Dossier 46

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letra: formal y sustancialmente. Mi letra, mi caligrafía, era hermosa, inteligible. Mi ortografía, perfecta. Mis frases obedecían a la sintaxis y a la semántica. A los diez años escribía composiciones impecables y pomposas que encantaban a las maestras, siempre dispuestas a la impostación de las palabras, de las escritas y de las habladas: las maestras argentinas que formaron a mi generación insistían, por ejemplo, en decir “lluvia” cuando leían en voz alta aunque pronunciaran shuvia apenas cerraban el manual de lectura. En la escuela nos enseñaron el desprecio a la oralidad. El lenguaje oral era la ropa de entrecasa, vieja, estirada, mal zurcida. La escritura era la mejor ropa, la que usábamos en los cumpleaños y las comuniones. … Casi todas mis lecturas de la infancia y de la adolescencia fueron traducciones. Ese lenguaje neutro, donde no había lugar para el voceo y donde los verbos aparecían conjugados tal y como nos los hacían memorizar en la escuela y no como los usábamos cuando hablábamos. No decíamos “tú” pero a la hora de redactar un texto el “tú” aparecía espontáneamente, como si se activara un chip de la impostación que era absolutamente natural a la hora de escribir en la escuela. Si las maestras durante todo el año se dirigían a nosotros como “gurises” (¡Gurises, entren al aula!) bastaba que escribieran el discurso de fin de año para traducir la palabra “gurí” como “niño”. La autocensura. No se escribe como se habla. Y también: no se habla como se habla. Antonio, el hombre que cuida el jardín de mi casa, es paraguayo. Todavía tiene acento aunque hace treinta años que vive en Argentina. Nunca hablamos demasiado. No soy muy dada a la conversación y pensaba que con Antonio compartíamos esa inclinación al silencio y las pocas palabras. Pero hace un mes más o menos dos de mis vecinos (vivimos todos en el mismo terreno) empezaron unas obras en sus casas. Una cuadrilla de albañiles llega cada mañana y se va por la tarde. La mayoría son paraguayos. Todos los días lo escucho a Antonio hablar en guaraní con ellos. Fue una sorpresa: Antonio habla guaraní. Tal vez la lengua más dulce y hermosa que escuché. Lo habla, claro, lo aprendió de niño allá en su tierra. Pero apenas empezó la escolarización, tuvo que reprimirlo. Hablar guaraní fuera del entorno familiar era una marca de clase, algo vergonzoso que había que ocultar. Los hijos de

Antonio no hablan guaraní porque nacieron y se criaron en Argentina. La esposa de Antonio, también paraguaya, murió hace muchos años. Es decir, él no tiene con quien hablar su lengua ni siquiera en el entorno familiar. Sin embargo, los sonidos de la lengua siguen ahí, intactos, por más que pasen meses sin que la pueda hablar, listos para encadenarse armoniosamente cuando aparece la oportunidad del diálogo con otro hablante guaraní. La lengua también es un sonido y los sonidos, como dije al principio, son la memoria de la infancia, del origen. Hace unos años estuve en una comunidad qom, un pueblo del noreste del país, escribiendo un libro sobre Zama, la película de Lucrecia Martel. Muchos de los actores y actrices eran de esta comunidad. Vivían en la ciudad de Formosa, en un barrio populoso y muy pobre que se llama Nam qom. En el barrio hay una escuela con maestros qom que no enseñan la lengua (el idioma, como lo llaman) pues ellos ya son una generación que creció sin aprenderla. Sus padres, trasplantados del campo a la ciudad, no se la transmitieron para evitarles la vergüenza, el estigma de que la lengua, el idioma, se les escapara en los momentos menos convenientes; es decir: en el cruce laboral, social, con los criollos. El modo en que hablamos es una marca de clase tan decisiva que pensamos que domesticar nuestra lengua, nuestro lenguaje, nuestro modo de decir, nos ayudará a pasar desapercibidos. Como si hablar bien nos fuera a permitir entrar descalzos y en harapos a cualquier palacio sin que nadie lo note. Por supuesto es una idea falsa que simplemente obedece a esta otra: uniformar la lengua es una manera de dominación. … En su libro El lugar, Annie Ernaux dice: “El patois había sido la única lengua de mis abuelos.

Hay gente que aprecia lo «pintoresco del patois» y del «francés popular». A Proust, por ejemplo, le encantaba subrayar las incorrecciones y las palabras antiguas que utilizaba Francoise. Lo estético es lo único que le importa, porque Francoise es su criada, no su madre. Pero él no sintió nunca cómo esos giros le venían espontáneamente a los labios. Para mi padre, el patois era algo viejo y feo, un signo de inferioridad. Estaba orgulloso de


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