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Presentación El riesgo de lo público: la edición del 6,5 como reacción
Presentación
El riesgo de lo público: La edición del 6,5 como reacción
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Desde hace cinco años la Revista Cazamoscas ha hecho un intento por dar a conocer los trabajos que se realizan, desde la Universidad de Caldas en particular, y desde la región en general, alrededor de la filosofía y la literatura. Con la reciente edición de nuestro sexto número, ofrecimos a estudiantes y aficionados una serie de textos que ya con el tiempo, así como sus sucesores, darán cuenta del modo en que se ha dado el desarrollo del pensamiento filosófico y literario en nuestra escuela y región. Hasta aquella, nuestra más reciente edición, nos impulsaba tanto el deseo por dar cuenta de una especie de desarrollo intelectual, como la necesidad de hacer del trabajo editorial un tipo de testimonio del tiempo que corre. Y fue precisamente por aquella idea de la edición como testimonio que supimos ver la fuerza con la que el diseño, la fotografía y la plástica, estaban entrando en los terrenos de las letras (de manera tardía, como todo lo nuestro). Sin embargo, sólo notamos lo que se hacía patente, lo que estaba en la superficie. Dimos, en nuestra más lograda edición, testimonio de lo evidente, por tanto, testimonio inservible que retrata de manera falsa la preocupación de la época.
No obstante, dudo mucho que sea Cazamoscas, o movimiento editorial alguno, la culpable de tal tontería. Mostraré por qué: 1. Aceptar lo anterior, es decir, la idea de la edición como testimonio, implica dos ideas, una de las cuales es falsa. 2. De la idea acertada de la anterior afirmación
se deduce, regularmente, una conclusión estúpida.
La idea correcta que se deduce de la afirmación de la edición como testimonio tiene claros antecedentes, y refiere al espectador el papel capital que jugaron los movimientos editoriales en la constitución y desarrollo de las repúblicas, así como en las revoluciones que llevaron a su reestructuración. La historia de la edición es a su vez la historia del desarrollo político de las naciones. Claro ejemplo de tal influjo lo ofrece Robert Darnton, quien advierte una característica de la producción filosófica y literaria del siglo XVIII, en el cual se daba “(…) una nueva clase de protección que se obtenía al conocer a las personas apropiadas, mover los hilos adecuados y “cultivar” amistades (…) Escritores mayores y consagrados, burgueses adinerados y nobles por igual participaban en la tarea de introducir a jóvenes en salones, academias, publicaciones periódicas de éxito y puestos honoríficos (…)”. Gran parte de la producción filosófica y literaria de aquel periodo no era más que el resultado del trabajo que el estado pagaba a los hombres de le monde. Así, la Ilustración convirtió la filosofía y la literatura en simple negocio. Es por esto que Michael Onfray afirma que todos esos filósofos ilustrados no son más que unos niños de peluca, amantes de los bailes y de los buenos modos. ¿Dónde, entonces, se gestó el desarrollo filosófico de aquel periodo?: en el subsuelo y en el submundo, ¿de qué manera?: de manera subversiva, ¿por medio de qué?: de ediciones baratas destinadas al fracaso. Pero tal situación no era gratuita, los libreros que distribuían aquellos textos del submundo, eran considerados “bandidos sin moral ni vergüenza”, y sus autores estaban sumidos en los tugurios del Grub Street, calles de ladrones y prostitutas, único lugar para aquellos inmorales e incivilizados que se oponían al Antiguo Régimen: “Un régimen -dice Onfray- que no hacía distinciones entre filosofía y pornografía, era un régimen que lanzaba piedras contra su propio tejado y que fomentaba el libelo. Cuando la filosofía degeneró, perdió su autocontrol y su compromiso con la cultura de las esferas superiores. Abandonó a los cortesanos, a los reyes y a los hombres de Iglesia y se consagró a la subversión. A su manera y con un lenguaje propio, los libros filosóficos llamaban a la conspiración y a la agitación. La contracultura reclamaba una revolución cultural, y cuando esta llegó por fin, en 1789, la recibió con los brazos abiertos”. Es ésta, pues, la idea correcta. El testimonio es, en otras cosas, un testimonio político. Cosa evidenciada también por José Donoso, y que tiene claros referentes en territorio latinoamericano. La gestación de ese testimonio se ha hecho, en mayor medida, tras bambalinas, en el submundo.
La idea falsa que se deduce de la concepción de la edición como testimonio es
que sólo puede ser político, o que, aunque pueda ser de otro modo, como ha sido, sea el político el que deba primar. Verán: pocos períodos más sangrientos que la tan mentada primera mitad del siglo XX. Sabemos bien que muchas de las personas que se adhieren a tal posición se adhieren también a una serie de personajes y libros que parecen justificar tal enlabio. Kafka, sin duda uno de ellos. Sin embargo, en las conversaciones de Kafka con Kurt Wolff, su editor, se lee lo siguiente: “Siempre le quedaré más agradecido porque me devuelva mis manuscritos que por su publicación”, al escuchar esto, Wolff intenta comprender a qué se debe ese problema que acompañaba a Kafka respecto a sus publicaciones, y por qué razón, después de afirmar: “la publicación de alguno de mis garabatos me inquieta siempre”, sostenía sin reparo alguno con Wolff largas discusiones sobre el tipo de letra o caja gráfica que debería utilizarse, o por qué la metamorfosis debería tener tal o cual imagen como portada, la respuesta de Kafka es la siguiente: “¡Eso es lo que pasa! Max Brod, Félix Weltsch, todos mis amigos se adueñan siempre de alguna cosa que he escrito yo y luego me sorprenden con el contrato de la editorial ya listo. Yo no quiero causarles ninguna molestia y así sucede que, al final, acaban por publicarse cosas que, en el fondo, no son más que anotaciones muy personales o divertimentos. Las pruebas personales de mi debilidad humana se publican e incluso se venden porque mis amigos, con Max Brod a la cabeza, se han empeñado en convertirlas en literatura, y porque yo no tengo la fuerza de destruir esos testimonios de la soledad”. Claro, eso explica todo, pero hay un problema que se presenta a quienes sostienen la idea falsa derivada, y es que, si su supuesto fuese cierto, Kafka, en tanto que sostiene estas conversaciones con Wolff entre 1912 y 1920 debería entonces, si hacemos caso al enlabio, estar hablando de los vejámenes de la guerra y no del color de las hojas de sus libritos.
Así pues, si bien la edición funge como testimonio político, es también testimonio individual. Nos referimos al hecho que se desprendió de esta presentación de una edición especial, según el cual nuestra más lograda edición había sido simplemente un testimonio de superficie, del cual podría deducirse una especie de intento fallido por parte de Cazamoscas, sólo si fuese la primera característica del trabajo editorial la que rigiera en el mismo. Se trata entonces del hecho de que si Cazamoscas no ha dado cuenta de un problema de la época y no ha cumplido su función como testimonio político, es porque nuestros individuos, los de nuestra escuela, no tenían este como diana. No obstante ahora la situación ha cambiado, lo político ha venido siendo, ya no condición sino necesidad. Es por eso que ante las acciones que interrumpen el statu quo de nuestra sociedad, irrumpimos,
con una versión intermedia, el común correr de nuestras ediciones. Respondiendo a las reacciones suscitadas por la reciente propuesta de reforma a la Ley 30 de 1992, y al sinnúmero de discusiones sobre la relación entre el papel del filósofo, del literato y, en general, del mal llamado hombre de letras, ante los problemas que afectan lo público, Cazamoscas abrió un espacio para publicar textos que tuvieran como excusa esa relación entre la filosofía, la literatura y el riesgo que sufren hoy las instituciones públicas en general, y la Universidad en particular. Tiene el lector en sus manos el resultado.
El Equipo Cazamoscas ofrece esta publicación con el único propósito de que sea la escritura, entendida como reacción, el campo de guerra del conflicto político.
Jhon A. Isaza