Revista Ébano Latinoamérica Edición 7

Page 11

21

20

TESTIMONIO

eso bastaba. Por ello, cuando Armando, mi compañero de trabajo, me llamó ‘cariñosamente’ negro, sentí que algo no iba bien en nuestra relación, pues de repente olvidó mi nombre y comenzó a llamarme por el tono de mi piel.

P

El día que descubrí el color de mi piel Cuando me pidieron que escribiera algo sobre lo que significa ser negro en Colombia las ideas llegaron de forma atropellada a mi mente. Un episodio durante mi adolescencia, que marcó el rumbo de mi vida, es lo que trato de resumir en el presente artículo.

Por Esaúd Urrutia Noel

T

omé conciencia del color de mi piel el día en que un compañero de labores me llamó, ‘cariñosamente’, negro. Hasta entonces habían trascurrido 17 años de mi vida. Me asomaba al mundo con la ingenuidad de un adolescente de principios de los ochentas, que había crecido en un ambiente, en apariencia, incontaminado por los avatares de la discriminación y el racismo. El escenario era Andagoya, una población minera enclavada en la intersección de los ríos Condoto y San Juan, que se erigía como una ciudad moderna en medio de la selva, tal como la describiera García Márquez en una crónica de 1954. En mi pueblo confluían las

tradiciones de los descendientes de africanos, raizales de la Costa Pacífica, con las particularidades de los ‘negros chombos’, que llegaron desde Las Antillas, como mi abuelo, para quedarse para siempre en el Chocó. Sus costumbres se acoplaron con la de los europeos y norteamericanos, con quienes trabajaron, codo a codo, para construir uno de los más grandes emporios mineros de Colombia, la Chocó Pacífico, que por cerca de un siglo extrajo oro y platino de los ricos yacimientos del San Juan hasta que, al comienzo de la década del ochenta, Álvaro Uribe Vélez, hoy presidente de Colombia, llegó a liquidarla, tras la partida de los extranjeros. Crecí en ese ambiente multinacional, de familias pluriétnicas como la de los Loveto o Pereiro, españoles; los Almendinger,

suizos; los Von Rosen, Leizer, Rosell y Lemmer, alemanes; Basis y Azaretti, italianos; Astilledas, filipinos, Jency, noruegos; Trammel, británicos, Burke y Shuller, norteamericanos, todos venidos allende las fronteras para formar sus hogares con negras chocoanas. Fui a la misma escuela con niños de piel blanca como el papel y de ojos azules como el mar. Con niños negros como el azabache y chiquillos color canela, en mayor o menor intensidad, producto de la mezcla de sus padres. Con ellos compartí juegos, temores y alegrías infantiles. Jamás me sentí más o menos que mis amigos. Todos me llamaron por mi nombre y a ellos siempre los llamé por los suyos. Nunca supe de prejuicios ni complejos. Era quien era y

ara bien o para mal ese episodio hizo que me interesara por mi historia, por mis antepasados, por la realidad de nuestra existencia en América. Comencé a entender, más allá de las lecciones de historia de mis profesores Silvio y Ramón Calixto, la verdad sobre la diáspora africana y la lucha que por tantos años habían dado los negros en América, así como los avances de este pueblo en materia de derechos civiles en Estados Unidos. Comencé a entender que Andagoya era una rareza en un país que miraba a los negros como ciudadanos de tercera. Que el Estado no era equitativo a la hora de brindar las condiciones para el desarrollo. Que el Chocó y toda la Costa Pacífica, así como otros enclaves negros en el Norte del Cauca y la Costa Atlántica, padecían grandes rezagos en materia de necesidades básicas. Entendí por qué mis hermanos mayores y sus amigos habían tenido que salir de su tierra hacia Bogotá, Medellín, Cali y otras ciudades en busca de oportunidades. Entendí que la exclusión y la inequidad eran las culpables de que gente como yo tuviera que vivir el destierro a edad temprana, pues en nuestro territorio no había oportunidad de empleo para todos. Ahora me quedaba claro porque cada año un ejército de profesores salía de las escuelas normales del Chocó, como había sido mi caso, a copar las plazas de maestros en Antioquia, Córdoba, Atlántico, Bolívar, Valle, Cundinamarca, Eje Cafetero y Llanos Orientales. Excepto la Minero Chocó Pacífico, en nuestra región el único empleador era el Estado. Entonces se estudiaba magisterio para obtener un tiquete expedito hacia el empleo.

Con ojos diferentes

Regresé al Chocó en el verano de 1982, a mis vacaciones, luego de seis meses de trabajo como docente en Antioquia. Comencé a interesarme más por la realidad de mi gente. A mirar con otros ojos a los campesinos que, impulsados por la fuerza de sus palancas de madera con punta de hierro, rompían las paredes de roca que custodian nuestros ríos para llegar con sus canoas repletas de maíz, plátano, yuca y otros productos a los centros de distribución de las cabeceras municipales. Todavía guardo en mi memoria el recuerdo de esos torsos desnudos y brillantes por el sol, de esos pies descalzos que iban y venía en una extraña danza donde dos hombres se movían con propiedad de equilibristas en el reducido espacio de la proa de una canoa, luchando a contracorriente por los ríos del Pacífico. Entendí sus acuerdos con la naturaleza que los hace interpretar con sabiduría de astrónomos los tiempos de la luna y escoger el momento exacto para cortar los árboles de dimensiones imposibles, que unas veces son exportados a otras zonas de Colombia, para luego regresar convertidos en muebles finos o ataúdes lustrosos para nuestros sepelios. Otras veces esta madera es exportada a países lejanos, por quienes se quedan con la mayor parte de las ganancias. Desde que Armando me llamó, ‘cariñosamente’, negro, comencé a interesarme también por las rutinas de mi gente en el recóndito Pacífico, que mucho antes de que despunte el alba salen con la marea a favor en busca del sustento en el océano para regresar doce o catorce horas después cargados de mariscos, cansancio y esperanzas. En ese tiempo también nació un interés genuino por conocer el folclor de mi región. Aprendí a diferenciar la danza de la contradanza; la mazurca de la polka y el mapalé del abosao. Hurgué con curiosidad femenina en la memoria de los abuelos de mi

ÉBANO

pueblo y me apasioné por las historias contadas de boca en boca a la luz de una lámpara de kerosene y el humo insistente del tabaco de mis mayores. De la mano de Alex Haley, el de Raíces, viajé por el sur de Estados Unidos y conocí los ancestros y descendientes de Kunta Kinte. Por Arnoldo Palacios descubrí que las estrellas son negras y junto a Zapata Olivella vi la noche. Por Stokely Carlmichael conocí que un torrente de historia y cultura nos unía a los negros del mundo, y por Marcus Garvey, Jorge Artel y Candelario Obeso emprendí el camino de la academia para estructurar mi mente y ponerla al servicio de los míos. Me hice periodista y docente universitario trabajando con tesón, no sólo porque no podía darme la licencia de perder tiempo, sino que debía abrir puertas para quienes vinieran detrás de mí. Aprendí, en esencia, que ser negro significa doble o triple esfuerzo en cada acción, pues no sólo hay que superar los retos, sino los prejuicios de otros. Que debes rendir en el estudio o en tu empleo, pero antes aprender a convivir con las carencias. En suma, a competir en condiciones desiguales.

D Aprendí que ser negro significa doble o triple esfuerzo en cada acción, pues no sólo hay que superar los retos, sino los prejuicios de otros.

e a pocos, he entendido que al ser negros en esta tierra, crisol de identidades; de mulatos, zambos y mestizos, hemos crecido sin privilegio alguno, ganándonos en franca lid cualquier espacio conquistado. Es aprender a soportar la mirada escrutadora y de sospecha en las calles de las grandes ciudades o en los recintos donde comúnmente somos minoría. Hoy, al volver mi memoria al instante en que Armando me espetó con ese ‘negro’ que quiso ser cariñoso, reafirmo mi compromiso ineluctable, como descendiente de africano en Colombia, es trabajar con empeño para que escribir una historia distinta en la que las nuevas generaciones alcancen el sueño de inclusión por el que tanto lucharon nuestros antepasados.

TESTIMONIO

ÉBANO


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.