Orsai Número 1

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MONSTRUOS IGUAL QUE YO para hacer, nuevamente, otra familia. Otro hijo. Desconozco si a ése también le llamó Sig. Quizá hay muchos Sigmundos en la Tierra, todos sin padre y con problemas mentales, todos esperando que haya una nueva versión corregida de sí mismos. Mi madre se volvió a casar seis años después con un señor pelirrojo, gordito, de grandes ojos claros; yo nunca había visto unos ojos tan claros. Yo quería mucho a ese señor, era muy feliz cuando me daba la mano y caminaba a su lado. Dejamos la isla: nos fuimos a vivir a Madrid, a su casa: —¿Quieres ser mi hijo? –me preguntó él un día. —Sí –contesté yo; y, siendo el niño más feliz del mundo, abracé su gorda barriga. Yo le quería de verdad: nunca se olvidaba de comprarme los cómics de Conan el Bárbaro que salían los jueves, los leíamos juntos. Adoraba ese momento: yo lo miraba, él me parecía capaz de hacer las proezas del Conan que me leía. Con una espada cimmeria mi padre sería capaz de matar a la terrible bestia de tres ojos, estaba seguro. Por fin tenía padre, el mejor padre del mundo, y ya nadie se reiría de mí en el colegio. Mi madre murió de cáncer al año y, tras ente-

rrarla, ese señor nos mandó de vuelta a la isla, a casa de mis abuelos: dijo que nos veríamos a menudo. Pero nunca más volví a verlo... hasta cuatro años después. Yo me había fugado del colegio, me iba fatal el curso, todos los cursos. Suspendía siempre, nunca estudiaba, estaba harto de todo. Solo oía gritos en mi cabeza, reproches de mis abuelos por no estudiar, gritos y golpes de mis tíos (sus hijos) por haber bajado la economía familiar, desprecio de mis profesores y compañeros de clase. Para mí, la vida era una terrible bestia de tres ojos: yo tenía catorce años y nunca me sentí más solo, incomprendido y desdichado; caminaba sin rumbo por la ciudad, con la deshilachada maleta del colegio a cuestas; me escondía en los parques, me subía a un autobús y no bajaba de él hasta que fuese la hora de volver a casa. Sobre todo me aterrorizaba la idea de que alguien me sorprendiera fugándome del colegio; me sentía un criminal, y sucio. Aquella tarde fui al gran centro comercial. Sin saber por qué entré en el supermercado, y allí estaba él: mi segundo padre, en una de las cajas registradoras, pagando por su compra.


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