La Amarga Pasión de Cristo

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Dio la sangre de Jesús a los judíos y, para lavar su conciencia, no tuvo más que el agua que hizo echar sobre sus manos. Cuando los judíos, habiendo aceptado la maldición sobre ellos y sobre sus hijos, pedían que esta sangre redentora que pide misericordia para nosotros recayera sobre ellos, Pilatos empezó a hacer los preparativos para pronunciar la sentencia. Mandó traer sus vestidos de ceremonia, se puso un tocado en el que brillaba una piedra preciosa y otra capa; pusieron también un bastón ante él. Estaba rodeado de soldados, precedidos de oficiales del tribunal, y detrás iban los escribas con rollos y tablas donde registrar la sentencia. Delante de él marchaba un hombre que tocaba la trompeta. Así fue desde su palacio hasta el foro, donde, frente a la columna de la flagelación había un asiento elevado desde donde se pronunciaban las sentencias. Este Tribunal se llamaba Gábbata. Era una especie de terraza redonda a la que se accedía por unos escalones. Arriba del todo había un asiento para Pilatos, y detrás un banco para empleados subalternos. Alrededor montaban guardia un gran número de soldados, algunos sobre los escalones. Muchos de los fariseos se habían ido ya al Templo. No quedaban más que Anás, Caifás y otros veintiocho que se dirigieron al Tribunal cuando Pilatos se puso sus vestidos de ceremonia. Los dos ladrones habían sido ya conducidos al Tribunal cuando Jesús fue mostrado al pueblo con las palabras «Ecce Homo». El Salvador, con su capa roja y su corona de espinas, fue conducido delante del Tribunal y colocado entre los malhechores. Cuando Pilatos se sentó en su asiento, dijo a los judíos: «¡Ved aquí a vuestro rey», y ellos respondieron: «¡Crucifícalo!» «¿Queréis que crucifique a vuestro rey?», volvió a preguntar Pilatos. «No tenemos más rey que el César», gritaron los sacerdotes. Pilatos no dijo nada más y comenzó a pronunciar la sentencia. Los dos ladrones habían sido condenados anteriormente ya al suplicio de la cruz, pero el Sanedrín había retrasado su ejecución, porque querían reservarse una afrenta más para Jesús, asociándolo en su suplicio a dos malhechores de la peor calaña. Las cruces de los dos ladrones estaban junto a ellos, la de Nuestro Señor aún no, porque todavía no se había pronunciado su sentencia de muerte. La Santísima Virgen se había retirado después de la flagelación. Se mezcló de nuevo entre la multitud para oír la sentencia de muerte de su Hijo y de su Dios. Jesús estaba de pie en medio de los esbirros, al pie de los escalones del tribunal. La trompeta sonó para imponer silencio y Pilatos pronunció su sentencia sobre Jesucristo con el enfado de un cobarde. Me irrité de tanta bajeza y de tanta doblez. La vista de ese miserable, convencido de su importancia, el triunfo y la sed de sangre de los príncipes de los sacerdotes, el abatimiento y el dolor profundo del Salvador, las indecibles angustias de María y de las santas mujeres, y el ansia atroz con 83


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