La tradición de los Siete Condes de Lara

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La tradición de los Siete Condes de Lara

Los siete condes de Lara -que así debe decirse, porque en aquel tiempo no existían infantes en Castilla, a no ser que le diesen este dictado en lugar del de jóvenes y como en elogio de su valor y gentileza- eran hijos de Gustios González, uno de los más poderosos héroes de su siglo, y como tal respetado de propios y muy temido de sus adversarios. Aquellos bizarros caballeros acudieron a Burgos a presenciar las bodas de su primo don Ruy Velázquez, señor de Barbadillo y de Lara, con doña Lambra, y a tomar parte en las fiestas con tal motivo preparadas. Entre éstas verificose un torneo en que dicha señora había de otorgar diferentes premios, teniendo deseo de que fuera el primero su primo Albar Sánchez, que tocándole la desgracia de luchar

con

Gonzalo

González, el menor de los Laras, fue derribado en tierra, oyendo rabioso los aplausos y elogios que a su

contrincante

le

prodigaron.

De esto resultaron primero indirectas e insultos y después otras palabras, que a no ser por la mediación de otros caballeros, la lucha hubiera tomado otro carácter y tal vez ocasionado la muerte de alguno de tan briosos adalides. Sin embargo fue lo bastante no sólo para que la orgullosa doña Lambra se retirase del lugar señalado para presenciar la fiesta sino que siguiese meditando el daño


que pudiera hacer al vencedor de su primo, que más que éste, prendado de sus grandes encantos, hubiera querido agradarla con el triunfo conseguido. Ruy Velázquez dispuso a los dos días marchar a Barbadillo, y todos resolvieron acompañar a los recién casados, creídos que aún habría nuevas muestras de regocijos para celebrar la tornaboda. Pero todos se equivocaron; días de luto parecían más bien en el nuevo lugar y los siete hermanos se iban a pasear solos a las huertas, cansados de una vida a que no podían acomodarse. Una tarde encontráronse con doña Lambra; Gonzalo González procuró desagraviarla con palabras cariñosas, y en las rencorosas miradas con que fue contestado conoció el enojo de aquélla, y siguió el paseo con sus hermanos, sin darle la importancia que en sí tenía el rencor que había logrado inspirarla. Apenas se marcharon la dama llamó a uno de sus pajes y mandole, con grandes promesas de premio, que cortase de la huerta inmediata un cohombro y, mojándolo en sangre, lo arrojase al rostro de Gonzalo sin temor de ser ofendido, puesto que ella lo salvaría acogiéndolo bajo su amparo. No le pareció al paje estar muy garantido con la oferta; más, cegado por el pago de tal hazaña, hízolo como se lo encargaron, manchando de sangre el rostro del menor de los Laras. Éste, estallando en ira, corrió tras él, sus hermanos lo siguieron y al fin alcanzaron al paje cuando se escondía detrás de doña Lambra, cuyo traje de rica y blanca seda quedó manchado con la sangre de aquel infeliz, a quien no le valió para salvarse el sagrado a que se acogía. Los gritos de la señora atrajeron a su esposo y demás caballeros, y nuevas desgracias hubieran ocurrido sin la mediación de los últimos, para lograr la paz que consiguieron no con poco trabajo y reflexiones a Ruy Velázquez, quien necesitando el apoyo de sus primos fingió aplacarse, si bien juró a doña Lambra que obtendría venganza de la ofensa que le habían inferido. Pasaron algunos meses. Por aquel tiempo la voluntad de Almanzor sólo imperaba en el reino de Córdoba, sujeto como tenía a ella la del rey, que


encerrado en el alcázar apenas sabía lo que a su alrededor pasaba. Ruy Velázquez pensó llegado el momento de empezar su venganza, eligiendo para principiarla a Gustios González, padre de los siete condes. Ponderole la necesidad de venir a esta ciudad con una misión reservada, entregando a la vez un pliego cerrado cuya contestación le entregaría Almanzor. El noble castellano creyó ser útil a su patria aceptando tan honrosa misión y no titubeó en emprender la marcha, ansioso de cumplir con la lealtad tantas veces demostrada. A los seis u ocho días llegó a las puertas de Córdoba, que le fueron franqueadas, y a la presencia de Almanzor, que al leer el pliego lanzó un grito de ira, mostrando a la vez a Gustios la orden de muerte que con tan noble inocencia había traído hasta sus manos. Aquel árabe era valiente, y como tal, digno y generoso. Su primer impulso fue dejar marchar libre a Gustios; mas conociendo a la vez lo conveniente que le era inutilizar un guerrero tan poderoso, se decidió a tenerlo prisionero, encargando a sus guardias lo condujeran a una de las torres más seguras, donde aquel desgraciado quedó lamentando la infamia de Ruy Velázquez, sin poderla comunicar a sus hijos para que tomasen la merecida venganza. Aquel infame, queriendo achacar a Almanzor lo sucedido, deploró con los siete Laras la ausencia de su padre, y juroles que pondría en sus manos el rescate. Cuatro mil infantes y seiscientos jinetes a las órdenes de Ruy Velázquez emprendieron el camino de Córdoba, ansiosos de nuevas conquistas y de vengar la supuesta muerte de Gustios González. Sus hijos son los primeros en correr, arrostrando cuantos peligros se opusieran, esperanzados en ser ellos mismos los que lograran habérselas con el valiente Almanzor. Tras varios días de marcha llegaron al castillo de Albacar, del que fácilmente se hicieron dueños. Allí Ruy Velázquez, pretextando la necesidad de reunir más gente, se volvió a Castilla, encargando la custodia de dicha fortaleza a los siete condes de Lara, con escaso número de infantes y jinetes,


ofreciéndoles tornar en seguida y mandándole recoger las mieses de aquellos alrededores abandonados por los árabes. Después, con un secreto aviso, dijo a Almanzor la escasa fuerza allí acantonada, y este caudillo no tardó en enviar un poderoso ejército que, después de tres días de un sangriento combate, logró aprisionar a muchos de aquellos valientes, y después de morir lidiando tres y de matar ya rendidos por falta de fuerza los otros cuatro, cortaron las cabezas a los siete, llevándolas clavadas en picas a Córdoba como señal del triunfo conseguido contra los cristianos. Gustios González, a quien dejaban subir a respirar el aire a lo alto de la torre que le servía de prisión, oyó un día los gritos de victoria dados por la gozosa muchedumbre y volviendo la vista alcanzó a divisar los varios castellanos que iban en clase de prisioneros rodeados de las guardias de Almanzor. Diversas reflexiones acudían a su mente sobre lo que había ocurrido, y cuando seguía mirando lo que detrás venía un grito aterrador salió de su boca, cayendo de espaldas y falto de sentidos. Gustios había conocido a sus siete hijos en las cabezas que en son de triunfo venían sobre las lanzas de aquella turba de forajidos. Avisado

Almanzor

de

lo

ocurrido corrió al socorro de tan desventurado padre. Hízolo cuidar como si fuera a sí mismo, y cuando creyolo un tanto repuesto de aquel espantoso dolor dejole volver libre a Castilla, donde murió sin conseguir la venganza con que día y noche acariciaba su pensamiento. Gustios González, aunque entrado en años, era de presencia tan gallarda, revelaba tal nobleza e inspiraba tales simpatías que era imposible tratarlo y no


quererlo. Una hermana de Almanzor, llevada primero de la compasión que el estado del caballero cristiano le inspiraba, y seducida después por una fogosa pasión que llegó a apoderarse de ella, mantuvo amorosas relaciones y quedó encinta al ser puesto en libertad y regresar a Castilla. Pasaron algunos meses en silencioso secreto; pero no siéndole posible ocultar más tiempo su estado, arrojose a los pies del Amir, su hermano, a quien reveló todo cuanto con Gustios había sucedido. Almanzor la perdonó y educó al hijo que los leyendistas conocen por Mudarra, y que parecía como destinado por el cielo para vengar las infamias cometidas con su padre y sus hermanos. El niño se hizo hombre; la mezcla de la sangre de los Laras con la del más valiente de los caudillos árabes parecía haber centuplicado su valor y gentileza. Mudarra corrió a Castilla, retó al infame Ruy Velázquez, y con la muerte de éste y de su esposa doña Lambra cumplió la venganza a que parecía llamado.


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