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Reflexiones sobre algunas resonancias sociales de la pandemia

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Perla Telias

Perla Telias

Reflexiones sobre algunas resonancias sociales de la pandemia

Adrián Iozzi

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El presente artículo tiene como propósito realizar un ejercicio de pensamiento o reflexión sobre la irrupción de la presencia de lo extraño inquietante (Sami – Ali, 1996, pág. 31) en la realidad social y sobre algunos efectos que esta presencia produjo/ce en las tramas sociales y en la subjetividad.

La situación de emergencia sanitaria declarada por la pandemia de la enfermedad COVID-19, producida por el coronavirus SARS-CoV-2, transformó e interpeló nuestros modos de vida. De alguna manera, podríamos considerar que esta situación de pandemia es emergente de un pliegue de lo histórico – social. Es decir, que la presencia inquietante del virus nos muestra una imagen ominosa del funcionamiento de la humanidad, de un desajuste en éste que produce un quiebre de la "normalidad".

Dadas estas circunstancias, el cuerpo, en su doble condición de existencia -en tanto individualidad orgánica y como pura construcción imaginaria e histórico social-, comenzó a ser asediado por un virus, portador de una amenaza de muerte que en el mejor de los casos puede llegar a habitarlo sin producirle afecciones graves, y en el peor, destruirlo. Estas condiciones excepcionales posibilitaron que se configurara una relación de proximidad entre lo familiar y lo extraño, a tal punto que se volvió indiscernible la diferenciación entre lo que pertenece a uno u otro ámbito.

La pandemia trastocó el desarrollo de la vida social, golpeó de lleno en su habitualidad, transformando la realidad cotidiana a la que estábamos acostumbrados en una realidad nueva. De forma intempestiva se interrumpieron las rutinas que ordenaban y brindaban ciertas certezas en nuestras vidas. De pronto, se inició una suspensión de la vida social tal cual la conocíamos y quedamos sumidos en sentimientos de desvalimiento y extrañeza. La implementación del aislamiento social, preventivo y obligatorio (ASPO) seguido luego –a medida que lo permitió la situación sanitariadistanciamiento social, preventivo y obligatorio (DISPO), trajo aparejado un costo psíquico y social para las personas. Con la implementación de estas

medidas sanitarias, los lazos sociales que establecíamos habitualmente fueron afectados. Tuvimos que modificar los modos de relacionarnos y con esto perdimos parte de la calidez de los vínculos afectivos. Se instituyeron nuevas formas de relaciones mediatizadas por los dispositivos digitales y por la distancia física. A medida que esta “nueva realidad” se fue prolongando en el tiempo, empezamos a sentir un agobio psíquico que invadió nuestra existencia. Esta “nueva realidad” intensificó una tendencia que desde el inicio del nuevo milenio no dejó de profundizarse: la creciente penetración de la realidad virtual en todos los ámbitos de la vida social.

Todas estas transformaciones nos permitieron desnaturalizar aspectos de los modos de vida que hasta entonces constituían nuestra “normalidad”, permitiéndonos advertir sobre los efectos catastróficos que puede producir el desarrollo desmedido de las fuerzas productivas; sobre la soledad, las desigualdades e injusticias preexistentes generadas por el sistema social en esta etapa de capitalismo tardío y que durante esta situación crítica se acrecentaron.

Por otra parte, afloraron sentimientos de angustia frente al acecho de algo ominoso que invadió todos los ámbitos de la vida. Comenzó a hacerse ostensible una amenaza de muerte, cuya vivencia era generalizada y se reactualizaba de manera fantasmática con cada acción que realizábamos. En este contexto excepcional, las prácticas empezaron a ser revisadas y tamizadas por distintos protocolos y dispositivos de cuidados sanitarios. Los sistemas de representaciones sobre los procesos de vida y los procesos de muerte también se reconfiguraron.

Sobre estos últimos podemos señalar que desde tiempos inmemoriales el culto a los muertos constituyó un núcleo organizador de la vida y de lo social. Desde entonces, la muerte fue arropada mediante prácticas y construcciones mítico-religiosas que permitieron humanizarla (Morin, 2007; De Coulanges, 1951). A través de las ceremonias fúnebres los difuntos eran consagrados a un estado de gracia, haciendo posible de esta manera una re-ligazón entre la vida y la muerte, mejor dicho, la inscripción de la muerte en el orden de la vida.

En este sentido, la vida en sociedad aperturó un espacio para la muerte mediante prácticas que posibilitaron su simbolización y tramitación social. Desde el mismo momento en que el acontecimiento de la muerte tiene lugar 85

comienza a desplegarse una serie de prácticas culturales que varían de acuerdo a las sociedades y los momentos históricos. Entre estas prácticas podemos identificar: la disposición y el acondicionamiento del cuerpo, la celebración de las ceremonias fúnebres (pompas, cortejos y sepultura). Estas prácticas permiten brindar acompañamiento y conmiseración no sólo al difunto sino también a sus allegados. De esta manera los deudos pueden comenzar un trabajo de elaboración que posibilita la aceptación del alejamiento del ser querido e iniciar el duelo. Al mismo tiempo, con la muerte se inicia un obstinado proceso de corrupción de la materia que rompe con la configuración sistémica cuerpo-imagen-organismo, reafirmando la desaparición de una individualidad y de una existencia.

La muerte del semejante produce en el ser humano la irrupción del efecto speculum mortis (Ariès, 2007; Morin, 2007), que refiere al advenimiento de una conciencia traumática de la experiencia permitiendo al sobreviviente la aprehensión de su propia finitud existencial. En estas circunstancias el proceso de duelo cumple una función reparadora frente a la pérdida, viene a reactualizar los lazos produciendo eslabonamientos de carácter emocional y afectivo, y al mismo tiempo dignifica y humaniza a la muerte. Conforme fue avanzando el proceso civilizatorio se fueron transformando los modos de subjetivación y las significaciones sociales sobre la muerte. En este sentido, a partir de la modernidad comenzaron a acentuarse los procesos de individuación. Más tarde, con el advenimiento de las sociedades de masas se pronunció el carácter anónimo de las relaciones sociales y también se profundizó el individualismo social. A través de la institución de estos nuevos modos relacionales la soledad fue penetrando en la vida de las personas. Por otra parte, las innovaciones científico-tecnológicas que se produjeron de manera general y en particular en las ciencias médicas y en la farmacología, junto a la adopción de nuevos hábitos saludables, posibilitaron el aplazamiento de la muerte, apaciguando las dolencias y la agonía que acompañaban a este hecho (Elias, 2000). Las representaciones construidas en torno a la muerte también se modificaron, comenzó a circular socialmente construcciones de sentido que la consideraban como parte de un proceso natural, un hecho causado por las afecciones de la vejez y asociado al último tramo de la vida. Una muerte apacible, domesticada y en soledad, “la idea de tener que morir solos es característica de una etapa relativamente muy tardía del proceso de individualización y del desarrollo de la autoconciencia” 86

(Elias, 2000, pág. 97). La situación de pandemia por COVID-19 vino a correr el velo que durante siglos se fue construyendo sobre la muerte, construcciones simbólicas e imaginarias que permitieron apaciguar el carácter traumático que representa ésta para la especie humana. De un plumazo se desgarraron esas mediaciones que investían esta presencia ominosa y que, de alguna manera, suavizaban dicho acontecimiento. En este sentido, reactualizó lo inquietante que es para el ser humano la presencia de la muerte, reafirmando la vulnerabilidad de la vida y la finitud de la especie.

Este contexto crítico nos permitió orientar nuevamente la mirada en la familiaridad de la muerte, en su omnipresencia silenciosa. Nos permitió ser testigos de una nueva transformación, la protocolización de la muerte. Asistimos a una muerte privada de los afectos y miramientos proporcionados por los allegados y familiares. Una muerte que adviene en soledad, mediatizada por dispositivos tecnológicos y prácticas institucionalizadas, bajo rigurosas condiciones de asepsia. En estas condiciones, la muerte apacible a la que hacíamos referencia anteriormente se transfiguró en una muerte desnuda despojada de los acompañamientos sociales y culturales habituales. La pandemia nos puso en contacto con esta realidad perturbadora en la que la muerte se ausenta de la vida social. Es decir, se configura una situación en la que se produce la privación de la muerte. Ésta tiene lugar de manera masiva en ámbitos de exclusión destinados para los cuidados intensivos. Podríamos decir que se produce la emergencia de una muerte despojada de los investimentos, de los ropajes que las sociedades construyeron imaginaria y simbólicamente mediante sus sistemas de representaciones y mediante las mediaciones proporcionadas por los ritos mortuorios. El cuerpo que fenece deja de ser una superficie de inscripción de esas prácticas cultuales, se generan así las condiciones para la constitución de una dimensión espectral sobre la muerte. Es decir, durante esta particular realidad la muerte se presentó bajo un modo fantasmático, ya sea bajo la amenaza de contagio de un virus que no puede ser percatado a simple vista por los seres humanos o a través de una ausencia-presencia, de una (in)existencia que se presentó en la vida social como resultante de esa privación de la muerte materializada por las propias condiciones de pandemia.

Teniendo en cuenta el estado de situación que aún hoy estamos atravesando no podemos tener ninguna certeza sobre cuándo llegará el final de la pandemia, pero sí podemos anticipar algunas inquietudes. ¿Qué transformaciones producidas durante este tiempo perdurarán en el futuro? ¿Qué implicancias tendrán estás transformaciones en el despliegue de los intercambios sociales? ¿Qué formas asumirán los vínculos y lazos sociales? También será necesario seguir indagando e investigando sobre los efectos psicosociales que todas estas transformaciones produjeron/producen en la subjetividad, determinar cuáles son sus alcances como así también dimensionar la magnitud de los mismos. Finalmente, elucidar los modos de simbolización sobre estas muertes que se produjeron durante este tiempo de excepción.

Bibliografía

Ariès, P. (2007). Morir en Occidente. Desde la Edad Media hasta nuestros días. Trad. Victor Goldstein. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora. Ariès, P. (2011). El hombre ante la muerte. Trad. Mauro Armiño. Buenos Aires: Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara. De Coulanges, F. (1951). La ciudad antigua. Trad. Eusebio de Gorbea. Buenos Aires: Emecé Editores S.A. Elías, N. (2009). La soledad de los moribundos. Trad. Carlos Martín. Buenos Aires: FCE. Jankélévitch, V. (2004). Pensar la muerte. Trad. Horacio Zabaljáuregui. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Morin, E. (2007). El hombre y la muerte. Trad. n/e. Barcelona: Kairos. Sami–Alí, M. (1996). Cuerpo real, cuerpo imaginario. Para una epistemología psicoanalítica. Trad. Alberto Luis Bixio. Buenos Aires: Paidós. Schnaith, Nelly (2005). La muerte sin escena. Buenos Aires: Leviatán.

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