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Nuevos cuentos de María Nsué

NUEVOS CUENTOS

UNA HISTORIA TERRIBLE

María Nsué

Nguii era una reliquia de la aldea. Altísimo, negrísimo, anchísimo. Hablaba poco y trabajaba mucho. Cuentan que cuando iba a la selva para cortar un árbol, lo talaba sencillamente sin preocuparse por cortar las ramas. Después lo arrastraba por el sendero de tal suerte que cuando aparecía por la aldea, traía arrastrando tras de sí todos los arbustos y hierbas que encontraba a su paso.

Era hijo de “El Justiciero”, que desapareció un día en la selva y nadie volvió a saber de él; su padre fue un hombre de cuya vida los sabios pronosticaron que estaría dedicada íntegramente al servicio de tos demás. Durante su estancia en la tierra, se casó con una sola mujer y tuvo un hijo, Nguii.

La misión en este mundo del padre de Nguii era matar a seres humanos. Tenía una lanza, un arco y una flecha. No hablaba casi nada y cuando llegaba alguien para pedirle que matase a quien fuera por el motivo que fuese, se limitaba a escuchar, cobraba y después buscaba al individuo al que tenía que matar y le decía tan sólo:

—Tienes dos días para escapar.

Mientras tanto, se quedaba en su casa dedicándose a sus quehaceres. Al segundo día, se sentaba con sus hermanos en el abaá hasta el mediodía, cuando empezaba a preparar sus armas con tranquilidad y salía después sin decir nada a nadie. Dos horas después aparecía con la cabeza del ajusticiado y se la entregaba a su cliente sin más historias.

Los que le conocieron cuentan que tenía un hermano, tío Nguii, tan bello como poco juicioso. Éste, de nombre Nsue, se enamoró de la mujer de un vecino y durante todo el tiempo que duró aquello, el marido burlado estuvo tragándose la humillación hasta que se le ocurrió ahorrar dinero, ir al justiciero y decir:

—Estoy afrentado y necesito ayuda.

—¿Quién es? —preguntó el justiciero.

—Nsue, tu hermano.

El justiciero cobró porque ésa era su misión. Después buscó a su hermano, a quien de paso había advertido varias veces antes sobre aquel caso engorroso y le dijo:

—Tienes cuatro días para escaparte. Te voy a matar.

Hoy, los cuentistas trovadores aún cantan el llanto del muchacho y sus súplicas al hermano justiciero antes de escapar al bosque y no dejan de decir que durante los tres días y medio que aguardó el justiciero, se comportó como si nada estuviese ocurriendo. Era serio por naturaleza y su expresión no se alteró. Estuvo tranquilo como siempre hasta que, al cuarto día, cuando el sol marcaba la línea que separaba la mañana del mediodía, comenzó a preparar sus armas. Después salió y se adentró en la selva para, al cabo de media hora, regresar con la cabeza de su hermano.

La aldea estaba completamente en silencio cuando le vieron llegar con la cabeza de su víctima-hermano y dirigirse a la vivienda del cliente. Pero, en vez de entregársela, sólo se la enseñó, entró con ella en su propia casa. Más tarde, reapareció y dijo al que le había mandado: —¡Toma! Te pago para que te escapes. Tienes quince días para buscar tu salvación. Tiró el dinero a los pies del enemigo y se fue al abaá, donde permaneció durante los quince días sin apenas comer, ni irse a dormir.

Al cabo de estos comenzó a preparar sus armas, después le vieron internarse en la selva y le vieron reaparecer al cabo de media hora con la cabeza de su víctima. La tiró en la puerta del abaá y acto seguido volvió a internarse en la selva sin que nadie volviese a saber de él. Se cuenta que después de mucho buscar, los hombres volvieron a la aldea sin haberle encontrado. Cuando se disponían a tocar los tambores de luto apareció una vieja misteriosa que dijo:

—No le cortéis los cabellos a la viuda. El hombre no está muerto. Sólo duerme en la profundidad de la selva. Aunque sus ojos se cubran de escarcha y el moho selle sus labios, no toquéis los tambores de luto.

El Patio nº53, enero 1997, pág. 33-38