El Banquete
Jim Kalep Castillo Gutiérrez
L
a tarde se desplomaba vaporosa por los ventanales del Salón Magenta mientras los invitados reían entre bocanadas de humo y sorbos de vino, dulcemente ambientados por la deliciosa música de viento; todos parecían expectantes ante la caída del sol y tenían en sus ojos cierto brillo adolescente que los hacía lucir como sacados de uno de los cuadros victorianos de las paredes. Mademoiselle Lucile miraba sobre el hombro la entrada principal del salón, sonriendo seductora, dejando ver con su mueca aquella prístina sonrisa que la hacía tan famosa, que parecía delatar un espíritu divertido y un instinto cazador con el que podría conquistar el mundo entero. Sus hermosos ojos casi grises absorbían las tonalidades rojizas de las paredes y lanzaba miradas descuidadas por
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Narración
los rostros, tratando de adivinar las expresiones y actitudes que tomarían sus comensales llegada la hora del banquete que tan afanosamente había preparado para esa noche. De pronto, una de las grandes puertas se abrió con inusual estrépito, que si bien no alarmaba a la concurrencia ,sí resultaba intrigante para la anfitriona, quien expresamente había ordenado que no hubiera interrupciones hasta la primera campanada del reloj tras ponerse el Sol. —Mademoiselle, lo siento –articuló susurrando con nerviosismo al oído de Lucile un mozo que se acercó ágilmente— ha escapado… pe… pero no ha salido del castillo. —Asegura el salón, llama a los guardias y evita poner nerviosos a los invitados— respondió sonriendo sin hacer siquiera muestra de sobresalto. Unos segundos después, el mozo había desaparecido tras las puertas, cerrándolas por fuera con la suficiente discreción para que todo siguiera su curso sin mayores aspavientos. Caía la noche, seducida por la bruma que se acercaba a los vitrales, cuando un grito desgarró las superfluas pláticas hasta clavar un silencio absoluto en el corazón del salón. —Les pido calma queridos… —trató de tranquilizarlos— debe ser apenas un accidente sin importancia en la cocina. Al tiempo los invitados mascullaron una risilla nerviosa tratando de disimular sus verdaderas preocupaciones al respecto, pues aquello había sido un grito tan tempestuoso que resultaba imposible que proviniera de un simple accidente en la cocina. Justo antes de que todo lograra relajarse de nuevo, un golpe seco azotó la entrada desde el pasillo. —¡No, no… por favor! —suplicaba una voz joven, tratando de forzar la entrada.