2 Querido dexter, Jeff Lindsay

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Querido Dexter

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No soy tímido a la hora de admitir mis modestos talentos. Por ejemplo, admito sin ambages que estoy por encima de la media en comentarios inteligentes, y también se me da bien caer simpático a la gente. Pero para ser sincero conmigo mismo, también estoy dispuesto a confesar mis deficiencias, y un rápido análisis me obligó a admitir que nunca he sido bueno en respirar bajo el agua. Atrapado por el cinturón de seguridad, mareado, mientras veía el agua entrar y remolinear alrededor de mi cabeza, empezó a parecerme un defecto de carácter muy grande. La última mirada que había dirigido a Deborah antes de que el agua se cerrara sobre su cabeza tampoco había sido muy alentadora. Estaba colgando de su cinturón de seguridad inmóvil, con los ojos cerrados y la boca abierta, justo lo contrario de su estado habitual, lo cual no debía ser una buena señal. Y después, el agua subió hasta mis ojos, y no pude ver nada. También me gusta pensar que reacciono bien ante las ocasionales emergencias inesperadas, así que estoy muy seguro de que mi estupefacta apatía era el resultado de ser arrojado de un lado a otro, y luego aporreado con un airbag. En cualquier caso, estuve colga‐ do cabeza abajo en el agua durante lo que se me antojó mucho tiempo, y me avergüenza admitir que, casi todo el rato, estuve lamentando mi fallecimiento. El Querido y Finado Dexter, tanto potencial, tantos oscuros viajeros todavía por diseccionar, trágicamente muerto en la flor de la juventud. Ay, Oscuro Pasajero, le conocía bien. Y el pobre chico estaba a punto de casarse por fin. Cuánto más triste. Imaginé a Rita vestida de blanco, llorando en el altar, dos niños pequeños aullando a sus pies. La dulce Astor, con el pelo convertido en una burbuja crepada y un vestido verde claro de dama de honor empapado de lágrimas. Y el silencioso Cody con su diminuto esmoquin, mirando hacia el fondo de la iglesia y espe‐ rando, pensando en nuestra última excursión de pesca y preguntándose cuándo podría volver a clavar el cuchillo y retorcerlo poco a poco, mientras veía la sangre roja y brillante que manchaba la hoja, sonriente, y después... Para el carro, Dexter. ¿De dónde ha salido ese pensamiento? Una pregunta retórica, por supuesto, y no necesitaba el murmullo divertido de mi viejo amigo interior para saber la respuesta. No obstante, gracias a su iniciativa reuní algunas piezas dispersas y logré armar medio rompecabezas y comprendí que Cody... ¿No es curioso lo que pensamos cuando estamos muriendo? El coche se había posado sobre su techo aplastado, se mecía suavemente y estaba tan lleno de agua, espesa y turbia, que no habría podido ver una bengala disparada desde la punta de mi nariz. Sin embargo, podía ver a Cody con perfecta claridad, más que la última vez que habíamos estado juntos en la misma habitación, y alzada detrás de la definida imagen de su pequeña forma había una oscura sombra gigantesca, una forma negra sin rasgos distintivos que daba la impresión de estar riendo. ¿Era posible? Pensé de nuevo en cómo había clavado el cuchillo en el pez, tan contento. Pensé en su extraña reacción ante la desaparición del perro del vecino, muy parecida a la mía cuando, de pequeño, me habían preguntado por un perro del barrio del que me había apoderado para experimentar. Y recordé que también él había vivido un acontecimiento traumático como yo, cuando su padre biológico le había atacado a él y a su hermana, preso de una rabia inducida por drogas, y les golpeó con una silla. Era algo impensable. Un pensamiento ridículo, pero... Todas las piezas estaban ante mi vista. Adquirían un sentido perfecto, poético.

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