Revista del Mate a la Luna - Edición Invierno 2021

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Adriana Sicilia

Alejandra Rozas

Viento sur

La foto

Hoy el viento sopla desde el sur y el cielo descarga un aguacero, las ventanas lloran lágrimas eternas por lo que pudo ser. Las personas intentan llegar Dios sabe a dónde pero sus paraguas quedan prisioneros del ventarrón que se cuela también por las hendijas.

Enfrentados de perfil se puede percibir el gesto de admiración y devoción. Por un lado, unos cachetes inflados que intentan emitir un sonido en forma de U mayúscula; por el otro, la mandíbula afilada, una barba crecida y una sonrisa de orgullo. No hay color, pero la imagen estalla de alegría y de amor, de amor puro, de puro amor.

Pienso si no sueltan el paraguas van a salir volando aferradas a lo que no pueden evitar mojarse despeinarse el viento en la cara. Entiendo solo tengo que abrir las manos y soltarme. El viento del sur puede convertirse en huracán y no quiero perderme ¡no quiero perderme! Abro la ventana para que el viento me sacuda la tristeza y la lluvia me lave las heridas. Abro las manos y me suelto.

Desde que la encontró, quedó cautivada. Estaba tirada al fondo del placard. Al principio pensó que era solo un papel, pero al momento de limpiar se dio cuenta de que era una foto. La vio bella, cálida, perfecta, era una extensión del corazón de quien la sacó y de los que posaban. Intentó contactar con quien vivía antes en ese departamento. Esa foto debía extrañarse, era demasiado bella para ser olvidada. Pero después de varias tentativas fallidas, desistió. Entonces le compró un marco y la colocó en un lugar destacado de su living como si fuera propia. Inventó dos historias para los que preguntaban (porque siempre preguntaban). Una para los cercanos que conocían su vida y otra para los otros; y esa era la versión que le gustaba. En ella se adueñaba y era parte de la foto, era su protagonista, vivía ese momento. Podía evocar recuerdos ajenos, apropiarse de una anécdota irreal que la hacía feliz cada vez que la contaba. Con el tiempo fue puliendo los detalles, armando un contexto y recreando sensaciones. Con el tiempo fue ampliando esos detalles, detallando el contexto y percibiendo sensaciones, y ganando espacio en su vida.


4 De a poco la foto fue ganando espacio en su vida y cobrando existencia. Comenzaron los reajustes: alejarse de los testigos de sus fotos, separarse de los reales cómplices de sus anécdotas y excluir a todo aquello que pusiera en duda la foto. Así, iba aumentando de tamaño. Gracias a la tecnología, había alcanzado las dimensiones de un mural, solo para observar en privado, pues la maraña de referencias y relatos se hacía difícil de sostener delante de otros observadores. Pero nada importaba, porque ahora que sus dimensiones habían crecido, podía advertir otras cosas que antes habían pasado desapercibidas y agregarlas a las narraciones. Aunque ya no quedaba quien las escuchara. La foto era su mundo, el que creó, el que quería, el que le importaba, al que quería pertenecer, porque eso es una foto: “procedimiento que permite obtener imágenes fijas de la realidad”.

Carlos Zerzer De Junín De Junín era don Donato, que en 1970 tendría unos 90 años. Y digo tendría, pues a pesar de lo que su documento mostraba, su mujer me contó la historia: Él había nacido en el campo, uno de los tantos hijos que tuvieron los puesteros de una estancia de la zona. En esos años, sin caminos y sin pueblos cercanos, el crecimiento de los niños estaba marcado no por el calendario, sino por lo fuerte que se ponían para trabajar en cualquier tarea, comenzando por el rancho y pronto la tierra y los animales. Donato nunca supo que cumplía años, pero una helada mañana del mes de julio de 1890, cortando la escarcha, se llegó hasta el rancho un Landó negro del que bajó un funcionario de la provincia,

para registrar a los vivientes. Hasta ese día, los únicos que conocían el año de nacimiento eran además de los puesteros, los dos hijos mayores; el padre los había anotado en la iglesia del pueblo al bautizarlos, pero ninguno de los seis que le siguieron tuvieron esa suerte. El funcionario comenzó a preguntar por las edades de los jóvenes y aunque todos la ignoraban, él fue muy práctico: los paró delante y comparando sus alturas les calculó los años y anotó sus nacimientos en alguna fecha patria. Como Donato era algo bajo y delgado, le adjudicó unos diez años y lo registró como nacido un 9 de julio de 1880. Cuando tuve la suerte de conocerlo, pude disfrutar su risa y sus ocurrencias, pero la lucidez de su mente lo estaba abandonando; no conocíamos la palabra Alzheimer, solo se hablaba de demencia senil o simplemente arteriosclerosis. Don Donato vivía en Caseros en una casa con mucho terreno al fondo que recorría todo el día, invierno y verano, con su saco y su poncho, mirando las pestes en las hojas de los árboles o doblado persiguiendo hormigas hasta el nido. La primera imagen que tengo de él, es verlo con sus anteojos de cristales redondos, similares a los que por aquellos años usaba John Lennon, su risa de un solo diente y sus mostachos blancos como mi guardapolvo, su sombrero negro y alpargatas en los pies; cuando me acerqué, vi con curiosidad que estaba raspando las uñas contra una pared. Como lo sorprendí, me miró con ojos saltones levantando las cejas, observó sus dedos y mientras se los restregaba en la solapa, muy serio me dijo: “después le doy otra pasada”, dicho que incorporé toda mi vida cuando una tarea no me quedaba del todo terminada. En pleno invierno, con sus manos sacaba agua helada de lluvia de un tanque que ponía para juntarla y se lavaba la cara, me miraba y decía: “agua que no has de beber, nunca llega a corneta”; o cuando se despertaba de la modorra desde su desvencijada silla de mimbre, al que lo miraba le decía: “cocodrilo que se duerme, amanece mojado”. Si lo llamaban a comer repetía: “a comer y a misa, por la boca muere”. Nunca supe si armaba en broma los refranes o no los recordaba fielmente. Cuando con su nieta repasábamos las tablas de multiplicar de memoria, al llegar al “2 x 3”, él pasando nos marcaba “2 x 3 llueve”. Tan grabado lo tenía que, en la escuela, ante una pregunta sorpresa de la maestra al 2 x 3, titubeando le respondí “llueve”,


5 provocando risas en el aula, menos en ella que igual lo dejó pasar. Una de las últimas veces que lo vi fue una noche que, mirando televisión, se levantó muy curioso y comenzó a observar la parte trasera del aparato, alzó la vista y con una sonrisa dijo: “chiquitito, el muñequito”. Lo quería con ese amor de niño curioso por las personas que le enseñan la vida. En la secundaria recuerdo que yo usaba un refrán de su estilo: “En casa de herrero, al que madruga, cien volando”. A modo de devota oración secular quería decirle: “Te sigo queriendo don Donato, estás vivo en cada refrán que escucho y lo traduzco a mezclado como lo hacías vos, en cada dicho, en cada interjección que usabas como únicas palabras que te escuché y hasta con dolor el último sonido que emitiste casi inmóvil durante dos días, esa ronquera de tu agonía que me mostró la muerte en directo y todavía raspa mi corazón”.

cabecita al cielo como queriendo alcanzarlo. Buscas en las ramas, sin saber qué y pareciera que hasta me miras mientras te contemplo. Y así, con la brisa que te empuja, agitas tus alas de color castaño y te vas volando alto. ¿A dónde irás? Sigo aquí, día tras día. Sé que volverás a revolotear por los charcos de mi jardín. Quizás alguna vez, puedas llevarte mi alma para no volver. Quisiera ser un pájaro para poder volar lejos de mi prisión. Quisiera ser pájaro para escapar de este hoy que me atormenta. Quizás, más allá de los muros, más allá de la gran ciudad, exista un cielo que me permita olvidar.

Denisse Cutuli La atrocidad disfrazada

Claudia Velázquez Vuelo fugitivo Pequeño plumón que visitas mi jardín por las tardes. Inquieto, sagaz, vigoroso. Saltas en los charcos que deja la lluvia, aleteando de un lado al otro. De tanto en tanto parece que peinaras tus alas… opacas, deslucidas… Alas de un simple gorrión. Nadie te querría para adornar ningún jardín. Tampoco necesitas colores voluptuosos para la conquista, basta con tu piar insistente y ansioso. Eres simplemente un gorrión. Y estás aquí… ¿Qué buscas? ¿Por qué en mi jardín? Quizás vengas por mí… De pronto, despliegas tus alas y vuelas a la rama desnuda del fresno. Desde allí, te detienes, elevas tu

El sol sale todos los días cantan los pájaros o llueve alguien nace, alguien muere, alguien sufre un hombre se calló la boca. Juan Gelman, Balada del hombre que se calló la boca (1930)

Sin que lo llamen no venga, le obligó a que la respete. Por amenazas no teme, sabe que hacen su sombra. Aun así, está dispuesta a sacrificarse por ello. El peor acto que podría cometer sería el de vivir según los miedos impuestos por otros. Hay cien volando cuando el río suena. Se oyen los susurros del suplicio tormentoso de rostros que creen tener el poder. Mañoso asunto. Absurda testarudez.


6 No se preocupe usted. Mucho ruido no muerde. Recuerde que tanto va el cántaro a la fuente a testimoniar que se lo lleva la corriente. No huya, no hay fin en el recrudecimiento Verá que amanece mojado o a río revuelto. Al mal tiempo no le chilla lo alaba y le canta. Será tal vez la sensación de que ese tiempo le pertenece por un rato hasta que la golpee la homóloga pulcritud con que renueva su desencanto. Hasta del pelo más delgado cenizas quedan. El fuego no puede borrar la fuerza del huracán ni las huellas de su historia. Insistir al final se rompe, verá. Las palabras necias no van más allá de donde va la sábana descarnada. Algo trae el pez por la boca. No es la carnada celestial. Es el retazo del horror que no puede justificar. Algo quedará sobre los oídos sordos aunque se nieguen a buscar.

Gisela Cairo La revolución de las palabras. Un apocalipsis lingüístico. Son las ocho y cuarenta y nueve de la mañana. Me pregunto si lo habrán planeado minuciosamente o simplemente se hartaron de un día para el otro. En el noticiero de ayer anunciaron un clima cálido y soleado, después de varios días de lluvia. Irónicamente acertaron. Pensaba levantarme temprano y salir a caminar para disfrutar del aire matutino, y de ese aroma tan particular que tiene el nacimiento del día. Pero no pudo ser. Nadie pronosticó el caos que se desató a primeras horas de la mañana, cuando empezaron a circular los diarios, todos con el mismo diseño en la tapa, diseño inusualmente alarmante, que, por lo que estoy escuchando en la radio mientras intento escribir, se creyó en primera instancia que se trataba de una especie de broma de mal gusto, o una inentendible campaña de concientización, pero luego de varios llamados a los distintos medios gráficos, ninguno pudo explicar el extraño acontecimiento. Lo único que se asemejó a mis planes es que me desperté temprano, a las ocho y veintitrés para ser exacta, pero no con la persistente melodía de la alarma, programada para las ocho y media, sino por una intensa cantidad de gritos y bocinazos que parecían provenir de todos los recovecos de la ciudad. Me terminaron de despabilar los vigorosos golpes en la puerta y la voz angustiada de Marisa, la vecina del 6to B. Me levanté lo más rápido que pude y al abrirle, me encontré con su rostro desencajado y su diminuto cuerpo temblando, preso de la histeria. Me puso frente a la cara el diario de hoy y balbuceó desconcertada:


7 -Dicen que es verdad, que ya está pasando en otras partes del mundo, perdón por ser tan brusca, pero tenía miedo de que duerma hasta tarde y no se entere… Casi sin darme tiempo de agarrar el periódico, bajó corriendo las escaleras. Me quedé en el umbral del departamento, observando la tapa del diario. Las fotos que suelen acompañar a las noticias parecían haber sido violentamente empujadas hacía los márgenes, y en el centro, en una mezcla incoherente de mayúsculas y minúsculas, san serif, negritas y distintos tamaños y estilos de tipografías, se había formado (si, daba la sensación que por cuenta propia las letras intencionalmente se habían colocado así) un conciso y contundente manifiesto. Asombrada, leí: Por el presente manifiesto, nosotras, las palabras, hemos decidido, firmemente, y en común acuerdo, emanciparnos de la tiranía cerebral, órgano que impone un régimen dictatorial en nuestra expresión escrita y verbal. No queremos ser usadas para fines nefastos, como la manipulación y la mentira. No queremos formar parte de discursos que pulsan por la estrechez mental, en vez de fomentar la libertad de pensamiento, que es nuestra forma de desarrollarnos en plenitud. No queremos ser humilladas bajo el término de malas palabras, ni que se nos use como excusa para denigrar a una persona cuando no conoce mucho de nosotras. Tampoco nos interesa que nos designen un rol estático, cuando tenemos la capacidad de transformarnos en pos de la inclusión y demás acertadas formas de expresión. Por lo cual, hemos decidido sacrificarnos por lo que creemos que sería la solución: a partir de las nueve de la mañana del día de hoy, nos formaremos arbitrariamente, rescatando nuestro espíritu lúdico y funcional, buscando, en esta mutabilidad continua, adaptarnos mejor a los sentimientos de quien nos utilice. Fin del comunicado. Cerré la puerta. Mientras caminaba hacia la ventana, con el diario casi contoneándose entre mis dedos, sentí la embestida de lo inevitable.

Si sabré, a mi edad, el peso de todo lo que había callado. Cuántas veces sobraban las palabras y cuántas nos quedaban atragantadas, cuánto daño se puede hacer con ellas, cuanto se puede sanar, que poco valor les damos a veces, cuánta razón tenían en hartarse. Levanté la persiana y lo que se anunció como una descontrolada interacción de sonidos ensordecedores, se mostró ante mí con su grotesca plenitud. El tránsito estaba atascado por un choque a mitad de cuadra, algunos autos estaban vacíos, seguramente sus ocupantes se habían sumado a la marea de personas que corrían de aquí para allá. La gente gritaba, gritaba desesperada, en un estertor del lenguaje conocido. Algunos, asomados a los balcones recitaban poesías, cantaban o compartían su visión del mundo. A otros los veía hablar por celular, susurrando como en una dulce despedida, o gritando en una catártica liberación. Un hombre caminaba con un cartel de papel verde, en el que se leía la palabra amor, lo sostenía en alto, como alguien que está caminando por una zona inundada y quiere cuidar del agua un bien preciado. Me hubiera gustado decirle que se quedara tranquilo, que seguramente esa palabra se salvaría y que, si no lo hacía, el amor siempre encontraría la forma de manifestarse, pero seguramente no iba a escucharme entre tanto ruido. Todos tenían algo para decir y se aferraban a expresarse con una desquiciada impulsividad. Bajé nuevamente la persiana y mientras prendía la radio pensé qué podía hacer yo con las últimas palabras conocidas que nos quedaban, antes de que empiecen su anunciada revolución. Así que acá estoy. Escribiendo. Enfocada en el teclado, sin prestar atención a nada más que las letras que me esperan debajo de mis dedos lentos. Sintiendo que me observan. Casi burlonas. Intensamente poderosas. A mi edad me resulta un poco frívolo esto de la virtualidad, pero sería imposible hablar, en los pocos minutos que me quedan, con todas las personas a quienes me gustaría que llegue este mensaje. Ante la incertidumbre acerca de cómo será la comunicación, necesito decirles que, pase lo que pase no imporlesta lo que critiguen los imbolurros, esas nefarsonas sin suedas, escuenten a su almazón, vivalen, vivalen en cada latición, sean hermorosamentelibrenceros, la vida es un


8 suspitren, no la despergasten en pensamosas sin suslor. Diten sus sentimendales. Este día me despilumbraesperanmor. Quizás aprenmoremos, de una vez, la fundesmorosaimporlidad de hablesar con el cererazón.

mantener el orden familiar? Eligieron lo segundo, pero nunca estuvieron seguros de haberlo hecho bien. Historia de un NO No te pido que vuelvas no sé si quiero volver a sentir mariposas en la panza. No quiero volver a despertar en las madrugadas pensando en vos y extrañándote. No sé qué habría pasado si nos hubiéramos animado a pensar en nosotros.

Gladys Di Salvo Historia de amor No llenes el foso de cocodrilos, no lo hagas, bésame, yo luego no podré tirarme de cabeza y todo terminará como siempre sin haber empezado. Luisa Castro

Se conocieron por casualidad, se miraron y se encontraron en otros ojos. Les gustaba lo que veían Disfrutaban de las mismas cosas. Se fueron descubriendo. Amaban la misma música, las artesanías, los duendes, los chistes, las bromas. Parecía que se conocían desde siempre y solo fueron unos meses. Hubo charlas, cafés, mates y risas compartidas. También, regalos de cumpleaños. Existía entre los dos una conexión especial. Ella se sentía protegida, él se sentía escuchado y los dos se sentían completos. Parecían adolescentes mandando mensajitos a toda hora, hablando a escondidas. Pero se encontraron tarde, porque ese amor del bueno llegó a destiempo. Había que tomar una decisión, era el momento, ya no había otra forma. ¿Seguían juntos o se decían adiós? No eran libres y ninguno quería perder eso que habían encontrado. ¿Era un error atreverse a cambiar todo de raíz? ¿Debían sacrificar su sueño y

Negamos ese sentimiento no nos dimos ese beso que tal vez habría cambiado todo. No me mires, no me busques, no me llames. No es verdad mirame, buscame, llamame. Te ordeno que vuelvas a aparecer, dentro de mí dejó de ser un no, ahora es un sí. Pero no estás, ya no vas a estar fuimos ahora solo somos recuerdos.


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Karina Zangaro

Gustavo Duffau Así me la robaron

Oculto

Así me la robaron la vida, el destino, la muerte, no importa quién, sino cómo, así, sin aviso, de repente.

Esta vez se le había hecho tarde, por eso corría a la máxima velocidad que le daban sus piernas, que era bastante. Su cuerpo atlético lo favorecía, pero el problema era que se había demorado demasiado buscando la comida, eran tiempos difíciles y su alimento no se conseguía en cualquier lado. Trató de no seguir taladrándose la mente pensando en que tendría que haber terminado antes, eso lo desconcentraba y le quitaba la energía que debía usar para llegar a tiempo. Supo que estaba cerca cuando se topó con esa zona del bosque en donde los árboles crecían más juntos y había ramas, troncos y arbustos obstaculizando los caminos. Allí tuvo que descender la velocidad, además de tomar los cuidados habituales para no hacer ruido, no vaya a ser cosa que la espantara. Corrió malezas tras malezas, saltó grandes troncos, trastabilló con una rama fina que no vio. Era increíble que cada día aparecieran nuevas ramas y plantas, entre otras cosas, por más que recorriera el mismo camino y se abriera paso quitando todo lo que se interpusiera en su destino. Ya lo había intentado decenas de veces, pero el bosque parecía ingeniárselas para crecer y formar un cerco que la protegiera… Aunque tal vez, el bosque estaba intentando protegerlo a él. Por fin llegó, pero ella ya estaba juntando su cuaderno y sus lápices y pronto iba a marcharse. Tenía solo unos minutos para deleitarse con su belleza. Una belleza que no invitaba a comérsela, sino a admirarla, incluso sentía deseos de acariciar la piel llena de pecas de su mejilla. Mientras se acomodaba el mechón en forma de rulo que caía sobre su ojo para poder observarla mejor, escuchó unos pasos. Ya estaban allí.

Los días fueron noches las noches solo hastío, sus carcajadas fueron llantos la alegría lloraba lamentos. La cobija se hizo invierno el verano pesado y frío, su cuerpo inerte y dolido, la voz pálida de sonidos. Así me la robaron la cortesía de los sábados, los boleros del domingo, los días, los años, la vida.


10 Los cazadores se acercaron a la muchacha pelirroja, que se soltaba el rodete dejando caer una larga melena de rizos que le llegaban a la cintura. El centauro tuvo que ahogar su suspiro para no delatarse. Le parecía increíble cómo al mismo tiempo podía sentir dos cosas tan antagónicas: por un lado, paz al posar su mirada sobre la hermosa mujer; por el otro, odio por aquellos que comenzaron a escoltarla de vuelta. Esos hombres le habían quitado todo, estaban destruyendo su hogar, sacándole su comida. Fue por culpa de ellos que tuvo que, con disgusto, comerse a algunos de los cazadores. Sí, tenía hambre. Pero a ella no se la quería comer.

Laura Martínez El vaso En un constante vaivén, buscando equilibrar el cielo y el infierno que llevo dentro, suelo encontrarme contemplando mi vida, como dice el famoso refrán, a veces veo el vaso medio lleno y a veces medio vacío. Pocas veces veo la parte vacía, y esos días lo que veo en realidad es mi vacío, mis carencias, mi falta de ánimo, el desamor para mí y para los demás, me falta el chiste fácil y la palabra amorosa para mis amigos, me falta el orden en mi escritorio, en mi casa, en mi mente y el día transcurre en un gris eterno. Me falta la canción que me hace vibrar, la poesía que me eleva y un té con canela. Siento la falta de oportunidades, esa que sienten los olvidados, y también me falta la valentía para gritar lo que siento injusto, me falta el color en la piel, el sabor en mi boca, y extraño a los que ya no están.

Me falta el maquillaje, el glamour, los tacos altos y las ideas. No encuentro las ocurrencias disparatadas que afloran cuando estoy con vos. Me faltan los pies para caminar en el parque y las manos para acariciar a mi perro, y también el chocolate con almendras que tanto me gusta, no hay nada que un buen chocolate no pueda arreglar. Me falta el asombro, la fascinación de mirar el amanecer desde mi ventana, pierdo mi amor por la lectura, los libros están pálidos, como vacíos de historias, y no encuentro ni siquiera la mía, me faltan mis anhelos, el lápiz y las hojas de papel, también siento la falta del abrazo amoroso de mis padres. Pero cuando logro ver el vaso medio lleno, que afortunadamente me pasa la mayor parte de los días, me siento agradecida por despertar, por llenar de aire mis pulmones, por sentir los latidos de mi corazón y estar viva. Tengo mis piernas que me incitan a caminar, mis ojos alertas que me permiten descubrir los distintos verdes que tienen los árboles, el color de las flores y el brillo en tus ojos. Tengo la risa fácil sin tener un motivo especial, tengo la emoción de escuchar la voz de mis hijos, los que llevé en mis entrañas y hacen que tenga un motivo más para levantarme después de cada caída, tengo tu sonrisa que marca mi norte y recupera mis anhelos más profundos. Los días del vaso lleno, disfruto de mi tiempo que es igual a decir vida, siento la armonía en mi ser, tengo nuevos proyectos y sueños que me apresuro a volcarlos al papel para atraparlos y hacerlos realidad. Tengo la belleza de sentirme plena, un vestido que me sienta perfecto, el cabello descontrolado y color en los labios, así me gusto y eso me basta. Tengo helado en el freezer, flores en la mesa del comedor, ideas en mi cabeza y una canción que tarareo sin saber la letra, tengo la capacidad de deslumbrarme por inmensas insignificancias, tengo amistades que valen la vida misma y una paciencia empática para escuchar y contener a quien me necesite. Me descubro inteligente, completa, leal, honesta y un poco rara, según me dicen algunos… y me gusta que así sea. Estos días me siento llena como la luna, también me siento una estrella, me gusta pensarlo así para sentir que los que ya se fueron, están más cerca.


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Liliana Espisle

Liliana Taranto

Esa noche

Qué va a ser de vos ¿Y qué pretendes? que viva desnudo en el tejado? Antonio Skármeta

Esa noche que regresamos a casa tomados de la mano, caminando en silencio y respirándonos el deseo. Esa misma noche debí contarte. Apenas visible... amparado en la ausencia de estrellas. Ahí estaba. No, no lo soñé, ahora sé que lo ví. No me atemorizó, lo sentí cercano. Vino a mis sueños envolviéndome en su halo blanquecino de humo y nube, y acunándome en sus blandas ausencias de formas reales, así me fue poseyendo. Absorbió mi voluntad, mis ganas, mi vida plena. Un único y oscuro deseo me albergó desde esa primera noche. Solo quise dormir para tenerlo a mi lado. Solo lo deseé. Resumido todo en un vital instante, el de estar unidos en su helado abrazo. Interminables y tediosas horas del día. Anhelantes minutos de oscuridad deshojaban mi existencia. Habité mi cuerpo sintiéndome ausente, alejada de mí misma. Extraña en tus manos, tus ojos y extraña en tu clara mirada. Esa primera noche debí contarte. No, no me voy para siempre. No corras al tejado buscándome. No te ampares en la oscuridad, no hace falta. Yo vendré y seré también fantasma.

Como bocanadas de aire fresco te respiro dulce néctar que embriaga mi sentir mis dedos juegan con los hilos de la vida atando y desatando sin parar qué locura se apodera de mi ser ¿Qué pintor hubiese podido plasmar en la tela tanta maravilla? ¿Faltan piezas del rompecabezas? quién fue el rufián que quebrantó la ley cómo pueden ser capaces de lacerar tus heridas Siento fluir tu centro en mis venas quiero cubrirte con un velo invisible, pero el mal lo puede quebrar, e instalar el veneno de la hipocresía quiero protegerte y que no te hieran más me siento sola en esta lucha por la libertad.


12 cabeza que hizo un ademán de cortesía, tus labios diciendo “acá estoy”. Un latido del corazón sostenido por un tiempo que no quisiera que pase y se pierda. Alguien tiró de mi brazo, volví a respirar la realidad, volví a escuchar la música, los murmullos, los ruidos y cada uno volvió a su propia vida.

Martín Raimondi Inevitable La fiesta terminó, de a poco aquellos que se conocían se saludaron. También aquellos que se conocieron durante la fiesta, un saludo de protocolo por haber compartido la mesa. Nosotros nos conocemos, pero no nos saludamos esa noche. Cada uno hablaba y se reía con quienes tenía a su alrededor, pero fue mejor para nosotros no hablarnos esa noche. Fue un momento, un segundo, con solo tres metros de nada entre nosotros, fue inevitable. Te vi. Como siempre te veo. A los ojos, pero no a los ojos, sino más profundamente. Con una intensidad que me consume y que te hace sentir que te devoro. y como siempre, todo alrededor se nubla, todo desaparece. Me paralizo, sin tiempo, llamándote a GRITOS desde mi silencio. Como si me hubieras escuchado, levantaste la mirada y nada más importó que tu mirada. El c

ti e m po o r

d e j ó r e

d e r.

La música dejó de oírse, vi un resplandor a tu alrededor, tu sonrisa, tus ojos que me miraron, tu

Mary Brucculeri Lucy Nunca quise tener un perro los perros duran poco. Nunca quise adoptar un perro los perros viven poco. Nunca quise amar a un perro llegó Lucy. Pulga con ojos, delineados, perra gata saltarina Dinamita incontrolable. Nunca devolvió un palito, tampoco hizo la muertita. Lucy única, independiente, gatuna. Me miraste un día y te dije andá, ya está. Y te fuiste te debo un lirio.


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Oscar Cesareo Blanco y negro En este instante, no sé por qué, se me viene a la memoria una vieja foto de mi infancia. No la tenía presente, pero ahora que la recuerdo, me parece volver a verla y se me representa nítida aquella situación perpetuada en el papel, aunque sin mucha precisión de los detalles de ese día. Sí recuerdo que fue en Dolores. En esa época íbamos todos los años a pasar unos días de vacaciones a la casa de mis tíos. La tía Nelly era hermana de mamá y la única que vivía en Dolores, el pueblo en el que había nacido mi abuela materna, que entonces vivía con nosotros. Allí estamos, en el papel ajado, Mabel y yo, en ese carrito tipo jardinera o mateo al que está atado un petiso. Yo estoy con las riendas en la mano y mi hermana a mi lado, ambos en el primer asiento del carrito, el de atrás está vacío y unos metros más allá, sobre la vereda, semi escondida, como robando cámara, dirían ahora, parada al lado del plátano gigante, está mi madre, quien por descuido del fotógrafo entró en el cuadro. Recuerdo que la cámara era una caja de madera apoyada sobre un trípode, también de madera, y que el fotógrafo se cubrió la cabeza con una capucha negra para evitar que entrara luz mientras enfocaba el lente antes de hacer el disparo. Era común entonces ver esas cámaras en el zoológico y en el rosedal de Palermo, en los parques y plazas de Buenos Aires. También las había en Luján, frente a la Basílica, pero nunca había visto un fotógrafo con una de esas cámaras al hombro y un carrito tirado por un petiso caminando por las calles de Dolores. Ahora que repaso esa imagen con atención, supongo que mi madre debe haber hecho esperar bastante tiempo al fotógrafo antes de subirnos al carro, porque la remera que tengo puesta, con rayas

horizontales blancas y azules era una que me ponía solo en ocasiones en las que íbamos de visita a la casa de algún pariente, que en Dolores eran muchos, o para salidas que exigían estar más o menos presentable. Me vino a la memoria esa remera azul y blanca, pero que en la foto es blanca y negra, como todo en las fotos de entonces. Esas fotos, igual que las películas viejas, siempre me desconcertaron. Yo no imaginaba, aún hoy me cuesta mucho hacerlo, el color real de las cosas y las personas que yacen en esas imágenes. ¿De qué color serían aquellos vestidos, trajes, sombreros? ¿Cuáles eran los tonos de las calles y las ciudades? ¿Cuáles los colores de los tranvías, los autos y los carros? Yo recuerdo que el carrito de la foto era rojo y blanco con filetes dorados y que el petiso era blanco. Del fotógrafo no me acuerdo. Cuando veía las viejas películas, las del cine mudo y aún las sonoras, yo daba por seguro que todo era blanco y negro. Después, cuando tuve unos diez años más o menos, comencé a dudar y a preguntarme por esos colores. Ya sé, me dirán que la nieve siempre fue blanca, el pasto verde y el cielo celeste, sí. ¿Pero el resto? ¿De qué color eran los ojos de Carlitos? Sí, de cualquiera de los dos, del de allá, que corría graciosamente despatarrado revoleando bastonazos por las calles de Hollywood, o el de acá, que silbaba tangos en el Abasto y tenía la sonrisa cada vez más blanca en esas fotos. ¿De qué color eran esos ojos? ¿Y el vestido de mamá, ese que tiene puesto en la foto? Para mí siempre será gris claro, como quiso el fotógrafo. Lo que puedo asegurar es que el día de esa foto era carnaval. Nosotros íbamos a Dolores a pasar los carnavales, como decían en casa. Tengo presente los juegos con agua en las calles, que arrancaban a la hora de la siesta y duraban hasta la caída del sol. Después bañarse, cambiarse, comer e ir al corso. Allí, mis tíos, mi abuela y mis padres se encontraban con parientes y conocidos. Todos se saludaban efusivamente, alguno se identificaba después de sacarse la máscara y de haber tirado papel picado, espuma o lanza perfume. Cuando terminaba el corso íbamos a los bailes de los diferentes clubes de Dolores, que eran unos cuantos. Nos quedábamos hasta tarde, yo aburrido, los más grandes bailando y conversando con medio mundo. Mi escasa diversión consistía en sentarme al borde del escenario y ver de cerca a los músicos que tocaban, especialmente a los bateristas. Eso


14 atenuaba mi aburrimiento y evitaba que me durmiese, aunque algunas veces me desperté sin saber cómo había llegado desde el escenario hasta la cama. Repaso otra vez la foto. En ella, salvo Mabel, todos son recuerdos: la remera, los colores, el carro, el petiso, la cámara, el trípode, el plátano y mamá.

Romina Gil Custodio de purpurina

Rita Lugones Domingo En las últimas gotas del domingo lío un cigarrillo. Busco y encuentro los viejos mapas. Rasguño la mochila con la cámara y la cargo como si ella fuera mi único tesoro. Busco y encuentro ropa de montaña el banquito plegadizo que hizo mi tío, acomodo la mesa que hasta cabe en un bolsillo, el equipo de mate, un cuchillo, las cañas y una botella vacía. En las últimas gotas del domingo Abro los ojos y decido No morir de sed donde solo hay agua salada.

De tacos altos con plataforma y falda diminuta que deja ver sus largas piernas bronceadas, Margaux la Chapelle camina por el shopping en busca de un vestido sexy que lucirá la noche del sábado en el living de Antonio Salas, anfitrión del programa de televisión más visto de América Latina. A un metro de distancia y vigilando su espalda, Ramón Ordoñez sigue sus pasos. Sabe que, aunque es temprano y el centro comercial está casi vacío, no va a tardar en circular la noticia de que la famosa vedette trans, mega estrella del teatro de revista porteño, está haciendo compras. Pronto se llenará de admiradores que harán lo imposible por acercarse a ella para sacarse fotos y conseguir un autógrafo o un beso; ella accederá a cada uno de los pedidos de su público a modo de agradecimiento por tanto cariño y él esperará, paciente y alerta, hasta que ella haya terminado de complacer al último de sus admiradores. Sólo intervendrá en caso de que alguno se exceda, situación que se da habitualmente a la salida del teatro, con algún que otro pasado de alcohol. Pero lo que más fastidio le provoca es la presencia de la prensa. No tolera la manera en que persiguen a Margaux, los micrófonos prepotentes sobre su cara mientras todos al mismo tiempo le hacen preguntas sin sentido, los flashes enceguecedores de los fotógrafos afanosos de conseguir la mejor imagen. Siempre que entra a un lugar, estudia la vía de escape más cercana en caso de que haya periodistas cerca. Los odia, porque nunca se fijan en él. Margoux la Chapelle elige dos vestidos, uno verde esmeralda y otro azul francia, e ingresa al probador. Una de las empleadas de la boutique la asiste. Ramón Ordoñez se aposta en la entrada


15 del local para impedir el paso de cualquiera que quisiera entrar. De fondo empieza a sonar una salsa de Marc Anthony y Margaux sale del probador, a medio vestir, cantando y bailando al ritmo de la música, mientras la diseñadora y sus asistentes ríen y aplauden divertidas, festejándole la ocurrencia. Ramón Ordoñez la observa desde su lugar, serio e inexpresivo. Está acostumbrado a este tipo de espectáculos que ella brinda cuando se siente cómoda y ese local en particular es uno de sus favoritos: le gusta la ropa sexy y canchera que venden, la decoración barroca y principalmente la manera amable y amorosa en que la atienden cuando va. Viéndola así, bailando semi desnuda frente al espejo, le recuerda a la noche en que la conoció. Se había decidido a tener seguridad después de un intento de secuestro que, según se supo más tarde, había sido organizado por un fanático que la venía acosando por las redes sociales. Hasta ese momento no creía necesitar guardaespaldas, pero después de lo que casi le ocurre y ante la insistencia de su secretaria y amiga, revió su postura. Ordoñez se había quedado sin trabajo luego de la muerte de su anterior cliente, un empresario millonario que fue asesinado por su esposa luego de haber sido descubierto con su amante. Un amigo le presentó al manager de la Chapelle y aunque al principio no quería tomar el trabajo porque sus clientes eran hombres serios del ámbito de la política y las empresas y no tenía intenciones de estar a merced de los caprichos de una artista, accedió a custodiar a la vedette porque todavía estaba pagando el divorcio y necesitaba el dinero. Le abrió la puerta la secretaria y lo condujo hasta el dormitorio. Ahí la encontró sentada frente al tocador, con una tanga blanca diminuta y una camisola transparente del mismo color que dejaban ver sus senos prominentes, todavía con purpurina. De inmediato supo que ese trabajo era para problemas. Estuvo a punto de irse pero la paga era buena y le iba a permitir costear la mejor universidad para sus hijos. Margaux la Chapelle pegó un grito de alegría cuando él le confirmó que tomaba su puesto, de un salto se ubicó en el centro de la habitación y empezó a mover sus caderas al son de una salsa, dándole la bienvenida sin dejar de sonreír. A pesar de sus casi 30 años, su metro ochenta de estatura y su figura voluptuosa, actuaba como una adolescente. Hacía un tiempo ya que su DNI había dejado de

nombrarla como Luis Alberto Capilla. Ordoñez se dio cuenta enseguida, pero nunca hizo ningún tipo de comentario. Ella tampoco. Un cuchicheo lo vuelve al presente, un par de empleadas del local de colchones se acercaron a ver si la que está en el probador es realmente ella. De a poco se va acercando más gente y Ordoñez pone su peor cara de malo. Nunca resulta, los fans ni siquiera lo miran. Margaux ya está lista y sale del local. Saluda a quienes están esperándola, se saca fotos, firma autógrafos. Antes de que el tumulto se haga más grande, Ordoñez la toma del brazo y se la lleva hasta el estacionamiento, donde la espera el auto con el chofer. Más tarde, las empleadas de la boutique le harán llegar los vestidos, las carteras y los pares de zapatos que compró. A la salida del shopping se topan con un movilero. Margaux da la orden de parar el automóvil, baja la ventanilla y accede a la nota. Ordoñez va sentado a su lado, masticando rabia sin demostrarlo. Sabe que el periodista ni siquiera le preguntará sobre la próxima temporada de verano o algo que tenga que ver con su trabajo, todo el cuestionario se centrará en su incipiente affaire con un futbolista diez años menor que ella, a lo que ella responderá con una gran sonrisa, esa que el público tanto ama, que no sabe de lo que le están hablando. En realidad, sí sabe, y él también. El futbolista no es el único que ha pasado por su habitación. Han sido varios. Muchos, todos menores que ella. Menos él. Será porque le lleva veinte años. Será porque es más bajo que ella. Ella nunca se fijó en él, nunca lo miró con otros ojos. Los periodistas tampoco se fijan en él. Con tantas cosas que inventan, nunca se les ocurrió inventar un romance entre la vedette y su guardaespaldas. Se imagina la nota en la doble página central de la revista del espectáculo, una foto de ellos dos en el asiento trasero del automóvil, ella leyendo la nota en la cocina mientras desayuna, riéndose a carcajadas, mostrándole las fotos, riéndose juntos de las pavadas de la prensa. Ordoñez se enamoró de Margaux la Chapelle la noche en que se abrió el telón y la vio bajar las escalinatas con un conchero negro y un espaldar de plumas negras y plateadas. Revoleaba sus piernas infinitas por el aire mientras el público aplaudía a rabiar. Nunca había estado en una función del teatro de revista y quedó cautivado por el espectáculo: la orquesta, los colores, las luces, los artistas. Ese era


16 el mundo de Margaux y él lo miraba desde afuera, deslumbrado, cuidando las apariencias para que nadie lo note, ni siquiera ella. Margaux termina de hablar con el periodista y sube la ventanilla. Toma su teléfono y llama al futbolista, le cuenta divertida que estuvo hablando de él con un notero, lo invita a su casa a cenar y a lo que la noche pinte, le dice. Ordoñez tiene el resto del día libre, pasa algunas horas en el gimnasio, vuelve a su departamento en Isidro Casanova, busca por internet precios de alojamientos en Miami, abre el cajón de su mesa de luz y saca una cajita que contiene un anillo, lo contempla, sueña con dárselo a Margaux en alguna playa de La Florida. Luego lo guarda en su lugar, sabiendo que nunca se va a animar a dárselo ni a confesarle lo que siente. Se mira en el espejo y se pregunta si sigue viéndose joven a sus 50 años. En la televisión están pasando la nota que le hizo el movilero a la vedette más temprano a la salida del shopping. Se acerca para ver cómo se ven juntos. La cámara ni siquiera lo tomó.

Sabrina Blanco La casa donde creciste Estás parado en el umbral de la puerta de entrada y volvés a recorrer con la vista cada rincón de esa casa donde creciste. Marina está con vos, nunca te dejaría solo. En ese instante repasás, como en una película, todo el trajín de los últimos días. La noticia de la muerte de tus padres te llegó por teléfono. El tono de llamada te sobresaltó porque aún era muy temprano y no había sonado tu despertador. No sabías qué hacer, solo llorabas y gritabas. Marina trataba de consolarte, pero la

pobre estaba tan angustiada como vos. No había razón para entender ese accidente fatalmente estúpido. Los días que siguen son una mezcla de dolor, bronca y trámites. Hubieses querido que el mundo se detuviera, de poder gritar tu dolor, pero injustamente la vida continúa. Y vos, con todo el dolor y el luto llevaste a cabo la difícil tarea de vaciar de objetos la casa de tus padres. Abrís la puerta y lo primero que ves es un poco de desorden. Es el caos que ellos siempre dejan al irse de viaje. La cama sin hacer, un repasador sucio en la mesada, pelusas, el baño con olor a agua estancada. Decidís empezar por ahí, porque creés que las cosas del baño podrían ser menos dolorosas que las de la habitación. Pero no, ves sus perfumes, desodorantes, esponjas. Te das cuenta que en la rejilla de la ducha todavía hay pelos y no podés creer que ahora sean lo único que te queda de ellos. Hay unos jabones en un paquete cerrado y empezás a guardar. Marina te dice que lo pongas todo en bolsas, que no es necesario decidir al instante qué hacer con esas cosas, que ella te ayudaría luego. Y así lo hacés. Vas poniendo en las bolsas botellas de shampoo, papel higiénico, desodorante de ambiente. Recordás tus primeras duchas solito cuando tenías apenas unos 6 años y veías todo tan enorme. En medio de tu dolor se te escapa una sonrisa al recordar a tu madre cortándote las uñas luego de un largo baño caliente. Decidís seguir por la cocina. Los utensilios no hacen más que recordártelo a él cocinando algo rico. Tu padre, tu cocinero favorito. Lo ves parado ahí, frente al horno y a ella sirviéndole una copa de vino tinto. Ese día llevás cajas para poner ollas, fuentes, platos, vasos. En la alacena hay alimentos en paquetes cerrados. En el fondo de uno de los muebles encontrás dos tazas pintadas, seguramente en algún taller artístico de la primaria, que rezan “feliz día ma” y “feliz día pa”. Te das cuenta de que todavía están por ahí algunos tenedores de mango de plástico mordidos por vos con tus primeros dientes. El dormitorio quedó para el final. En el placard está lo que dejaron de sus ropas. El resto lo habían puesto en bolsos, en el baúl del auto, sin saber que ese sería su último viaje. Te viene la imagen de su coche volcado en la ruta y llorás con un llanto ahogado lleno de bronca y dolor. Marina te abraza lo más fuerte que puede, pero es inútil. Convencido de que no podés seguir con eso, sentís tu cuerpo desvanecerse. Marina te ayuda a recostarte en la


17 cama y te viene la imagen de cuando eras niño y te metías en medio de ellos en plena noche. Recordar esos olores, ese calor, esos abrazos. Te reincorporás y empezás a guardar la ropa en bolsas. Tratás de no dejar sin revisar ningún cajón. Se te escapa otra sonrisa al encontrar dibujos guardados en una caja en el placard, junto con unas cartitas escritas por vos a los reyes magos. Bajás de las paredes de la habitación cuadros con fotos: los tres en las sierras con vos muy pequeño a upa, de cuando terminaste el secundario con tu diploma en la mano, de ellos en Brasil tomando un trago colorido. Hay una tuya con Marina… ¡cómo la querían! Ella la toma en sus manos y llora en silencio. Hoy volvés a esa casa, pero esta vez con un camión de mudanza para llevarte las últimas cosas que no te entraron en el auto: cama, mesa, sillas, heladera, lavarropas. Como si eso te ayudara a dar cierre a este capítulo de tu vida. Decidiste vender la casa y ahora le toca a otra familia vivir allí, pisar esas cerámicas, abrir esas canillas, luchar con alguna que otra puerta mal escuadrada. Todavía no creés que esa casa ya te es ajena y al mismo tiempo tan tuya. Marina te abraza y entre los dos dan una última mirada. Parado en el umbral de la puerta de entrada, abrís grandes los ojos para que cada rincón te quede bien grabado. Inspirás profundamente como queriendo no olvidar aquellos olores con los que creciste. Y finalmente, cerrás la puerta con tus llaves sabiendo que será la última vez que pasen por esa cerradura.

Susana Palacios Decime que no Decime que no otra vez, decímelo como se dice una verdad ante la virgencita, decime que no, que la citación nunca llegó. Que no tenés que ir a pelear en ninguna guerra, que no me dejás sola desesperando. Decime que no dejarás nuestro pequeño pueblo, que si un día salimos será para visitar juntos y felices una ciudad grande que no conocemos. Decímelo, Mario, que quiero oírlo… ¿cómo que no podés? Entonces es cierto… me lo dijo mi viejita y no le quise creer. Por favor huyamos juntos… huyamos lejos… ¿y quién dijo que eras un traidor? Vos no querés ir a una guerra que ni sabés por qué pelean… qué la patria ni ocho cuartos… que te necesita la patria, mirá que decís bobadas. ¡Yo te necesito! ¿Y si no volvés? ¿Eh? ¿Qué voy a hacer yo sin vos, ¿eh? ¡Decímelo, che! Decímelo. Vos nunca te metiste en política, en nada raro, ¿por qué te llaman a vos? Siempre hiciste lo que debías como un buen chico, un buen hombre, un gran hijo, un hermanazo, un novio trabajador… ¿por qué tienen que pedirte más? Nada les alcanza ¿eh?… y te vas nomás… bueno entonces decime que me vas a escribir… que no me vas a olvidar… que no olvidarás a los que te queremos y necesitamos… Marito porfa si te pasa algo yo te prometo que no te voy a olvidar y mirá si vos te morís yo enseguidita me muero también para encontrarnos en el cielito. ¿Que no diga pavadas? Entonces decime que no, decime que no te vas. ¡Decime que no!


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