Dossier 46

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y la lectura de las novelas se organiza como una reivindicación de la vida en todo su optimismo. Esto último lo advirtió Walter Benjamin en El narrador: “El lector de novelas busca efectivamente seres humanos en los que pueda descifrar el sentido de la vida. Por eso, de un modo u otro, debe tener de antemano la certeza de asistir a su muerte. En todo caso, a la muerte figurada: el fin de la novela (…)”16. Aira tiene razón al decir, pues, que la muerte sustituye a la vida y que esa es la función de la literatura moderna; los simulacros contemporáneos, la hiperrealidad, no serían otra cosa que su natural exacerbación. Lo que atrae al lector de este dispositivo, como diría Benjamin, “es la esperanza de calentar su vida que se congela al abrigo de una muerte, de la que lee”17. Morimos como lectores para darle vida al personaje. Su memoria ocupa la nuestra, provisionalmente, y durante este tiempo de excepción, en el que todo se suspende, somos o creemos ser inmortales. Otro tanto es posible afirmar, desde el punto de vista de la materialidad del libro, del códice moderno y del modo de leer que inauguró. Umberto Eco le dedica un ensayo titulado “Sobre algunas funciones de la literatura”. Las novelas que leemos, dice Eco, educan al lector a través de lo irreversible. Somos vulnerables ante la historia que, en su función pedagógica, nos adiestra al enfrentarnos a la imposibilidad de modificar el destino de un personaje. Cuando cerramos el libro aceptamos íntimamente nuestra impotencia para alterar los eventos vividos en nuestra propia vida, cuyo libro, digamos, alguien más cerrará por nosotros. “Necesitamos esa severa lección represiva”, concluye Eco. “Los relatos ya hechos nos enseñan también a morir”18. Esta función formativa escapa a la acción interna de la novela, que no es otra que resistirse al poder del tiempo. Cada vez que cerramos una novela debemos hacer un duelo por ella. Y así, en el ciclo renovado en la era moderna, leer nos procura el falso estremecimiento de la inmortalidad, aunque sea por unas horas; y con ello, de algún modo, actualiza, secularmente, el ritual que llevaba al cadáver ante Osiris, el magistrado de nuestro proceso en el inframundo egipcio, donde se alcanzaba la vida eterna gracias a la lectura. Para poder morir y renacer había que saber leer. De este modo, curiosamente, llegamos 16 El narrador. Santiago: Metales Pesados, 2008, p.84. 17 Ibid., p.85.

18 Sobre literatura. Barcelona: RqueR, 2002, p.23.

al origen de la ciudad letrada, nacida en el drástico privilegio egipcio, al menos, tal como nos lo refiere el Libro de los muertos. Me gustaría llevar estas digresiones a un terreno más conocido, de forma que pueda, finalmente, arribar a mi tercera y última intuición. Cuando recibimos el pésame por la muerte de alguien querido, entramos, asimismo, como lectores, al rito de un acompañamiento social. Paradójicamente, en el relato actual de la vida que sustituye a la muerte –el mito de la novela moderna–, leemos cada vez más solos. Leemos a solas, no solo el libro, sino la vida, la experiencia toda. Un buen amigo me lo simplificó con una frase: “Era más fácil morir cuando sabíamos a dónde ir.” Pero, ¿hacia dónde íbamos? Finalmente íbamos hacia otra historia. Moríamos, en todas las agonías religiosas, como lectores. Los vikingos anhelaban morir violentamente para alcanzar las orgías del Valhalla. Esa era, sin duda, una buena historia. Más austeramente, los cristianos se han contentado hasta el día de hoy con el amor incondicional de dios. A ese mismo ritual pertenece la crítica, si lo vemos bien; el forense que explica y consuela al lector curioso. Pero no le falta razón a mi amigo: yo también tengo la impresión de que hemos perdimos esa habilidad para ser creativos en el consuelo. No deja de ser desconcertante, siguiendo la relación de Aira, que hallamos extraído todo de la vida excepto un relato que alivie ese gran sentimiento de orfandad. Quizá de eso se burla irónicamente Hamlet, el lector que rehúye el consuelo, cuando muestra el libro de utilería lleno tan solo de “palabras”. De esas palabras que dicen todavía hoy: “muerte”, “consuelo”, “recuentos”, “cifras”. Mi tercera intuición: hay algo en la lectura íntima, aquella que es tutelada, que es imposible de ser acompañada. Ese es el espacio de la singularidad de nuestras vidas en contacto con la muerte. Precisamente por eso, sospecho, es valiosa y es solitaria. Porque leer es aprender a morir; porque, en silencio y retiradamente, nos ayuda a lidiar con lo que no puede ser dicho. Acto III: El no sé qué

Al reflexionar sobre el misterio de la experiencia estética –esa otra incógnita que acompaña a la lectura, que la explica, quizá, casi tanto como la muerte–, Borges nos dejó una frase que bien podría sintetizar lo que he querido decir hasta este punto: “La música, los estados de la felicidad,


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