en el almanaque, así como por la pintura popular y por el arte de los primitivos. Allí mismo diagnostica Marc que el nuevo espíritu ocupado de la creación desde sus requerimientos internos va por delante en el viraje entre «dos largas épocas». El presente es un intervalo, «de forma similar a la del mundo hace mil quinientos años, cuando también hubo un tiempo de transición exento de religión y de arte, en el que lo grande, lo viejo, moría, suplantado por lo nuevo, lo insospechado».8 La medida del intervalo temporal era explícitamente invocada en los cuadros de Kandinsky como el lapso de las calamidades, en temas como el del Diluvio Universal. El santo caballero, san Jorge, emblema de Der Blaue Reiter, se afanaba en el tránsito hacia lo nuevo lanceando un monstruo. Apollinaire había postulado asimismo la concurrencia de colapso y creación en la tarea del arte nuevo: «Concebimos ante todo la creación y el fin del mundo».9 En noviembre de 1914 Kandinsky escribiría desde su refugio en Suiza que «expansión es la ley de la cultura en todos los ámbitos». En un texto escueto distinguía el pintor la cultura (Kultur) de la civilización (Zivilisation) como paradigmas enfrentados en la guerra que acababa de estallar, coincidentes con los términos que en la propaganda bélica oponían la cultura alemana a la civilización francesa. Se refería a la civilización como «impedimento para el próximo desarrollo de la humanidad», como «petrificación de los conceptos», frente a una cultura que entiende la «inaprensible forma de la conciencia» y posee un concepto de moralidad más elevado. «El sentido interno oculto de la guerra actual radica en la voluntad de combatir y
imágenes por la vanguardia no emanaba de ningún otro postulado que esa «necesidad interna» o endógena del arte, reconocida conforme a una predestinación que se expresa. El escrito programático que redactó Kasimir Malevich con motivo de la exposición 0,10, celebrada en diciembre de 1915 en San Petersburgo, introducía al flamante estadio de la vanguardia que llamó «suprematismo». Encarnado ejemplarmente en la imagen de un cuadrado negro, el suprematismo aparecía ante todo como corrector del «entendimiento artístico falso». La vanguardia se asignaba el poder de la transfiguración y anunciaba con autoridad una nueva era, una época madura para el verdadero «espíritu creador» o «espíritu abstracto», como solemnemente Kandinsky había proclamado en su escrito Sobre la cuestión de la forma. POR EL FIN FINAL DEL INTERREGNO
En el almanaque Der Blaue Reiter, publicado en mayo de 1912, donde se dio a conocer ese ensayo de Kandinsky, intercedía asimismo Franz Marc en favor del espíritu que «rompe fortalezas» para hacer valer imágenes verdaderas. En su escrito Dos cuadros, dedicado a distinguir lo que hace a una imagen legítima, Franz Marc se servía de la pintura de Kandinsky titulada Lírico como ejemplo paradigmático de autenticidad artística. Reconocemos lo auténtico, según Marc, «en su vida interna, que garantiza su verdad»,7 en su inmanente elocución expresiva, no subordinada a la satisfacción idólatra del estilo, y concretamente en las aptitudes reveladas por los cuadros de Kandinsky y de otros autores nuevos cuyas creaciones se reproducían Cuadernos Hispanoamericanos
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Herwarth Walden en marzo de 1912, llevaba el mismo nombre que la revista que dos años antes publicara su primer número, Der Sturm [La tempestad], un título atemorizador que se alineaba con la invocación de calamidades que nutrió de evidencia profética a la vanguardia en los preámbulos de la Gran Guerra. Allí se publicaron, por ejemplo, el tremendista cuadro escénico de Oskar Kokoschka Asesino, esperanza de las mujeres, aparecido en julio de 1910, así como escritos de Alfred Döblin, Paul Scheerbart y Else Lasker-Schüler. Pero, si durante sus primeros dos años Der Sturm fue ante todo una revista del expresionismo literario y artístico, ilustrada por Kokoschka, Kirchner y Pechstein, entre otros, tras la apertura de la galería se convirtió paulatinamente en tribuna internacional de la vanguardia. El semanario publicó entonces, a partir de 1912, múltiples manifiestos futuristas, escritos de Jacques Rivière, Robert Delaunay, colaboraciones de Blaise Cendrars y Apollinaire y dibujos de Picasso, Boccioni, Munch, Marc, Kandinsky, Arp, Léger y varios más, a la vez que se programaban exposiciones que buscaban hacer converger en Berlín la producción artística internacional emergente. Todo ello logró su apogeo en la exposición celebrada en el otoño de 1913, el Erster Deutscher Herbstsalon, en el que participó casi un centenar de artistas de muy diversas nacionalidades y tendencias. Franz Marc, principal artífice de esta exhibición de Der Sturm, escribió un prólogo para el catálogo en el que señaló lo que consideraba el denominador común del arte nuevo europeo: «No vivimos hoy en tiempos en los que el arte sea ayudante de la vida. Lo que hoy surge como arte verdadero parece ser, antes
destruir ese actual estado de cosas»,10 sentenció. En la contienda armada se enfrentaba la cultura a su enemigo y se daba fin a un tracto temporal exhausto. La condena de la civilización lo es de la civitas, de la ciudad, cuya zozobra habían anticipado ejemplarmente los cuadros de Umberto Boccioni y a cuyo «deprimente pasadismo» retaba el «génie aveniriste» de aquella vanguardia que Filippo Tomasso Marinetti describió en 1913 con entusiasmo como «ruido estrepitoso de todas las piquetas demoledoras».11 Los modernos, según escribió el escultor Henri Gaudier-Brzeska en 1914, tenían que «emplear mucha energía en una incesante lucha en la compleja ciudad».12 Las «fuerzas centrífugas» a las que Carlo Carrà y otros correligionarios del futurismo se esforzaban por dar representación en la pintura eran energías de la disolución de lo dado. «¡Empuñad las piquetas, los segures y los martillos y demoled, demoled sin piedad las ciudades veneradas!»,13 había ya proclamado en 1909 el primer manifiesto futurista. La destrucción de la ciudad se convertiría en Berlín en el tema predilecto de los «paisajes apocalípticos» de Ludwig Meidner, afines al patetismo intimidatorio de los poetas del expresionismo, en cuya bufonería lírica, con aportaciones como las de Jakob van Hoddis y Georg Heym, se frecuentó obsesivamente el tema de una vida urbana engañada por la rutina autocomplaciente y materialismos burgueses y visitada sin clemencia por las causas de su desmoronamiento. Meidner se dio a conocer con un grupo de pintores de muy efímera existencia llamado Die Pathetiker en la galería berlinesa Der Sturm durante noviembre de 1912. Aquella galería, creada por 97
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