Me siento en la silla junto a su cama, me inclino y aseguro su mano en la mía, trayéndola a mis labios y le beso los dedos. Su piel es suave y puedo oler el jabón de lavanda y vainilla. Aprieto su mano en mi cara y la miro. —Hey, Piernas. —Me aclaro la garganta y miro al monitor cardiaco, hipnotizado por el bip, bip, bip de la máquina—. Lo siento, cariño. Ella no se mueve. Le beso la mano y pongo mi cabeza en su estómago y, por primera vez en mucho tiempo, que yo recuerde, dejo que las lágrimas salgan. Por favor, nena, perdóname.
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