Habló muy poco, aquella tarde, y habló muy mal, se quedó en blanco un par de veces, balbuceaba, daba la sensación de que tenía que esforzarse para construir frases de más de tres palabras, no me quitaba los ojos de encima, mis vecinos me miraban con curiosidad. Cuando el viejo de las patillas inauguró la ronda de ruegos y preguntas, me levanté de mi asiento. Las piernas aún me sostenían, sorprendentemente. Recorrí muy despacio, sin ningún tropiezo, el pasillo y abandoné la sala. Crucé el vestíbulo sin mirar para atrás, atravesé las cristaleras de la entrada y sólo tuve tiempo de dar ocho o nueve pasos antes de que él me detuviera. Su brazo se posó sobre el mío, me cogió por un codo, me obligó a darme la vuelta y, tras estudiarme durante unos segundos, me tocó con la varita mágica. –¡Qué bien, Lulú! No has crecido nada... Aceptó todos mis dones con una elegancia exquisita. Interpretó todos los signos sin hacer ningún comentario. Habló poco, lo justo. Cayó voluntariamente en mis trampas. Me dejó enterarme de todo lo que quería saber. Me llevó a su casa, un ático muy grande pero atestado de cosas, en el centro. –¿Qué ha pasado con Moreto? –Mi madre lo vendió hace un par de años –parecía lamentarlo–. Se ha comprado un chalet absolutamente hortera, en Majadahonda. Después, sus ojos me recorrieron en silencio, lentamente, de punta a punta. Sostuvo mis brazos con sus manos por encima de mi cabeza. Los mantuvo en esa posición mientras tiraba de mi jersey hacia arriba, hasta despojarme de él. Me desabrochó la blusa, me la quitó y me miró a la cara, sonriendo. No llevaba sujetador y él se acordaba de todo, todavía. Se inclinó hacia adelante, me asió por los tobillos, y los levantó bruscamente, haciéndome perder el equilibrio. Tiró de mis piernas hacia sí, hasta colocarlas encima de las suyas. Me quedé tumbada, atravesada encima del sofá. Me desabrochó los cierres de la falda. Antes de quitármela, me cogió una mano, la acercó a su cara y la miró con atención, deteniéndose en las puntas de mis dedos, redondas y romas. Se me había pasado por alto ese detalle. Aun a sabiendas de que no debería hacerlo, rompí el silencio. –¿Te gustan las uñas largas, y pintadas de rojo? Todavía con mis dedos entre los suyos, me dirigió una sonrisa irónica. –¿Importa mucho eso? No podía contestarle que sí, que sí importaba, mucho, así que hice un vago gesto de indiferencia con los hombros. –No, no me gustan –admitió al final; menos mal, pensé. Terminó de desnudarme, despacio. Me descalzó, me quitó las medias, y volvió a ponerme los zapatos. Me miró un momento, sin hacer nada. Luego alargó una mano abierta y la deslizó suavemente sobre mí, desde el empeine de los pies hasta el cuello, varias veces. Parecía tan tranquilo, sus gestos eran tan sosegados,– tan ligeros, que por un momento pensé que no me deseaba en realidad, que sus acciones eran solamente el reflejo de un deseo antiguo, irrecuperable ya. Tal vez había crecido demasiado, después de todo. Me pasó un brazo por debajo de la axila y me incorporó. Me quedé sentada encima de sus rodillas. Me rodeó con sus brazos y me besó. El solo contacto de su lengua repercutió en todo mi cuerpo. Mi espalda se estremeció. El es la razón de mi vida, pensé. Era un pensamiento viejo ya, trillado, formulado cientos de veces en su ausencia, rechazado violentamente en los últimos tiempos, por pobre, por mezquino y por patético, existían tantas grandes causas en el mundo, todavía, pero entonces, mientras me besaba y me mecía en sus brazos, era solamente la verdad, la verdad pura y simple, él era la única razón de mi vida. Atrapé su mano y me la llevé a la cara, cubrí mi rostro con ella, la mantuve quieta un momento, notaba la presión de sus yemas, deposité un beso largo y húmedo encima de la palma, luego doblé los dedos, uno por uno, escondí el pulgar bajo los otros cuatro, rodeé su puño con mi mano y apreté mis mejillas y mis labios contra los nudillos. Trataba de explicarle que le quería. –Tengo una cosa para ti... Me apartó con mucho cuidado, se levantó y cruzó la habitación. Sacó una caja larga y estrecha de uno de los cajones del escritorio. –Te lo compré hace tres años, más o menos, en un momento de debilidad... –me sonrió–. No se lo cuentes a nadie, creo que ahora hasta me da vergüenza, pero entonces me daba la ventolera de vez en cuando, sobre todo cuando estaba solo, cogía el coche y me largaba a Nueva York, a la calle 14 con la octava avenida, un sitio muy divertido, ¿cómo te lo podría explicar para que lo entendieras...? –se quedó