5 Dexter el asesino exquisito, Jeff Lindsay

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—Es maravilloso tener un sueño, aunque ¿no sería más fácil que se convirtiera en realidad si saliéramos de aquí? Negó con la cabeza. —Mmm..., no. Es así. Tengo que estar aquí. O, ya sabes. No he de... Se mordisqueó el labio de una forma rara y volvió a sacudir la cabeza. —¿Qué? —pregunté, y su numerito de timidez me dio todavía más ganas de batirle las muelas a bofetadas—. ¿Qué no has de hacer? —Es difícil decirlo, incluso ahora. Es como... —Frunció el ceño, lo cual significó un cambio agradable—. ¿No guardas algún secreto..., algo que no puedes evitar, pero que te hace sentir vergüenza? —Claro. Vi toda una temporada de American Idol. —Pero eso lo ha hecho todo el mundo —dijo, al tiempo que desechaba la idea con un ademán y hacía una mueca—. Todo el mundo. Quería decir algo que... Ya sabes, la gente quiere integrarse, ser como los demás. Y si hay algo dentro de ti que te impulsa a... Sabes que está mal, que es raro. Nunca serás como los demás, pero aun así lo deseas. Y eso duele, y te obliga a ser más cauto. Cuando intentas integrarte. Lo cual quizá sea más importante a mi edad. La miré un poco sorprendido. Había olvidado que tenía dieciocho años, y se rumoreaba que era inteligente. Tal vez las drogas que le habían administrado estaban perdiendo su efecto, y tal vez estaba contenta de poder hablar con alguien desde hacía tiempo. Fuera cual fuera el caso, estaba demostrando por fin un poco de profundidad, lo cual eliminaba, al menos, una pequeña capa de tortura del cautiverio. —No. Es importante toda la vida —dije. —Pero el dolor se siente mucho más. Cuando eres joven, es como si se estuviera celebrando una fiesta y no hubieras sido invitado. Desvió la vista, no hacia la sangre, sino hacia la pared de acero desnuda. —De acuerdo —dije—. Sé a qué te refieres. —Me miró como dándome ánimos—. Cuando tenía tu edad, yo también era diferente. Tuve que esforzarme mucho para fingir que era como los demás. —Lo dices por decir algo. —No, es verdad. Tuve que aprender a comportarme como los chicos guay, y a fingir que era duro, incluso a reír. —¡Cómo! —exclamó, con otra de sus risitas de dos sílabas—. ¿No sabes reír? —Ahora sí. —Vamos a verlo. Compuse una de mis caras de felicidad perfectas, y le dediqué una carcajada muy realista. —Muy bien, oye —dijo. —Años de práctica —comenté con modestia—. Al principio, sonaba fatal. —Ajá, bien. Yo todavía continúo practicando. Y para mí es muchísimo más difícil que aprender a reír. —Eso es típico de la adolescencia. Crees que todo es más difícil para ti, sólo porque eres tú. Pero la verdad es que resulta muy difícil vivir como un ser humano, y siempre lo ha sido. Sobre todo si crees que no lo eres. —Yo creo que sí lo soy —observó en voz baja—. Pero de una especie muy diferente. —Vale —dije, y admito que estaba empezando a sentirme un poco intrigado. Estaba 132


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