Liahona Abril 2005

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La casa edificada por la fe Por José Luis da Silva

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a víspera de mi bautismo y el de mi esposa, en 1996, mis familiares y amigos trataron de evitar que se llevara a cabo. Soportamos la persecución de nuestros parientes, que criticaron muy duramente a nuestra familia, diciendo que habíamos cambiado a la familia por la Iglesia y que ya no nos amaban. Con el tiempo, los amigos nos abandonaron por completo, a lo que le siguieron las dificultades derivadas de la falta de empleo y la enfermedad. Por otro lado, mi familia y yo nos sentíamos mejor cada vez que íbamos a las reuniones. El Espíritu era más fuerte en cada clase, los miembros nos brindaron su apoyo y el obispo visitaba a nuestra familia para animarla. Sabíamos por experiencia propia que la gente que criticaba a la Iglesia estaba equivocada; la Iglesia nos beneficiaba mucho. Aprendimos sobre Jesucristo; aprendimos a amar y a servir. Logramos una perspectiva eterna y, a pesar de que las apariencias indicaban que todo se había vuelto en nuestra contra, nada podía alterar el hecho de que le habíamos preguntado al Señor respecto a la veracidad del Evangelio y que Él había contestado nuestras oraciones. En cierta ocasión, cuando aún éramos nuevos conversos y vivíamos en casa de mi padre, el obispo fue a visitarnos, pero mi padre lo echó fuera, diciendo que no quería miembros de la Iglesia en su casa. El obispo fue

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inspirado a llamarnos para concertar una entrevista. Nos dijo que ni los miembros ni los misioneros irían a visitarnos durante un tiempo para no hacer enojar a nuestra familia, y añadió que debíamos ser fuertes y que recibiríamos muchas bendiciones si continuábamos en el sendero estrecho y angosto. No podíamos mudarnos a una vivienda propia debido a mi situación económica. No podía encontrar un buen trabajo, como había sucedido antes, y realizaba pequeñas labores mal pagadas, pero nos las arreglábamos para pagar el diezmo y las ofrendas, asistir a la Iglesia y adquirir los alimentos necesarios. El Señor multiplicó nuestras bendiciones y fuimos verdaderamente felices. El día de nuestro sellamiento en el templo, cuando vi a nuestros dos hijos, Luigi, en aquel entonces de dos años, y a Lucas, de uno, entrar en la sala de sellamientos y colocar sus manos sobre las nuestras para realizar la ordenanza, lloré de felicidad. No puedo olvidar aquella hermosa escena, el maravilloso espíritu y el sentimiento que tuve de que el esfuerzo había valido la pena. No cesaron las pruebas, pero algunas cosas mejoraron. Mi padre y mis tíos dejaron de criticar a la Iglesia y nuestros abuelos llegaron a respetar nuestra decisión. Por medio de nuestro ejemplo, tratamos de demostrarles que la Iglesia estaba cambiando nuestra vida. El apoyo que demostramos el uno al otro fue vital. Mi esposa siempre me apoyó cuando serví como

maestro de seminario y como consejero del obispado. El año de nuestro bautismo, un amigo nos prestó parte del dinero y pudimos, él y nosotros, adquirir una parcela para que nuestras familias edificaran sus respectivas viviendas. Comenzamos a soñar con tener nuestra propia casa. Con el tiempo, el Espíritu nos instó a comenzar a calcular el costo de los materiales y de la mano de obra. Pensamos que de alguna forma, nos las arreglaríamos para construir una casa donde pudiéramos criar a nuestros hijos en el Evangelio, hacer la obra misional y recibir las visitas de los miembros.


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