2 Querido dexter, Jeff Lindsay

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JEFF LINDSAY

—Voy hacia ahí —dijo, y oímos que su sirena se conectaba antes de que cortara la comunicación. Hacía mucho tiempo que el aeropuerto de Opa‐Locka gozaba de popularidad entre la gente que se dedicaba al tráfico de drogas, así como entre la que participaba en operaciones encubiertas. Se trataba de un acuerdo práctico, considerando que, con frecuencia, la línea que separaba a ambas era muy difusa. Era muy posible que Oscar tuviera un pequeño avión esperándole, preparado para sacarle de matute del país y transportarle a casi cualquier sitio del Caribe o de Centro o Suramérica, conectado con el resto del mundo, por supuesto, aunque dudaba de que se dirigiera a Sudán, o incluso Beirut. Lo más probable era algún lugar del Caribe, pero en cualquier caso huir del país parecía una opción razonable teniendo en cuenta las circunstancias, y el aeropuerto de Opa‐Locka era el lugar lógico donde empezar. Oscar iba ahora un poco más deprisa, aunque la calle 135 no era tan ancha ni frecuentada como Biscayne Boulevard. Cruzamos un canal por un pequeño puente, y cuando Oscar llegó al otro lado aceleró de repente, abriéndose paso entre el tráfico. —Maldita sea, algo le ha asustado —dijo Deborah—. Nos habrá visto. Aceleró para no rezagarse, manteniendo todavía dos o tres coches entre nosotros y la presa, aunque parecía un poco tonto ahora fingir que no le seguíamos. Algo le había asustado de verdad, porque Oscar conducía como un loco, peligrosamente con riesgo de chocar contra otros coches o subirse a la acera, y por supuesto, Deborah no iba a perderse aquella especie de competición de mala leche. Se pegó a él, adelantando a coches que todavía estaban intentando recuperarse de su encuentro con Oscar. Se desplazó al último carril de la izquierda, lo cual obligó a un Buick antiguo a apartarse, subirse al bordillo y meterse en el jardín delantero de una casa azul claro después de romper la valla de tela metálica. ¿Ver nuestro pequeño coche camuflado había sido suficiente para que Oscar se comportara así? Era agradable pensarlo y me sentí importante, pero no me lo creí. Hasta el momento, había actuado de manera fría y controlada. De haber querido deshacerse de nosotros, habría efectuado un movimiento repentino y difícil, como subir por el puente levadizo cuando se alzó. Entonces, ¿por qué le había entrado el pánico de repente? Sólo por hacer algo, me incliné hacia delante y miré por el retrovisor lateral. Las letras mayúsculas en la superficie del espejo me revelaron que los objetos estaban más cercanos de lo que aparentaban. Tal como estaban las cosas, este pensamiento era muy deprimente, porque en aquel momento sólo aparecía un objeto en el espejo. Una furgoneta blanca baqueteada. Y nos estaba siguiendo a nosotros, y siguiendo a Oscar. A nuestra misma velocidad, adelantando a todo bicho viviente. —Bien —dije—, no era una estupidez, a fin de cuentas. Alcé la voz para hacerme oír por encima del chirrido de los neumáticos y las bocinas de los demás conductores. —Ah, Deborah —dije—, no quiero distraerte de tus deberes de conductora, pero si tienes un momento, ¿te importaría mirar por el retrovisor? —¿Qué coño quieres decir? —rugió, antes de desviar los ojos hacia el espejo. Fue una suerte que estuviéramos en un tramo recto, porque por un segundo casi se olvidó del volante—. Oh, mierda —susurró. —Eso mismo pensaba yo —dije. El paso elevado de la I‐95 se ensanchaba al otro lado de la carretera que había justo enfrente, y antes de pasar por debajo Oscar giró violentamente a la derecha, atravesando tres

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