I N F I N I T I V O S
C U E R P O S
I T Z E L
M A R
Gula al cuadrado ¿En qué momento el hedonismo de comer y beber se convierte en una afrenta moral?
E
l placer es una experiencia que tiene forma de ritmo; es decir, avanza, crece y se resuelve en ires y venires entre los que es fácil alejarse de la razón. Toda actividad corporal, consciente o automática, realizada rítmicamente, suele ser placentera. Y del mismo modo, la carencia de ritmo produce dolor. La sensación de gozo al comer se debe a la excitación de los receptores olfatorios, las papilas gustativas, las glándulas salivales y el reflejo de deglución. También disfrutamos los alimentos porque generan la energía que nos mantiene vivos; además, la boca, ese hoyo negro, agujero voraz, es el primer lugar de intercambio entre el sujeto y el mundo. Cóncavo territorio donde inicia nuestro conocimiento, umbral entre afuera y adentro, con ella succionamos, comemos, reímos, besamos, hablamos, sentenciamos. Somos seres erógenos en gran medida porque somos seres orales. El pecho materno como representación del amor nutricio e incondicional nos perseguirá el resto de nuestras vidas con su dotación de fijaciones: el alcoholismo, la glotonería, el tabaquismo, la toxicomanía, etc. Así como “El pez por la boca muere”, nosotros también vivimos y morimos a través de ella. A diferencia de los animales, el hombre come no sólo para alimentarse sino por gusto. Alrededor de la mesa surge una serie de rituales y discursos que alejan a la comida de su fin natural y la convierten en un producto de la cultura. El paso de lo crudo a lo cocido, como apunta Lévi-Strauss, es donde la comida pierde su carácter de necesidad y se convierte en un objeto de deseo. Y con la invención de la gas-
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tronomía elevamos el alimento a la categoría de belleza y de arte. La esencia del placer es el exceso, la exuberancia, el no encontrar límites en el cuerpo; gozamos para pasarnos de la raya al sentir. Con el exceso nos acercamos a la trasgresión, a lo que no tiene nombre. Georges Bataille dice que “el exceso es el punto de partida irrevocable”. Cerca de los antojos y lejos de la sensatez, el placer, en cualquiera de sus presentaciones, es una osadía. Adán y Eva fueron lanzados del paraíso por curiosos e irreverentes; descubrieron que los frutos prohibidos son más sabrosos por prohibidos que por frutos. Mordieron la manzana y tuvieron sexo. Así fue como nacieron la gula y la lujuria: emparentados, sensuales, inseparables. Entre los pecados capitales, los más exquisitos. ¿En qué momento el hedonismo de comer y beber se convierte en una afrenta moral? ¿Cómo sabemos cuál es la medida? ¿Si me como doce tacos al pastor con cilantro y cebolla, es aceptable? ¿Si les agrego piña ya es gula? Los pecados y sus compinches, las culpas, son la gran contribución de la moral cristiana a la humanidad. Un pecado es el defecto de una acción, una desobediencia, algo viejo y en desuso en forma de torpeza que ofende a otros. La culpa es su secuela, maniobra con la que intentamos retrasar los relojes para no hacer lo que hicimos. Se siente en el pecho como un bocado que no se masticó lo suficiente y, en el resto del cuerpo, como esos kilos de más que nos incomodan y nos alejan del espejo. La culpa es lo contrario a un alboroto y a las endorfinas, sensación de tris-