Teatros Ejemplares

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intercambiar sin la necesidad de… De compenetrarnos pasando por alto las ratificaciones de lo orgánico… (Vacila.) –No acecharnos materialmente, existir en la periferia del otro, no obstante, aún así… Yo quería escuchar sus secretos… Yo necesito sacudirme de esta lepra, esta ignorancia sin tener que recurrir… (Desconcertado.) –Sí, soy de lágrima fácil… Se echa a llorar. Una vaca muge, otra toma el relevo, lejos, otra toma el relevo, cerca. Inga C. lo mira, luego se va a hurgar a una de sus maletas. Toma lo necesario para preparar un par de cócteles. Se pone manos a la obra. Los grillos vuelven. El viento mece el ramaje y alza levemente la ropa de Inga C. y La Joya. Rayos lunares caen sobre el campamento. LA JOYA: Cuando desperté para la celebración de la iglesia no desperté, realmente. Estaba en una especie de transporte que pasó de los sueños a la vigilia. Me acordé de una vez que me eché a dormir una siesta en una barca que estaba amarrada al muelle de un río, y un mocoso, ¡uno!, la desamarró y le dio un empujón… Admirable… La barca se fue silenciosamente y yo desperté en ella y me dio lo mismo su desplazamiento, ni siquiera me asomé por el borde, sólo me dediqué a ver lo que el cielo me ofrecía, soñoliento… Qué movimiento… Saqué una mano y la dejé hundirse en el agua. Era otra época, otro contexto socioeconómico; ya no sacaba la mano por la ventana del auto para resistir el viento; ahora la hundía en el agua, derrotado… Mi zarpa de uñas largas y sucias, me ha sido tan útil… En ese estado -no sé con precisión cuál-, estaba cuando llegué al muelle, suspirando como una máquina y con ganas de desbaratarme cuando aparecía en mi mente la mueca tensa de Lorna, destronando la fila de imágenes recurrentes que ocupaba mi cabeza y que invariablemente circulaba… Qué solo circulaba… Repasé mentalmente todo lo que le iba a decir, saqué lustre a las palabras que iba a utilizar. Estaba seguro de mi efervescencia, no tenía dudas: por medio de mi elocuencia borraría mi primera imagen y levantaría la fantasmagoría de una segunda… Las personas fueron llegando, y pusieron música, las mesas con comida, etcétera, lo que se sabe… Cayeron los discursos humanoides como globos sin aire, las gaviotas chillaban como nunca despreciables bichos repelentes-… El mar se enrojecía… ¿Se enrojecía, se ruborizaba?… ¿Por qué dije eso?… Vi a los otros de mi especie esperando la comida, levantando los pies, alternativamente, de una rabiosa impaciencia, como si les estuvieran quemando las plantas con brazas al rojo… Sí, al rojo… Unos babeaban, saqueaban las bandejas de comida y se iban. Yo habría hecho lo mismo pero no tenía hambre, y si comí, comí con distinción, derrochando jovialidad, como si fuese el organizador de la fiesta o el dueño del yate más elegante del mundo… Como tenía el estómago vacío al segundo canapé comencé a eructar. Inga C. se aproxima con dos cócteles rutilantes. Le da uno a La Joya. Lo prueba. LA JOYA: Qué es. INGA C.: Levántate amor… Por si acaso he estado escuchando, ¿bueno? La Joya asiente. Inga C. enciende una lámpara y la pone en el banquillo, entre ella y La Joya. Canturrea una canción o quizás echa a andar, muy despacio, un tocadiscos portátil, que en contrapunto con la atmósfera sonora de la montaña termina resultando una maravilla. LA JOYA: ¿Cuál es la pertinencia en el mundo de los gestos del hambre? Una belleza prehistórica arrebatadora… El aparato facial va mutando de una expresión ávida a otra… Y me sentí desbordado por una especie de sentimiento solidario, de comprensión, camaradería más bien, hacia las ruinas que compartían mi circunstancia material: quién era aquel que 247


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