Mujeres de armas tomar - Luis Soravilla

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Mujeres de armas tomar



LUIS SORAVILLA

MUJERES

DE ARMAS

TOMAR Grandes guerreras de la historia

Ilustraciones de Luis Soravilla


Primera edición: marzo de 2021 © Luis Soravilla, 2021 © de las ilustraciones, Luis Soravilla, 2021 © de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2021 Todos los derechos reservados. Diseño de cubierta: Taller de los Libros Corrección: Isabel Mestre Publicado por Principal de los Libros C/Aragó, 287, 2.º 1.ª 08009, Barcelona info@principaldeloslibros.com www.principaldeloslibros.com ISBN: 978-84-18216-15-2 THEMA: NHB Depósito Legal: B 4095-2021 Preimpresión: Taller de los Libros Impresión y encuadernación: Black Print Impreso en España — Printed in Spain Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia. com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).


Tengo que dedicárselo a mamá. ¿A quién, si no?



Índice

1. Hatshepsut, la reina de Egipto...........................................12 2. La venganza de Boudica....................................................34 3. Hind bint ‘Utbah, la madre de la dinastía omeya..............50 4. No te metas con Matilde de Canossa o acabarás mal.........67 5. Tomoe Gozen, la legendaria guerrera samurái....................86 6. La Tigresa, Caterina Sforza..............................................103 7. María Pita e Inés de Ben, gallegas de armas tomar...........142 8. La rocambolesca historia de Mary Read y Anne Bonny...170 9. La señorita Julie d’Aubigny, más conocida como la Maupin........................................196 10. Renée Bordereau, a la que llamaban Langevin...............233 11. Muller, de soltera Kintelberger......................................270 12. María Barrachina y otras mujeres liberales.....................298 13. Viktoria Savs, guerrera con permiso del archiduque.......322 14. Las heroínas de la Unión Soviética................................352 15. ¿Florete, espada o sable?................................................388

Agradecimientos..................................................................412



Introducción a cargo del autor

A lo largo de toda la historia —también a lo ancho— muchas mujeres se han visto en la fea tesitura de tener que enfrentarse al destino con armas en la mano. Fuera por ambición, por desesperación o por lo que fuera, sus proezas no desmerecen ante las de ningún varón y todas ellas dieron sobradas muestras de valor. En este libro hablaré de algunas de estas mujeres y de las historias que protagonizaron. Que quede constancia de que esto no es un ensayo académico. Ya les aviso de que me voy a permitir algunas licencias en el relato, pero también les digo que los hechos narrados a continuación son absolutamente verídicos y están bien documentados. Es decir, esas mujeres se partieron la cara con armas en la mano y fueron protagonistas de diversas aventuras bélicas, cada una según su estilo y afición. Pero les ahorraré las notas a pie de página y otras molestias parecidas. Lo único que deseo es entretener e ilustrar. Si usted es historiador profesional, ya me perdonará; si no lo es, ojalá agradezca mi esfuerzo. Sigan leyendo. Espero que les guste.


1. Hatshepsut, la reina de Egipto

Nunca sé si se escribe Hathsepshut, Hatshepshut o qué. Al final digo Hatketchup y me quedo tan pancho, pero en verdad se llamaba —agárrense— Useretkau Uadyetrenput Necheretjau Maatkara Hatshepsut Jenemetamón, y creo que no me he olvidado de ninguno de los nombres con los que se conoce a la primera de las nobles damas, pues tal cosa significa Hatshepsut. Hatshepsut fue reina de Egipto entre el 1490 y el 1460 a. C., poco más o menos. Es decir, hace casi tres mil quinientos años, que no es poco ni nada. Los egiptólogos añadirán que su reino pertenece a la dinastía XVIII, en el Reino Nuevo. Con esto lo digo casi todo, porque fue entonces cuando Egipto decidió crear un imperio más allá del valle del Nilo, y eso sucedió justo en vida de la protagonista de este capítulo y puede decirse que gracias a ella.

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Se suponía que el faraón tenía que ser un varón, porque, entre otras cosas, tenía que engendrar al siguiente faraón al plantar su semilla en el vientre de una mujer. Por lo tanto, que una mujer reinara en Egipto era algo excepcional. Pero ocurrió antes y después de Hatshepsut. Sí, hubo reinas en el antiguo Egipto. No muchas, pero las hubo. Eso sí, sobran dedos si empleamos las dos manos para contarlas. Aunque Cleopatra VII quizá sea la más famosa —y también un rato belicosa—, sin lugar a dudas, Hatshepsut fue la más poderosa de todas ellas, y la que reinó durante más años. Solo por eso merece que le dedique unas líneas. Vamos a ello. La historia de Hatshepsut comienza cuando su abuelo, el faraón Amenhotep I, a falta de hijos varones, casa a un tal Tutmosis con su hija predilecta, la princesa Ahmose. Como ven, la princesa Ahmose tuvo que resignarse a ser la esposa del faraón y no la faraona que podría haber sido. Entonces era lo habitual y nadie se atrevía a discutirlo. A la muerte de Amenhotep, Tutmosis se convirtió en el nuevo faraón de Egipto mientras Ahmose le daba un bebé tras otro. Eso sí, los pobrecitos morían como moscas y solo cuatro de esas criaturas cumplieron algunos años. Entre ellas, Hatshepsut, a la que no se le puede negar el don de la supervivencia, porque, al parecer, fue la única en llegar a la edad adulta. El papá de nuestra protagonista también yació con otras mujeres y no fueron pocas las concubinas, una de las cuales fue Mutneferet. Quédense con el nombre: Mutneferet. Entre bebé y bebé, entre concubina y concubina, papá —perdón, Tutmosis I— emprendió la conquista de Oriente Medio. ¿Por qué? Pues porque le iba la marcha. Eso dicen los historiadores, aunque lo vistan con mejores palabras. Hasta entonces, el faraón de Egipto se había conformado con gobernar el valle del Nilo y algún que otro oasis del desierto, pero… 13


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—¿Que haga qué, Ahmose, reina mía? —preguntó Tutmosis. —¡Ya me has oído, rey y señor mío! ¡Y ya estás tardando! —respondió la reina. —Pero ¿quién te has creído que soy, mi reina? —exclamó airado el faraón—. ¡Soy el faraón, la encarnación de Amón-Ra, Horus viviente…! —También eres su padre, ¿no? ¡Espabila! —¿Que espab…? ¡No pienso cambiarle los pañales a la niña! —gritó mientras señalaba a la pequeña Hatshepsut—. ¡Hasta aquí hemos llegado! —¿No? Vale, bien, tú mismo. ¿Ves? Ahí está la puerta, Tutmosis —señaló Ahmose—. O le cambias los pañales a la criatura o esta noche duermes en el sofá. Tú eliges, oh, rey mío. Tutmosis abrió y cerró la boca varias veces antes de dar media vuelta y largarse con un portazo. —Pues ¿sabes qué? —gritó antes de abandonar el palacio—. Me voy a conquistar Oriente Medio. —Que era, en egipcio antiguo, el equivalente de «me voy a por tabaco». —Que te aproveche. Y, cuando vuelvas, trae algo de pan, que ya no queda. Y allá se fue Tutmosis, con los ejércitos, y conquistó un buen trozo de Oriente Medio, y deprisa que lo hizo. —Que le cambie los pañales, decía… ¡Nunca te cases, Mecachisenlamarhotep! —Ni que quisiera, rey y señor mío, que soy el eunuco de palacio. —Ostras, perdona, no me acordaba. En resumen, para no alargarnos, Tutmosis I se plantó con sus ejércitos en el Éufrates, que está allá donde ahora Irak, más o menos, en un abrir y cerrar de ojos. —¡Vamos a tomar un baño para celebrarlo! —exclamó. —Mi rey y señor, el agua está muy fría —respondió Mecachisenlamarhotep—. Además, este río da mala espina, porque va al revés que el sagrado Nilo. 14


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—¿Al revés? —El Nilo corre de sur a norte y este riachuelo inmundo, de norte a sur. Si el Nilo nos da la vida, ¿este no tendría que quitárnosla? —razonó Mecachisenlamarhotep, que era un eunuco muy leído y algo filósofo. Papá Tutmosis no esperaba un razonamiento semejante. De todos modos, respondió: —Pamplinas, fría. Vas a ver tú —dijo mientras se zambullía—. ¡Está muy rica! ¿No vienes? No sé qué contarán las crónicas, pero les juro que, ahí mismo, Tutmosis pilló un resfriado y aquello fue el principio del fin. A los diecisiete años de reinado, después de haber invadido un buen cacho de Oriente Medio, la diñó entre mocos y estornudos. Los egipcios vivían muy mal lo de quedarse sin faraón. Estaban convencidos de que era el faraón quien les protegía del Caos y procuraba el Orden. Si el trono quedaba vacío, podían suceder las cosas más terribles, como que el día no siguiera a la noche o qué sé yo. En resumen, durante los ochenta y tantos días que tardaban en preparar la momia y celebrar los funerales, los egipcios vivían acojonados, y decir acojonados es poco. 15


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Esos días también eran intensos en palacio. Cuando la línea sucesoria no estaba clara —y este era el caso—, se formaban corrillos y partidos y todos se preguntaban: —¿Quién heredará el trono? —¿Por qué lo preguntas? —No, por nada, por saber —respondían unos y otros mientras calculaban las probabilidades de hacer carrera o la conveniencia de retirarse cuando todavía se estaba a tiempo. La única persona que parecía tenerlo claro era la princesa Hatshepsut. —Voy a ser yo, yo seré la reina —decía en voz baja, la mar de contenta—. Soy la hija mayor de la primera esposa, hija, nieta y bisnieta de faraones y, ¿por qué no decirlo? ¡También soy la más guapa! —Y tenía razón, claro que sí—. Todos los demás hijos del faraón son menores o idiotas, ninguno de ellos es digno del cargo. Si Neithotep y Neferusobek fueron reinas en su día, ¿por qué no voy a serlo yo ahora? Soy, con diferencia, quien más merece ser reina y, ¡por Amón!, ¡voy a serlo! Voy a ser reina, ¡voy a ser reina! Ay, pobre Hatshepsut… ¿Fue reina? ¡Pues claro que no! Estaba cantado: en vez de llevarse la corona, se llevó un disgusto. Hago un inciso para decirles algo que ya deberían saber. La monarquía, en el antiguo Egipto, era una cosa sagrada. El rey-faraón era realmente un dios para los egipcios. Era la encarnación de Amón, el Oscuro, de Horus, el que todo lo ve, de Ra, el rey Sol, que todo ilumina con su presencia… Lo del Orden y el Caos ya lo he dicho, ¿verdad? En fin, tan sagrado era que vivía rodeado de un ejército de sacerdotes y no pocos acababan de ministros. En el caso que nos ocupa, los sacerdotes que cortaban el bacalao eran los que rendían culto al dios Amón. Los sacerdotes de Amón eran importantes hasta tal punto que estos eran los que designaban al próximo faraón. No había secretos a la hora de escoger a un sucesor. Solía ser el primer 16


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hijo varón de la primera esposa del rey difunto. Si no había tal hijo, entonces tenía que escogerse uno y sacarlo de donde fuera. Ya han visto cómo lo hizo Amenhotep. Muy previsor él, había casado a su hija Ahmose con quien quiso como sucesor y lo dejó todo atado y bien atado. Pero, si no ocurría algo así, la elección quedaba toda ella en manos de los sacerdotes de Amón. Ni que decir tiene cuánto poder poseían los sacerdotes de Amón. ¡Demasiado! Pronto descubrió Hatshepsut que los sacerdotes de Amón habían metido mano en todas partes mientras Tutmosis había ido a por tabaco y ahora no deseaban perder sus privilegios. Había demasiadas cosas en juego. No querían arriesgarse a perder todo lo que habían ganado. —¿A quién escogerá Amón, nuestro dios, como rey de Egipto? —se preguntaban mientras echaban un vistazo alrededor. Entonces, dieron con un hijo del difunto faraón que parecía tontorrón, lo que les iba de perlas para seguir metiendo mano en la caja. —Oh, Tutmosis, hijo de Tutmosis, hijo de Mutneferet, el dios Amón ha hablado y nos ha dicho: «He aquí que poso mi mano sobre aquel que gobernará Egipto en mi nombre, y ese será Tutmosis» —exclamaron un día. —¿Quién? ¿Yo? —preguntó Tutmosis hijo, que no se enteraba demasiado de nada. —Pues, claro, ¿quién si no? —respondió su madre, Mutneferet—. Que aquí tu madre y este señor —señaló al gran sacerdote de Amón, que se apresuraba a subirse la bragueta— hemos llegado a un acuerdo, ¿verdad? —Verdad, verdad. Así se dijo y así ocurrió: el sucesor de Tutmosis I fue Tutmosis II. A Hatshepsut se la llevaban los demonios. —¡Era mía! ¡La corona era mía! —se quejaba en voz alta. 17


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Eso debió de doler, pero más le dolió, encima, tener que cumplir con la tradición y casarse con el faraón, con su hermanastro tontorrón. ¡Era la costumbre! Imaginaos a la joven princesa —diecisiete años tendría la moza entonces— convertida en la esposa real de un niño canijo y palurdo. Tuvo un berrinche de padre y señor mío, pero supo disimularlo. No, Hatshepsut no tenía un pelo de tonta. Supo ver las maniobras de los sacerdotes en palacio, sus intrigas, sus corruptelas y, ya puestos, decidió apostar fuerte por su propia corona. —Seré reina, ya lo creo que sí, pero debo ser lista y tener paciencia —se dijo. A la vista de la poca salud de Tutmosis II, su oportunidad le llegaría más pronto que tarde. Su primera victoria fue conseguir que la nombraran gran esposa real, la primera y principal, no una del montón. —Ya que me caso con el canijo, qué menos, ¿no? —argumentó ante los ministros y sacerdotes.

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No supieron decirle que no. Además, era cierto que había sido la primera mujer en casarse con Tutmosis II. —Vaaaale… Concedido. A partir de este momento, Hatshepsut fue sutil y astuta. Pidió que el título de gran esposa real incluyera el de esposa del dios Amón. Porque el faraón era la encarnación del dios Amón, etcétera, etcétera, qué les voy a contar. ¿Y saben qué? Que coló. Fue una jugada genial. —¿Por qué la hemos nombrado esposa del dios? —preguntó un cauto sacerdote—. No me acaba de convencer la idea. —¿No ves que así la tenemos en el bolsillo? Le damos el título y ahora come de nuestra mano —respondió el gran sacerdote—. ¿No ves la influencia que tiene sobre el faraón? —No sé, no sé… —No seas aguafiestas. Es una mujer. ¿Qué podemos temer de ella? ¡Cómo se arrepentiría de estas palabras…! Hatshepsut se hacía la tonta, porque era muy lista. A la chita callando, estaba al tanto de todos los asuntos de Egipto y se iba apropiando de todos los resortes del poder. ¡Delante de las mismas narices del gran sacerdote! En más de una ocasión, dictaba las cuestiones de estado a su hermanastro y marido, Tutmosis II. Hatshepsut tuvo una hija con su hermanastro, Neferura. Después, Tutmosis II quiso hacer tantas tonterías como había hecho su padre, pero sin punto de comparación, porque ya lo dice un antiguo proverbio egipcio: ¡segundas partes nunca fueron buenas! Por supuesto, no cambió los pañales ni una sola vez, pero se largó con cuantas concubinas pudo y sembró el palacio de hijos. Ya era un vivalavirgen y un pichabrava antes de ser faraón, imagínense ahora que era dios. Hatshepsut le dejaba hacer con tal de no soportarlo en casa. —¿Que se va de picos pardos? Que vaya, que vaya… —sonreía Hatshepsut. 19


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Una juerga detrás de otra no hicieron más que arruinar la poca salud de Tutmosis II y, tres años después de que lo coronaran faraón, la palmó. De nuevo quedó vacante el trono, de nuevo asomó el Caos cósmico, de nuevo el pueblo se lamentó y se asustó… En fin, lo de siempre…, y los de siempre, porque los sacerdotes corrieron a buscar a un hijo del faraón. A uno cualquiera que pudiera servirles. —Yo sé de una hija y nieta de faraones que podría ser reina —insinuaba Hatshepsut. ¡Ni caso! Los sacerdotes de Amón buscaban a un hijo de Tutmosis II entre los que sembró el faraón en sus aventuras galantes y no estaban para tonterías. —Eh, que soy la reina —insistía Hatshepsut—. Yo soy la reina ahora. En medio de esta locura, un sacerdote exclamó: —¡Tutmosis! —Porque había dado con un hijo del difunto faraón que también se llamaba Tutmosis, mira tú qué casualidad. —Yo veo un problema, chicos. —¡No seas aguafiestas! ¿Qué problema es ese? —Que un faraón tan joven… No lo sé. —¿No hay ninguno más? —preguntó otro de los sacerdotes. —No —respondieron sus acólitos. —Pero ¿qué edad tiene? —Cuatro añitos recién cumplidos —respondió el que había dado con él después de contar con los deditos. —¿Y con cuatro años va a gobernar Egipto? Silencio. Se miraron todos a los ojos. Que cuatro años son pocos y no dan para mucho. —Ay, el Caos se nos echa encima —se lamentó uno de los sacerdotes. Mientras el pequeño Tutmosis, el elegido, jugaba con el espantamoscas a modo de sonajero, los enemigos de Egipto preparaban sus armas más allá de las fronteras. 20


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Habían llegado noticias alarmantes de Nubia. Se estaba cociendo una expedición para saquear el sur de Egipto. Era la costumbre: tan pronto se moría un faraón, los pueblos enemigos probaban suerte. A fin de cuentas, ellos formaban parte del Caos, ¿no? La guerra, la peste…, el Caos. Eran los malos de la película, los que aprovecharían el paréntesis entre los funerales del faraón difunto y la coronación del nuevo rey para cruzar la frontera de Egipto, sembrar la muerte y la destrucción y saquear unas cuantas aldeas. Pero esta vez no sería una incursión sin importancia, sino algo más serio. —El nuevo faraón será un niño, oh, gran rey de Nubia —dijo el espía. —Vale, un niño. Pero ¿quién ostentará la regencia hasta que ese niño pueda gobernar, oh, espía nuestro? —preguntó el gran rey de Nubia. El espía se encogió de hombros. —Qué sé yo. No se deciden. Creo que va para rato, porque no veo yo a un candidato que cuente con el favor de la mayoría —explicó. El gran rey de Nubia dejó escapar una risotada y mandó reunir a sus ejércitos. —¡Pues ahora se van a enterar, esos egipcios! Esta vez no nos conformaremos con saquear un par de aldeas, sino que iremos en serio. ¡A las armas, nubios! ¡Nos vamos a poner las botas! ¡A Egipto! —ordenó. La noticia no tardó en llegar a Egipto. —Son muchos y pronto se plantarán en nuestras fronteras —avisó un militar. —¡El Caos! ¡El Caos! —gritaban los ministros, los sacerdotes y el eunuco Mecachisenlamarhotep, que seguía de mayordomo en palacio. —¿Quién podrá detenerlos? —preguntaron los sacerdotes de Amón. —Yo —respondió Hatshepsut. 21


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Todos se volvieron a mirarla, porque había irrumpido en la reunión sin avisar, o quizá había estado ahí desde el primer momento, esperando su oportunidad. Silencio. Imaginen la escena. La reina había tenido tres años para prepararse. Ahora tenía veinte años y el ánimo dispuesto. La joven miró a la cara a todos los presentes, uno a uno. A ese lo había cubierto de oro; a ese, de promesas; a ese otro, de amenazas… Conocía los secretos de cada uno y contaba con el favor de los escribas y los funcionarios, que sabían de qué pasta estaba hecha aquella ambiciosa joven. Había sembrado favores y ahora quería recoger la cosecha. —Nombradme regente de Egipto hasta que Tutmosis pueda ser rey —insistió, ya que nadie decía nada—. Soy hija de faraón, nieta y bisnieta de faraones y la gran esposa de Amón —añadió mientras alzaba la voz y miraba de reojo a los sacerdotes para ver si pillaban la indirecta. ¡La gran esposa de Amón! —Chicos, la cagamos —susurró un sacerdote al oído del otro. —Ya os dije que lo de gran esposa de Amón era demasiado —murmuró otro. —¡Chist! —soltó el gran sacerdote mientras se arrodillaba ante ella. ¡Qué remedio! ¡Habían caído todos en la trampa! Los sacerdotes de Amón no tenían por qué hacer caso a la viuda del faraón, por muy gran esposa que hubiera sido, porque muerto el rey, la reina ya no pintaba nada. Pero, en cambio, los sacerdotes estaban obligados a servir a la gran esposa de Amón, título que no desaparece porque Amón es un dios inmortal. En pocas palabras, los tenía cogidos por los huevos. —Pues nada, regente —proclamó la asamblea. ¡Egipto ya tenía gobierno! Un gobierno en manos de una mujer joven y sin experiencia. 22


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La noticia corrió como la pólvora y los enemigos de Egipto se envalentonaron. En particular, el gran rey de Nubia. —Egipto está gobernado por una cortesana y sus ejércitos corren al mando de una mujerzuela. ¡Lo que nos vamos a divertir! —exclamó, y, dicho esto, cruzó la frontera con ganas de hacer daño y muchas personas detrás. Ay, cuántos errores comete la gente al dejarse llevar por las apariencias… Tan pronto Hatshepsut fue proclamada regente, llamó a reunión a todos sus generales. Impuso su autoridad en los despachos y entre la tropa, escuchó los consejos de los generales, estudió la situación, impartió órdenes y en un pispás se habían reunido las tropas en los cuarteles, afilado las lanzas y tensado los arcos. —Vamos ya, que hay prisa —decía mientras pasaba revista en los cuarteles. Qué nervio, qué dotes de mando. Era digna hija del primer Tutmosis. Mandó que le hicieran una armadura a medida, preparó su carro de guerra, formó a sus tropas y, cuando todo estuvo listo, partió al frente del ejército. —¡Adelante! ¡Vamos a dar una lección a los enemigos de Egipto! ¡Y vaya si se la dieron!

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Los nubios no esperaban que una mujer fuera capaz de levantar un ejército en tan poco tiempo ni de marchar contra ellos con tanta premura y decisión. Y lo que nunca se les había pasado por la cabeza era sufrir una derrota a manos de una mujer. Vamos, ni soñarlo. Pues ¿saben qué? La regente Hatshepsut les dio una soberana paliza. Los ejércitos de Nubia no vieron la que les cayó encima. Recibieron por delante y por detrás, por todas partes. Plas, plas, plas… El gran rey de Nubia se salvó por los pelos, pero no así sus ejércitos, que quedaron desmembrados y destrozados. Lo que sorprendió a propios y extraños fue ver a la joven Hatshepsut en el campo de batalla, corriendo de aquí para allá impartiendo órdenes y organizándolo todo. Los generales, al ver que una mujer no dudaba en ponerse al frente de las tropas, dieron muestras de gran valor y los soldados no quisieron ser menos. En suma, ¡qué gran victoria! El gran rey de Nubia, que había partido hacia el norte —hacia Egipto— con aires de fanfarrón y perdonavidas, regresó de su expedición vapuleado y derrotado… ¡por una mujer! —¿Qué os hemos hecho, oh, dioses, para merecer semejante derrota? —preguntaba, de vuelta a casa. El gran rey de Nubia no tardó en buscar excusas para la derrota mientras cocía una terrible venganza contra esa mujer. —Es que me daba el sol de cara y no veía, pero la próxima vez… ¡Verás tú la próxima vez! En cambio, los ejércitos de Egipto, con Hatshepsut a la cabeza, regresaron triunfantes y cargados de botín y esclavos. ¡Menuda paliza les habían dado a los nubios! Y cómo presumían de ello. —Tendrías que haberla visto en el campo de batalla —decían los soldados, que señalaban a Hatshepsut—. ¡Qué mujer! ¡Guapa! —gritaban. 24


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Es posible que haya cargado un poco las tintas, no les diré que no. Las guerras con Nubia eran frecuentes y pocas veces tomaron la forma de una gran campaña, como las que se libraron en Oriente Medio años después. Quizá la primera batalla de Hatshepsut fue una escaramuza, o quizá no. Tengo mis razones para creer que fue algo serio, pero da igual lo que yo piense. El caso es que la joven regente probó su valía al mando de los ejércitos. Dicho de otra manera, salió con nota de ese examen. Con esa victoria en el currículum y las fronteras seguras, se procedió a la coronación de Tutmosis III como faraón de Egipto mientras Hatshepsut hacía las veces de regente y seguía como esposa del dios Amón. —Bien, bien… Tengo el poder, aunque no la corona. Pero ¡ya caerá! —sonreía. Como regente y esposa del dios Amón, se tomó ciertas libertades. Por ejemplo, mandó levantar dos obeliscos enormes en honor del dios Amón, algo que era una prerrogativa en exclusiva del faraón, y así se lo recordaron los sacerdotes de Amón. —¡A ver si no voy a poder hacerle un regalo a mi marido! —exclamó Hatshepsut, y ahí se acabó la discusión, porque no le faltaba la razón. 25


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Y así todo. Por ejemplo, con el cuento de que Tutmosis III todavía era un niño pequeño, ella hacía las ofrendas a los dioses en las fechas señaladas, lo que también era prerrogativa real. —Pero, a ver: ¿soy o no soy la esposa de Amón? Pues, entonces, puedo hacerle ofrendas a mi marido, ¿no? —respondía si alguien cuestionaba la ceremonia. Tutmosis III, pues, se quedó con el título de hijo del Sol (Ra) y en la segunda fila en las ceremonias mientras oficiaba su tía. —¿Eso no tendría que hacerlo yo? —Cuando seas mayor. —Pero yo soy el faraón —insistía Tutmosis, y en eso tenía razón. Así que llegó el día en que nuestra protagonista reunió a toda la corte y a los sacerdotes de Amón y les dijo: —Será mejor ir al grano. A partir de ahora ya no seré la gran esposa real ni la esposa del dios Amón, porque es un rollo. A partir de ahora seré la faraona. —¿La qué? —exclamaron todos. —La faraona, la reina. Seré Useretkau Uadyetrenput Necheretjau Maatkara Hatshepsut Jenemetamón. —¿Puede repetirlo más despacio? —rogó el escriba, que tomaba nota de todo. Esos nombres corresponden a los títulos que se puso como reina. Los traduzco a mi manera como sigue: «De espíritu poderoso, De aparición divina, Aquella que mejora con la edad, El Orden y alma del Sol y Aquella que se une a Amón». Además, Hatshepsut significa «La primera de entre la nobleza». Modesta un rato, como pueden ver. Mientras el escriba tomaba nota, un escalofrío recorría el espinazo de todos los presentes. Tutmosis III protestaba desde su rincón —«¡El faraón soy yo! ¡El faraón soy yo!», decía— y los demás no sabían qué añadir. Hasta que la reina —a partir de ahora reina será— preguntó: 26


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—¿Ha quedado claro? —¡Clarísimo, oh, reina nuestra! —respondió el coro de cortesanos y sacerdotes. Pronto se hicieron los preparativos y la reina fue coronada en una larga ceremonia religiosa, porque los egipcios lo hacían todo a lo grande. Los dioses dieron su visto bueno, la purificaron y se encarnaron en ella, como corresponde. Egipto contó, a partir de entonces, con dos faraones en vez de uno, con Hatshepsut y con Tutmosis III…, aunque solo uno gobernaba, la reina Hatshepsut. Para los artistas fue un periodo… complicado. —¿Cuál es el problema, querido Senenmut? —preguntó la reina a su arquitecto real y asesor de confianza. —Este… Mi reina, dejad que os explique. Nos habéis encargado un templo funerario en las orillas del sagrado Nilo, en línea con el templo de Amón, y no sabemos muy bien cómo representaros en los bajorrelieves —explicó.

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—¿Y cómo es eso, Senenmut? —Sois mujer, oh, reina mía, y muy guapa. —Gracias, eso ya lo sabía. —Pero el faraón es la encarnación de Amón, y Amón es varón. —Ay, Senenmut, pareces tonto… Represéntame en los bajorrelieves del templo como varón y ya está. No veo el problema. ¿Acaso no llevo ahora mismo la barba del faraón? Molesta, pero va con el cargo —respondió la reina mientras se ajustaba el postizo. —Pero…, eh… A ver cómo lo explico. El faraón es Amón encarnado y es hijo de la esposa de Amón, ¿me seguís, reina mía? —titubeaba el bueno de Senenmut—. Amón se une con su esposa y, ¡zas!, ¡ya tenemos faraón! ¿Bien por ahora? —Sigue, sigue, que creo que lo voy pillando —lo animaba Hatshepsut. —Es que ahora mismo vos, señora mía, sois Amón, la esposa de Amón y el hijo de ambos, de Amón y su señora, y yo ya no sé cómo mandar esculpir eso. Silencio en la sala. —Ah, ya veo cuál es el problema —suspiró Hatshepsut al fin—. A ver cómo lo solucionamos.

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—Por favor, que ya me duele la cabeza. Hoy pueden ver cómo se solucionó tan espinosa cuestión en las paredes del templo de Deir el-Bahari, cerca de Luxor, uno de los templos más bellos del antiguo Egipto. De entrada, Hatshepsut aparece siempre representada como rey, no como reina. Va a todas partes con esa barba postiza que llevan los faraones. Ahora hace ofrendas, ahora saluda a los dioses… Cuando hace las veces de Amón al dejar embarazada a la esposa de Amón, madre de la encarnación de Amón… Hatshepsut sale con la barba haciendo de Amón, como mujer haciendo de esposa de Amón y como encarnación de Amón más tarde, de nuevo con barba, ¡y aquí no ha pasado nada! El templo es fantástico, decía. La visita vale la pena. En sus bajorrelieves se narran las maravillas del reinado de Hatshepsut. Se celebra una expedición comercial al país de Punt, que regresó cargada de riquezas y maravillas y tantas serían que se molestaron en esculpirlas ahí mismo. Pocas veces conoció Egipto tantas riquezas. No fue su única construcción monumental. Como ya hemos dicho, levantó obeliscos, templos y palacios por todo Egipto. Abrió delegaciones comerciales en todos los países vecinos y el oro, las especias, los perfumes y las maderas nobles llegaban a Egipto desde más allá de sus fronteras sin descanso. Fue un reinado muy próspero y pacífico. Bueno, lo de pacífico, a medias. Hatshepsut mantuvo siempre los ejércitos a punto. Ella misma capitaneó cinco o seis campañas militares, cifra sobre la que no acaban de ponerse de acuerdo los historiadores. Una campaña —la segunda— se luchó en tierras de Palestina, pero todas las demás fueron contra el gran rey de Nubia y sus aliados. Todo nos indica que el gran rey de Nubia era duro de mollera y no aprendía ni a la de tres que, «si uno se mete con Egipto, se mete conmigo», que diría Hatshepsut. La última campaña que capitaneó en persona contra el gran rey de Nubia fue en el duodécimo año de su reinado. Como se 29


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había convertido en costumbre, formó su ejército frente a los nubios y se los llevó a todos por delante. Aunque Hatshepsut prefería residir en palacio que poner orden en la frontera de Nubia, no le hacía ascos a la batalla. Tenía otros motivos para desplegar esas actividades militares, y el más importante de todos ellos era Tutmosis III. —Mira, sobrinito, como te convertirás faraón, mejor será que aprendas esto de la guerra. —¡Eh! ¡Que ya soy faraón! ¡El faraón soy yo! —saltaba el chaval, que ya tenía dieciséis años a cuestas y las hormonas subidas, como todos a su edad. —¡A callar! Aquí mando yo hasta que yo diga, ¿estamos? Y Tutmosis III se comía sus palabras y se conformaba con matar nubios, a falta de nada mejor. Allá se metía, en medio de la batalla, a repartir garrotazos a diestro y siniestro. —El chaval no lo hace mal. Promete —decían los generales al verlo tan dispuesto. —Porque le he enseñado yo —presumía Hatshepsut, y no le faltaba razón.

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hatshepsut, la reina de egipto

Llegó un día en que Tutmosis III ya salía solo de casa, reunía a su ejército y se iba a la frontera de Nubia a poner orden, pero siempre bajo la supervisión de la reina. De vez en cuando, Tutmosis III salía por peteneras y le daba un disgusto a la faraona. Por ejemplo, en la cuarta expedición contra el país de Mau, aliado de Nubia, Tutmosis III regresó con un rinoceronte a casa. —¿Qué bicho es ese? —saltó Hatshepsut—. ¿Cuántas veces te tengo dicho que no traigas animales a casa? —Pero… ¡si solo es un rinoceronte! —Oh, sí, un rinoceronte… Pues ¿sabes qué te digo? Si te lo quedas, serás tú quien lo saque a pasear y recoja las cacas, ¿estamos? Que soy tu reina, pero no tu criada, ¿vale? —De verdad que es insoportable —se quejaba Tutmosis III. —Eh, que te he oído. Ah, la briosa juventud… ¡Y el poder! Si Hatshepsut había sido ambiciosa, Tutmosis III no lo era menos, que estaba destinado a hacer grandes cosas. De eso estaba convencido. —Pero mi madrastra no me deja —gruñía. Cuando sacaba a pasear al rinoceronte o cuando deambulaba entre las grandes salas de los templos, tropezaba en todas partes con el sello de Hatshepsut esculpido en la piedra y, entonces, se ponía colérico. —¡Maldita sea! ¡Que el faraón soy yo! —protestaba—. ¡Ahí tendría que estar mi nombre! —¡Te he oído! ¿Ya te has lavado los dientes? —¡Bah! —¡Pues ya estás lavándotelos! Pero llegó el día en que Hatshepsut se cansó de tanto mandar. Era el vigésimo año de su reinado y Tutmosis III estaba en algún lugar de la frontera con Nubia poniendo orden. —La verdad, querido Senenmut, es que el chaval ya puede valerse por sí solo —exclamó mientras leía el parte de guerra. Los nubios habían recibido otra paliza, decía el informe. No ganaban para disgustos. 31


mujeres de armas tomar

—¿Sabes qué? ¡Vamos a retirarnos a descansar! Voy a decretar mi jubilación. ¡Escriba! —Y el escriba llegó corriendo—. A partir de ahora —le dictó—, no hace falta que mi nombre aparezca junto al de Tutmosis III. Y tú, Senenmut, ya me estás construyendo un palacete para retirarme a descansar, que para algo te pago, pues ¿no eres el arquitecto real? Así se hizo, y Tutmosis III regresó de Nubia con una victoria más en su currículum y el trono de Egipto por fin para él solito. El regalo le hizo más ilusión que una bicicleta. ¿Por qué se retiró Hatshepsut? Quizá enfermó, porque poco después de abandonar el trono, murió. No parece que en la corte de Tutmosis III guardaran el luto debido. Dos meses después del funeral, el faraón partió con sus ejércitos hacia Asia y conquistó todo lo que quiso. No hubo enemigo al que no venciera ni tierra que no pudiera conquistar. No hubo otro faraón como él en toda la historia de Egipto. Ahora bien, ¿habría vencido sobre tantos enemigos sin la ayuda de Hatshepsut?

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hatshepsut, la reina de egipto

Una mujer le había enseñado a hacer la guerra, le había regalado un ejército invencible y un país rico y próspero. Sin ella, ¿quién habría sido Tutmosis III? Un don nadie, el hijo de una cortesana. Mientras Tutmosis III conquistaba Oriente Medio, los sacerdotes de Amón ordenaron borrar el nombre de Hatshepsut de todas las inscripciones y bajorrelieves de los templos de Egipto para borrarla de la historia de una vez y para siempre. Afortunadamente, fracasaron una vez más.


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