El prado verde de Jay McKay

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El prado verde de Jay McKay Sergio Allepuz Giral

Las Tres Sorores NARRATIVA

Premio Cรกceres de Novela Corta 2015





EL PRADO VERDE DE JAY MCKAY

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EL PRADO VERDE DE JAY MCKAY SERGIO ALLEPUZ GIRAL

“Premio Cáceres de Novela Corta 2015”

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Sergio Allepuz Giral www.sergiallepuz.webnode.es mayseralba@yahoo.es Ilustración de portada basada en una fotografía de Frances Gunn

© para esta edición PRAMES, S. A. PRAMES-LAS TRES SORORES Camino de los Molinos, 32 Tel. 976 106 170 - 976 106 171 www.prames.com e-mail: publicaciones@prames.com

I.S.B.N.: 978-84-96793-49-1 Depósito Legal: Z 1555-2017 Imprime: Grupo Ziur Navarra


A Mayte, a Manuel y a Silvia.

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PRÓLOGO El Atlántico no existe. A nueve mil metros de altura solo existimos una señora negra y gorda de Kentucky, Mr. Spock, el mono Bonzo y yo. Nadie es libre, hasta los pájaros están encadenados al cielo. Bob Dylan La pantallita de luces rojas parpadeantes del avión de la ya desaparecida compañía aérea TWA nos recuerda a la señora negra y gorda de Kentucky y a mí mismo tres cosas muy importantes. La primera de esas tres cosas tan importantes es que volamos a nueve mil metros de altura sobre las profundas aguas del océano Atlántico, las cuales, para acabarlo de arreglar, están repletas de miles de especies de animales carnívoros de todos los tamaños y aspectos imaginables e inimaginables. La segunda es que fuera estamos a cincuenta heladores grados bajo cero, más que suficientes para congelar tantos millones de barritas de pescado de las del capitán Pescanova como sean necesarias para jubilar de una vez por todas al puñetero marino del chubasquero amarillo. Y la tercera es que, en el preciso momento en el que yo miro la pantallita de luces rojas parpadeantes, llevamos una velocidad de novecientos kilómetros por hora. Cojonudo, pienso: si no nos matamos en la brutal caída, pereceremos ahogados, devorados a dentelladas o, en el mejor de los casos, congelados como barritas rebozadas. Además, con la suerte que yo tengo, seguro que antes de que expiremos, amerizará junto a nosotros un platillo volante del que descenderá un aviejado y barrigudo comandante Kirk, recién fugado de la enésima temporada de Star Trek y, en lugar de salvarnos, nos multará a todos los pasajeros, uno por uno, por exceso de velocidad interestelar en el sector Delta. Siento hablar así de mal de Kirk. Siempre fui más del Sr. Spock. Solo por las orejas, lo admito. 9


En el flashback aéreo anterior yo tengo dieciséis años de nuevo, han desaparecido mis profundas entradas capilares, se han oscurecido todas mis canas y solo peso sesenta y cinco livianos kilos. Soy, por un par de años aún, menor de edad legal en mi país. Estoy, valga la inmodestia, cachas. De hecho, casi parezco un atleta jamaicano, pero en bajito, eso sí. Mi volumen corporal apenas molesta a mis vecinos en ningún asiento homologado de ningún transporte público o privado de personas, por estrecho que este sea, a no ser que yo, desconsideradamente, saque mis codos hacia los lados, fuera de mi espacio personal asignado (cosa que siempre trato de no hacer, por cierto, que por algo me llevaron casi siempre a colegios de pago). Sin embargo, en el puto flashback, llevo siete horas soportando contra mi cuerpo la presión del enorme volumen de la amable señora negra y gorda de Kentucky: ciñéndoseme, envolviéndome, y también, cómo no, clavándome desconsideradamente su codo entre dos de mis costillas. Entre la quinta y la sexta, exactamente. Casi nunca tuve buena suerte con mis vecinos de avión y ni siquiera esta vez, tratándose de un flashback que mi imaginación podría hacerme el enorme favor de endulzar, voy a tenerla. Además del problema espacial que tanto me oprime, existe un problema lingüístico de base. Vamos, que no entiendo más que alguna palabra suelta de las miles que me dice la señora negra y gorda de Kentucky, envueltas todas ellas en microgotitas de blanca saliva que, como lanzadas por el aspersor de largo alcance de su boquita de piñón, riegan mi asiento, mi ropa, mi cuerpo, mi alma. Yo me limito a sonreír, a esquivar sus disparos y a asentir. Que ¿por qué? Pues porque quiero caerle bien a pesar de todo y que así, haciéndonos amiguitos, ella deje de presionarme, de ceñírseme, de envolverme, de regarme con sus microgotitas y de clavarme su codo entre mis dos castigadas costillas: la quinta y la sexta. Pero, ¿sabéis algo? Pues que ella no lo hace. Tampoco me apetecen las diminutas rosquillas azucaradas de colores, rellenas de diferentes cremas, que me ofrece la señora negra y gorda de Kentucky sin cesar, una detrás de 10


otra. Es la segunda parte de su plan. Tras conquistar mi espacio vital y herirme físicamente, ahora quiere domarme, hacerme suyo por el estómago: el punto más débil de cualquier hombre civilizado. Yo se las rechazo con su misma tozudez, pronunciando un perfecto no thanks cada una de las veces que ella me pone una rosquilla delante de las narices. Me las pone tan cerca de las fosas nasales que puedo oler hasta la última de sus grasas hidrogenadas. Estoy volando en un puto flashback hacia los Estados Unidos de América. Algo incómodo, aunque creo que eso ya ha quedado claro. Son los años ochenta otra vez, y gobierna el país más poderoso del mundo un viejo actor mediocre llamado Ronald Reagan, quien, y esto no se lo van a creer, llegó a tener a un mono (un chimpancé llamado Bonzo, para más datos), como compañero de reparto en alguna de sus películas. Lo mejor de todo (o lo peor, según se mire…) es que, según los críticos de cine del momento, Bonzo siempre superó claramente a Ronald a nivel interpretativo. Aun así, el presidente del país fue Ronald y no Bonzo. Incomprensible, ¿no? Pues bien, el tipo en cuestión, Ronald Reagan, está obsesionado en salvar al mundo capitalista del alargado espectro del comunismo. Para mayor ridículo, quiere hacerlo mediante la inviable tecnología de la “Guerra de las Galaxias”, un proyecto militar de ciencia ficción que protegería al país desde el espacio exterior y cuya viabilidad tecnológica no se tragaría ni un Sr. Spock con las orejas llenas de cera y cargado de cubatas vulcanianos de garrafón. Y así, de esta manera, pensando en Ronald Reagan, en Bonzo y en el Sr. Spock, en mitad de un océano misterioso, frío e invisible, y sin posible vuelta atrás, entro en estado de pánico. ¿Pánico? ¿Por qué pánico?, dirán ustedes. Pues porque de repente me doy cuenta de que no sé inglés. Al menos no sé tanto inglés como yo creía. Al menos no sé tanto inglés como para entender y descifrar el peculiar acento de mi peculiar vecina: la señora negra y gorda 11


de Kentucky que sigue ofreciéndome rosquillas sin piedad, inasequible al desaliento que deberían de causarle mis continuos no thanks, pronunciados perfectamente, lo juro, uno detrás de otro, esmerándome en el acento, la dicción, la entonación y el volumen. Pero que si quieres arroz… Lo cierto es que todo parecía que iba a ser mucho más fácil y simple en los prospectos de la agencia de viajes especializada en estudiantes de intercambio de clase media, impresos a todo color y en papel satinado de alta calidad. En ellos aparecía una foto de cinco supuestos estudiantes de instituto (aunque yo sospecho que eran modelos profesionales de más de veinticinco años cada uno) de varias razas, sonriendo a la cámara con unos dientes blanquísimos, dignos de un anuncio de pasta dental, y posando de manera disciplinada frente a un plato. El plato en cuestión estaba pintado con la bandera estadounidense y en él destacaba una enorme y suculenta hamburguesa ubicada en el mismísimo centro. Por supuesto, la hamburguesa estaba rodeada de su ejército de siempre: las crujientes patatas fritas desfilando en perfecta formación militar, que lucían tan brillantes y radiantes con sus uniformes amarillos como el oro de veinticuatro quilates recién pulido. Y es que, afrontémoslo, la vida es perfecta en los folletos publicitarios de todas las agencias de viajes del mundo. Sobre todo, si están especializadas en inocentes estudiantes de intercambio de clase media que se lo creen absolutamente todo. Siempre ha sido así. Y siempre lo será. Los folletos de las agencias de intercambio de estudiantes extranjeros nunca te hablarán de las señoras gordas y negras de Kentucky que se sientan a tu lado en los aviones para clavarte sus codos entre la quinta y la sexta costilla y regarte con saliva, porque se trata de un tema de alto secreto. En realidad, lo de las señoras gordas y negras de Kentucky es un misterio cuya existencia solo está al alcance de las organizaciones de espionaje más secretas del orbe y también, cómo no, de los pobres inocentes que hemos sido víctimas de él. Así que, ante la imposibilidad de pedirle au12


xilio a nadie, yo sigo a lo mío, tratando de sobrevivir en ese avión de la TWA, sin perder la cortesía que me caracteriza. –No, thanks –rechazo torpemente otra rosquilla, por enésima vez y sonriendo. Esta era de color malva. –No, thanks –rosa. –No, thanks –azul celeste con fideos de chocolate. –No, thanks –amarilla limón. ¡¿De dónde coño las saca?! Hago una finta evasiva, digna del mismísimo Michael Jordan, para evitar otra de color naranja, y pienso que si mi profesor de inglés (un tipo pelirrojo, menudo y pecoso de Edimburgo que siempre contaba chistes degradantes sobre irlandeses) me viera ahora, se avergonzaría de mí hasta el infinito, o más. Hasta lo más infinito del infinito. Hasta el infinito y más allá. Probablemente, Mr. McGowan (que así se llamaba mi profesor pelirrojo, menudo y pecoso de Edimburgo) les devolvería a mis padres el dinero que ellos habían invertido inútilmente en tantas clases, durante tantos cursos y a lo largo de tantos años. Después me declararía (muy a su pesar, porque el tipo me tenía cierto aprecio) un caso imposible, un peligro público y un desastre total, seguro. Un desastre total solamente superable por cualquier irlandés, eso por supuesto, diría él, porque es harto sabido que solo hay algo peor que un irlandés: Dos irlandeses, claro, ustedes ya lo habían adivinado. Tras llegar a Nueva York me alegro de seguir vivo. Magullado, salpicado y comprimido hasta perder dos tallas; pero vivo. Miro a la pantallita de luces rojas del avión: cero metros de altitud, veinticuatro grados centígrados y cero kilómetros por hora. Suspiro aliviado, borro de mi mente al capitán Pescanova y procedemos a bajar todos a tierra firme. Me despido de la señora negra y gorda de Kentucky y de sus poco apetitosas y coloreadas rosquillas. Lo hago amablemente, con aquella amabilidad y aquella sonrisa que te dan el saber a ciencia cierta que jamás vas a volver

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a ver a alguien con quien ha sido muy duro compartir un espacio tan reducido durante tantas horas. Me despido también del avión Boeing 747 de la TWA, que parece algo cansado desde la escalerilla: con sus alas desmayadamente dobladas hacia abajo al no poder apenas sostener el peso de los enormes motores tras el esfuerzo realizado, y su fuselaje cubierto de perladas lágrimas robadas a las nubes y tan parecidas al sudor sobre la piel de un esclavo tras trabajar a pleno sol durante todo el día. Debe ser muy duro ser un avión. También me despido de las dos azafatas rubias que nos dicen adiós a todos los pasajeros con la mano, desde la puerta del Boeing, y que nos dan las gracias por haber volado con una compañía aérea que está a punto de desaparecer. A pesar del alivio que siento por haber cruzado el Atlántico, siento algo de tristeza también. Le he cogido algo de aprecio al maldito cacharro volador, debido, probablemente, al síndrome de Estocolmo causado por el largo secuestro que he sufrido por parte de mi vecina de asiento. Pero es hora de decirle hola a otro avioncito más pequeño, también de la TWA, que me llevará hacia el norte de la costa oeste del país. Una vez efectuado el transbordo de un avión a otro, disfruto plenamente de la película de piratas que nos proyectan. Me encantan los piratas y me encantan las películas. Seguro que no disfrutaría tanto si supiera que mis maletas no van en el avión hacia Portland conmigo, sino que han sido cargadas por error en la bodega de otro avión hacia Phoenix (Arizona), y que no las recuperaré hasta dentro de un mes. Debido a mi feliz ignorancia, engullo unos cacahuetes salados acompañados con un refresco de cola de la gran marca que no voy a nombrar, y gozo de la anchura de mi asiento y de mi soledad. Mi bendita soledad. Esta vez viajo sin vecino de asiento en un avión medio vacío que va rumbo hacia lo desconocido. Un inmenso hueco transparente y sin codos es mi compañero de aventura. Sobrevuelo el rancho particular de Ronald Reagan y, 14


probablemente, también el del gran actor Bonzo. Sobrevuelo el país entero, incluso el chalet de lujo con piscina del Sr. Spock. Por eso, hoy, en mi peculiar flashback particular, me siento tan excitado como el astronauta Neil Armstrong, brillante comandante de la misión Apolo XI, al salir de su módulo lunar, el Eagle, aquel lejano veinte de julio de 1969 en el que nací. Y además de tan excitado como Neil, también me siento inmensamente agradecido, como debió de sentirse él al tener el merecido honor de ser el primer hombre en pisar la Luna, dejando su huella allí: inalterable, intocable e inviolable por los tiempos de los tiempos. En mi caso, el agradecimiento es por una razón más modesta, que no es otra que la de haberme librado de mi pesada acompañante: la señora negra y gorda de Kentucky. Hoy, treinta años después de aquel viaje, estoy efectuando un vuelo rasante y en flashback sobre los Estados Unidos de América, recordando un episodio de mi vida que me marcó para siempre: el episodio de cuando quise pisar mi propia Luna por vez primera. –Mi viaje será un pequeño paso para la humanidad, pero un gran salto para mí, ¡cambio, Houston! –informo a los tipos de Houston por radio entre sonidos de interferencias. –Seguro que sí, comandante, seguro que sí. Y tenga cuidado ahí fuera. Recuerde que entra usted en una zona desconocida, ¡cambio y corto, comandante! –me responde Houston, alto y claro desde mi absurda y zumbada imaginación.

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