On The Road

Page 192

de Dean resplandecía de un modo habitual, era como de oro cuando nos dijo que escuchásemos la canción de los amortiguadores del coche, el sonido de la suspensión. Saltábamos arriba y abajo y hasta Víctor entendió y se rió. Después señaló hacia la izquierda para indicarnos el camino que llevaba hasta las chicas, y Dean miró hacia la izquierda con indescriptible placer y giró el volante siguiendo aquel camino, y rodamos suavemente hacia la meta, mientras escuchábamos a Víctor que estaba empeñado en hablar. Dean decía con grandilocuencia: —Sí, por supuesto. No tengo ninguna duda. Está decidido. En efecto. ¿Por qué me dices esas cosas tan amables? Claro, claro, sin ninguna duda. Sí. Por favor, sigue. Víctor respondía a esto con la seriedad y la magnífica elocuencia española. Durante un momento de confusión pensé que Dean lo entendía todo gracias a una ciencia infusa y a una revelación súbita producto de su radiante felicidad. En aquel mismo momento, además se parecía muchísimo a Franklin Delano Roosvelt: sin duda una ilusión de mis ojos en llamas y de mi cerebro fluctante. Se parecía tanto que me incorporé en mi asiento y lo miré asombrado. Tuve que hacer grandes esfuerzos para ver la imagen de Dean entre una mirada de radicaciones celestiales. Me pareció que era Dios. Estaba tan alto que tuve que reclinar la cabeza en el asiento; los saltos del coche me producían estremecimientos de placer. La sola idea de contemplar México a través de la ventanilla —que ahora se había convertido en otra cosa en el interior de mi mente— era como retirarme de la contemplación de un tesoro resplandeciente que se teme mirar porque contiene demasiadas riquezas y tesoros como para que los ojos, vueltos hacia dentro, puedan verlo de una sola vez. Me sobresalté. Vi ríos de oro cayendo desde el cielo que atravesaban con toda facilidad el techo del pobre coche, que atravesaban con toda facilidad mis ojos y se introducían en mi interior; había oro por todas partes. Miré por la ventanilla las soleadas calles y vi una mujer a la puerta de una casa y creí que estaba oyendo todo lo que decíamos y que asentía: las visiones paranoicas habituales debidas a la tila. Pero el río de oro continuaba. Durante un largo rato perdí toda conciencia de lo que estábamos haciendo y sólo la recuperé cuando levanté la vista del fuego y el silencio como si pasara del sueño a la vigilia, o pasara del vacío al sueño. Y entonces me decían que estábamos aparcando delante de la casa de Víctor y luego éste aparecía con su hijito en los brazos y nos lo enseñaba. —¿Qué les parece mi niño? Se llama Pérez, tiene seis meses. —¡Vaya! —dijo Dean con el rostro todavía transfigurado por una especie de placer supremo y hasta de santidad—. Es el niño más guapo que he visto nunca. Mira qué ojos. Bien, Sal y Stan —añadió volviéndose hacia nosotros con una expresión seria y tierna—, quiero que os fijéis es-pe-cial-mente en los ojos de este niño mexicano que es el hijo de nuestro maravilloso amigo Víctor y apreciéis el modo en que entregará a la humanidad ese alma maravillosa que habla por sí misma a través de las ventanas que son sus ojos; unos ojos tan bonitos que sin duda profetizan e indican la más hermosa de las almas. Era un hermoso discurso. Y era un niño muy hermoso. Víctor miraba melancólicamente a su ángel. Todos deseamos tener un hijo como aquél. Era tan grande la intensidad de nuestros sentimientos hacia el alma del niño que éste notó algo extraño y empezó a llorar con una pena desconocida que no había modo de calmar porque estaba enraizada en innumerables misterios y milenios. Lo probamos todo; Víctor lo acarició y lo acunó. Dean le hizo carantoñas. Yo alargué la mano y toqué sus bracitos. El llanto arreció. —¡Vaya! —dijo Dean—. Lo siento muchísimo, Víctor, pero lo hemos asustado. —No está asustado, simplemente llora.

192


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.