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Matinée del domingo, por Carlos Diviesti

Por Carlos Diviesti

Alelí, de Leticia Jorge Romero

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La gloria de papá

Papá ha muerto. Alba (mamá) lo extraña menos que Lilián y Ernesto (los hijos) y tendrá sus razones, personalísimas, claro está. Silvana (la hija menor) también lo extraña, aunque tiene otros asuntos más importantes por los que preocuparse, como descubrir por qué le cuesta tanto que la quieran sus novios. Al principio, la madre y los hijos mayores se disponen en la escribanía a oficiar la venta de la casa de la costa porque la hija menor no responde los llamados que infructuosamente le hacen los hermanos, pero un corte de luz dilata la cuestión para después. Todos los presentes se quieren sacar el incordio de la venta de Alelí, la casa de la costa (Alelí por Alba y Alfredo, los padres; Ernesto y Lilián, los hijos), e instalan en primer plano el tema del dinero, quizás para ocultar el dolor de perder aquel espacio que los reunió durante tantos años y que ya no será de ellos. En la mitad, Lilián oficia el almuerzo pasada la misa por papá y Ernesto se encarga de cargarse el encuentro con los reproches a la hermana, reproches de toda laya y que tienen un común denominador: saber quién sufre más. Ernesto se va del almuerzo, solo, y se refugia en Alelí. Claro, ahí está Silvana, quien evidentemente prefiere el refugio entre las dunas a dejarse arrasar por las olas de la ciudad. No hace falta que lo confiese, es una acción recurrente en su vida la escapada a Alelí. Ernesto se alegra porque prefiere estar acompañado aunque no lo demuestre. Así, entre confesiones sordas y travesuras que dan vergüenza ajena, tanto Ernesto como Silvana pasan una tarde en Alelí que puede ser la última, y que termina en la comisaría cuando Ernesto, en un arranque de rabia, prende fuego el cartel que el constructor puso en el terreno de la casa anunciando el condominio que próximamente se erigirá ahí. Lilián y Alba van en auxilio de hermanos e hijos, y lo que queda claro entre ellos cuatro, claro como cristal que refleja un rayo de sol sobre un papel en blanco, es que papá hubiese querido que su familia lo despidiese ahí, en ese enclave que tanto esfuerzo le costó levantar (quizás desde los sueños de cuando era un gurisito), y que en los ojos de todos ellos Leticia Jorge permite que veamos dónde queda la patria de la infancia.

Retablo, de Álvaro Delgado-Aparicio

La razón de la carne

El mundo puede ser la realidad que nos toca vivir o el que inventamos para tratar de entender nuestra vida en aquél. Las películas nunca pudieron abandonar el mundo, y la representación del mundo a través del plano cinematográfico da cuenta de la vocación especular que las películas no quieren resignar. Retablo es un ejemplo virtuoso de esta aseveración, aunque el mundo que refleje nos resulte ajeno más allá de su cercanía geográfica.

Segundo Páucar vive con Anatolia, su madre, y con Noé, su padre, en un pueblo en los alrededores de Huamanga, en la provincia de Ayacucho, sobre los Andes peruanos. Su madre es una cocinera lisiada y su padre un artesano, o más que artesano, un artista, un maestro. Noé construye retablos con imágenes religiosas o seculares hechas con masa de las mismas papas que recogen los campesinos. Anatolia se encarga de aclararle la diferencia a Segundo durante una discusión entre madre orgullosa e hijo adolescente y rebelde, cuando este le plantea irse de casa a la cosecha de algodón. Un artesano trasciende a su arte. En esta escena la voz quechua se impone al español aceptado pero ajeno a esa tierra. Anatolia y Segundo discuten en quechua, esa lengua que en la montaña, a casi tres mil metros sobre el nivel del mar, se alarga no solo en el sonido dulce de su pronunciación sino en la voz del tiempo.

Como el idioma, el retablo ocupa un espacio propio en el mundo ayacuchano. Los retablos, esos trípticos hechos en cajones pintados con esmero e imaginación, repletos de figuras corpóreas que representan a santos o familiares de quien los haya pedido, se venden a las iglesias o a los mercados, donde los turistas quizás los compren como recuerdos folclóricos. Noé los construye con la dedicación propia de sus ancestros, y es su obligación transmitirle al hijo todo lo que él ha aprendido, porque “no se puede nacer con prisa”. A Noé, Segundo le puede perdonar que se emborrache con chicha morada en las fiestas. Es parte de la tradición que los hombres estén borrachos y al borde de la inconsciencia. No se los puede juzgar por eso, ni por darse lonjazos en el lomo para ver quién se los aguanta más, o por castigar a un ladrón dejándolo desnudo a la vista de todos, para que quien quiera pegarle o escupirlo lo haga, así aprende. Todo eso es manifestación de la vida, que nunca debe ofender la naturaleza de Dios. Noé tiene prohibido sentir atracción sexual por sus pares. Un hombre no puede servirse carnalmente de otro. Y que su hijo lo descubra puede precipitar una tragedia sorda ahí donde se juntan la tierra y el cielo.

Retablo podría haber caído, como tantos otros ejemplos de etnografía for export que poblaron la pantalla desde siempre, en pintoresquismos innecesarios o en poner en primer plano un tema cuya agenda de actualidad no se ajusta a la agenda estática de estos pueblos. Pero no lo hace. Álvaro Delgado-Aparicio filma fiestas, reproduce colores, indaga rostros, gestiona el silencio, y si nada de eso está acentuado es porque su narración se concentra en el conflicto y no en las implicaciones de su tema. Aquí no importan la traición al lecho conyugal, la vergüenza de ser contrario a las leyes divinas, las diferencias o paridades entre hombres y mujeres en el seno de una sociedad determinada; lo que importa es que padres e hijos tienen una unión indisoluble que los trasciende, que los demarca, que los transfiere a la eternidad así sus cuerpos se disuelvan. Es algo propio de la carne y el espíritu en los que se sincretiza la razón humana, que no se puede modificar en sustancia, y que no habrá de acabarse con la muerte.

Nadie sabe que estoy aquí, de Gaspar Antillo

El hombre perdido

Llanquihue es una ciudad en la región de Los Lagos de la Patagonia chilena. Aunque no está en el extremo sur del país, ese que se rompe en islas cercanas al polo, su paisaje de exuberante frialdad no parece de esta Tierra. Llanquihue, en lengua mapudungun, significa sumergirse en el agua, y ese nombre refiere también a uno de los lagos más grandes de Chile. Frente a la ciudad, que no se ve tan lejana desde la otra orilla del lago, uno puede perderse entre la vegetación, y si quiere, hasta puede esconderse de las miradas ajenas y que uno siente insidiosas. Claro, la ciudad está al alcance de la mano si uno la necesita, pero qué es lo que puede necesitar uno de una ciudad cuando a uno le arrancaron el cuerpo desde la infancia.

Memo vive con el tío Braulio desde hace mucho tiempo. Mucho tiempo son muchos años, quizás toda la vida. Para Memo el pasado quedó tan lejos como en otra geografía, pero el tiempo es autónomo y siempre constante; podría decirse que por eso, porque cada día el tiempo se empeña en repetir la sensación de su curso, Memo sigue atado a la niñez. Ahora es un hombre, un hombre muy gordo que se esconde bajo un capote desteñido y no habla, o dice tan poco que ni siquiera altera el silencio. En la niñez su padre le quitó la voz para vendérsela a un chico que se veía mucho mejor que él frente a las cámaras de la televisión, un chico que luego se convirtió en una estrella rutilante, así que para qué hablar ahora. El tío Braulio quizás no sepa del todo por qué Memo permanece tan callado junto a él, pero cómo no imaginárselo y darle el beso de las buenas noches en la frente a su sobrino. A Memo se le nota el sufrimiento desde la primera impresión. Entonces, se le puede perdonar que se meta en las casas ajenas a ver cómo viven los demás cuando los demás no están allí. Memo es una gacela, es delicado y gentil. Y cuando canta hasta puede ser, y sentirse, hermoso.

Entonces llega Marta, la sobrina de Sergio, el confeccionista que les lleva a Braulio y a Memo cueros de oveja para que los curtan. Marta lleva los cueros esa mañana porque Sergio está enfermo, y Memo no atina a esconderse de ella como siempre se esconde de los otros. Marta pregunta quién es, y su interés no tiene dobleces. Algo en Memo la ha cautivado, algo de la frialdad de ese hombre no se parece a los hombres de aquella tierra. Después el tío Braulio tiene un accidente tonto, Memo se queda solo, a Marta la cautiva su soledad, y Memo, en un rapto de desesperación porque no quiere que lo vuelvan a abandonar, le desnuda su voz a Marta, el caudal de su voz, el ejército de ángeles que sale de su garganta. Y nada podrá ser igual desde ese momento, porque Memo, aún sintiéndose culpable por las reacciones destempladas que lo forzaron a ser quien cree que es, dejó de ser un chico.

En Nadie sabe que estoy aquí, una película de escabullida realidad, Gaspar Antillo moldea un personaje y su entorno a partir de la imagen de Jorge García, y él, un actor de impronta única e intransferible, le da a su personaje y al entorno que lo circunda un aura etérea que transforman a esta obra en un poema breve y muy poco frecuente en la cinematografía de cualquier latitud. El tema central (la explotación infantil, la fama efímera, la percepción del talento y de los propios dones) queda desplazado en el espectador por una sensación de lo más extraña: la de asistir al alumbramiento de alguien que nace cuando ya ha crecido. Y Antillo no utiliza la belleza de sus imágenes con fines de mero esteticismo; la belleza de su película se esconde en el rumor del viento que se lleva las palabras, y en la respiración de un silencio que no necesita gritar para forjar el presente