Las mujeres ¿dónde estaban?

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Para que sus padres, que no la dejaban sola, no se dieran cuenta, se lo comió en pequeñas dosis, en los desayunos, untando el pancito con manteca, día a día. Para acortar la distancia. Porque cuando le dijo: «Hasta pronto», lo dijo de verdad. A la semana, cuando se sintió mal, no dijo nada, y el médico la trató por gripe. -Siempre fue muy sana -dijeron las hermanas. Una semana después la internaron ya sin fuerzas y confesó que no quería vivir más. -Sólo quíteme los dolores, doctor, yo estoy tranquila, yo estoy preparada. Se olvidó de ella porque no se podía olvidarlo. Olvidó que había estudiado contabilidad, comercio, inglés, para defenderse en la vida. Olvidó que estaba preparada, pero no lo estaba para esa pérdida. Olvidó para qué servía vivir. Tuvo una muerte cruel, que no merecía. Sucedió todo muy rápido. Se fueron los dos sin despedida de solteros, sin luna de miel. Con ella perdimos una vida más en esa huelga. Hay que agregarla a la historia no contada, donde se mezcla lo público y lo privado, lo social y lo particular. Se llamaba Isabel Ledesma y tenía veintitrés años, murió el 19 de julio de 1956. El Cerro, empezaba a vivir la agresión cotidiana. El hambre y la desocupación, el luto y la tristeza ensombrecieron las luchas sindicales y los rostros de la gente. Siento que tengo que contar estas historias de mujeres, que son parte de hechos sociales que viví en mi juventud. Me importa contarlas en su plenitud, porque cuando no se cuentan y quedan ocultas, se muestra una sola cara de la Luna, pero la Luna es un todo, la forman luz y sombra. Igual, igual que la realidad... luz y sombras...

19- Las compañeras de FUNSA(*) por María Julia Alcoba Rossano La Negra Espronzato, me invita a su casa a tomar mate. Cuenta que ella nació en Canelones y vino a Montevideo a trabajar, como tantas muchachas. -Yo salí de entre los terrones, a trabajar en lo que fuera, o sea de domestica. Pero tuve la suerte de que una vecina me avisara que en FUNSA estaban tomando mujeres. Yo no sabía nada de fábricas, pero me dijo que se ganaba muy bien. Eso me entusiasmó. Lo malo, me advirtió, era que te tomaban y antes de las cien jornadas te despedían. Pero la oportunidad no se podía desaprovechar. Se presentó en la puerta de la fábrica y quedó muy impresionada. Era muy grande, no la podía comparar con ningún galpón que hubiera visto antes. En ese momento una sirena anunciaba la salida de un turno. Le pareció un hormiguero de tamaño desproporcionado. Todos caminaban de prisa, hombres y mujeres, vestidos de azul, de “brin sanforizado”. No sabía a quién preguntar, ni que hacer, se sintió muy pequeña... FUNSA era una gran fábrica de manufactura de caucho. Allí se hacían botas, zapatos de goma, neumáticos… Se le acercó una muchachita, flaca, larga y mal vestida que había estado recostada a la pared, observando el mismo espectáculo. Le preguntó, casi temblando: -¿Aquí es FUNSA? -Si. La otra estaba en la misma que ella: buscando trabajo. Entre las dos se las ingeniaron para preguntar y encontrar la puerta de entrada. Descubrieron el cartel en que una flecha indicaba donde estaba la oficina de personal. Allí llegaron con una amistad de cinco minutos, que les daba mucha seguridad. -Estoy nerviosa. -Yo más. Se acercaron a una empleada y le preguntaron, carraspeando: -¿Aquí toman gente?


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