LOS CUENTOS DEL LICEO

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Primera Edici贸n: Septiembre 1979

Portada y contraportada: A. YRIGOY. Ilustraciones: GARCIA MONGE y AISA. Selecci贸n de cuentos. Departamento de Lenguaje, 3陋 Unidad. Edita: LICEO EUROPA - Zaragoza. Imprime: ARPI/relieve, S. A. - Blas Ubide, 5. Zaragoza. Dep贸sito Legal: Z-93379 ISBN: 84.300-1387-3

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Prólogo .............................................................. 3 El leñador ............................................................ 4 El niño grumete ................................................... 5 El novato cazador ................................................ 6 La destrucción de la felicidad ............................... 8 La muerte de una flor ......................................... 10 Una tarde .......................................................... 11 El topo Ernesto .................................................. 13 Los elefantes ..................................................... 16 Feliz Navidad para Timi ..................................... 17 Elle, la bruja ...................................................... 25 Alberta, el soñador ............................................ 27 La organización ................................................. 29 El vagabundo .................................................... 37 El espejo fabuloso ............................................. 39 Atlantis .............................................................. 41 Navidades en una casa ..................................... 44 Adis, hombre ..................................................... 47 La niña de Morte ............................................... 51 El granjero ........................................................ 55 El ambicioso ...................................................... 57 La historia del hombre que roba las semillas de flor 65 Las tres huerfanitas ........................................... 67 El conejo viajero .................. : ............................ 71 Yo, Knut ............................................................ 75 El amigo de los animales ………………………… 83 Sueño fantástico …………………………………. 87

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PRÓLOGO Mirad al cielo. Preguntad: ¿El cordero, si, o no, ha comido a la flor? Y veréis cómo todo cambia... ¡Y ninguna persona mayor comprenderá jamás que tenga tanta importancia! («EL PRINCIPITO».A. de Saint - Exupéry.)

Saltar al aire y sentir que la tierra se queda lejos es labor de los que todavía no tienen ataduras, ni les mueve el interés. Los niños —qué poco les gusta a ellos esta palabra— saben llenar sus horas sin necesidad de estar pendientes de los "grandes". Ellos tienen su mundo y se lo comunican. Algunos sabios, siempre "viejos sabios", afirman que el niño no sabe escuchar, no dialoga... Permitidme que dé vuelta a esta afirmación. Al niño le desborda su vida, no necesita que le den sensaciones dxternas, no necesita que lo entretengan. ¿Han visto a algún niño que se aburra? Un niño vive la intensidad de lo que penetra por sus sentidos, lo mastica, lo reinventa y lo lanza a donde vino, y busca otro bocado. Este colectivo de cuentos nació en la escuela, esto es sólo una pequeñina parte. Dijimos un día: "¡Contemos cuentos! Pero cuentos nuestros, de niños para niños". Y cerrando los ojos nos pusimos a soñar o a vivir; nunca estaré seguro de lo que hicimos. Y aquí están, en tus suaves dedos sentirás palpitar su corazón, un corazón joven y inerte, un corazón, ¡así de grande! J. L. BORRA

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EL LEÑADOR

En un bosque, hace muchos años, pasó una cosa muy curiosa: Era verano. Todas las madres alimentaban a sus hijos. Los animales no estaban irritados. Había llovido, y aún se podía percibir con et olfato lugares donde la tierra Haifa recibido un buen chaparrón por et cielo. De pronto, todos los animales corrieron hacia sus casas. Percibían el peligro que corrían. Los animales no se movían. Estaban como aletargados. Todo el bosque entero empezó a temblar, donde et águila, que con sus poderosas fauces y enormes ojos b vigilaba todo, hasta et tej()n, que ofa las pisadas de alguien, que hacían retumbar el suelo de su escondrijo. Las pisadas eran cada vez más sonoras. El sudor corda como ríos de agua por iodos los animales. Se abalanzaba el hombre por encima de ellos. Venia bien equipado, con mochila, rifle y hacha. No era uno, «un mas, todo un campamento acampado a media legua del bosque. A la mañana siguiente, cuando se hablan ya despertado algunos animales, los hombres se situaron en medio del bosque y se repartieron por todo él. Al día siguiente, el aspecto del paisaje habla cambiado por completo; ya no había árboles, ni animales, sino un paraje, visto, desde lejos aún pasable, pero desde cerca aterrador y desalentador tan solo había huellas de hombres y alguna que otra rama pino. Nadie sabía dónde se habían escondido los animales y los árboles de aquel bosque. Así es como desapareció una generación de animales que aún ni nunca será repuesta.

B.O.A (12 AÑOS)

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EL NIÑO GRUMETE

Tormenta, fuerte oleaje, espuma blanca ha nacido. ¡Los pescadores, que bajen! El bello sol ya se ha ido. El viaje e se ha retrasado, todos a sus casas vuelven, despacio y desanimados andando van los marinos. Menos un niño grumete que se queda rezagado, va hacia una punta del muelle, y allí se duerme en seguida. Con sus sueños encantados en una más feliz vida, donde todo es alegría y el dinero es despreciado. Pero un ruido le despierta, y ve que la realidad no puede cambiarse ya, hasta que llegue un gran día. Aunque no tiene donde ir, descontento, él se aleja, pero deja de vivir de un rayo de la tormenta. C.R.(12 años)

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EL NOVATO CAZADOR Este cuento no empieza «érase una vez», porque cuando empieza así es que ya ha pasado, y resulta que esto puede pasar en cualquier momento y en cualquier pueblo. Don Agapito era el mejor cazador de la comarca. Un día quiso salir de caza con algún vecino del pueblo, pero viendo que todos discutían y se peleaban por ir con él, decidió sortearlo. A todo el que quisiera ir se le entregaba un trozo de papel en el que había escrito un número. Después de que todos tenían su número, don Agapito posé a efectuar el sorteo y, tras coger un número, dijo: «El que tenga el ocho es el agraciado.» - ¡Qué pena! Yo tengo el nueve. -Vaya rabia... Con Io que me habría gustado ir. Don Luis gritó: - ¿Sabéis quién tiene el ocho? -¿Quién?, exclamaron todos al unísono. - Don Basilio. -Pero si él no sabe cazar… ¡No hay derecho!, exclamó otro. Don Basilio, elevando la voz sobre los murmullos, dijo: - Pues, por eso, señores, con quién voy a aprender mejor que con don Agapito? Aquel día hubo muchas discusiones, pero la cosa se quedé ahí. A la mañana siguiente, con el alba, se levantaron los dos cazadores y salieron del pueblo, mientras que de todas las ventanas del pueblo unos ojillos miraban con envidia. Mientras se dirigían al campo, don Agapito le iba dando consejos a su compañero: - Debes tener mucho cuidado, ¡no te debes poner nervioso! Al Ilegar al campo, y entre todos los preparativos, de entre unos matorrales surgió una Iiebre que corría velozmente hacía su guarida. - ¡Dispara!, grito don Agapito a su compañero. Don Basilio apunta. dispara y... el sombrero de don Agapito voló por los aires.

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- ¿No te he dicho que apuntaras bien? Un poco más abajo y me vuelas la cabeza. - ¡Pero si yo apunté a la liebre! - Bueno, dejemos este tema, dijo don Agapito. Anduvieron otro trecho y salió otra liebre. Don Basilio apunta, dispara y... da en la alforja de comida que tenía don Agapito. - ¡Ay, ay, Dios mío!, este hombre se ha propuesto matarme. - ¡Ya sé Io que haré la próxima vez! —dijo don Basilio. - ¿Qué?, preguntó don Agapito. - Pues, le apuntaré a usted y así daré a la liebre. - Me parece muy bien - dijo don Agapito- , pero sabe Io que voy a hacer yo. - ¡No! - Pues voy a quitarle la escopeta, porque de ésta no sé si voy a salir vivo. Y así Io hizo. Y desde aquel día don Agapito fue a cazar solo, únicamente con la compañía de su perro. E. G. (11 años)

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LA DESTRUCCIÓN DE LA FELICIDAD En un lejano país Ilamado Caracolinsectid todo era alegría, tranquilidad, fantasía y buen humor; toda Io anterior era difícil de creer, pero era verdad, porque en este lugar no existía la ley del hombre. Este país estaba habitado en especial por los caracoles, por ser los primeras pobladores; también existían los ciempiés, los saltamontes, las hormigas..., pero siempre de este mismo tamaño, y por esto no habla diferencias y todos juntos habían hecho las leyes. En alegría y felicidad vivieron unos dos o tres anos, ya no recuerdo bien. Pero una fría noche de invierno, con truenos y Lluvia, el bosque empezó a temblar; todos los animalitos creyeron que Serra Alec bostezo de la tierra, aunque no eran muy frecuentes. Pero Pepito el rebordito y su hermana Filipina (que eran unos caracho-les) les contaron que yendo al colegio habían visto un animal como un monte y que era muy feo; todos se pusieron de acuerdo en hacer una asamblea y en ella se decide ir a ver al nuevo visitante para decirle que, si se quedaba alto, tentad que cumplir sus reglas. Por la mañana temprano todos fueron a hablar con éste; él estaba dormido. Los animalillos le intentaron hablar, pero esto no le fue posible, parque el gran ser les dio un gran manotazo y contesté gritando que él era el rey de aquel lugar. Los animales protestaron, pero no pudieron hacer nada contra la enorme mon.-tafia. ¡Pobre país de Caracolinsectid!, no sabía Io que se le esperaba. Durante mucho tiempo los animalillos no salieron de sus casas por terror. Un día, ciempiés salió acompañado de su padre y ambos vieron que durante todo ese tiempo que habían estado en sus casas los asesinadores de la felicidad (que éste fue el apodo puesto por nuestros amigos) se habían reproducido e invadían todo; pero mientras miraban

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esto atónitos, un asesinador de la felicidad los vio. Los dos ciempiés se pusieron a correr todo que podían, pero el padre cavé en sus manos y Io mataron ante los ojos llenos de tristeza de su hijo. Todo iba mal y los asesinadores eran ya reyes del país. Construyeron casas, coches y muchas más casas; comían a los caracoles y pisoteaban al resto de los animalillos, y destruían el verde de los campos. Tan sólo por su progreso, la felicidad y la alegría desaparecían, se evaporaban, y aumentaba la avaricia. Tan sólo por su progreso. Por esto, por donde el asesinador de la felicidad paso, deja marcada su huella, con un mal recuerdo de todos. S. V .(12 años)

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LA MUERTE DE UNA FLOR

Quería haberlo soñado todo, pero era verdad. Guise haber tenido una pesadilla, pero todo fue inútil. Ella había muerto sin remedio, con sus bellos rizos sobre la cura, con una sonrisa en los labios, con los ojos anegados en un llanto cálido, con el cuerpo casi entumecido, entre unas sábanas verdes, debajo de un techo azul, rodeada de paredes marrones, donde había unos pájaros posados en sus ramas; como compañera, la brisa. Lentamente, sin prisa, fue dejándose caer pálida, pero sonriente. El coro pía su canción de despedida y el arroyo Ilora desesperadamente; mientras, arriba se van formando unas nubes en el firmamento, y los pajaritos se alejan diciendo adiós con sus alas, y las aguas del riachuelo lloran y lloran. Y yo me siento culpable al ver en un rincón un vaso con agua y con una flor. L. L.(12 años)

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UN A TARDE Era por la tarde, después del colegio. Marcelo, que es así como se llama el protagonista de esta historia, se dirigía a su casa después de un atareado día de estudios. Marcelo parecía preocupado, pensativo. Por fin Ilegó a su casa, llamó a la puerta y su madre le abrió; él, en vez de correr hacia su habitación para dejar la cartera, entró en casa despacio y con la mano mesándose la inexistente barba. Su madre se le quedó mirando, mientras él empezaba a andar en dirección a su habitación; su madre, extrañada, le preguntó que si pasaba algo; él contestó que no, que Io que le pasaba era que le preocupaba una cosa. Su madre cerró la puerta, que aún estaba abierta, ya que la madre, preocupada por su hijo, no le había dado importancia. Ella se acercó a su hijo, preguntándole que qué era Io que le preocupaba; él, que era una cosa del colegio; la madre, alarmada al oír algo relacionado con el colegio, le interrumpió y le preguntó impaciente que qué era. El, tranquilo, fue hacia su cuarto, dejó la cartera y cogió un papel y se dirigió a una habitación que estaba cerca de la puerta; al pasar por delante de su madre, que aún estaba en cuclillas esperando una respuesta del hijo, le afirmó que tenía que hacer un cuento y que no se le ocurría nada. Se metió en la habitación e intentó meter el papel en la máquina; nada, era imposible, el papel parecía derecho, pero no; cuando iba a empezar a escribir estaba torcido. Parece mentira que uno sea tan torpe - pensaba él dentro de sí-; por fin Io consiguió, metió la hoja derecha. Bien, pensó: habrá que empezar a escribir, pero... ¿qué escribiría? Empezó a pensar

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en lo que antes se le había ocurrido, pero nada le parecía bien. Por fin, una brillante idea apareció en su cabeza. Contaría una historia de vampiros y cosas de esas, y puso manos a la obra. Empezó a escribir con mucho entusiasmo, «que si los afilados dientes del vampiro se clavaban en la yugular de la preciosa muchacha», pero le pareció que el profesor apreciarla mejor una novela histórica que una novela barata de terror. Se puso a cavilar y, por fin, se le ocurrió escribir su historia, si, su propia vida puesta en un papel, y con gran afán empezó su obra, recordando que cuando tenia diez años vivió la guerra, y empezó a pensar en las catástrofes, que si muertos, hombre, fusilados, contrabando; pensó también en su padre, cómo lo fusilaron delante suya y cómo su madre lloraba amargadamente; cómo después los alemanes robaban en las casas y mataban al que se les oponla. Todo esta le hizo reflexionar y pensé que de qué servía vivir si ya hablan muerto todos, y rompiendo el cristal de la puerta cogió uno de los trozos y se Io clavé en la muñeca, desangrándose; recostado en la cama murió. I B L (13 anos)

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EL TOPO ERNESTO Érase una vez un topo llamado Ernesto, que era muy despistado; casi siempre se olvidaba las gafas en su guarida. Un día, la bellísima condesa de Villanabos invitó a Ernesto a la gran fiesta de fin de año Una mesa estaba llena de suculentos manjares: caracoles en su salsa, lombrices en conserva, mariposas estofadas, cochinillas fritas, larvas de hormiga..., etc. Esta vez, Ernesto se puso las gafas de sol y veía perfectamente. La condesa de Villanabos invitó a todos los habitantes del pueblo, pero se olvidó de invitar a la bruja Meluji. Casilda, la condesa, se propuso empezar la fiesta, y dijo: «Queridos habitantes de Villanabos: Tengo el honor de presenciar esta fiesta de fin de aho». En ese momento apareció una púrpura nube grisácea; todos salieron corriendo, menos Casilda y Ernesto, que quedaron paralizados. De pronto desapareció la púrpura nube grisácea y apareció la bruja Meluji. Ernesto y Casilda quedaron aterrorizados. Sobre su pela grisáceo tenía un sombrero, con una calavera traspasada por un hacha. Meluji dijo: - Casilda quedará encerrada en una cúpula de vidrio metalizada, y a ti, Ernesto, te dejaré suelto, y si quieres liberarla tendrás que pasar unas pruebas, y si no las superas, Casilda morirá de hambre, y si las superas podrás liberarla. Esta noche, a las doce en punto, empezaran las pruebas y tendrás que llegar a la cueva tenebrosa y arrancarle al dragón de tres cabezas un mechón de pelo; la cúpula se abrirá y podrás irte con ella, mientras que yo me iré a vivir a otro pueblo. A las doce, Ernesto salió, de su madriguera con una maleta llena de gusanos y se puso a buscar la cueva tenebrosa; según sus

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antepasados estaba en la cima de la montaña Rocosa. Cuando estaba escalando la montaña se encontró con un topo moribundo, le dio un gusano y se repuso rápidamente; a cambio, él le dio una caja, y dijo —Toma esta caja, utilízala cuando quieras convertirte en algo. Y el topo dijo estas palabras: «Lumocaladaiba, lumocaladaiba», y desapareció. Ernesto, después de haber escalado toda la montaña, se dio cuenta de que era verdad Io que decían sus antepasados. Enfrente de él estaba la cueva tenebrosa; en la entrada había un montón de cabezas de topo y un cartel que decía: «No apto para miedosos». Y entró con mucha valentía. Al cabo de un rato, Ernesto se encontró con una terrible cobra de las Indias («cobrus peligrosus, parque faire plus de pupa»). Ernesto sacó la caja y le dijo que se convirtiera en un mosquito, y así Io hizo; el mosquito empezó a picarle a la cobra, que al final dijo: «¡Me rindo!», y Ernesto dijo: «Las cobras no hablan»; y la cobra dijo: «Pues los topos tampoco», y Ernesto siguió su camino. Mas tarde, Ernesto se encontró con un toro, cogió su pañuelo rojo y Io toreó. Ernesto estaba muy cansado, cogió una piedra muy grande y la puso detrás del pañuelo; cuando fue el toro se chocó con la piedra y se desmayó. Ese día Ernesto estaba muy fatigado, por Io que decidió acampar ahí, y por la noche se encontró con ocho fantasmas; sacó su cinturón y se puso a pegarles hasta que se rindieron. Ernesto cogió un fantasma y se tapó como si fuese una sábana. Al amanecer, Ernesto se puso en camino y, por fin, se encontró con et dragón de tres cabezas. Luchó y luchó hasta cansarse, todo era inútil, hasta que se acordó de la caja; entonces la sacó

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del bolsillo y se convirtió en un escudo contra el fuego. Ernesto avanzó y al fin llegó hasta una de las cabezas del dragón, cogió un mechón de pelo y se Io llevó. Al llegar a Villanabos se encontró a la condesa; de pronto la cúpula se abrió, y se casaron. Y de la bruja no se volvió a hablar más. Celebraron la fiesta de Nochevieja en el palacio de Villanabos, reuniéndose todo et pueblo. R. Z (11 AÑOS)

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LOS ELEFANTES

Era una vez que una niña se encontró un elefante, pero era dibujado, claro está, y le llamó Rupertin, y cada vez que los chicos de su edad (6 años) se metían con ella se les enseñaba y se iban corriendo; pero una vez un chico un poco mas mayor se metió con ella, se Io enseño, y le dijo: —A mí, ese enano no me da miedo. Y como ella Io quería tanto y le había cogido tanto cariño, pues le pegó por insultarle, y el chico, al ser más bruto, le empezó a pegar. El elefante, aunque la n i ñ a no Io sabía, sentía y escuchaba todo, y a él le daba mucha pena que la niña estuviese sufriendo por su culpa. Y haciendo un gran esfuerzo se volvió en un elefantito pequeño y con su bonita y grande trompa cogió al niño y Io mandó por los aires; la niña se ilusionó tanto de que se hubiese convertido de verdad, que también se volvió elefantita, ¡y de verdad!, haciendo una pareja francamente ideal. Y, en serio, ser elefante no es nada desagradable, ¡es fenomenal! Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

BCE (12 años)

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UNA FELIZ NAVIDAD PARA TIMI Timi era huérfano y mendigo, que se dedicaba a pedir monedas en Torvar, un viejo pueblecito de las montañas. Timi tenía 10 años, para cumplir los 11. Era bastante alto y delgado, solía vestir con un pantalón a cuadros (pasado de moda), una camisa marrón hecha con viejos sacos y unos zapatos agujereados. En el pueblo se conocían todos. Juan, el panadero, que hacía unos riquísimos y dorados panes, que Timi no había tenido ocasión de probar. Pepi, la dueña de la bombonería; Anna, una vieja anciana, que se comportaba muy bien con Timi, ya que ella se sentía muy sola, y el señor Smith, un hombre rico, pero muy avaro, Estos eran los más conocidos por Timi, pero había otras muchas personas. Se acercaba la Navidad y Anna dio a Timi unas cuantas monedas para que pudiese comprar una tableta de turrón. Anna hacía esto todos los años, cosa que Timi le agradecía mucho. Cuando Timi se disponía a entrar en la bombonería para comprarse el turrón, notó que algo lamía sus viejos zapatos. Timi miró hacia abajo y quedó sorprendido: era un pequeño perrito abandonado y parecía estar muerto de frío y de hambre. Timi, Sin pensarlo ni un momento, cogió al perrito entré sus brazos y lo abrigó con su camisa. Entró en la bombonería con él, y Pepi le preguntó que qué era eso. Timi le respondió que era un perrito que se había encontrado. Pepi exclamó: « ¡Ah!» Timi cogió el turrón y salió con su perrito; más tarde pensó que eso de llamarle «perrito» sonaba un poco mal, por Io que le puso el nombre de «Fiel». Era un nombre bonito para un perro tan valiente como Io era «Fiel». Los días pasaban, «Fiel» crecía y la Navidad se acercaba.

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Timi pensé en ir a los cubos de basura de un hotel cercano, donde todo era lujo; allí cogería los restos de comida que sobraran. Acompañado por «Fiel», Timi llego al hotel y empezó a buscar comida: garras de pollo, sardinas, manzanas, trozos de turrón e i n c l u s o un poco de champán. Timi no comprendía cómo había gente que desperdiciaba esa comida, cuando había tantas personas que la necesitaban. «Fiel» empezó a ladrar de repente, junto a un cubo de basura, y Timi se acercó pensando que habría algo de comer. Pero grande fue su sorpresa, ya que en el cubo había un niño. Pedro, que era así como se llamaba el niño, suplicó a Timi que le dejara ir con él, y le explicó que se había escapado de casa, de un pueblo un poco alejado de Torvar. Timi no comprendió ese hecho, ya que él estaría muy contento teniendo una casa propia. Pero Pedro le explicó que en casa todo eran bofetadas y reniegos. Y así Pedro y Timi se hicieron como uña y carne. Al día siguiente, Timi y Pedro se levantaron muy temprano. Desayunaron una manzana cada uno y un trozo de turrón. Cuando se disponían a salir a la calle, oyeron las sirenas de la policía, y pensaron que otra vez habían robado al señor Smith. Pero pronto Pedro averiguó que no se trataba de eso, y exclamé: — ¡Vienen a por mí! Timi, extrañado, preguntó: — ¿Pero qué dices? - Sí, es mi padre; ha debido mandar buscarme. ¡Vamos, de prisa! - Pero si te han mandado buscar es que te quieren y deben de estar muy preocupados. -¿Preocupados? Si, claro, ¿quién lavará y tenderá, quién irá a la

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compra y quién cuidara a mis hermanos? ¡Anda, vámonos, no dejes que me cojan! Y así, Timi y Pedro empezaron a correr, seguidos por «Fiel». Se metieron por calles y callejones, sin saber dónde ir. -¡Y qué mala pata, Timi se torció el tobillo al tropezar con una piedra! Pedro, que iba en primer lugar, retrocedió y ayudó a Timi a levantarse. Timi mandó a Pedro que corriera y que se escondiera en alguna casucha del barrio. Pero Pedro, como buen amigo, cogió a Timi y poco a poco llegaron a una vieja casa, que debía de estar Io más seguro abandonada. Ya en el portal, Pedro preguntó: - ¿Pero por qué me buscarán en Torvar? Hay otros pueblos mas cercanos, donde yo podía haberme escondido, A Io que Timi respondió con esfuerzo: — Seguramente alguien les dio la información... Cinco minutos más tarde, Pedro oyó una voz; se asomó por la puerta y... ¡era un policía! ¡Tenían que escapar! Pero Timi no tenía fuerzas para ello. «Fiel», al ver a una enorme rata rondar por allí, cosa que era normal, ya que era una casa muy vieja, empezó a dar ladridos. Pedro regañó a «Fiel»: —

¿Por qué has hecho eso? Los policías te habrán oído...

Pronto los policías acudieron, cogieron a Pedro, y de Timi y de «Fiel» no se preocuparon. Cuando Pedro se encontraba frente a su padre se sintió como un miserable gusano; el padre cogió a Pedro y antes de entrar al coche de los policías le dio dos bofetadas Mientras Timi hacía un esfuerzo para poder andar, «Fiel» iba cabizbajo. Timi exclamé:

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—iPobre Pedro! Ya no había posibilidades de ver más a Pedro, el coche había arrancado. Era un día soleado, por Io que Timi decidió ir a pasear por las acogedoras calles del pueblo, junto a «Fiel». Al pasar por la tienda del señor Smith, en la puerta había un cartel en et cual se leía: «Se necesita aprendiz para zapatero». El señor Smith se dedicaba a la construcción de zapatos y sus tiendas estaban repartidas por toda Italia. Timi exclamé: «¡Es fantástico!» Timi siempre había querido trabajar, pero tal como estaban las cosas no había podido encontrar un puesto de trabajo. Timi no sabía mucho de zapatería, pero pensé que poco a poco iría aprendiendo; además, con el señor Smith, seguro que le pagaría muy bien. Timi no Io pensó más y entró a la tienda, ordenando a «Fiel» que se quedara tuera, pues et señor Smith odiaba a los animales. Cuando Timi estaba dentro, el señor Smith estaba protestando, como siempre. —Perdón, señor Smith —dijo Timi tembloroso. —iAh, eres tú! Creía que era uno de esos estúpidos acreedores. Pues si se creen que les voy a pagar, van buenos... Pero, bueno, ¿qué quieres? —Venia a por Io del cartel que hay fuera en la puerta. —Y..., qué entiendes tú de zapatería? —La verdad es que no mucho —admitió Timi—, pero le aseguro que si me acepta pondré todo mi interés en aprender. —Si, pareces un chico muy responsable... En primer lugar te encargarías de atender a los clientes que vienen a comprar zapatos o a que se los arreglemos, y más tarde, si me convencieras,

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te haría mi ayudante. Mañana, a las ocho de la mañana en punto, ¿entendido? —Si, señor, y muchas gracias; mañana a las ocho en punto. iAdiós! Timi salió corriendo de la tienda, cogió a «Fiel» y le gritó: —¡

Me han aceptado!, ¡voy a trabajar! Podremos comer y

beber todo Io que queramos... Timi pensó que después de todo el señor Smith no era tan malo como decían. El trabajo le iba muy bien a Timi y además cobraba bastante bien. Siempre era puntual y estaba dispuesto a trabajar; poco a poco se convirtió en el ayudante del señor Smith, e incluso tenla una habitación propia en la casa de su dueño. Esa misma noche, cuando en su cama Timi se iba durmiendo poco a poco, oyó que la puerta de su habitación se iba abriendo lentamente. Timi sintió un miedo terrible. ¿Quién podía ser a aquellas horas de la noche? Pero qué sorpresa, Timi no se creía Io que estaban viendo sus ojos, y exclamé: —¡Pedro!, pero... pero ¿qué haces tú aquí? —Timi, ¡qué ganas tenía de verte! Así que trabajas, ¿eh? —Si, ya trabajo, pero cuéntame, ¿te has escapado de casa? —En realidad es corto de contar. Verás; nada más llegar a casa me puse a trabajar: lavar, fregar... ¡Bueno, ya sabes!, pero un buen día llegó la madre de mi padre; es una mujer muy trabajadora, y como se le había muerto su esposo, mi abuelo, pues se vino a vivir con nosotros. Desde entonces yo no hacía nada, ni nadie se preocupaba de mi, así que decidí escaparme.

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¿Cómo te enteraste de que estaba aquí?

—En este pueblo todos saben todo, ¿sabes? Lo que más me penó fue el dejar a una chica fabulosa que conocí. - Pero, ¿qué vas a hacer aquí? Yo trabajo... —Yo tenla idea de vivir y de trabajar juntos, si el señor Smith Io permite, claro. —Yo creo que si, es un hombre muy bueno, pese a Io que dicen..., pero ahora no podemos despertarle; Io haremos mañana. Ven, échate aquí. —¡Caramba, qué bien se está en esta cama! —Si, buenos noches, Pedro. —Buenos noches, Timi. Y así pasó la noche, y al amanecer los niños Io primero que hicieron fue ir a preguntar al señor Smith Io de Pedro, y le contaron todo: — Así que te escapaste, ¿eh?, je..., je... Recuerdo que cuando yo era pequeño también me escapé, pero la paliza en casa fue muy dura, je..., je... —A Pedro le extrañó mucho el carácter del señor Smith y no le quiso llevar la contraria, por Io que le sonrió también. —

Quedas aceptado, muchacho.

Pedro y Timi empezaron a dar saltos de alegría: —

¡Viva!, !yupi!

Durante et trabajo, Pedro pregunté: —Y «Fiel», ¿dónde esté «Fiel»? —Ahora vive en la caseta vieja, el señor Smith odia a los animales. —Esta tarde iremos a verlo, ¿estás de acuerdo? —Sí, claro, y le llevaré unos cuantos huesos.

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«Fiel». Tanto Timi como Pedro quedaron sorp Más tarde comieron y después se echaron una pequeña siesta. rendidos. Salieron a la calle, vestidos y aseados adecuadamente. Los tres iban de la mano, la gente se quedaba asombrada y aún más cuando et señor Smith decidió llevarse a casa a «Fiel». Esa fue una noticia maravillosa para todos. Y por fin Ilegó la Navidad. El señor Smith decidió que aquel día fuera muy feliz, tanto para él coma para sus queridísimos Timi y Pedro. Por la mañana decidieron ir con el coche del señor Smith a las ferias de un pueblo cercano. Comieron fuera, los tres se Io pasaban bomba. El señor Smith no había tenido ocasión de pasar unas Navidades felices, siempre solo. Al atardecer compraron los juguetes y ya, entrada la noche, fueron a casa a cenar. Cuando Ilegaron vieron que «Fiel» no había regresado todavía; buscaron por toda la casa, pero fue inútil, y rápidamente corrieron hacia la caseta, y grande fue su sorpresa cuando vieron a «Fiel» rodeado de cuatro cachorros, junto a «Dytseig», una perra vecina. Esas fueron las Navidades más felices para todos. A. A(11años)

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ELLA, LA BRUJA E n Zaragoza a trece de enero de mil novecientos setenta y nueve. Hasta hoy creía que «ellas» no existían, pero, ¡por fin!, la prueba definitiva que ha echado por tierra todas mis anteriores creencias. Ahora estoy aquí, al lado de una de “ellas», y no me preguntéis cómo Io he adivinado, Io sé por me Io ha dicho. Incluso me atrevería a decir que sus palabras no hacían falta, hace tiempo que un sexto, séptimo u octavo, da igual, sentido me Io había advertido. Pero hoy, montada en una escoba, bueno en realidad era una aspiradora (tiempos modernos, ya se sabe), y soltando hechizos por ahí, rodeada de truenos, rayas y de todos los efectos eléctricos que el cielo es capaz de producir, allí estaba, mochales perdida. De pronto un ruido, una falsa explosión y, ¡plaf!, la aspiradora falla y la pobre señora tiene que hacer un aterrizaje forzoso en media del paseo de la Independencia. En un instante se ve rodeada de toda la gente extraña y ajena a ella, intenta una y otra vez salir a flote. Pero no entiende el mecanismo actual, y por sus adentros piensa: «Cuánto mejor eran las escobas de antes». Sus uñas son ya cuchillos y sus ojos son dos Ilamas, pues todo esfuerzo es vano; recurre a sus libros donde hechizos hay por pares, incluso centenares, pero nada, nada de nada, se reúne el cortejo, brujas, magos hechiceros y patanes, pero no hay solución al problema, ni su genio, sus productos o palabras resuelven et forzoso aterrizaje. En estas parece elevarse, pero al instante cae de nuevo lentamente y con tan mala suerte que quedé yo ahí, aprisionada entre el asfalto; cuando me quería dar cuenta era un sapo, y allí, entre el gentío, intenté decir a ustedes la solución al problema, pero nadie, absolutamente nadie, hace caso a un pobre sapo. Así que sin decirles el final, pues dificulta las cosas esta extraña indumentaria, me alejo despacio tras dejar a todos discurrir por un rato y así, cada uno de ustedes, ponga et final que le guste a esta pequeña historia de «ella, la bruja». ILM (14 anos)

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ALBERTO, EL SOÑADOR

Érase una vez en un pueblo cercano a México donde vivía un niño muy soñador. El se levantaba a las siete de la mañana para cuidar el rebano y llevarlo a pastar. Este niño quería ir a la escuela, pero sus padres no podían pagarle la escuela. Aquel día estuvo por un campo que no había estado nunca. Alberto pensó que esa casucha que había enfrente le podría servir para vivir allí, entonces se metió en esa casucha con su perro «Tobi» y se echaron a dormir en la paja; él soñaba con un caballo que podía volar, correr, andar y nadar. Pero al rato se levantó y vio que este sueño era verdad; acarició al caballo y le dio caramelos, entonces, él y su perro, se hicieron muy amigos del caballo y volaron por muchos lugares que él había soñado, pero que sus sueños no se le habían vuelto realidad. El caballo podía ir muy veloz. Y entonces se fueron a España, Francia... Gracias al caballo ganó mucho dinero. Y el mayor sueño que no podía haber hecho nunca, ahora se le hacia realidad. Alberto era feliz y muy inteligente, era el primero de la escuela. A R B(11 años)

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LA ORGANIZACIÓN Era una mañana fría y húmeda. A pesar de ser las diez de la mañana, la calle estaba casi desierta. No se veían más que cuatro o cinco personas que acudían a sus obligaciones corriendo, como si temiesen algo. Se oyó chirriar una puerta sobre la cual brillaba una placa con la insignia de un hostal. Salió un hombre que caminaba nerviosamente, volviéndose de vez en cuando, como para comprobar que nadie le seguía. Tras unos minutos se detuvo frente a un coche. Hurgó en su bolsillo y sacó una Ilave, la cual se disponla a introducir en la puerta del coche, cuando se detuvo pensativo. Dobló sus grandes rodillas enmohecidas por el frío y revisó concienzudamente los bajos del coche. Tras esto abrió el portaequipajes y el capó, y repitió la operación anterior. Nada encontré e intenté tranquilizarse secando el frío sudor que caía por su frente. Se introdujo en el coche y arrancó éste, no sin antes dudar un momento. Mas, no había recorrido veinte metros cuando una terrible explosión sobrecogió toda la calle y su coche saltó por los aires. Sintió una sensación extraña y recordé una frase: «La, organización es implacable». Luego, la nada infinita. Quizá si unos minutos antes hubiese mirado tras su asiento, habría descubierto un objeto que brillaba al tenue sol de la mañana. Era Io que un especialista hubiese llamado «artefacto explosivo dirigido por radio de alto potencia». Había pasado una hora y del mismo portal de donde minutos antes saliese ese hombre que ahora ya no existía, salió) otro hombre pensativo. Andaba lenta y melancólicamente por la calle. Una densa capa de nubes oscurecía el sol. Tras andar unos metros, se detuvo frente a una pared y observé un trozo de carne y sangre pegado en el lugar donde había explotado el coche. Una lágrima se deslizó por su cara cayendo sobre su fría ropa. Siguió andando por espacio de media hora por el barrio, dando vueltas, intentando aclarar sus ideas. De repente, dio media vuelta y tomó un rumbo determinado. Andaba con decisión y rapidez. Tras unos minutos se detuvo frente a una gran puerta de cristal y entró. En el interior había calefacción y se agradecía el calor, ya que estaban en enero y el frío era insoportable. En el ambiente de aquel enorme recibidor flotaba un olor familiar y conocido. Era el olor a medicinas y estaba en un hospital. Se dirigió hacia un mostrador, sobre el cual rezaba un cartel de «Información». Preguntó por Miguel-Ángel Blanco y la enfermera le entregó un informe que decía:

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«Don Miguel Blanco penetró en el hospital de La Cruz Roja cadáver a las diez horas y veinte minutos, debido a las heridas mortales recibidas en todo et cuerpo — R. I. P.» Tras leer este se puso a meditar y comenzó a recordar aquel día que por suerte o por desgracia dejó olvidadas sus llaves en casa. Después de forcejear unos segundos se convenció que así nada conseguiría y bajó a pedirle al casero la llave maestra. Pero como quiera que no estaba y tenía prisa decidió otra cosa. Llamó a la puerta del vecino que, para colmo, tampoco estaba. Ya se iba a marchar cuando observó, con asombro, que la puerta del apartamento de al lado estaba abierta y preguntó en voz alta: « ¿Hay alguien en casa?», como para asegurarse de que estaba vacía. Nadie contestó. El sabía que su vecino frecuentaba poco su apartamento y cuando Io hacía era muy tarde. Decidió Io que iba a hacer. Entraría al dormitorio por el vestíbulo, y saldría por la ventana al ancho alfeizar, llegando sin problemas a su dormitorio que siempre dejaba abierto. Dicho y hecho, penetró en el apartamento, gemelo al suyo, y atravesó el recibidor y la salita. Todo estaba en un extraño orden, parecía que nadie viviese allí. Llegó al dormitorio, donde todo estaba en el mismo orden que en el resto de la casa. Ya se disponía a salir por la ventana, cuando percibió el ruido que hacia la puerta al abrirse y oyó unos pasos que se dirigían al dormitorio. Lógicamente debería haberse dado a conocer y comentar con su vecino el propósito que tenia, pero una idea pudo más que él: «No podía ser visto, y aún sin motivo alguno, se escondió rápidamente en un armario empotrado del dormitorio. Gracias a la puerta enrejillada del armario, pudo observar todo Io que ocurría a su alrededor. El misterioso inquilino entró en el dormitorio, dudoso, como si temiese algo, y rápidamente extrajo una llave de su bolsillo, la cual introdujo en el segundo cajón de la mesilla de noche. De dicho cajón sacó una pistola automática y revisó el cargador. Acto segundo la introdujo en su cintura, medio metida en el pantalón, al alcance de la mono. Sacó dos veces la pistola, con gran rapidez, como si quisiera convencerse de que podía utilizarla. El sorprendido vecino, atrapado en el fondo del armario, dio un suspiro de alivio al comprobar que se marchaba, pero ya estaba en la puerta, cuando volvió sobre sus pasos y sacó de un cajón un libro, sobre el cual estuvo escribiendo por espacio de diez minutos. Luego Io dejó en su sitio y se marchó. Esperó otros diez minutos para asegurarme de que no iba a

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volver a entrar. Todo esto era muy extraño; ¿para qué necesitaría aquel hombre una pistola automática? ¿Acaso era un policía? Aquella hipótesis no me extrañó nada porque, dado el alto nivel de terrorismo que existe en et país, t en drí a razones para pasar desapercibido. Si, intenté convencerme de que aquello era toda la verdad y decidí guardar el secreto. Sin embargo, algo de todo aquello no encajaba, no sabía qué ocurría, pero algo en mí se negaba a creer aquello. Bien, Io mejor era olvidar todo aquello y volver a casa por la ventana. Pero, al dirigirse a la ventana, vio el cajón donde había depositado el libro. Abrí el cajón y leí la tapa. Era un diario, claro, allí estaba la clave de todo, no tenía más que leerlo y descubriría por fin aquel secreto. Lo cogí y me dirigí al comedor y tomando asiento comencé a leer: —«Me llamo Miguel-Ángel Blanco y nací en...». —Señor, ¿me escucha, señor? — ¡Eh!, qué? — Se encuentra bien, ¿señor? Lleva diez minutos quieto como una estatua y yo me preguntaba si... — Oh, sí, no se preocupe, estoy perfectamente. Me encontraba ausente. Miré alrededor mío y vi el gran recibidor del hospital. Sobre mi estaba el cartel de «Información». — ¡Por favor!, ¿ha acabado ya con la ficha? — Oh, sí, claro, tome. — i Gracias! Tras esto, di media vuelta y me marché. No tenía prisa, así que permanecí media hora vagando, como un fantasma por las calles. Como necesitaba meditar sobre todo Io ocurrido seguí recordando el contenido del diario. El diario seguía así: «...soy holandés, aunque me he criado en este país, al cual tengo gran cariño. No voy a contar mi infancia, la cual sería Iarga y penosa de relatar. Así que vayamos por el comienzo de mis males. Como quiera que en mis años jóvenes comencé a aficionarme demasiado al juego y no tenía demasiada suerte, empecé a andar con dificultades económicas, las cuales, poco a poco, fueron aumentando hasta que un día, no muy lejano, me encontré con unas pocas monedas en el bolsillo por todo capital. Entré en un bar llamado «El Cairo», dispuesto a gastar el poco dinero que tenía. Pedí un vaso de vino, ya que Io que me quedaba no daba para más, y me senté en una mesa dispuesto a saborearlo. Mas tarde llegaron unos tipos misteriosos, que se sentaron a

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mis espaldas. No pude evitar oír su conversación. Uno le decía al otro que necesitaba a un hombre discreto dispuesto a ganar dinero fácil. Dudé un momento, pero al final mi situación económica pudo más que yo. Hablé con ellos y, nunca sabré por qué, me admitieron rápidamente. Luego descubriría que me había introducido en la organización, de la cual no podría salir. Al principio los trabajos eran fáciles: llevar mensajes y otros recados parecidos. El principal punto de reunión era el bar. Mas tarde me enteré de que el bar era propiedad de la «organización» y que Io utilizaban como tapadera. Poco a poco me fui consiguiendo la confianza de los jefes, a pesar de que no los conocfa. Pero tenía una duda: no sabía qué hacía la organización, pero de momento no me interesaba, debido a las sustanciosas primas que me daban. Una vez restablecida mi ruinosa economía, alquilé un pequeño apartamento, muy discreto. Allí nadie me conocía y posé desapercibido. Las misiones eran cada vez más peligrosas. Comencé a transportar armas y municiones. Mis preocupaciones iban aumentando, y yo me preguntaba dónde me había metido; mis sospechas se confirmaron. Un día, en el bar «El Cairo», justo a los dos meses de mi estancia en la organización, hablando con el «jefe» me comunicó que había llegado el momento de ponerme a prueba. Yo me puse nervioso y seguí escuchando. Estaba informado de que yo, en el ejército, había estado especializado en explosivos, y me explico mi misión: tenía que instalar un artefacto explosivo. La idea me horrorizó, pero fingí no inmutarme. Ahora no podía volverme atrás, pues sabía que eso significaba la muerte. Y llegó el gran día. Estaba dispuesto a instalar la bomba por mi bien, pero pensé: ¿Cuantas irán detrás de la primera? ¿Cuántas personas morirían por mi culpa? No podía aguantar mas, aquella idea me torturaba constantemente, así que pegué un tirón a todos los cables e inutilicé la bomba. Con ello había firmado mi sentencia de muerte, pero me quedé tranquilo. Todo había acabado para mi, a menos que... Sí, por qué no, yo conozco suficientes nombres para destruir a la organización. Es una posibilidad entre mil, y si Io consiguiera evitaría muchos crímenes; además, es mi única salida. Bien, debo darme prisa. Voy a coger el coche y a dirigirme a la comisaría.» Aquí acababa el diario, el resto ya Io conozco. Aquel hombre melancólico se marchó al mundo de la oscuridad. Abrí la puerta de mi apartamento y fui directamente al dor-

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mitorio. Estaba cansado. Sabía que necesitaba dormir, pero no podía. No hacía más que pensar en aquel hombre acorralado. Todo su sacrificio había sido inútil y yo no podía hacer nada para evitarlo. Pero... ¿acaso yo no tenía la oportunidad de hacer válido su sacrificio? Yo era el único que conocía aquellos hechos. Si, claro, al menos tenía que intentarlo. Sin embargo, algo en mí intentaba convencerme de que era una locura sacrificar mi vida por un muerto; quizá tuviera razón, pero decidí intentarlo. Era mi vida contra la de muchas personas que, de seguro, iban a ser asesinadas. Aquella noche no pude dormir, y a la mañana siguiente, tras informarme sobre el paradero de un bar llamado «El Cairo», me dirigí hacia él. Se encontraba en una callejuela oscura, situada en un barrio alejado del centro. El bar era pequeño y lúgubre; en el fondo había un pequeño mostrador, tras el cual reposaba un rechoncho personaje. Me dirigí hacia el mostrador, le pedí una cerveza y me senté en una mesa cercana a la puerta. Al cabo de «varias cervezas» al abrirse la puerta. De ella apareció un hombre alto, de unos 30 años, con la tez tostada por el sol. Me dirigió una mirada y luego la intercambié con el barman, el cual hizo un gesto levantando los hombros, dando a conocer que no sabía quién era yo. Tras esto comprendí que era un miembro de la «organización», y, después de tomar valor, me fui hacia él. —Me han dicho que aquí se podía conseguir dinero fácil. —No sé de qué me habla. —No se esfuerce, estoy informado de que aquí se reúnen los miembros de cierta «organización»; pero no se preocupe, estoy dispuesto a guardar el secreto. —Sigo sin saber de qué me habla. — ¡Por favor!, así no vamos a llegar a ningún acuerdo. Está bien. Será mejor que vaya a la comisaría más próxima. — ¡Está bien, espere! Pero yo no soy quién para admitirle. Además, ¿cómo sé que no nos va a traicionar? —Bien sencillo, porque necesito dinero y estoy dispuesto a hacer Io que sea. (Quise dar a estas últimas palabras un aire frío y siniestro que no tenían). —Pues vas a tener que esperar al jefe. — ¿El que lleva todo esto? - ¿No!,sólo es un empleado de los verdaderos jefes, que nadie conoce. Las órdenes las recibe por teléfono o por carta certificada. —Y... ¿nadie conoce a los verdaderos jefes? — Nadie.

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—¿Hay muchos miembros en la organización? —Pues actualmente habré unos... Espera un momento. Estoy hablando demasiado. ¿Por qué quieres saber todo esto? —Porque quiero saber cómo es la organización en la que voy a entrar. — Eso a ti no te importa. Además, ya estás dentro. — Está bien, esté bien, no quise ofenderte. — —Bien, aquí está el jefe. Yo intentaba lucir un carácter frío y tranquilo, que, por desgracia, no tenía. Me había dado cuenta de que estaba en un sitio muy peligroso y debería tener mucho cuidado. Me volví hacia la puerta, que se abría lentamente. Apareció un hombre de unos 40 años, muy alto y delgado. Lo que me llamó la atención fueron los ojos claros, que resaltaban sobre el cabello oscuro, los cuales brillaban cual si estuvieran llenos de odio. Entró sin dirigirnos la palabra, ni una palabra, y se sentó pesadamente en una silla, al final del local. Mi interlocutor y él se habían dirigido una mirada de inteligencia. Luego volvieron a entrar, y el más mayor me dijo: «Venga aquí mañana a las diez». Mientras me decía aquello yo me fijé en una pequeña cartera de cuero, la cual aferraba con gran fuerza. Yo intuí que Llevaba algo dé valor. Estaba seguro de que con el contenido de aquella cartera podría desbaratar la organización, pero tenía que esperar a mañana. Así que me marché. Pasé la noche sin poder dormir, y a la mañana siguiente me dirige al fatídico bar. Había una gran circulación, por Io que llegué tarde. Allí estaban mis dos personajes. —Buenos días. Me extrañó mucho que ninguno de los dos me respondiese. Decidí sentarme en una silla al lado de ellos. A los diez minutos, uno de ellos me hizo una señal y yo me acerqué. —Ha llegado con retraso. —Habla mucho tráfico. —Bien, pero tenga presente una coca: usted no nos conoce y no trabaja para nosotros. —De acuerdo, pero, ¿qué hay del pago? —No se preocupe. Lo recibiré todos los días. —Bien. Entonces me fijé en una pequeña cartera de cuero que (levaba en la mono. Aquella cartera me había obsesionado y tenía que conseguirla. Además, no podía permanecer mucho tiempo en la organización y me decidí. Sin que no Io sintiese no había manera de quitársela, así que me decidí por la fuerza.

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Era muy fácil. Únicamente debería cogerla de un tirón y salir corriendo. EI coche estaba en la entrada y yo había tenido la precaución de dejar las llaves puestas. Lo había decidido. Únicamente debía esperar el momento propicio. Ese momento llegó al cabo de veinte minutos, El jefe apartó al otro hombre unos metros para hablar, dejando Ia cartera encima de la mesa. Esperé a que se hubieran alejado y cogí la cartera, al tiempo que salía corriendo a todo Io que daban mis piernas. Oí unas detonaciones a mi espalda y una bala pasó silbando al lado de mi oreja. Me introduje en el coche y pisé el acelerador a fondo. En dos minutas había salido de la ciudad y me encontraba en una carretera rural, la cual pasaba junto a un acantilado. Observé que nadie me seguía y me extrañó, Me sentía seguro con la cartera de cuero a mi lado. Como nadie venia, intenté aflojar la marcha, pero aunque solté totalmente el acelerador, el coche seguía su alocada carrera, Entonces lo comprendí todo. Habían investigado sobre mí, y al saber que era vecino del hombre que asesinaron, sospecharían que intentaban algo. Clara, por eso me dejaron escapar. Pero ahora tenia que impedir que el coche se estrellase por falta de frenos. Tengo que conseguir parar et coche. Sólo recuerdo que el coche se salió de la carretera, y luego nada más. Cuando me he despertado estaba echado y he visto a un hombre a mi lado vestido de blanco. Estoy oyendo una sirena. Encima de mí hay una botella parecida a las utilizadas en los hospitales. Quiero hablar, pero no puedo. Bueno, al menos, tengo la cartera en mis manos. El hombre de la bata me está tocando et cuello y ha dicho que estoy muerto. Pero, ¡no puede ser! Quiero decirle que estoy vivo, pero no puedo. Estoy muy cansado; primero v oy o dormir un poco. En el fondo de un archivo de la Cruz Roja hay una ficha que se refiere a un hombre que murió por un accidente de tráfico, mientras era trasladado a la clínica. Pero Io que no decía era que Io difícil fue arrancarle de las manos una viejo cartera de cuero. JG M(14 años)

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EL VAGABUNDO

Hacía ya dos años que estaba allí. Era un hombre alto, de unos 32 años, moreno, y vestía unos pantalones remendados y una chaqueta vieja. Siempre iba andando por una calle, por las afueras de la ciudad; rondaba por una casa en la cual vivían dos niños muy alegres. Era el día de Navidad y todos jugaban alrededor del árbol con los nuevos juguetes. El hombre les miraba por la ventana del salón y decía: ¡Si yo pudiera estar allí...! Pero no, sus sueños no se hacían realidad. En aquellos momentos empezaba a nevar y el pobre hombre se refugió en un rincón del portal y allí tiritaba de frío; sí, era un frío helador, que por menos de nada yo no sentías las manos. Entonces Empezó a pensar y pensar sueños irrealizables para él; si, empezó a soñar que... Un día, viajando en un viejo autobús, recorría el mundo; que primero paso por Francia y vio todos sus museos, sus tiendas, aprendió los bailes típicos, la ropa que vestían y todas las clases de comida. Y así hizo con Inglaterra, Suiza, Holanda, Grecia, Rusia, China, Japón, .América... De repente, una bola de nieve cayó sobre su cara y despertó de aquel maravilloso sueño Sintió que el cuerpo se le quedaba helado y se meneaba para calentarse. De repente, pasan dos hombres con un fajo de billetes que habían ganado jugando a las cartas El pobre vagabundo pidió limosna o alimento, y el hombre de lo derecha dudaba en dárselo o no; al final dllo . - Buen hombre, yo en mi casa tengo hijos que juegan con sus juguetes nuevos, tengo un árbol, tengo belén, poro usted, sin embargo, que no tiene nada, también merece tenerlo, porque para todos es Navidad y hay que estar alegres. A! hombre se le saltaron las lágrimas y no podía hablar, estaba tan alegre que abrazó al hombre fuertemente, y, diciendo gracias, salió corriendo. Primero fue a una tienda de ropa y se vistió de etiqueta, luego fue a cortarse el pelo y a ducharse y, por último, se marchó al hotel por una noche, hasta que tuviera piso para dormir. Después de haber conseguido todo esto marchó a comprarse un gran árbol de Navidad y muchos adornos, luego se compró un maravilloso belén y, finalmente, se compró muchos ricos manjares. El hombre se arrodilló y murmuró en bajo:

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«Gracias, Señor, por no haber hecho que yo me quedase congelado en aquel portal, y gracias al hombre que me dio el dinero con el que pude pasar una Navidad como los demás.» Aquel hombre no volvió a pedir nunca más limosna y se puso a trabajar como todos. Luego, al cabo de los años, se casó y tuvo dos hijos, con los cuales jugaba alrededor del árbol en la época de Navidad y recordaba los dos niños de la casa aquella. Desde aquel día, hasta el día en que murió nunca olvidó el favor tan grande que le hizo aquel hombre; algún día deseó devolvérselo, pero no le podía devolver tanta cantidad, aunque Io hubiera deseado mucho. A T (11 años)

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EL ESPEJO FABULOSO Érase una vez dos hermanos, de los cuales el primero se llamaba Alberto y era muy egoísta. Era el que tenía casi todos los juguetes. El segundo se llamaba Ismael y era bastante listo y bueno. Lo único que le gustaba era la aventura y los animales. Tenía un gato llamado «Micifú» y un perro llamado «Aníbal», los cuales, por haber convivido mucho juntos, eran muy amigos. Una tarde, a la vuelta del colegio, Ismael se paró ante una tómbola en la que podían tocarte cuchillos, estatuillas, pájaros..., y compró un boleto. Cuando Io abrió se llevó una leve desilusión, pues no le tocó un pájaro, que era lo que deseaba, sino un gran espejo, que tu-vieron que ayudarle a llevarlo a casa. Cuando Io vieron sus padres y su hermano se llevaron una gran sorpresa. —Lo colocaremos en la salita de la entrada —dijo su madre—. En lugar del cuadro grande que fue colocado en el cuarto de estar. Poco más tarde, después de haber hecho los deberes de la escuela, Ismael fue a jugar con «Micifú» y con «Aníbal», pero éstos no contestaron a su llamada. Poco más tarde aparecieron los dos jugando por la casa, cuando vieron a Ismael se dirigieron a la salita y se metieron por el espejo. Ismael, asombrado, se asomó por él y vio que el espejo era transpasable y que detrás del espejo había un túnel. Rápidamente fue a decírselo a sus padres y a su hermano, los cuales al principio se rieron de él. Cuando fueron a ver el espejo se dieron cuenta de que no era una broma, y rápidamente Alberto se metió a ver si había algún tesoro y, tras él, su hermano. AI ir a meterse su padre se rompió el espejo y quedaron atrapados en el túnel. —La única esperanza está en andar hasta el final del túnel, dijo Ismael. Y así los dos hermanos, el perro y el gato andaron, andaron, andaron... De pronto, Ismael vio un punto de luz, empezaron a correr, y a medida que se acercaban, la luz se hacía más cegadora, tan cegadora que no podían ver nada. Ismael, al ver lo potente que era la luz, se giró cogió una piedra y la lanzó hacia donde estaba la luz. Se oyó como si se rompiese una botella y la luz desapareció, pero había una profundísima grieta en la tierra, tan honda, que no se veía dónde acababa, pero de ancha no medía más que unos ocho metros y las paredes del túnel se hacían totalmente lisas y resbaladizas, pero aún había una posibilidad, pues a cada lado de la grieta había clavado un mástil. Esto dio una idea a Ismael que, con su ropa y la de Alberto, hizo una cuerda y se la ató a

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«Micifú» en el cuello. «Micifú» cogió carrerilla y saltó al otro lado. Ató la cuerda al palo, y el otro extremo, que lo tenía Ismael, al otro mástil. Agarrándose a la cuerda pasaron Alberto e Ismael, con «Aníbal» al hombro. Una vez pasada la grieta, el túnel seguía igual y tuvieron que seguir andando un buen rato, hasta que llegaron a un lugar donde el túnel se hacía más ancho y, además, se partía en varios túneles, y encima de una piedra ponía: «Todos los túneles con franjas rojas alrededor conducen al vacío, pues ya han sido utilizados. Estos, antes de ser utilizados, llevaban a Tauro, Géminis, la Tierra, Venus. Cuando os metáis en un túnel, pintad la entrada de rojo.» Los dos hermanos se asombraron y perdieron la esperanza, viendo que el túnel que conducía a la Tierra ya había sido utilizado, pero «Micifú» no había perdido la esperanza y se puso a oler las entradas de los túneles. Llevó a Ismael hacia una de las entradas; éste cogió uno de los botes de pintura y una brocha y pintó la entrada del túnel que le había indicado el gato. Una vez pintado, se pusieron a andar, y, al poco rato, vieron luz al fondo, pero esa luz era luz solar. Cuando llegaron a la salda se dieron cuenta que era un planeta extraño llamado Cáncer. En este planeta las casas eran de oro, pues abundaba mucho, y en vez de cristales en las ventanas había diamantes pulidos, y las joyas que lucían las mujeres eran de hierro y de cristal, pues ambas cosas escaseaban mucho en el planeta, y les daban mucho valor. Cuando les vieron salir del túnel los llevaron ante el rey, el cual les interrogó amablemente, preguntándoles de dónde venían, qué les había pasado, qué minerales había en su planeta y otras muchas cosas. Después de la entrevista les llevaron a unos agradables aposentos, donde pudieron comer y descansar. Al día siguiente, el rey les obsequió con oro y diamantes; los acompañó hasta una nave que les llevó a la Tierra. Una vez en la Tierra, Ismael compró hierro y cristales y se los dio a los cancerianos, los que se sintieron muy felices con estos regalos, pues eran de gran valor para ellos, y regresaron felices a su reino. L M C L ( 1 3 a ños)

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ATLANTIS «Hay otros mundos, pero están en éste». «Y entonces la tierra tembló y se agrietó, y un continente desapareció en el mar. «Pero ya habían pasado varios milenios, además esto sólo es una absurda leyenda» —pensé, mientras descendía lenta-mente hacia las profundidades marinas. Todo estaba levemente iluminado. Parecía como si los rayos de luz se desviaran sin querer alumbrar mis pasos. Tuve que hacer mucho esfuerzo para andar, puesto que las suelas de plomo de mis botas me Io impedían. Me acerqué a un lóbrego abismo. Su penumbra me permitió ver su borde rocoso. Intenté ver más al fondo, pero todo era oscuro. De pronto, mis suelas resbalaron y caí precipitadamente, hacia las tenebrosas entrañas del abismo... No recuerdo más, pero al recuperar el sentido me vi situado ante una fortaleza. Hice un considerable esfuerzo y me levanté. Recorrí algunas de sus callejuelas y me dije: «Sus calles poseen adornos aztecas, pero su forma de construcción es maya. ¿Qué es esa pirámide que hay en el centro?», al terminar de formularme esta pregunta, dos manos escamosas tocaron mis hombros, y un escalofrío recorrió mi espalda. Al despertar, me encontré en el centro de una suntuosa estancia. Había sirenos, y uno, estaba sentado en un trono. —¿Quién eres y cómo te llamas? —me preguntó. Yo, extrañado, no hablé. —Habla, o es que no tienes lengua. —Me llamo Dick, y soy de Glasgow (Escocia). —Entonces el rey sireno habló en baja voz a otro sireno, que debía ser su consejero o primer ministro, el cual esbozó una sonrisa maligna. Para mí, todo era extraño, sobrenatural, no comprendía nada, absolutamente nada... El tenebroso rey sacudió su cola y aparecieron dos musculosos sirenos, que me llevaron a una espaciosa y adornada estancia, en la cual me esperaban bellas sirenas, pero aquellos seres, mitad mujeres, mitad besugos, me repugnaban. El techo de mi morada estaba iluminado con una fluorescente luz de peces abisales, y yo deducí que era muy viejo, puesto que colgaban algas marinas de él. Estuve en aquella mansión unos tres días (no pude comprender cómo las bombonas de aire aguantaron tanto), y conocí a un simpático sireno, con el cual entablé esta conversación:

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—¿Hola, cómo te llamas? —Me llamo Logan, y soy domador de delfines. —Yo soy Dick. Todo esto es muy extraño. ¿Me podías decir en qué lugar me encuentro? —Estás en Atlantis, el séptimo círculo de la Atlántida, y único superviviente. Todos ellos fueron destruidos por Zodiak, un monstruo marino, el mismo que te va a destruir a ti. Ante estas palabras, aterrado, le volví a preguntar... —¿Es cierto eso? —Sí —me respondió—. Cada año Zodiak exige un sacrificio y este año tú has sido el elegido. Cuando oí la respuesta, aterrado, fue corriendo a mi habitación a planear la escabullida. Estuve media hora pensando, pero no pude hallar la forma de escapar. De pronto entraron en la estancia dos consejeros y me dijeron que hoy había una cena de gala. Me pusieron una túnica con extraños signos y me montaron en un gigantesco hipocampo. Llegamos a una colina y dos sirenos me cogieron por los brazos y me ataron a una roca. Yo forcejeé los hierros, pero no me pude soltar. Los dos sirenos me abandonaron, el suelo tembló y se abrió una enorme grieta; era el habitáculo de Zodiak. Mis desorbitados ojos se levantaron hacia Io alto para dirigirle mi última plegaria a Dios. Lo último que pude oír fue un rugido de la bestia, porque algo golpeó mi cabeza. Al despertar, soñoliento, observé que me encontraba en un islote. En mi cabeza había muchas preguntas. ¿Quién me golpeó? ¿Quién me trajo aquí? Todas ellas quedaron respondidas gracias a un trozo de pergamino húmedo. Pude leer así: «Perdona que te haya golpeado para salvarte, pero no podía traicionar a mi pueblo. Dentro de poco pasará por ahí eso que vosotros llamáis barco; él te podrá llevar junto a tu pueblo. Que seas feliz. — Logan.» AI poco rato de esta lectura llegó un buque y con él regresé a la civilización. A T (13 años)

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NAVIDADES EN UNA CASA. Llegaba la Navidad, casi toda la gente estaba feliz, menos los pobres y los necesitados. Había en el barrio una familia muy rica, chorreaban dinero por todas partes. Los pobres llamaban y pedían un poco de pan. La mujer que siempre salía a abrir era una sirvienta, y cuando ella les daba algo un vozarrón renegaba y una gran mano cerraba la puerta. Era el dueño: —Ya se ha acabado; si quieren pan, que trabajen. —Pero si no les ofrecen nada por ser tan pobres. Me acuerdo de cuando llamó usted a gente para trabajar; aquí vinieron hombres, mujeres y niños, pero usted eligió a los que mejor economía tenían. —Bueno, esto se ha acabado. ¡Como no se calle, la despido! — Despídame, pero le aseguro que le pesará algún día. —¡Encima con amenazas! ¡Fuera, despedida! La señora, oyendo tanto griterío, fue a ver lo ocurrido, e interrumpió la conversación: —¡Por favor, esposo, ya vale! —María, no te metas. —Déjelo, señora, si él no me despide, me despido yo. ¡Ya no aguanto más! Claudia —pues así se llamaba la ex sirvienta que fue despedida por el cruel señor Dimas— iba por la calle cuando se le ocurrió ayudar al prójimo, y toda la tarde estuvo con otra señora ciega que repartía lotería a 250 pesetas. Al oscurecer, las dos se despidieron y, en agradecimiento, le regaló un boleto de lotería. —Toma, hija mía, un boleto; desde que me has estado ayudando no se lo he vendido a nadie. —Muchas gracias, buena mujer, pero... —Nada, nada, quédatelo. Y así se despidieron las dos mujeres. Claudia fue hacia el barrio donde antes había vivido. —¡Hola, María! ¡Buenas noches, Josefa! ¡Querida Pepita, tanto tiempo sin verte! ¡Hola, Lola! Y fue saludando a toda la gente hasta llegar a su antigua casa. Todo el barrio era una gran tristeza, pues la pobreza dominaba todo. La noche de Navidad, sin un mal bocado que llevarse a la boca y debajo de un techo que se derrumbaría a cualquier hora, era triste. Claudia se entristecía mucho y le daba pena ver todo aquello. Pasó la noche y, al despertar, Claudia se dio cuenta de que mañana era el

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día de Navidad. Con Io poco que tenía compró algo para comer, pero al pasar por delante de la casa de su vecina le dio tanta pena ver unos hijos tan delgados que para esa casa fue la comida. Mientras tanto, los señores Dimas estaban de quiebra, pues sus negocios iban de mal en peor. —Hemos vendido los muebles, los sillones, el piano; sólo nos queda la casa. —No te preocupes, mujer, tengo amigos que nos ayudarán — contestó el señor Dimas. Pero pasaba esto: —Fernández, amigo, ¿me prestas algún dinero? —¡Ya! ¿Y cuando te lo pedí yo? ¡Ni hablar! ¡No, no, fuera de mi casa! Eso es Io que le pasó a la familia Dimas. —Eso te pasa por no dar nada y ser tan refunfuñón —apostilló su mujer. —¡A callar, y no se hable más de ello! —dijo Dimas. Los dos, el marido y la mujer, perdidos en la ruina, fueron a pedir por las casas, pero les pagaron con la misma moneda. —Un poco de comida, por caridad. —¿Oueeé? ¿Usted? ¡Largó de aquí! Y así llegaron a casa de Claudia. —Veremos si en esta casa tenemos más suerte. —Eso espero —contestó la señora Dimas. Al abrir, Claudia se dio una sopresa y les dejó pasar. El señor Dimas se arrepintió de todo Io que había hecho y le pidió perdón. —Pero, ¿cómo me puede admitir en su casa? —Todo el mundo tiene derecho a una casa —le dijo Claudia. De pronto, la radio anunció: «El gordo de la lotería es el número 35.441.» Claudia dijo: «¡El mío, el mío!» Y una alegría llenó la vieja casa; ¡nada menos que 25 millones! Al cabo de un tiempo todo el barrio celebró felizmente la Navidad, pues la señora Claudia lo repartió entre todos y ayudó también al señor Dimas, que desde aquel día fue el más generoso de todos. Y el barrio siempre vivió feliz. MGM

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ADIÓS, HAMBRE. Era invierno. Los árboles habían dejado caer su vestido de hojas para cubrirse con el puro y blanco manto de la nieve. El viento movía las desnudas ramas de los árboles, que habían visto caer poco a poco su helado manto al suelo, desapareciendo. Las nubes cubrían el azul cielo que se había visto en las tres últimas estaciones; el frío había helado el río, en el cual tantas y tantas personas habían ido para refrescarse en las aguas de aquel manantial cantarino, que dejaba caer tiernas perlas sobre el verde césped y sobre aquel viejo olmo que confesaba estar en su último verano. Se oía decir que en los treinta últimos años no se había visto un invierno más frío que aquel, e iban abrigados de tal forma que no se les veía apenas la cara. La poca gente que andaba por la calle iba a hacer realidad los sueños de sus hijos, pues los Reyes ya estaban próximos. Pero no todo era así, no todo el mundo podía hacer realidad los sueños de sus hijos. En una casa pobre y lúgubre, con los muebles carcomidos y paredes oscuras, no había la felicidad que entraña la Navidad; el padre no estaba en casa, ni siquiera en el país, había ido en busca de trabajo por el extranjero, tenía que llenar aquellas siete bocas de sus siete pequeñuelos. La madre traía al mundo otro hijo, con lo cual ya sería otra boca a alimentar; los niños se peleaban por el calor que despedía aquella chi-menea que se iba apagando por no tener qué quemar. Esos niños tenían la esperanza de que cuando el gran reloj diera las doce verían aparecer dinero, comida y a su padre; a éste en especial es al que esperaban. Cuando sonaron las doce los niños fueron para la estación en busca de su padre, pero se vol-vieron hacia su casa al saber que el tren no llegaría hasta el día siguiente, pues la nieve había cerrado todos los caminos del tren. La espera se hizo larga y aquello que sólo eran veinticuatro horas se convirtieron en siglos para aquellos chiquillos hambrientos. A las once del día, en que llegaría su padre, toda la pandilla fue para la estación, en espera del tren que transportaba a los emigrantes. El tren, en su pertinaz correr, iba dejando atrás el tiempo. Los pasajeros, con sus pitillos consumidos, quedaban atónitos ante aquel despliegue: pinares, montañas, parajes insólitos..., que corrían por las ventanillas. En un compartimiento cualquiera, un hombre, arrugado por el trabajo, miraba a través de su ventana, tratando de perder la consciencia. Otro, a su lado, barajaba sus dedos, fijo en no sé qué. Un tercero, con el ceño fruncido, consumía el enésimo

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cigarrillo. No pasaba nada. Hacía frío, el vaho manchaba las ventanillas. Nadie habla y, sin embargo, todos tienen la misma palabra en sus mentes: el hogar. Había pasado mucho tiempo, para algunos demasiado. ¿Por qué volvían? Uno, rezagado, pensaba en Io que dejaba atrás: esfuerzos, sudores, ansiedades, sinsabores y las ganas de volver. A aquel hombre agazapado nunca le gustó salir de su terruño, pero él no podía decidir, antes estaban aquellos diminutos cha-vales, que, como gorrioncillos, pedían algo que llevarse a la boca. ¿Valía la pena desenraizarse para obtener aquel mísero dinero? ¿Por qué esa ironía de no poder sobrevivir donde uno nace? Estas preguntas rodaban demasiado, sin respuesta, por la cabeza de tantos que se habían convertido en carne de sus carnes. Iban a ser utilizados. Más que personas eran palas o martillos, mil veces remachados de tanto ser manejados por todos. Una tuerca de un engranaje que es inimitable. Nada les ataba a aquella tierra extraña y, sin embargo, vivían por ella; a la que nunca les hubiera gustado ir. Sus vidas allí eran mudas. Después del trabajo se les ofrecía un corto paseo y una cama mal tratada en un barracón cornunitario. Con el único consuelo de releer la escritura temblorosa de su mujer, y aquellas roídas palabras de sus chavales. Un rumor se oye entre los vagones, muchos salen de su sueño cansado y, alborozados, se dan cuenta de que su casa está cerca. Algunos cantan, otros siguen inmóviles en sus hundidos asientos. Pero aquél no es el tren de antes. Algo pasa, la vida ha llegado a él. Las voces acompasan el ritmo monótono de las ruedas. Todo ha tornado en espera alegre, otra vez se sienten uno y ayudan a animarse a los que aún siguen postrados. Parece que el tren va más de prisa, los árboles corren raudos, el mundo se les abre. Hay gente que se encarama en las ventanillas. Hace frío, el tren ha llegado al hogar. La gente sale a toda prisa para buscar a sus familiares, unos se desilusionan al ver que no hay nadie esperándoles, otros ya los han encontrado, entre ellos, aquel hombre agazapado del tren se volvió hacia sus hijos. Al ver que su mujer no estaba preguntó por ella a sus pequeñuelos, todos querían hablar, el más chiquitín se acercó al padre y le dijo con su voz dulce y melódica: —Tenemos otro hermanito, papá. Tanta alegría tenía aquel padre que por los ojos soltaban contentas aquellas lágrimas que antes habían sido de tristeza. Ese viaje, tan duro y cansado, había valido la pena. Hacía frío, pero ellos no lo sentían, ya que la alegría les había llenado el corazón. Juntos fueron hacia el hospital. Todos a un

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tiempo preguntaron por su madre, con la respuesta de un número: —El 527. ¡Su madre era un número en aquel hospital de mala muerte! Estaban ante la habitación y dulcemente llamaron a la puerta. Una voz melancólica habló: —Pase. Toda la tropa pasó a ver a su madre, entre ellos estaba el padre, y la madre al verle se levantó de la cama y ¡untos se abrazaron llorando. En una cuna asomaba la carita de una niña con ojos de azabache y algodón por pelo, los niños estaban a su alrededor y ella les miraba con ojos asombrados. ¡Eran sus primeros niños y no estaba la cosa para menos! Por la puerta entró una enfermera: —Se acabó el tiempo; mamá y el bebé tienen que descansar. A los pocos días entró en casa una señora bien vestida con algo envuelto entre las mantas. ¿Qué era? Pues, claro, ¡es nuestra hermana! Esa casa que los días de atrás estaba en espera de la madre se revolvió en risas, saltos, alegrías y preguntas. La madre, con cara de sorpresa, miró a su alrededor y dijo: —¿Esta es mi casa? ¿Me he confundido de hogar? En verdad, aquello parecía otra cosa, de unas paredes os-curas y tristes se veían ahora paredes blancas, los muebles car-comidos eran ahora espejos relucientes y aquel suelo... ¡Cuánto tiempo se vio de arena! Ahora eran baldosas brillantes. Y es que el padre ya no se iría, había encontrado trabajo y le pagaban bien. El tiempo seguía igual, hacía un frío que calaba los huesos; una niña pobremente vestida se acercó a la casa, que antigua-mente se había visto pobre, para pedir refugio. Salió a recibirla el chiquitín de la casa y le dio comida, calor y una cama para pasar la noche. Aquel día había reunión familiar, no querían dejar a esa niña en la calle, y, por votación, se decidió que se quedaría en casa hasta que ella quisiera. También pensaban, todos tenían el mismo pensamiento: ¿Es que para que uno pueda vivir mejor hace falta que otro se quede pobre? ¿Quién sabe explicarlo? Se dice que es ley de vida, al igual que uno muere para que otro viva; pero nadie en concreto sabe explicarlo. La pregunta queda en el aire, si hay alguien que sepa responderla que lo diga alto, sin miedo, públicamente, pues nos-otros queremos comprender esta «ley de vida». AI R(13 años)

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LA NIÑA DE MARTE

En un pueblecito pequeño, pero acogedor, vivían un grupo de amigos. A éstos les gustaba mucho esquiar; todas las mañanas les apetecía sallar a esquiar. Un día, por la tarde, fueron a la peña, que ellos llamaban así. Allí pasaban todas las tardes, o casi todas. Era una cabaña pequeña, un poco alejada del pueblo; tenía tres habitaciones: un baño, una cocina y un cuarto, que era donde habitualmente formaban la tertulia. Este estaba adornado todo con «posters» y cuadros pintados por ellos; había un sofa con dos sillones, una mesita llena de tebeos y revistas, dos o tres sillas y una enorme chimenea. Cuando llegaron a la peña lo primero que hicieron fue encender el fuego para calentarse. Solían encenderlo los chicos, Juan y Carlos, y las chicas, María, Luisa y María José, solían preparar café con leche para calentar el cuerpo. Cuando habían encendido la chimenea y habían preparado el café se sentaron y se pusieron a hablar. De repente, todos se quedaron paralizados, menos María; parecía como si les hubieran hipnotizado. Esta se levantó rápidamente de donde estaba sentada y fue a llamar al médico. Cuando llegó a su casa, llamó a la puerta: jPom, pom, pom! Como nadie contestaba se decidió a entrar. Era una casa grande, con un vestíbulo inmenso, y fue directamente a su despacho; entró en la habitación y dio un grito. El médico estaba como sus amigos. Entonces salió de allí y fue directamente a su casa, a contárselo a sus padres. Cuando llegó a su cosa entró rápidamente, pegando un portazo. —Mamá, papá! ¿Dónde estais? Ha ocurrido algo horrible, todo el mundo esta paralizado. Cuando entró en el cuarto de estar estaba su madre haciendo labor, también paralizada. Mas tarde entró en el despacho de su padre, que estaba escribiendo y, por cierto, también paralizado. Salió huyendo a la caseta del perro, que era el único que es-taba sano. Para tranquilizarse se fue a un castillo, al que solía ir ella con el perro cuando estaba nerviosa. Para ir allí tenía que hacerlo con esquís, ya que estaba un poco lejos; fue mas rápida-mente que nunca, parecía como si huyera de algo. Bueno, en realidad sí que huía.

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Cuando llegó abrió la puerta grande y subió las escaleras hasta llegar arriba del todo. Allí se sentó en el suelo y se puso a pensar; el perro iba detrás de ella y se sentó a su lado. Maria le hablaba como si fuera una persona; el perrito se le quedaba mirando como si entendiera todo Io que María le decía. De repente, como si hubiera magia, una columna de las que había allí se abrió y empezó a salir gente; eran personas extrañas. María, al verles, se levantó corriendo y se fue hacia una esquina. Se preguntó que qué hacían allí esos marcianos, ya que, por Io que había estudiado, eran de Marte. Pues, muy sencillo; resulta que sus padres la habían recogido de un globo que se habían encontrado; sus padres no sabían de dónde era ni de dónde podía haber llegado. María empezó a simpatizar con aquellas personas. —¿De dónde venís? —dijo Maria. —De Marte —dijo uno de ellos. —¡Ah! ¿Entendéis mi idioma? —Nosotros te trajimos a este pueblecito en un globo por orden de tus padres y te venimos a recoger, ya que ellos se han arrenpentido. ¿Lo entiendes? —Si que Io entiendo. Pero, ¿qué pasará ahora con mis amigos y con mis padres? —No te preocupes; cuando nosotros nos vayamos ya no se acordarán de ti. —¡Ah! Vosotros fuisteis quienes les dejaron paralizados. —Sí, nosotros; de lo contrario no te nos podíamos llevar. Desaparecieron por donde habían entrado, y en el pueblecito la gente vivió como si nunca hubieran conocido a María. MJ F B (13 años)

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EL GRANJERO Estaba amaneciendo, el sol salía de su casa por detrás de las montañas. En las granjas todos dormían. En todas, menos en una. Los gallos y las gallinas se habían despertado. Cada cual empezó a armar ruido: ¡Kikirikí! ¡Cocorocó!... Una vaca se despertó y se fue a ver lo que pasaba y llamó a sus compañeras: ¡Muuul... Los cerdos, al ver a tantas vacas salir corriendo, salieron de la pocilga a ver Io que pasaba y llamaron a sus colegas: ¡Oink, oink!... El burro se asustó y rebuznó muy fuerte. Los perros, creyendo que venían ladrones, empezaron a ladror: ¡Guau, guau! Los gatos, asustados por el ruido, intentaron escaparse maullando: ¡Miau, miau!... Sólo faltaban ya los chicos, que, al oir el ruido, se despertaron y fueron a ver lo que pasaba. El padre y la madre se unieron a la orquesta gritando: «¡A la cama, venga, venid! ¡A dormir! Vais a despertar a los vecinos». El sol se asustó y se escondió detrás de una nube. Al cabo de un rato, en la granja había otra vez silencio. La mañana fue avanzando y las familias se levantaron a trabajar: a cortar leña, dar de comer a las gallinas, recoger los huevos, sacar a las vacas a pastar, dar de comer a los cerdos, limpiar los establos... Llegó la hora de comer, y el granjero empezó a protestar, como siempre: —La vida en la granja es muy aburrida, me canso; además, no pasa nada nunca, fuera de lo normal. Aún no hemos avisado al veterinario. Ni hemos dado un paseo a caballo, ni... —Cállate, dijo su mujer, llevas así más de un mes. ¿Para qué quieres que venga el veterinario? Eres un pesado, todos los días igual; si te aburres, haz algo y no te quedes en la mesa protestando. El granjero se enfadó y se fue a ordeñar las vacas. Lo mismo pasó en la cena, en el desayuno... Un día, temprano, salieron a pasear a caballo; esto calmó al granjero, que llevaba unos días muy disgustado. Pero al volver se encontró que las gallinas se habían escapado. Estuvieron media mañana buscándolas y no tuvieron tiempo de hacer las demás tareas. Se fueron a dormir una hora antes, porque todos estaban de mal humor. El colmo fue que al día siguiente un niño se acercó, estaba sucio y harapiento, pidió limosna. El granjero le miró con asco y le echó de su granja. Pero el chico dijo: «Se arrepentirá, ya lo verá», y se marchó corriendo. Juan no le hizo caso, aunque se extrañó. AI día siguiente el burro se puso malo y llamaron al veterinario. Este cogió su coche y llegó lo más pronto que pudo. Era pequeño,

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regordete, con la cara redonda y muy roja. Llegó a la granja y entró a los establos. Estuvo mucho rato y Juan empezó a preocuparse. Por fin salió el hombrecillo y dijo que el burro se pondría bien, pero que necesitaba un mes de reposo. Como el burro era el encargado de tirar del carro, Juan tuvo que poner a un caballo. Pero éste, al día siguiente, se rompió la pata. Tuvo que venir el veterinario... Dijo: «Reposo». AI otro día se murió una gallina y una vaca enfermó. El hombre la puso en un establo aparte. Para colmo de penas y desgracias, una temporada de sequía echó a perder sus cosechas. Todo les salía mal y lo achacaron a una racha de mala suerte. Al cabo de unas semanas las cosas se reformaron un poco. El burro y el caballo se curaron y la vaca iba mejorando. Pero las cosechas seguían mal. Pasaron los días, las semanas, los meses, un año y la cosecha no mejoraba. Un día el granjero vio al niño sucio que un día había ido a pedir limosna y se acordó de lo que había pasado. Juan, asustado, cogió dos quesos y una botella de leche. Corrió por los bosques, intentó hablarle, pero el niño había desaparecido. Juan dejó comida en el bosque por si aparecía y... las cosechas mejoraron, y todo se normalizó. M P S(12 años)

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EL AMBICIOSO Una vez, un rico mercader egipcio pasaba por el desierto del Sinaí con abundantes camellos, aunque sólo uno estaba cargado y no enteramente, pues acababa de vender y había tenido un gran día. Vio una figura a lo lejos; al principio se sorprendió y dijo: «Por aquí no hay ningún pueblo. Debe vivir en alguna cueva del monte.» El hombre resultó ser un mendigo, que se acercó al mercader diciendo: —La paz sea contigo, hermano. ¿Me puedes dar un poco de agua para saciar la sed? —No tengo. Otro día será. Se iba a marchar ya cuando vio que sí tenía agua y que no le había dado porque no había querido. Entonces dijo: —Tú te pierdes las riquezas que pensaba ofrecerte si agua me dabas. El mercader se sorprendió y dijo: —¿De qué riquezas me hablas? ¿Dónde están? —Si era una broma. No tengo. Otro día será. --Si me lo dices te daré toda el agua que llevo. —De acuerdo —respondió el mendigo, casi sin pensarlo. Cuando estaban cerca del monte Sinaí, donde tenían que ir, el mendigo preparó un extraño líquido y se untó el ojo. —¿Qué haces? —le preguntó el mercader. —Voy a untarme con este líquido en un ojo para poder ver los riquezas. —Si es por eso, yo también quiero untarme el ojo para poder ver las riquezas. Y el mendigo le embadurnó el ojo al mercader diciéndole que le dejaría tuerto durante un año. Los dos juntos entraron en una cueva y sacaron de allí mon-tones de riquezas y camellos para llevarlas. Cuando las hubieron repartido, el mercader se dio cuenta de que el mendigo tenía cuatro camellos más, y pidió diez para ganar seis, y el mendigo se los dio. No contento aún, dijo: —iEh, espera! —¿Qué quieres ahora? —Que si me has untado un ojo y veía riquezas, úntame el otro y veré mós. —Pero... —¡Calla, y úntame el ojo! —Tú Io has querido —contestó, y le untó el otro ojo.

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De pronto, el hombre se dio cuenta de que se hab铆a quedado ciego, no veta, no sabla d贸nde ir; chillaba y andaba, hasta que cay贸 por un barranco. Este fue el fin de sus ambiciones. CG (11 a帽os)

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LA HISTORIA DEL HOMBRE QUE ROBÓ LAS SEMILLAS EN FLOR Esta es una ciudad no muy grande y fea, con humo, chimeneas y toda negra; hay muchos ruidos y también muchos coches; la gente que va por la calle parece que está hipnotizada, sonámbula; es la hora en que todos vuelven a sus casas. Hace mucho frío: trece grados bajo cero, en pleno mes de febrero. El metro está abarrotado. Entre la multitud vemos un hombrecillo, pobremente vestido, con un paquete envuelto en papel de periódico, que se mete en un rascacielos; es un edificio de oficinas. Confundido entre los trabajadores entra en las obras de los nuevos ascensores. Espera allí, escondido, hasta que todos se marchan. El portero cierra por dentro y se queda jugando a las cartas con el vigilante nocturno del edificio. Nuestro hombre sale de su escondite y, sigilosamente, entra en uno de los des-pochos de una gran compañía que domina el monopolio del aceite de soja. Ha entrado por un túnel hecho día a día, desde el hueco del ascensor hasta un armario de dicho despacho. ¡Ya está dentro! Dos semanas ha tardado en abrirlo, y ahora ¡está allí! Tiene que andar con cuidado, debe manejar el sistema de alarma; lo tiene todo estudiado. En una ocasión trabajó en una fábrica de aparatos de seguridad. Primero quita las células foto-eléctricas de su camino y sólo tiene que ir con cuidado con la caja fuerte, pero la conoce bien. ¡Nada puede fallar! ¡Ajó! Ya ha neutralizado las alarmas. ¡Ya está! Tiene delante de él un paquete de semillas de flores de diferentes tipos. Ahora toda la Humanidad podrá disfrutar de las flores que casi han desaparecido. El las va a cuidar, las cultivará y las plantará secretamente. Cuando las semillas hayan germinado, el hombre tan rico y poderoso al que se las ha robado no se atreverá a destruir los únicos ejemplares de flores existentes en la tierra y que constituían su orgullo y su delirio. Para salir del edificio sólo tiene que repertir la misma operación del dia anterior. Duerme en su escondite del hueco del ascensor, y a la mañana siguiente se confunde con los obreros. Ya han pasado tres meses; los primeros capullos de las semillas que plantó aquel hombre empiezan a florecer. Ha tomado las debidas precauciones y sólo ha plantado una parte de ellas, pero luego lo ha meditado y ha resuelto no ser egoísta y plantar

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flores por todas las zonas de la Tierra, para que sus habitantes pudieran disfrutar de un espectáculo tan maravilloso. Así, pues, cuando la gente estaba más imbuida en sus problemas, que si las letras, que si el coche, que si los niños, que si los pagos, que si el colegio, y toda esa larga lista de cosas que nosotros ya conocemos bien, el hombre depositó en los buzones de todas las casas que le fue posible unos panfletos anunciando la buena nueva. El señor caprichoso se enfureció, pero el hecho no pudo menos que hacerle sonreír (cosa que no lograba desde hacía muchos años), pues un hombre había conseguido toda una hazaña en esos tiempos: lograr que las gentes sonrieran y tuvieran una esperanza y una razón de vivir, de ser. Multitudes de hombres plagaron los lugares tan preciados en donde el hombrecito había plantado las flores. Pero ahora el señor caprichoso estaba triste. El era un anciano y sabía Io que iba a ocurrir, lo que de hecho está pasando ya: la gente iría a contemplar las flores, pero en su afán las destruirían, llenarían todo de basuras; el mundo volvería a estar triste y aburrido y, además, sin la posibilidad de —en otra época— hacer renacer las flores. Tomó una resolución; irá a visitar al hombre que le había robado. Le va a convencer de sus teorías y de que es preciso conservar algunos ejemplares. La entrevista entre los dos hombres es larga y con momentos de exaltación. De esta conversación no se sacan soluciones prácticas, excepto que el hombre anciano no había hecho bien en guardar las flores, sus semillas, artificialmente en una caja blindada, y quedó bien clara la consciencia de nuestro hombre frente al hecho ya consumado: era sumamente dichoso y hasta podría morir con felicidad infinita en ese momento, pues había conseguido que todos los habitantes de nuestro planeta hubieran sido felices. ¿Por poco tiempo? Quizá, pero habían visto la luz, habían conocido esa extraña sensación para ellos llamada dicha. Además, a partir de ahora ya tendrían algo de qué interesarse, algo que llamara la atención, y podrían disponer de una historia feliz que contar a sus hijos y a los hijos de sus hijos. OEI(14 años)

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LAS TRES HUERFANITAS Hace muchos años, en un lejano país existió un rey que tenía tres hijas: Elisa, Rosita y Anita. Elisa era una niña buena y guapa. Quería mucho a su padre y ponía interés en todo lo que hacía. Rosita, al igual que su hermana Elisa, era buena y guapa, aunque no ponía tanto interés en Io que hacia, pues le gustaba mucho lugar y divertirse con sus damas de honor. Anita, aunque también era bonita, era, sin embargo, revoltosa y desordenada, alegre y divertida. Todo eso le fascinaba a su padre, el rey, que reía todas sus gracias. La madre de estas tres princesitas había muerto. Su padre se volvió a casar con una princesa de otro país, la cual tenia gran manía a sus hijastras, pues notaba que el rey hacía más caso a sus hijas que a ella y le daba rabia. Un día que el rey salió con sus tres hijas a dar un paseo por los jardines del palacio, tropezó y cayó al suelo, golpeándose con una piedra en la cabeza y, tras estar varios días muy enfermo, murió. Se nombró a la viuda reina como regenta del país hasta que la hija mayor tuviera la edad necesaria para gobernar, pues sólo contaba con 12 años. Poco después de morir su padre, la reina, para vengarse de sus hijastras, decidió separarlas. A Elisa la mandó con unos pobres campesinos que tenían muchos hijos, por lo que pasaba mucha hambre. A Rosita la mandó a un convento de monjas de clausura, donde tenía que hacer la misma vida que ellas. A Anita, sin embargo, la mandó ir con unos mercaderes que recorrían los países cercanos en busca de mercancía. Pasaron los años y Elisa se fue quedando delgada; su ropa estaba vieja y remendada, sus manos estropeadas por hacer los trabajos de la casa y, además, su pelo crecía enredado; daba muestras, más que de una princesa, de una mendiga. Rosita, por su lado, había cambiado, se había vuelto ordenada y seria, no le importaba el pasarse un día entero sin comer o rezando, cosas que antes no podía aguantar, pero que ahora so-portaba. Se acordaba de sus hermanas y quería volver con ellas, pero le tenían prohibido salir del convento. Ana había vivido más o menos bien. Había visto muchos países y, ademós, había conocido costumbres y gentes nuevas. Pero aunque se acordaba vagamente de sus hermanas (habían sido separadas de

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doce, ocho y seis años, respectivamente), quería volver con ellas, pues ya habían pasado diez años. Un día, Elisa fue a coger fresas al bosque y se encontró con un apuesto joven, que le preguntó: —¿Cómo te llamas? —Elisa. —¿Dónde vives? —En una casa aquí cerca. —¿Quieres que te ayude a recoger fresas? —Si quieres... Elisa aquel día se había recogido el pelo y estaba muy guapa. El joven empezó a hablar de la reina y dijo a Elisa: —Yo soy el sobrino de la reina, pero hace casi catorce años que no la he visto y me he enterado de que tiene tres hijas, aunque dice que las mandó una temporada con unos amigos y que tuvieron un accidente y se mataron. ¿Tú sabes algo, verdad? Cuéntamelo. Cada vez que se lo pregunto a mi tía cambia de conversación. Elisa, cuando reaccionó, se Io contó, pero éste no se lo creía, por lo que decidió preguntarle a su tía aquella noche. —¿Es verdad que tenías tres hijas, tía? —Si. —¿Y viven todavía? —No. —¿Cómo murieron? —En un accidente, cuando iban a casa de unos amigos. —¿Eran guapas? —No, no mucho. —Ya es tarde, Andrés; vete a la cama. Así acabó la conversación. A la mañana siguiente, Andrés fue a ver a Elisa y le contó todo. Elisa se enfadó mucho y decidió buscar a sus hermanas. Andrés dijo a su tía que se iba a recorrer el país con unos amigos y que volvería pronto. Elisa, ¡unto con Andrés, salió hacia el pueblo para conseguir información. Allí se enteraron de que una de ellas estaba en un convento y la otra se había ido con unos mercaderes que recorrían los países vecinos y que volvían una vez cada seis meses. Al día siguiente salieron muy temprano y fueron buscando por todos los conventos. Así estuvieron durante tres días, hasta que dieron con el que buscaban. En todos ellos fueron preguntando lo mismo, por si la reina había dicho que hasta que no mandara ella recado no la dejaran salir. Por eso dijeron: «es aquí donde estó la hija de la reina?

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Venimos a buscarla.» Las monjas contestaron que sí y que en seguida saldría. Cuan-do salió Rosita vio a su hermana y reconoció su cara; las dos se pusieron a llorar de alegría. Después de contarse sus penas partieran hacia la primera ciudad, en donde sabían que iba a parar la caravana de los comerciantes. Llegaron allí dos días más tarde y tuvieron que esperar otros tres días más. Por fin llegó la caravana y con ella Anita. Al ver allí a sus dos hermanas juntas las reconoció en seguida. Se abrazaron y se contaron lo que habían hecho durante aquellos años. Dos días después decidieron volver a su ciudad a ver a la reina. Cuando llegaron al palacio con el sobrino de la reina, los sol-dados las reconocieron, pues las querían mucho. Entraron al salón del trono, pero la reina no estaba. Preguntaron a un soldado, que les dijo que estaba muy enfer-ma, a punto de morirse. —¿Puedo pasar? —preguntó Andrés a su tia. —Sí. —Unas amigas mías te quieren ver. Las tres hermanas entraron en la habitación, y la reina, aun-que habían pasado los años, las reconoció. Se dio tal susto que murió de un ataque al corazón. Elisa se casó con Andrés y sus dos hermanas se quedaron a vivir allí. Poco después fue la coronación de Elisa y Andrés, que fueron unos buenos reyes. Rosita se casó con un príncipe de un país vecino y Anita con un joven príncipe que había conocido en uno de sus viajes con los mercaderes. I C(14 AÑOS)

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EL CONEJO VIAJERO En un espeso bosque, morada de diferentes especies animales y vegetales, vivía un conejo soñador que no se contentaba con vivir en el bosque, siempre estaba soñando con viajar y conocer mundo. Varias veces lo intentó, pero nunca lo consiguió; el primer intento fue cuando llegaron al bosque unos excursionistas que habían ido a merendar. El conejo se acercó todo Io que pudo al niño pequeño para que se encaprichara y quisiera llevárselo con él. Pero el pobre conejo era feo, no era gracioso, ni tenía suave la piel; además era bizco y llevaba gafas. Alguna vez intentó ponerse lentillas y fue a la óptica de doña Águila, pero eran muy caras, por lo que se quedó sin ellas. El conejo siguió viviendo en el bosque, a pesar suyo, e intentó colarse de polizón en el tren de las cinco, que iba a la ciudad; pero el revisor, el señor mono, lo vio y lo llevó a su casa, donde sus padres le echaron una buena regañina. Les explicó que quería irse y les pidió dinero para ello o permiso para ganarlo ayudando a la vieja urraca en su tienda o a la señora Micifú repartiendo cartas, pero ellos no quisieron y él tuvo que resignarse a seguir viviendo en el bosque. Un día llegaron al bosque unos hombres, que eran cazadores, en busca de animales; entonces el conejo quiso aprovecharse de esa oportunidad para irse de allí, ya que suponía que la ciudad sería Io mejor para él. Hizo que los cazadores le vieran; ellos le vieron e intentaron cogerle. Lo que no sabía el conejo era que le podían disparar matándolo; suerte que no lo hicieron; solamente Io cogieron, ya que estaba herido y les daba pena. Después de cinco o seis horas más, al caer la noche, se fueron, llevándolo con ellos en un jeep color caqui, hacia la ciudad. En el viaje, el conejo conoció lugares del bosque a donde nunca se había atrevido a llegar y cosas que nunca había visto; vio una bandada de patos salvajes que iban hacia el Sur; iban un poco retrasados, porque ya se acercaba la Navidad. También vio una familia de osos preparando su descanso invernal de todos los años, y junto a su madriguera, otras ya cerradas, albergando en ellas a familias de animales.

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espués de una hora, el aire pasó de ser puro y limpio a estar contaminado, y el conejo creyó oír a los cazadores que estaban llegando a la ciudad; empezaron a aparecer casas de las afueras, que eran sustituidas por otras mayores conforme se adentraban más en la ciudad, y ya en el centro de ella se notaba el ajetreo propio de esas fechas, muy próximas a las Navidades; había car-teles luminosos de colores, escaparates con naricitas soñadoras aplastadas contra ellos y mucho follón de coches y humo. Los cazadores llevaron al conejo a una vieja casa con jardín de las afueras de la gran ciudad; allí se criaban toda suerte de animales que pudieran existir en una granja. Allí vivió nuestro amigo durante cuatro meses. Le trataban bastante bien y tenía una habitación especial para conejos, que compartía con otros tres de su especie; cuando se despertaban hacían gimnasia y desayunaban, luego ayudaban un poco a sus bienhechores en los quehaceres de la casa y después, el resto de la mañana, la pasa-ban holgazaneando. La única recompensa que obtenían los viejos dueños de la casa era la ayuda que les prestaban los animales en los quehaceres y el alimento que les proporcionaban. En esa casa había cuatro conejos, seis gallinas, una vaca, dos cerdos, tres patos, cinco ocas, un toro bravo bien encerrado, dos gallos, cinco pollitos, un caballo, dos perros y diez ovejas; además del alimento que les proporcionaban estos animales, los viejos dis-ponían de un pequeño huerto. Una tarde vinieron unos hombres y compraron al conejo; él estaba un poco triste por tener que dejar a sus amigos, pero también estaba contento porque iba a cambiar de vivienda e iba a hacer un viaje. Al final del día se lo llevaron de allí. En el viaje el conejo observó que iban de nuevo hacia la ciudad; cuando llegó a la casa se dio cuenta de que su vida iba a dar un vuelco. Cambió de vivir en la casa de las afueras, con jardín, a vivir en piso pequeño del centro de la ciudad, en donde le tenían destinado un cuarto trastero, del que no le dejaban salir, ya que ensuciaba la casa, y además para comer le daban productos fabricados especialmente para animales. El se dio cuenta de que la vida en la otra casa era mucho mejor; aquí no salía nunca de la casa y además siempre lo tenían encerrado en el oscuro trastero. Un dia se escapó de su cuarto y oyó una triste conversación; la familia se estaba quedando sin dinero y casi no tenían con qué vivir. Calcularon que para el día 20 de ese mes (era el día 5) se iban a quedar sin nada; oyó algo más que no entendió y se marchó, triste, a su cuartucho. Estuvo cavilando sobre el significado de una palabra que oyó: «despido». Hasta que oyó a Ana,la hija pequeña, que fue a darle la comida y le dijo: «Han echado a papá del trabajo y nos

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Estamos quedando sin dinero.» Ana estaba muy triste y nuestro amigo también. AI día siguiente oyó algo que le hizo volver a estar contento. Don Luis había encontrado un nuevo trabajo y, además, era mejor que el otro; todos estaban muy contentos y hasta dejaron salir al conejo de su cuarto y le dieron de comer en el comedor. En agradecimiento al jefe, y para que le tuviera en cuenta, decidieron regalarle algo, pero no sabían el qué; pensaron mil cosas, pero al final se enteraron de que le gustaba mucho el conejo. Automáticamente pensaron en el que tenían en su casa. y aprovechando que Ana se había marchado por una semana, decidieron matarlo y regalárselo al jefe, pero nuestro amigo, que se olió todo, se fue al día siguiente aprovechando cuando abrían la puerta para que saliera don Luis, y se dirigió a su anterior casa. Cuando llegó vio que no había nadie, excepto un pato medio muerto, que le explicó que todos se habían marchado y se dirigían al bosque, ya que los animales estarían mejor allí. El conejo, ni corto ni perezoso, preguntó al primer animal que vio (que fue un perro que iba con su amo) el camino del bosque. El se lo señaló y nuestro amigo se fue enfilando a la poco concurrida carretera; el único automóvil que pasó no quiso parar y no hizo caso al dedo suplicante que señalaba el horizonte. Después de dos horas de andar vio a lo lejos un camión, que fue frenando y al mismo tiempo pitando, y cuando llegó hasta él comprobó que eran sus antiguos compañeros, los de la casa de las afueras; subió con ellos al camión y allí le contaron que pensaron ir al bosque para cuidar la salud de todos, que estaba un poco fastidiada; le dijeron que se habían confundido de camino, y después de dos días se dieron cuenta y retrocedieron, tomando el verdadero camino. El conejo vio que faltaba su mejor amigo, los demás le contaron que lo habían comprado hacía cinco meses; él se entristeció mucho, pero al cabo de un rato volvió a su alegría habitual. Después de cinco horas, casi habían llegado; el conejo recordaba todos los lugares perfectamente. Al final llegaron al claro del bosque donde él había vivido; vio a todos sus habitan-tes. Llegó a su casa y vio a su triste madre, a su padre y a sus hermanos, les contó sus aventuras y les presentó a sus amigos que se quedaron a vivir allí. C J (11 años)

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Capítulo I: YO Me llamó Kunt, mi infancia fue como la de tantos otros niños vikingos: jamás fui a la escuela y jamás aprendí a leer o a escribir como niños de otros pueblos. Sólo me enseñaron a montar a caballo, cazar, a arar, a pescar y a luchar. Mi padre era un hombre muy querido y estimado por todos, y con los demás, y Leiv, el jefe, iba a saquear poblados o monasterios. Yo, de esos saqueos, a los 16 años de edad, sólo había visto maravillas históricas de mi padre, y cuando los barcos salían a la mar era un espectáculo estupendo y muy bonito, sobre todo cuando los guerreros levantaban el mástil. A veces tenía miedo de que mi padre no regresara. En aquellos tiempos y a mi edad, matar, quemar, robar, mal-tratar y esclavizar me parecía algo muy normal en un vikingo. Además, siempre me habían enseñado a sentir orgullo de ser vikingo, a ser superior a los que yo llamaba indígenas o salvajes. Mi padre me decía que aprendiese a ser valiente, listo, fuerte y fiel, y ahora yo añadiría, después de fiel, el ser cruel. Leiv, que, como ya he dicho antes, era el jefe, era cruel con los extranjeros y esclavos, amable y simpático con los amigos y cariñoso con su familia, que no era nada numerosa, puesto que no tenían hijos. Por lo tanto, cuando Leiv muriera se elegiría nuevo jefe. La gente decía que mi padre era, más que el favorito de Leiv, su brazo derecho. Así, pues, Leiv murió y mi padre heredó todos sus poderes. En el reino vikingo el poder suponía la propiedad. CapítuloII: LA PARTIDA Por fin llegó el día de la partida, y yo, según mi padre, también estaba preparado para ella. Pronto empezaron los preparativos. Había gente llorando y gente riendo. Yo tenía un escudo, una espada, dos hachas (o cual más grande) y una lanza. Después de pensarlo, me llevé un hocha, la más grande. Cuando salía a la calle vi que todo era movimiento: esclavos, hombres, mujeres y niños corriendo por todas partes con armas, bolsas, utensilios, todo aquello que fuera útil para el viaje. Estaba contrariado y corría por el último barco, que ya salía. Llegué de milagro y ocupé mi puesto. Pronto descubrí que esa hazaña tan bonita de levantar el móstil no era más que un penoso trabajo, que encima era molesto.

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Los días en el mar fueron muy aburridos y rutinarios. El movimiento de los remos era algo horrible, pero nos animamos. Aún así, me dormi. Sentí una terrible patada en la espalda, me agarró de la pechera un vikingo como un toro y me dijo: —¡Un vikingo no duerme a estas horas! —Es la monotonía. —Menudo vikingo! —Por lo menos tú andas de un lado a otro. —Da igual, ¡trabaja! No volví a dormirme en todo el viaje. Pasaron los días y notaba preocupado al capitón. Pronto lo comprendí, porque él habló a la tripulación. —Como ya habréis visto, hay un castillo al lado del poblado, por lo que tendremos que saquear y rápidamente volver. ¿Comprendido? —ISííí! —Ah, se me olvidaba: si alguno se retrasa no le esperaremos y..., bueno, que sea lo que Odín quiera. —¡Levantad los remos!, gritó el capitán. Las olas nos llevaron a la orilla. «¡Adelante!», se oyó. Un hombre tiró el ancla. Comenzó la masacre. Los habitantes del poblado recorrían las chozas gritando y sollozando. Me quedé sin saber a dónde ir, vi una choza sin arder, entré, no había nada y me di cuenta, al mirar por la ventana, que huían por el bosque. «¡Son de la choza!», me dije. Un hombre venía hacia mí con una jabalina, sentí miedo, cerré los ojos; agarrando la cuerda del hacha, hice con ella una vuelta en forma de molino. Abrí los ojos y vi al hombre en el suelo con una tajada en la cara. Me sentí orgulloso de mi primer crimen y eso me dio fuerza para ir en busca de los que habían huido. Me interné en el bosque. Corría y corría gritando: «¡No huyáis!, ¡no huyáis!, ¡os cogeré!». Capítulo III: DESILUSION Las malezas me hacían daño en los pies. Y, repentinamente, me acordé de las palabras del capitán. Había perdido tiempo y me había alejado demasiado del poblado. Eché a correr hacia el poblado, mas, cuando llegué, el último barco ya salía. Me metí en el recoveco de una acequia y desde allí pude ver mejor el espectáculo. Habría unas veinte chozas, dieciocho de ellas, más que chozas,

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cenizas humeantes. Poco más tarde llegaron soldados, viendo que no había nada que hacer, ya que de nosotros no se veía nada. Poco después salieron por una puerta (ya que el poblado estaba rodeado por una empalizada, bueno, por lo que quedaba de la puerta) cinco personas, luego dos más, y así sucesiva-mente, hasta reunirse unos diez hombres y treinta heridos. Gente muerta por todas partes. Vi el hombre que yo había matado y sentí miedo de correr la misma suerte que él. Un hombre herido en el brazo iba andando hacia el pueblo, cogí mi hacha y le golpeé en la nuca. Cambié su ropa por la mía. Temí que, unos minutos después de un ataque vikingo, un hombre con la típica cara vikinga, ojos azules y pelo, barbas y bigotes rubios, con más altura de la corriente y además con acento extranjero, me reconocieran. Era como para pensárselo, y decidí pensar algo. —Mocho, bien como parles. Entré por la puerta y allí vi un penoso trabajo para intentar salvar a los pobres hombres medio muertos. Una vieja, que alcanzaría los ochenta años, me dijo con voz cascada: — ¡Traeme un cubo de agua! —¡Oh, perdón, no sobo qué es cubó! —Esto, me dijo, señalándome uno. —¡Ah, bueno! Poco a poco fui haciendo los cuatro, ocho, montonadas de amigos, y me establecí allí. Pero eso no fue Io más importante; lo más importante fue que comprendí que los vikingos estaban equivocados, porque las razas, la vestimenta, la cantidad de dinero, nada exige que un hombre sea peor que otro hombre. Capitulo IV: LA REALIDAD Decidí pasar la noche en el bosque, afeitarme las barbas y bigote. Llegar allí y decir que era un bretón, al que le gustaba viajar y que sí podía ayudar. Así, pues, al otro dia entré al pueblo y me encontré q un hombre con cara de cansado que, nervioso, me dijo: —Entre adentro, que sí puede... ¡hacer algo! —¡Perro oí! —¡Nada de peros, entre adentro! —¡Una momento! —¡Vamos, vamos, no pierda tiempo!

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Capitulo V: DECISIÓN Pasaron arios y yo ya tenía dieciocho. Jn día vi que un hombre gritaba: «¡Los vikingos!, ¡huir!». rf hacia la playa y, efectivamente, como yo imaginaba, era padre. Me olvidé por un momento de las gentes de aquel lado, subí al barco y volvimos a ver a Birca, mi poblado ]l. Pasaron muchos, muchos años, ya no recordaba nada de ¡ue había vivido, querido y odiado en aquel poblado. Ni sus amigos, ni nada parecido; robé y guerreé en muchos poblados y monasterios, mas ya se me había borrado de vente todo de aquellas gentes. Cuando sali en barco, a mi último saqueo, yo no Io sabra, iba al poblado de mi aventura. El viaje fue como tantos otros, sin nada de especial, pero lejos noté algo extraño, como si yo ya hubiese estado en el lugar. Mi padre murió hace tiempo, y como yo era el nuevo jefe, né comenzar el saqueo. Al cabo de un rato todo eran lia-, había gente que intentaba apagar el fuego y otros res!s• como podían. Entre ellos oí una voz que decía: —¡Tráeme un cubo de agua! Me acordé de todo, de repente, ir la frase de aquella anciana. Fui hacia allí y la vi; los demás hombres corrieron al verme, i¡o. —¡Bretón! —¡Señora! —¡Alto! Mis hombres se pararon al instante, extrañados, y aún más habitantes de aquel pueblo. —Perdón —le dije—. ¡Vamos de aquí! Capitulo VI: CONCLUSIÓN De esta manera, el más importante poblado vikingo pasó a pertenecer a un mundo agrícola comercial. Lo que más me sorprendió fue que mis hombres, al yo contarles Io ocurrido, poco a poco se lo tomaron de buena manera. Y, o veces, cuando pienso que tal vez todo se lo deba a un cubo de agua, me río. J S(11 años)

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EL AMIGO DE LOS ANIMALES Ca pit ul oI : E L PE RRO En una granja vivía un viejo al que no le gustaban los animales. Un día, su mujer compró un perrito. Cuando el viejo se enteró estuvo a punto de marcharse de la granja, pero decidió quedarse y soportar al perro hasta..., bueno, hasta el final de sus días. Pero tomó otra decisión: Echarle una buena bronca a su mujer. —Cómo se te ocurre comprar un perro... Tú sabes que no me gustan los animales y menos los perros. —Lo que pasa —dijo su mujer-- es que no tienes corazón. Si lo tuvieras, seguro que te gustarían mucho. Seguro que hubieras preferido una escopeta. —Pues claro que sí —dijo el viejo, indignado—, por lo menos tendríamos un conejo o una perdiz todos los días y, además, gratis. Con estas palabras el viejo decidió acabar con la conversación y se marchó a hacer las tareas de todos los días. CapítuloII: LA SORPRESA Cuando volvió a su casa se encontró con una gran sorpresa. Imagínense qué sorpresa sería que por poco se desmayo. ¿No se la imaginan? Pues es muy fácil; su nieto le había dejado su perro paro que lo cuidara durante su ausencia. El viejo no tuvo más remedio que aguantar al perro, es decir, a los «dos» perros. Se lo contó a su mujer y ésta se alegró mucho. —Tu querido nieto nos ha dejado su perro —dijo el viejo a su mujer. —Ja, ja, ja —rió su mujer—. Así aprenderás a respetar a los animales. Al viejo no le hizo ninguna gracia que su mujer se riera, y comprendía que trataba de burlarse de él. El viejo volvió a su trabajo diario muy enfadado y tratando de aguantarse las ganas de matar a los dos perros. Mientras trabajaba pensaba: —Si tuviera valor para echar de la granja al perro de mi nieto y seguidamente matar al de mi mujer, doy por seguro que lo haría, pero de paso me ganaría el odio de mi mujer y el de mi nieto. Y eso es lo que no me gusta.

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Capítulo I I I : E L VIEJO E N F E R M A Pasados unos días, el viejo enfermó. Tenía mucha fiebre y su mujer estaba muy preocupada. Había que llamar al médico, pero su mujer no podía ir a buscarlo. De repente, vieron aparecer al médico por la puerta. La mujer se quedó boquiabierta. No comprendía cómo se había enterado de que su marido estaba enfermo, pero en ese momento no había tiempo de preguntárselo. El médico puso manos a la obra. La mujer esperaba impaciente que el médico saliera del cuarto de su marido, pero no salía. La mujer se empezaba a impacientar cada vez más. Pasadas unas cuantas horas, el médico salió. —No hay que preocuparse, su marido mejorará muy pronto. —Gracias a Dios —decía la mujer, casi llorando—. Por un momento creí que había muerto. Capitulo IV: UN FINAL FELIZ Al cabo de unos días, el viejo ya estaba mucho mejor. Se podía levantar e irse al campo a hacer su trabajo. Pero su mujer y él todavía no podían comprender cómo el médico se había enterado de que el señor Julián (porque así se llamaba el viejo) se había puesto enfermo. Ya, movidos por la inquietud, llamaron al médico para que les contara cómo se había enterado. Al cabo de una media hora, el médico llegó. Y contó a Luisa y Julián l o que había sucedido. —Pues, verán, yo estaba en mi consulta ordenando y limpiándolo todo un poco, cuando, de repente, entró su perro. Como lo... —iEh! —interrumpió, enfurecido, el señor Julián—, que no es mi perro. — Bueno, pues de quien sea —continuó el médico—. Como les iba diciendo, entró «ese» perro por la puerta de mi consulta como un loco. Siempre dejo la puerta abierta. Entonces el perro me empezó a estirar de los pantalones, y en seguida comprendí que quería que fuera con él. —Cogí mi maletín, por si las moscas; entonces me trajo hasta aquí. Y así pasó. ¿Qué, tranquilos? —¡Ah!, ¿con que ha sido el perro? —dijo el viejo, sorprendido. —¿Ves cómo los perros no hacen ningún daño? —dijo su mujer—. Venga, doctor, le acompañaré hasta la puerta.

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El doctor se marchó, y a partir de entonces Julián iba al bosque un día sí y otro no a dar de comer a los animales. Entonces se dio cuenta de que eran mejor los animales que una simple pieza de caza. Y siempre, hasta el día de su muerte, quiso a los animales. C B(11 AÑOS)

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SUEÑO FANTASTICO En un apartado pueblecito llamado Secarrai del Graznajo vivía un humilde matrimonio, con una hija de quince años llamada Nuria. El padre era de poca talla y muy delgado, destacándose una gran boina, que sólo se la quitaba para dormir y para ir a la iglesia; éste trabajaba de trapero, por lo que tenía que viajar de un lado para otro. Esta familia era apreciada por todos los vecinos, al estar siempre dispuesta a ayudar a aquel que necesitaba de su ayuda. El padre, en sus ratos libres, se dedicaba al arreglo de aparatos y muebles. La madre era baja y no muy delgada; se encargaba de los quehaceres domésticos y, a la vez, lavaba en el riachuelo que había al lado de su casa. Y, por último, Nuria ayudaba a su madre, no era muy alta para su edad y le gustaba mucho soñar. El pueblo era pequeño, pero bonito; en medio de la plaza había un gran sauce llorón; la gran mayoría de las casas de este pueblo estaban sin pintar, entre ellas la de Nuria. Cada tarde, sobre las seis, todas las mujeres del pueblo se reunían en la plaza, alrededor del sauce y se sentaban a hacer calceta o punto, o simplemente a hablar. La casa de Nuria era muy pequeña: sólo tenía un dormitorio, donde dormían ella y sus padres; una cocina y el cuarto de estar; la casa era reducida y no tenían cuarto de baño, ni luz, ni agua. Una de esas tardes tan calurosas de verano, Nuria se fue al bosque, no lejos de su casa, junto con su gato, que era su mejor amigo y acompañante. La verdad es que el bosque era el mejor sitio donde se podía estar, más agradable, y no con el calor tan agobiante del pueblo; se sentó al pie de un árbol y comenzó a acariciar una rama. Al cabo de unos minutos ya estaba dormida, pero al volver a despertarse se encontró frente a ella una gran nave cilíndrica. Nuria se levantó rápidamente, pensó en salir huyendo, pero su gran curiosidad se lo impedía. La nave estaba posada horizontalmente en el suelo, sobre varias patas, y tenia millones y millones de luces de colores, que se encendían y apagaban constantemente. De pronto, una gran puerta se abrió como si se hubiera desintegrado y se vio la figura de un hombre con casco, que cada vez se iba aproximando más y más a Nuria; ésta se asustó al ver aquella figura, pero tenía el presentimiento de que no le podía hacer daño alguno, y cuando aquella figura sólo estaba a unos pocos metros comenzó diciendo: —No te asustes, pequeña, no vamos a hacerte nada; hemos aprendido vuestro idioma para poder comunicarnos mejor con vosotros, los terrestres, ya que queremos saber más sobre vuestras costumbres; te pido que vengas con nosotros y muy pronto volverás

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a tu casa. Ella, con el gato en brazos y sin pensar en sus padres, le dio la mano a esa extraña figura y subieron a la nove. Allí había tres personas esperándole; éstas no llevaban casco, tenían la cara totalmente descubierta y eran iguales que los terrestres; sólo se diferenciaban en que eran mucho más altos. Una vez dentro de la nave, la puerta se cerró tal y como se abrió y la nave se elevó por los aires a gran velocidad. Desde entonces, Nuria no volvió a ver aquella figura extraña. Las tres personas: dos mujeres y un hombre, condujeron a Nuria hasta el centro de la nave y, por último, al dormitorio, donde descansaría a lo largo del viaje; a la vez le dieron ropas como las que llevaban ellos y la dejaron sola. Nuria miró las ropas asombrada; se las puso, se miró en un gran espejo que había a lo largo de la pared y comenzó a saltar y a brincar de alegría, al mismo tiempo que reía a carcajadas. Después de un largo rato de saltar y brincar, agotada, se tumbó en una gran cama circular, que parecía estar llena de agua, y se durmió. Después de unas horas, una mujer entró en la habitación de Nuria. La chica se llamaba «Kad 16», que le preguntó cómo se llamaba, cómo vivía, quién eran sus amigos, etc. «Kad 16» también le habló de su planeta y sus gentes, hasta que un hombre llegó con una bandeja, donde había una gran variedad de pastillas en sus respectivos departamentos, en los cuales venía debajo indicado su nombre. Nuria comenzó a comer esas pastillas; la verdad, según ella, es que no estaban tan mal. Cuando hubo ter-minado volvió a entrar el mismo hombre y se llevó la bandeja. «Kad 16» sacó a Nuria de la habitación para que conociese mejor la nave, ya que iban a estar allí unos cuantos días durante el viaje a su planeta «Canusita». Salieron a un largo y estrecho pasillo, donde las puertas se abrían automáticamente al apretar un botón que estaba a la derecha de la puerta. Estas, el suelo y las paredes eran metálicos. Al final de este largo pasillo llegaron a un gran salón, con varias ventanas, que en cuanto Nuria las vio fue a mirar por ellas; cuando ya se cansó de mirar el extraordinario paisaje -nunca visto por ella— comenzó a recorrer el gran salón de un lado para otro. En cada rincón del salón había una cámara, parecidas a las actuales de televisión; los personajes de la nave estaban en constante movimiento, mientras «Kad 16» enseñaba a Nuria. Después de varios días de viaje se veía, por fin, «Canusita». Nuria se dio cuenta que no pertenecía al mismo sistema solar, pues no era igual al de la Tierra. Cuando la nave ya había aterrizado bajaron de ella todos los pasajeros, y Nuria, acompañada de «Kad 16», ya que no

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tuvo más compañía en la nave que ésta. Nuria, al bajar de la nave, quedó asombrada al ver la maravillosa ciudad, donde viviría durante una temporada, o hasta que ella quisiese. Fue entonces cuando recordó a sus padres, pero a los pocos segundos los olvidó y se quedó observando la ciudad. Las casas eran circulares, con ventanas y puertas también redondas; estaban rodeadas por grandes y floridos jardines, muy exóticos para Nuria. Se veían algunos niños jugando con naves voladoras de juguete. «Kad 16» cogió de la mano a Nuria y la llevó a la casa donde viviría esta temporada. La dueña era una mujer a la cual se le murieron el hijo y el marido en un accidente de nave. Durante este tiempo iba a ser su madre y daría a Nuria todo cuanto quisiese con tal de verla feliz. Allí conoció a muchos amigos y amigas; todos los días iba al colegio, pero la enseñanza no era como la de los terrestres, sino por películas y cintas magnetofónicas. Como medio de transporte se utilizaba una especie de cabina voladora, fácil de manejar, y que Nuria utilizaba para ir con sus amigos de excursión, ya que su madre tenía una de ellas. En «Canusita» hace calor durante todo el año, no hay invierno y tampoco hay noches; hay luz durante todo el día, ya que el planeta no tiene movimiento y sólo vive en la parte de la luz. El planeta «Canusita» es mucho más pequeño que la Tierra, siendo de un tamaño como dos veces España, pero está mucho más desarrollada su cultura que la de la Tierra. Las diversiones son muy similares a las terrestres: televisión, radio, etc., aunque con técnicas mucho más avanzadas. Un día (de los muchos que se fue de excursión con sus amigos) se alejó un poco del grupo para darse un paseo. Vio un árbol con fruto, el cual era muy parecido al melocotón. Le dio tentación, y como en su pueblo era costumbre coger el fruto si tienes hambre, sin pensar qué podía ser, le pegó el primer mor-disco a aquella apetecida fruta. Sus amigos, al notar su falta, empezaron a buscarla, encontrándola a los pocos minutos tumbada en el suelo, con el melocotón —o Io que fuera— en la mono; todos se alarmaron y la llevaron al hospital de la ciudad, donde hosto pasado medio mes no se recuperó, estando a lo largo de este tiempo en estado de coma, con constantes transfusiones de sangre. No había en-fermeras; solamente estaba el médico y una serie de aparatos muy avanzados. Cuando ya se hubo recuperado del todo le explicaron que eso especie de melocotón no se puede tomar. porque el fruto debe ser elaborado en pastillas o tabletas, que era lo que comían, y que habían tenido la culpa

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ellos al no haberle advertido del peligro que corría comiendo eso. Durante el tiempo que estuvo en el hospital, su madre, mejor dicho, su madre adoptiva, estuvo a todas horas con ello; pero ese no era el cariño que le daba su madre verdadero y por eso echaba de menos a sus padres y a su casa pequeña y humilde. De pronto, empezó a notar frío y oía voces conocidos de gente del pueblo. Se despertó, y... cuál no sería su sorpresa cuando, al abrir los ojos, se encontró al pie del árbol donde se había sentado desde el principio y junto a su gato. Pensó que todo había sido un sueño, pero un sueño fantástico, que no podría revelar a nadie. Ya era de noche, hacia fresco y sus padres andaban buscándola; se levantó y, con su gato en brazos, se marchó o su casa. S R(14 años)

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