré que los muchachos moderen el volumen del aparato,” decía con su lengua de seda. No obstante, la promesa se diluía en la acción como el café en el agua, pues apenas había unos minutos de calma antes de que las tropicales notas irrumpiesen de vuelta en mi propiedad. Pronto fue evidente que si deseaba continuar escribiendo mis rela-

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tos tendría que salir de casa, de modo que una mañana cogí cuaderno y bolígrafo y caminé hasta encontrar una cafetería poco concurrida donde permití que tinta y papel hiciesen lo suyo, el café enfriándose frente a mí. Las subsecuentes mañanas las dediqué a plasmar historias en este lugar; por la tarde daba un paseo por las avenidas colindantes y el crepúsculo me acompañaba a casa para trasladar lo escrito al ordenador, ya sin el barullo de las herramientas y la radio. A todas luces el ejercicio mejoró el ritmo de mi prosa, no obstante, hubo una noche en que al quitar el cerrojo de la puerta llegó a mis oídos la inequívoca música de la construcción: habían olvidado apagar el aparato. En un principio pasé el hecho por alto, después de todo, cualquiera sale a prisa y deja la computadora o el televisor encendido, pero conforme las horas se hicieron más profundas también se acentuaron las graves notas, y ultimadamente éstas no me permitirían trabajar y mucho menos dormir. El amanecer me sorprendió malhumorado y con apenas unos minutos de sueño encima. Aunque llamé repetidas veces al arquitecto éste nunca atendió el teléfono. Le busqué en la obra, pero los trabajadores dijeron que estaba fuera de la ciudad y que volvería en un par de días. Tras comentarles lo ocurrido prometieron cerciorarse de que la radio estuviese apagada antes de marcharse. Acepté la disculpa con desgana, cogí mis cosas y salí rumbo a la cafetería, pero las palabras se negaron a brotar aquel día. Regresé a casa por la tarde, embargado por el desvelo y con la pesadumbre de no haber completado ni una página, sólo para encontrar la música rebotando entre las paredes como una pelota de goma. Dejando escapar un suspiro tomé asiento en el sofá de la estancia y hundí la cabeza entre las rodillas; sería una larga noche. Los muros de la nueva vivienda se levantaron

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tabique a tabique en la siguiente tercia de meses, pero la paz distaba de volver a mi vida: día tras día me veía forzado a abandonar mi morada para escribir, encontrando refugio a veces en la cafetería, a veces en un parque y a veces, créanlo o no, en un motel. Por las noches las cosas apenas mejoraban: pese a lo mucho que me quejé, grité y hasta supliqué, los trabajadores dejaban encendida la radio dos o tres veces por semana. Si bien ellos afirmaban desactivar el aparato al dejar la obra, las horas que pasaba en vela eran prueba fehaciente de lo contrario. La tarjeta del arquitecto no sirvió de mucho: más allá de promesas amables y disculpas recicladas el hombre hacía poco por mitigar las molestias que, según dijo, no deseaba causarme. En vano intenté ponerme en contacto con el propietario de la construcción: la junta de vecinos no tenía idea de quién pudiera ser y lo único que sabían sus trabajadores era que se trataba de un ricachón que nunca había puesto pie en la obra, extranjero, al parecer. El municipio tampoco hizo gran cosa por mí. Fue entonces que comencé a preguntarme qué clase de persona habitaría aquella casa, que perturbaba mis días y mis noches como si de alguna penitencia se tratase, y llegué a la conclusión de que en tal lugar sólo podía vivir el mismo Diablo. La obra se extendió durante casi seis meses. Los altos paredones formaron intricados ángulos bajo la loza del segundo nivel, y aquel leviatán de tabique, varilla y cemento se transformó en un moderno espécimen arquitectónico de acabados en cantera y vidrio reflejante. Tuve que resignarme a que una terraza obstruyera mi vista de la arboleda, mas lo peor estaba por venir: unos días después levantaron un paredón que impedía asomar de mi ventana a la nueva propiedad. Si mi vecino quería privacidad la había conseguido. Conforme la construcción llegaba a su fin la afluen-

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cia de trabajadores disminuía y la calma regresó progresivamente a mi hogar, pese a que aún podía escuchar la molesta música durante las mañanas y algunas noches. Finalmente, una tarde al llegar a casa me encontré con el siempre casual arquitecto esperándome en la puerta con una sonrisa de revista. Tras estrechar mi mano dijo que su trabajo en el vecindario había terminado, pero que antes de partir deseaba extenderme una sentida disculpa por las muchas tribulaciones que su gente me había hecho pasar. Comenté, medio en broma y medio en serio, que el volver a dormir tranquilo era retribución suficiente por las molestias. Fingió reír ante el comentario, se colocó un cigarrillo en los labios y subió a su automóvil, no sin antes recordarme que si acaso requería de sus servicios en el futuro no dudara en telefonearle. “Claro que lo haré,” le dije, despidiéndolo con la mano. “Claro que lo haré,” repetí minutos después en la cocina, mientras su tarjeta de presentación ardía en el fregadero. Los días siguientes fueron como el amanecer que sucede a la tormenta, y al redescubrir el bien amado silencio del vecindario proseguí con la escritura de mis cuentos. Las fantásticas historias de sátiros y árboles parlanchines regresaron a mí, y aunque lo único que podía contemplar a través de la ventana eran los rojizos cuadrángulos del muro vecino, agradecía el hecho de que la infernal música no perturbase mis horas. Pronto el martillar y taladrar se transformaron en recuerdos de un mal sueño y volví a disfrutar las bondades de la vigilia. De haber sabido que este era solamente el ojo del huracán hubiese hecho mis maletas para regresar a los suburbios. Una noche en que paseaba por la arboleda me percaté que un sedán descansaba aparcado en la cochera de la nueva vivienda, y que por entre las persianas de la planta superior se filtraba la luz de una bombilla. El misterioso

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propietario por fin se mudaba al vecindario. Recordando las atenciones iniciales de su arquitecto decidí pasar a darle la bienvenida, pero cuando llamé a la puerta nadie atendió, y por la ventana iluminada únicamente asomó el silencio. “Seguramente ha salido o está ocupado,” pensé, aunque también cabía la posibilidad de que se tratase de un engreído de esos que ni siquiera responden los buenos días. Guardé las manos en los bolsillos y regresé a casa para continuar con la edición de mis recientes trabajos. Eché el cerrojo y estuve a poco de colapsar al descubrir que las paredes retumbaban con una bien conocida melodía: era la misma música que acompañase las jornadas de los trabajadores. Cual personaje de una comedia me llevé las manos a la cabeza, elevé la mirada y pregunté a las estrellas más allá del techo: “Es una broma, ¿cierto? Tiene que ser una jodida broma.” La segunda parte de esta pesadilla resultó tanto más aterradora que la primera: las ventanas se sacudían ante la intensidad de los bajos, y las repetitivas percusiones alcanzaban hasta el último rincón de la vivienda. Si bien antes tuve problemas para conciliar el sueño, el renovado escándalo me impedía cerrar los ojos. Y qué decir de mi trabajo: sería más sencillo escribir en medio de un incendio que bajo el influjo de aquel vendaval de ritmos caribeños. Hurgué hasta lo más recóndito de mi ser en busca de paciencia, seguro de que el vecino no podía pasar toda la noche escuchando música, pero me equivoqué: el escándalo no solamente se prolongaba hasta la madrugada, sino que se repetía noche tras noche como si de un ritual se tratase. Intenté entrevistarme con el ocupante de la casa en repetidas ocasiones, pero éste jamás me abrió la puerta. Levanté una queja ante el comité de vecinos, pero nadie en toda la cuadra compartía mi molestia hacia esta casa que, decían, era

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tan silenciosa que de no ser por la luz encendida se tomaría por abandonada. Entonces no pude sino maldecir al inquilino de esta monstruosa residencia, que no obstante haberme arrebatado la vista de la arboleda también me despojaba de la cordura que me quedaba, y una noche en que no pude contener más mi rabia me planté en su pórtico y pulsé insistentemente el botón del zumbador. “¡Buenas noches!” gritaba, haciendo un altavoz con las manos. Al ver que el inquilino no atendía continué llamando a la puerta una y otra vez; no me movería de allí hasta que el desdichado saliera a escuchar cuanto tenía que decir. Debí permanecer alrededor de media con el índice en la campanilla, cuando escuché pasos al interior de la vivienda: había alguien allí después de todo. De pronto una voz grave como el abismo respondió al otro lado de la puerta: – ¿Puedo ayudarle? – Buenas noches – dije, acentuando las palabras con molestia –. Soy la persona que vive a espaldas de su casa, necesito hablar con usted. – Le escucho. ¿Qué quiere? – ¿Sería tan amable de abrir la puerta? Esto quiero decírselo cara a cara. – Estoy ocupado. ¿Qué es lo que quiere? Quiso el enojo que esto último lo tomara como burla: ¿qué podía ocuparle a tales horas? A punto de decirle una mala palabra, sentencié por última vez: – Señor, se lo pido de la manera más atenta: abra la puerta. Un bufido respondió a mi petición, los cerrojos cedieron uno a uno a la acción de una llave y la hoja de fina madera que ocultaba a mi interlocutor cedió lentamente. Por su voz le imaginaba tosco y ancho como un oso, y mu-

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cho me temí que el conflicto terminaría en un intercambio de puños si acaso él se encontraba tan irritado como yo, pero la persona que asomó por el umbral distaba mucho de ser la encarnación de la violencia; incluso diría que distaba de ser una persona como tal. – ¿Qué se le ofrece? – espetó. Mi lengua se congeló tan sólo verle: se trataba de un hombre bajo de estatura, delgado de extremidades y con la barriga ligeramente abultada. Llevaba un saco que caía por sus hombros cual corvinas plumas, y un pantalón afelpado cubría unas piernas que despuntaban en un par de negruzcas pezuñas cabrías. En su rostro, rojo y afilado, relucían unos ojos obscuros como el ónix por encima de una apuntalada nariz, y un fino bigote caía a los costados de su severa boca. Llevaba el cabello echado hacia atrás, y de su cráneo nacían un par de cuernos retorcidos y colorados. No me había equivocado al adivinar la identidad del inquilino de aquella casa: tenía ante mí al mismísimo Demonio, con todo y tridente. – Santa-madre-de-Dios – susurré, a punto de que los pantalones se me fueran al suelo. – Haré de cuenta que no escuché eso – dijo frunciendo el seño –. ¿Qué es lo que quería decirme? – Bueno, yo… – Era mucha su insistencia, ¿no? Bien pues, aquí me tiene: ¿qué iba a decirme? – Esto… Verá, la música… Yo… – No tengo toda la noche – advirtió, impaciente. Haciendo acopio de toda mi voluntad logré que mi lengua enunciara una sola frase: – Su música: su música no me deja dormir, no me deja trabajar, ¡me está volviendo loco! Entonces el Diablo arqueó una ceja con auténtica

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sorpresa. – ¿Sólo eso? – preguntó aferrando su tridente con ambas manos –. ¿Todo este drama para eso? ¡Vaya! Hombre, debió decirlo desde el principio. Le juro que no tenía idea… Chasqueó los dedos, mostrando unas uñas negras y puntiagudas. Al instante se materializó una pequeña radio de baterías provista de un tocacintas, un par de altavoces y una barra horizontal que abarcaba el rango de AM; así que ese era el objeto de mi tormento. – La encontré cuando ocupé la casa. Seguramente los obreros la dejaron olvidada, y puesto que tengo problemas para dormir decidí encenderla mientras me venía el sueño. Me relaja, ¿sabe? No se imagina cuán estresante resulta mi profesión: ¡es como el inferno! – bromeó –. Pero descuide, le aseguro que este aparato no volverá a causarle otra molestia. Nuevamente chasqueó los dedos y el reproductor se redujo a cenizas en un parpadeo. – Ahí lo tiene: no más noches en vela. Confieso que yo mismo comenzaba a hartarme de esas melodías; a mi edad todo resulta efímero, ¿sabe? Pero, venga, ¿hay algo más que pueda hacer por usted? Le invitaría a pasar pero, como dije, estoy un tanto ocupado… Negué con la cabeza, esbozando mi mejor sonrisa. – Descuide, hombre, no es nada, para eso están los vecinos. Tenga la confianza de venir si necesita algo más, ¿vale? Que pase buena noche. Dicho esto cerró la puerta y echó llave a la cerradura. Regresé a casa, aún mudo. El cuerpo entero me tiritaba, no sé si de frío o de miedo. Me metí a la cama y antes de cerrar los ojos cavilé una última idea en la penumbra: tenía al Diablo por vecino, y éste aseguraba la puerta de su

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casa como si temiese que entrara un ladrón. Resultaba casi gracioso. Entonces mis párpados se deslizaron sobre mis pupilas y caí rendido al influjo de la noche. Me despertó la luz sobre mi rostro. Tras estirarme bajo las sábanas abrí los ojos y lentamente vinieron a mi memoria los acontecimientos de la noche: la música, la puerta de la casa de atrás y el rostro de su terrible inquilino. ¿Realmente había sucedido aquello o fue producto de un turbulento sueño? Sentía tal paz que me costaba creer que horas atrás había tenido un encuentro con el Diablo. Desayuné y salí a estirar las piernas; en la casa colindante reinaba el silencio. El sedán no ocupaba su sitio en la cochera. Me pregunté entonces si acaso el Demonio sale a pasear o a comprar la despensa como hacemos los demás, pero preferí apartar tales cuestiones de mi mente; tenía mucho trabajo esperándome en el ordenador. En las semanas venideras pregunté a los vecinos si acaso alguno había visto al ocupante de la casa a espaldas de mi propiedad. Su respuesta sin falta era negativa: de no ser por el automóvil cualquiera diría que en esa espaciosa residencia no vivía nadie. Algunos creían que se trataba de un excéntrico hombre de negocios, otros le tomaron por un artista frustrado o por un criminal evadiendo la justicia; por mi parte, aunque sabía la verdad no me atrevía a decir una palabra. Lo cierto es que nunca volví a escuchar ruido alguno proveniente de dicha vivienda, y evidentemente no llamé a su puerta otra vez; después de todo, ¿qué asunto podía yo tener ahí? Transcurridos unos meses del infernal encuentro me percaté que el sedán dejó de ocupar la cochera y que por las noches no se iluminaban las ventanas. Pronto se supo que mi vecino se había marchado tan súbitamente como llegó; los más morbosos afirmaron que al fin le había apre-

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hendido la policía. Admito que me sentí un tanto culpable al advertir su partida. ¿Acaso le había molestado mi intromisión? ¿Nuestro vecindario no era lo suficientemente acogedor? ¿O sencillamente le incomodaba vivir entre los hombres? Jamás lo sabría; la respuesta a aquella tercia de preguntas era mejor dejarla en manos del silencio. La casa ha permanecido desocupada desde entonces, y aunque ocasionalmente algún curioso me pregunta si el inmueble está en venta me he asegurado de desalentar todo interés en el mismo, advirtiendo que allí habitó el mismo Diablo. Al escuchar esto, la gente ríe de lo que considera un chiste; yo también me río, pero de su ingenuidad.

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Andrés Cisneros de la Cruz. Ciudad de México, 1979. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM y Comunicación Social en la UAM. 2do. lugar en el Certamen Internacional Relámpago de Poesía Bernardo Ruiz, 2008, mención honorífica en el Concurso Nacional de Poesía El Laberinto, 2004, y en el Concurso Nacional de Poesía Jaime Sabines, 1999. Y segundo lugar en Premio Nacional de Poesía Temática Tinta Nueva 2011. Es creador del Torneo de Poesía (Adversario en el cuadrilátero) y de los Miércoles Itinerantes de Poesía. Ha impartido talleres de poesía en el IPN y fue secretario de redacción en los periódicos El Universal y El Independiente. Tiene cuatro poemarios publicados: Vitrina de últimas cenas (2007), No hay letras para escribir tu epitafio, Como la nieve que dejan los muertos (2009 y segunda edición, 2010) y Ópera de la tempestad (Metáfora/VO,2011). Actualmente es editor de la revista y editorial Versodestierro. También es coeditor de 40 Barcos de Guerra. Antonio Orihuela. Es doctor en Historia por la Universidad de Sevilla. Ha participado en más de 100 exposiciones de poesía visual y publicado poemas visuales en revistas de más de una treintena de países. Desde 1999 coordina los encuentros anuales Voces al extremo, en su Moguer natal. Batóry. Es ilustradora y amante de los dulces, caricaturas, cómic/manga, anime, tatuajes, caligrafía, art toys y las cosas coloridas. Espera algún día poder comprarse una casa. Carlos Olvera. MTY, 1983. Licenciado en Artes Visuales por la Facultad de Artes Visuales en la Universidad Autónoma de Nuevo León ,ha expuesto su obra en Monterrey y varias ciudades de la República como Ciudad de México, Tijuana, Aguascalientes, Oaxaca. En 2009 y 2011 obtuvo la beca Jòvenes Creadores del FONECA y en el 2007 fue acreedor de la beca Jòvenes Creadores del FONCA, ese mismo año obuvo el Premio de Adquisición en la Reseña de la Plástica de NL y en 2002 recibió Mención Honorífica en la V Bienal Regional de la Plástica Joven, Casa de la Cultura de Nuevo León. Actualmente trabaja y vive en DF. E. J. Valdés. Pachuca de Soto, Hidalgo. Tu amigable escritor de vecindario. Se matriculó por error en la carrera de contabilidad creyendo que un contador era una persona que escribía cuentos. Entre sus pocas gracias figura el

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haberse llevado el primer lugar en la categoría de Cuento Largo del Concurso de Creación Literaria del Tecnológico de Monterrey en 2005. Ocioso empedernido, también ha incursionado en los terrenos de la música y la locución radiofónica. Lleva seis meses sin afeitarse porque le da flojera. Elsa M. Treviño es escritora, traductora e investigadora y vive en Cambridge, el D.F. y Madrid. Es Maestra en Estudios Humanísticos por el Tecnológico de Monterrey y Maestra en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Cambridge. Actualmente cursa un doctorado en literatura mexicana contemporánea. Sobre su escritorio hay una pila de libros que no ha leído. Ivan Vergara. México 1979. Poeta, músico, antologador y gestor cultural, actualmente vive en Sevilla. Dirige la Plataforma de Artistas Chilango Andaluces (PLACA), proyecto que difunde la cultura mexicana y española creando conexiones y puentes que acercan a artistas, poetas y creadores de distintas regiones. Jorge Vera Tenorio. Ilustrador, México D.F. Moisés Quintana Guerrero. D.F.,. 1971. Es ingeniero en comunicaciones y electrónica, egresado del Instituto Politécnico Nacional. Desde hace 10 años trabaja en el Instituto Federal Electoral. Ha sido alumno de poesía de Óscar Wong y Xhevdet Bajraj. Ha tomado cursos de fotografía en el Centro de Arte Fotográfico con Saúl Serrano y V. Yovanovich. Salvador de la Vega. (Manzanillo, Colima, 1976) Poeta y dramaturgo. Reside en Monterrey, Nuevo León, México. Ha publicado en antologías, revistas locales y nacionales desde el año 1989. También ha participado en varios Encuentros Nacionales de Teatro. Su obra publicada se titula Fiestas de la Soledad (2003, poesía), y Prohibida la entrada al cielo (2008, poesía). Actualmente, trabaja en diversos proyectos de poesía y teatro. Santiago Roncagliolo. (Lima, 1975) es el escritor más camaleónico en lengua española. Cada novela suya juega con distintos géneros y explora distintos países. Su historia íntima Pudor (Alfaguara, 2004) fue llevada al cine. Su thriller político Abril Rojo ganó el Premio Alfaguara de novela 2006. Su libro de no ficción La cuarta espada penetró en la mente del terrorista más peligroso de la historia americana. Su último libro fue Memorias de una dama (Alfaguara, 2009). Su trabajo ha vendido más de 150.000 ejemplares y se ha traducido a trece idiomas.

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Secrecía Noveno Número Convocamos a todos ustedes a participar en esta octava edición con sus textos o con su arte plástico o gráfico. Este número de Secrecía se dedicará al tema: Recuerdos. Esperamos sus aportaciones con ansias. Bases: 1. En la categoría de literatura se aceptará poesía, prosa poética, relato breve, cuento y fragmento de novela. La extensión de los textos no debe exceder las 3000 palabras, para prosa, y 5 cuartillas para poesía. Deben estar escritos en español y deben enviarse como archivos adjuntos, en formato de procesador de textos Microsoft Word o similar. 2. En artes plásticas y arte gráfico se aceptarán obras digitalizadas en formato jpg, de tamaño no mayor a 10 megabytes. Se deben incluir los datos siguientes: título, técnica, dimensio-nes, lugar y fecha de creación. 3. El tema del séptimo número es Recuerdos. 4. La recepción de participaciones inicia a partir de la publicación de esta convocatoria hasta el día 15 de marzo de 2012. 5. Enviar los trabajos al correo revista.secrecia@gmail.com como archivos adjuntos. El mensaje debe contener también los datos de contacto completos, así como una breve semblanza del autor. Favor de contactarnos en caso de cualquier duda. No se aceptarán trabajos después de la fecha del cierre. –Revista Secrecia

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