Revista Fantastique Núm. 0

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El árbol de las ánimas Por Martha Brenda Hernández*

P

obre jacalito, pobre mujer, que alimentaba a su pequeño hijo torteando para los vecinos. Ahí estaba la vida, ahí donde el encierro le tiznaba el corazón para llenar el estómago y ahí estaba su padre con las manos agrietadas en cada temporal. —Mujer, cuida a Gregorio Ese pequeño diablillo de seguro está ideando cómo escaparse con sus amigos por la noche, murmuran y murmuran cuando están jugando con los trompos. —Siento un nudo apretado, aquí en el estómago. Gregorio nunca está sosiego. Todos los días le pido a Dios que lo cuide. ¿Te acuerdas, viejo, cuándo se nos fue al Tajo? Se vistió al alba y ni la sombra le vimos hasta que regresó al día siguiente. ¿Qué pecado habré cometido para tener un hijo tan travieso? Tengo una angustia que me golpea el pecho como roca de hiel. —Se le ha metido en la cabeza ir al árbol maldito, el que está en el Monte. Dicen que a las doce de la noche quien pase por ahí puede ver hasta el mismo diablo, y que si miran sus ojos de fuego se vuelven locos. —Dios lo cuide, que si un día le pasa algo, me mataría lentamente el dolor. —No pienses en eso mujer, mejor acuéstate y deja de rezar, que esas rodillas van a echar raíces. Dejó su libro de plegarias, apagó la luz de lumbre, guardó la esperanza en su corazón y acarició la almohada construida de costumbres, bordada de hilo de amor a su mundo. Besó a su esposo. Sus súplicas no tuvieron efecto alguno; Gregorio, ansioso por descubrir la verdad del árbol fue a su encuentro. Voló en la noche buscándolo, jugó en la lluvia; cuatro niños del pueblo todos iguales de vagos, llegaron al árbol misterioso, sediento de almas. Entre penumbras, al primer ruido sorpresivo los amigos huyeron. Gregorio se quedó inmóvil frente a él, se alejó todo lo

que pudo dando pasos hacia atrás. El tronco partido a la mitad era infernal, se vislumbraban dentro de él niños en forma de raíces; alrededor del árbol las demás raíces tomaban formas de serpientes que lo sujetaban a la tierra. Las víboras con los ojos rojos apresaron a Gregorio de un pie, un remolino lo confinó en el centro; Gregorio no podía más, buscó la ayuda de sus amigos, gritó y gritó, hasta que sus alaridos de terror se escucharon en todo el Monte. El remolino creció levantando su cuerpo, nadie vió su mirada llena de llanto, su alma perdió la fé, aquella maraña de hojas le borró la sonrisa. La angustia y la pena lo invadieron cuando sintió que el remolino lo arrojó a un abismo dentro del árbol maldito, su alma quedó grabada como una silueta dentro de las raíces. Por la mañana su madre fue a levantarlo para ir a la escuela, la cama vacía le hizo temer lo peor; corrió con desesperación al Monte pensando en el árbol maldito. Se quedó sentada al pie de él esperando el regreso de su hijo. La devoraron los días, los meses y los años. La luna lloraba con ella desde el mediodía, aquella madre sentía la presencia de su hijo de sol a sol. Perdió a su hijo y perdió la razón. Un ave pasó, la mariposa y mil flores, las lágrimas; calma y sosiego no tardaron en aparecer. En su mente regresó el andariego, caminó hacia ella recitando las plegarias, su madre se quitó el dolor de su corazón. Era de noche cuando Gregorio salió entre las sombras de la locura de su madre. Su manantial de locura brillaba de agua luminosa. Cuentan que desde entonces el espíritu de la mujer deambula por allí esperando a su hijo. Cada vez que sale un remolino del seno del árbol el alma de Gregorio besa a su madre.

* Martha Brenda Hernández Martínez es alumna del taller de literatura Elias Nandino de Cocula, Jalisco.

Nueva vida

Por J.B. Gaona Medina*

M

ientras los verdugos seguían apiñando leña en torno a sus pies desnudos y lacerados, el recuerdo de la muerte de aquel hombre se abrió paso en la mente de Udrik de manera involuntaria. Sintió una fuerte náusea, pues no podía negar que había sido un acto violento y atroz, pero, de otra manera, el hombre habría terminado cometiendo otro no menos imperdonable. Aún podía ver esa sonrisa cínica de dientes podridos, esos ojos dementes y vidriosos devorando a su víctima con una mirada lasciva y famélica. Se habría divertido con ella sin piedad, y, después de haberla despojado de su castidad e inocencia, le habría arrebatado la vida misma con un simple tajo en la garganta. Pero Udrik había llegado en el momento preciso para evitar la desgracia.

Un campesino que pasaba por casualidad lo había visto todo, cierto que a una considerable distancia, pues el robledal donde el salteador había arrastrado a su víctima no quedaba muy cerca del camino, pero había sido suficiente para que el lugareño viera la pesada roca salir disparada de entre la maleza y estrellarse en la cabeza del hombre, la cual reventó con un crujido nauseabundo en medio de una sangrienta lluvia de masa encefálica y fragmentos de cráneo. Al aproximarse con la azada en ristre, el campesino vio al anciano a escasos pasos del muerto… y a la pobre niña a sus pies, con su carita pálida por el terror, anegada en lágrimas. Udrik hubiera sido considerado un héroe, pero el problema era que había matado a aquel pervertido con la fuerza de su


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