Quodlibet Primavera 2012

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III —¿Cómo planteaste el concierto en el Zócalo en 1997, desde el punto de vista instrumental y sonoro de las campanas? —Yo insistí en que el concierto fuera a las 10 de la noche; una exigencia es que no puede haber tráfico de coches para un concierto así. Sólo librados de tráfico podremos apreciar los ecos. El Zócalo es una plaza sónicamente noble; cualquier sonido encuentra sus ecos. El trabajo consiste en disponer de los instrumentos y la música de tal modo que los ecos sean parte de la partitura. El respeto al análisis del espacio y hacer que el propio espacio se oiga así mismo, es fundamental. La instrumentación no es unívoca con un solo timbre; las campanas van a ser parte de una orquesta que tiene muchas familias: las bandas militares, los quintetos de metal, las estudiantinas, además de los parches prehispánicos (los huéhuetl) con los caracoles. —¿Cómo explicas, a distancia de un año, tu experiencia de ese concierto (Noche de ecos, abril de 1997) desde el punto de vista sonoro, musical, humano, arquitectónico? —Lo importante es no acostumbrarse a lo maravilloso. En la obra que escribí para el Zócalo, apliqué muchas nociones y técnicas aprendidas en anteriores experiencias (experiri en latín habla de “lo sucedido en un viaje”) en plazas (algunas de vidamuerte ritual, como lo que escribí hace poco para la plaza de toros de Alicante), en noches, en reunión-amontone de bandas valencianas o murcianas, unas fijas y otras móviles conformando algarabías heteromelódicas, en explosiones de fuegos —percusiones de altura y aire, en colores sonoros (klangfarbenmelodie= melodía de timbres) que vuelan circumvadeando el público, y que en el Zócalo de la ciudad de México fue más esperado, lo que afectó a las deseadas reverberaciones del sonar, un tanto amortiguadas aquí en el océano conformado por unas 50 o hasta 70 mil personas, según estimo. —¿Cómo se relaciona lo sónico, con la espacialidad y la arquitectura? —Decía Gustav Eiffeel (el ingeniero de la célebre torre de París): “hay en lo colosal, un atractivo, un encanto propio al cual no son aplicables las teorías ordinarias del arte”. La desmesura, por lo tanto, sólo desde la desmesura, no desde cómodas teorías de salón y gabinete. Por otro lado, hablar de Noche de ecos es ya patrimonio de todo aquel que se acercó y vivió aquello. Para mí fue un espléndido “manjar” (palabra que el recordado Conlon Nancarrow aplicó hace ya años a mi sonar campanero) lleno de sutiles murmullos acusmáticos (¡inauditos e inolvidables los destellos de esos quintetos de metal; los locos solos de precisión metálica; los musitados cromatismos de las rondalas o, sobre todo, el tenue temblor como de pájaro de las campanas de la catedral sonadas no con los consabidos badajos, sino mediante varillas metálicas que les arraban a los viejos vasos alados armónicos¡). Y junto a todo ello, los atropellos del huéhuetl o de banda militar en extraño paseo —nada marcial— de paso-doble ceremonial, y todo ello escanciado y coronado por fuegos de artificio.

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