Saigón 15

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pareció moverse y un terror nuevo le acosó, pensando que cualquier retorcido tronco o quebrado tallo podía ser el tentáculo de algún otro ser llegado de los abismos espaciales por culpa de su estúpida actuación, del nefando ritual llevado a cabo, de las prohibidas palabras pronunciadas en una lengua anterior a la creación del Hombre. El suelo volvía a adquirir mayor dureza y se elevaba, los árboles aumentaron en número, verticalidad y altura, y la frenética carrera, continuó sin todavía atreverse a echar la vista a sus espaldas. Desconocía cuánto tiempo pasó atravesando la foresta y cuándo tuvo que dejarse caer exhausto y convulso. En derredor comprobó algo aliviado que no existía peligro inminente. «Tal vez esa obscena entidad ha conseguido retornar por alguna fisura dimensional a su disparatado lugar de origen», pensó. «No, eso es poco probable, quizá acecha cerca, muy cerca». El incómodo pensamiento lo puso de nuevo en pie y siguió avanzando muy lastimosamente, casi arrastrando los pies, como si fuera un cadáver salido de la tumba. Poco después vislumbraba en la arboleda una forma maciza e irregular, un inesperado tolmo, en uno de cuyos lados existían curiosas oquedades que configuraban un asiento natural. Se acomodó allí donde mejor pudo, rebuscando con celeridad en la mochila que portaba consigo, sacando de ella un vetusto y ajado volumen, un libro antiquísimo de tapas macizas y manufacturado, según afirma la tradición, con piel humana. En las hojas, que pasaba a toda velocidad, se sucedían no sólo párrafos repletos de abigarrada escritura, sino diagramas y extraños dibujos. Su búsqueda se detuvo al darse cuenta que un fino reguero de sangre descendía por su brazo derecho, fruto de una herida que con toda probabilidad se hizo en su caída. El rojo fluido inevitablemente desembocó en una de las páginas del libro, extendiéndose ipso facto una oscura mancha en la misma. El haz de la hoja que resultó deturpada trataba sobre heterodoxos ritos mortuorios y mostraba una briosa ilustración de un inquietante guiñapo, de algo que antaño fue humano y que debía estar muerto pero no lo estaba debido a modificaciones y recosidos demenciales. Al entrar en contacto con el fluido vital, la tinta de la ilustración pareció reverberar con una tonalidad purpúrea toda ella. La que hasta entonces era sólo una desagradable ilustración pareció moverse, cambiar levemente, adquirir una desazonadora verosimilitud. La testa de la cadavérica criatura giró, sus globos oculares desprovistos de pestañas miraron al portador del libro maldito con inquina escalofriante y su boca, o mejor dicho fauces, se abrieron de manera desmesurada. Un grito desmedido y trastornado llenó el lugar, un grito continuado que el estudioso tardó en descubrir

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