Libro de relatos literarios 2020 UGT Sevilla

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VIII CONCURSO DE RELATOS “ALBERTO FERNÁNDEZ BALLESTEROS”


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VIII CONCURSO DE RELATOS “ALBERTO FERNÁNDEZ BALLESTEROS”

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Octubre 2020 Derechos reservados C

Unión General de Trabajadores de Sevilla Avda de Blas Infante, 4, 2ª Planta. 41011 Sevilla

••• ISBN 978-84-09-24424-9

••• Impreso en España Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reproduzcan o plagien, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.

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INDICE JUAN JOSÉ DEL PERAL PÉREZ P. 12

“Céntimo de euro”

P. 30

ÁLVARO GARCÍA PERALTA “Hay pingüinos en los polígonos”

MARCELO GALLIANO P. 50

“Quizás de a poco”

P. 64

JUAN MANUEL GARCÍA ESTEBAN “Esmeralda”

RODRIGO LUCIANO QUIRÓS “La chica ojos de videocasete”

P. 78

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JUAN PABLO SÁEZ KIFAFI “¿Conoce usted a Celeste Pujol?”

P. 124

P. 98

JESÚS JIMÉNEZ REINALDO “Parábola de la Luz”

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ LEÓN “Silla de paseo para niños grandes”

P. 154

P. 138

FERNANDO MÉNDEZ GERMAIN “El nuevo paradigma”

CARLOS ANDRÉS FABBRI CAMPOS “La tremebunda historia de Sanjuanino Gorrino”

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P. 174


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GANADOR:


JUAN JOSÉ DEL PERAL PÉREZ “Céntimo de euro”

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CÉNTIMO DE EURO Por Juan José del Peral Pérez I. Recuerdo como si fuese ayer cómo comenzó aquel día. Recuerdo estar frente a la pantalla del ordenador, en trance, pulsando el botón de replay de forma compulsiva. Cada toque de pelota ejercía sobre mí el efecto prestidigitador de un péndulo. Los pases se encadenan, se barrunta la llegada del gol, se desvela paulatinamente el sencillo engranaje que solo posee aquello que es inherentemente perfecto. El remate final, potente, elegante, preciso, introduce el balón arañando la escuadra de la portería. Y yo vuelvo a repetir el vídeo en youtube, en un bucle. Pude haber visto el vídeo del gol de Cristiano unas cincuenta veces del tirón. ¿Qué se sentiría al estar en aquel campo, envuelto por esa avalancha de miradas jadeantes, exigiendo compartir un sorbo efímero de gloria? ¿Es Cristiano Ronaldo consciente de la importancia de golpear el balón en el punto exacto, con la fuerza adecuada, de crear el ángulo perfecto? La voz de mi madre regañándome porque llegaba tarde al instituto me hizo cerrar el portátil de un golpe. Me levanté y comencé a meter mis cuadernos y mis libros de texto en una mochila que era mezcla de jirones y firmas en eding negro. La silueta de mi madre, brazos en jarra y mirada vigilante, se recortaba sobre un poster de Cristiano. Con el fin de distraerla, le pregunté por mi padre. El brillo caliente de sus ojos se volvió metálico. Su cuerpo se puso muy rígido y su cara se tensó, y dejó al descubierto un 14


laberinto de arrugas demasiado marcadas para una mujer aún en la treintena. Mi padre había empezado un poco más temprano en aquel trabajillo de comercial que le había salido hacía una semana. «Ojalá le dure —dijo mi madre—, bien sabe Dios que lo necesitamos». Cuando la mochila estuvo hasta los topes, mi madre dio media vuelta satisfecha. Comencé entonces a sacar con cuidado mis libros, y los fui apilando en el armario, debajo de los jerséis gordos de invierno. En su lugar metí mi camiseta del Madrid de hacía cinco temporadas, con el anacrónico nueve negro en lugar del siete empastado en la parte trasera. El sonido del agua corriendo y los cubiertos tintineando llegaba desde la cocina. Mi madre fregaba las tazas del desayuno de espaldas a la puerta. Podía ver su pelo negro, sembrado de canas, recogido con una pinza de plástico, y el lazo de su viejo delantal de cuadros sobre su espalda. Pasé de espaldas, intentando que no me viera, o si lo hacía, al menos ocultar lo mermada que había quedado mi mochila. No sé si me oyó, si me olió o simplemente me intuyó, con ese instinto salvaje que solo poseen las madres. Pero por encima del olor a fairy y a cola cao, del sonido del chorro erosionando la suciedad de los platos, mi madre advirtió mi presencia y dio media vuelta. Intercambiamos una mirada breve y densa; una mirada que resumía cuatro años de supervivencia; una mirada tras la cual cada uno trataba de ocultar sus propios miedos, y el esfuerzo de ocultarlos impedía reconocer en la otra persona el miedo, que era probablemente el mismo, solo que bajo otro nombre y una piel diferente. Dije adiós a mi madre, crucé la puerta de casa y tras 15


bajar las escaleras como un loco, me topé con una mañana de abril inusitadamente fría. Corrí, azuzado por el frío y por los rescoldos del temor a ser descubierto, y recorrí dos manzanas hasta llegar a la tienda de frutos secos, casi sin aliento. El vaho brotaba de mi boca en humaredas intermitentes y se condensaba contra el cartel de «se alquila» en el cristal de la tienda. El letrero ya empezaba a desvaírse en amarillo macilento, uno más de entre tantos en Parla. Pero la fuerza de la costumbre hacía que siguiésemos quedando cada mañana en aquel esqueleto de tienda. Solo que ya no comprábamos nada. Porque la tienda llevaba un año cerrada, eso era evidente, pero sobre todo porque hacía ya varios años que no podíamos permitirnos el lujo de no salir desayunados de casa. Aquel día íbamos a hacer pellas. Íbamos a ir al aeropuerto a recibir al Real Madrid, que venía de jugar los cuartos de la Champions contra el Galatasaray. Nuestro objetivo era llenar de autógrafos las camisetas y hacernos fotos con todos los jugadores del equipo. Cuando hube recuperado el aliento vi aparecer a Andrés y a Kike doblando la esquina del Compro Oro. Los ojos de Kike, incansables como avispas, parecían abarcarlo todo. Andrés llevaba las manos en los bolsillos y clavaba la mirada en el suelo, absorto en sus pensamientos. —Vamos tíos, que llegamos tarde. —Anda, cagaprisas, que los vuelos van siempre con retraso —respondió Kike. —Esos son los de la gente normal —contesté—. Los de los famosos llegan siempre antes de tiempo para que no los vean. —Lo que tú digas. Pero aun así quedan tres horas. 16


—Pero eso va a estar petado, ya lo verás. ¿No ves que ahora hay mucha gente que no tiene nada que hacer? Los árboles parecían desorientados por la vuelta inesperada del invierno. En la acera el viento arrastraba las hojas que habían caído, recién estrenadas, junto con la porquería que la gente tiraba al suelo. Grupos de chavales, sin prisa por llegar a colegios e institutos, y gente con prisa por llegar al trabajo transitaban la calle. Desertamos del grupo de estudiantes y nos desviamos por una callejuela, para evitar así la calle Real, y con ello el que alguien conocido pudiera vernos ir hacia la estación de Cercanías. No teníamos dinero para un billete de ida y vuelta para cada uno, así que compramos uno solo, con la idea de colarnos. —¡5.10 ir a Madrid, hijos de puta! ¡Menos mal que no hemos cogido el tranvía! —Cállate Kike, que vas a llamar la atención —le susurré, dándole un codazo. Kike le pasó el billete a Andrés y los dos nos pegamos a su espalda. Se abrió el torniquete y los tres nos precipitamos, tropezando con nuestros respectivos pies y ante la mirada indiferente del resto de pasajeros. La multitud de viajeros somnolientos, con sus tarteras, bolsos y mochilas, ridículas bolsas de perritos de Harrods, eBooks y reproductores de música, se apresuraba por entrar en el tren antes de que las puertas se cerrasen. Una vez dentro y sentados, comenzamos a relajarnos. —¿Te ha dicho algo tu madre? La mía creo que se olía algo —me preguntó Andrés. —¡Qué va! Si la mía sospecha, fijo que no vengo. Está siempre dándome la paliza con que estudie, que me 17


LABRE un futuro, para que no termine siendo un fracasado como mi padre —sentí un pinchazo de culpabilidad al hablar así de mis padres. —¡Pero qué futuro ni qué pollas! —soltó Kike—. ¿Tú te crees que, aunque estudies, vas a encontrar curro de algo, con un 60 por ciento de paro juvenil que hay? ¿Tú no ves las noticias o es que eres tonto? Te vas a matar a estudiar cinco años como mínimo, a hacer un Grado y luego un Máster… ¿para qué?, ¿para acabar cobrando 400 putos euros de becario? Y eso dando las gracias, que los hay que ni cobran. Mi primo Jorge estudió Teleco, porque decía todo el mundo que tenía mazo salidas. Tardó siete años en terminar la carrera, y luego hizo un Máster en Proyectos Tecnológicos o no sé qué pollas. Está currando en el Santander, que está a tomar por el culo, con dos consultoras de por medio. Gana limpios al mes 1.100 euros, pero levanta a las seis de la mañana y no llega a casa hasta las 10 de la noche, porque hecha más horas que un cabrón, y por supuesto no se las pagan. Y como se queje, ya sabe dónde está la puerta. Yo para eso PASO de estudiar. —Pero eso es aquí. A mí mi padre me dice que estudie Ingeniería Mecánica y me vaya a Alemania, que allí sí hay trabajo y se vive muy bien —dijo Andrés—. Quiere que me apunte este año a alemán en la escuela de idiomas. —Tú lo que eres es un pringao… ¿No has oído lo de los «minijobs»? ¡Que no es tan bonito como lo pintan en Españoles por el mundo! Además, allí hace un frío de tres pares de cojones, todo el puto día lloviendo, y en invierno a las tres ya es de noche. Mazo deprimente. —Prefiero que llueva todo el día y tener una casa de tres plantas, con calefacción y con jardín y hasta con 18


sauna, y con caseta para el perro, y con un Mercedes en el garaje, a vivir aquí… toda la vida en casa mis padres… aunque haya sol todos los días —Andrés hizo una pausa para mirar en los ojos de Kike—. Porque a ver listo, ¿cuál es tu plan entonces? Si no estudias y si no quieres irte… —¡Pues hacerme famoso, que no te enteras! Me meto en Gran Hermano o en Hombres y Mujeres o cualquier mierda de esas. O me lío con una famosa y voy a contarlo a Sálvame. O me hago actor, o modelo. O político y a trincar por todos lados, que además no hay que tener ni carrera. ¡Y a vivir como un rey, sin dar un palo al agua, chaval, a ver si aprendes! —¡Sí claro, como si fuera tan fácil! Luego no me vengas arrastrándote a Alemania, suplicándome que te busque curro de camarero. Andrés dudó un segundo y me miró, con mezcla del interés genuino de un amigo y de la curiosidad del que copia en un examen. —Y tú, ¿qué es lo que piensas hacer? —me preguntó Andrés. ¿Qué pensaba hacer? Recuerdo lo perdido que estaba en aquel entonces. Tenía claro que no quería acabar como mi padre: toda la vida matándose a trabajar de albañil para, a los cuarenta y dos años, arrastrarse por la vida como un zombi, suplicando un trabajo, mendigando a mis abuelos y a mis tíos para poder llegar a final de mes, paralizado, dejando que le roben el futuro, dejando que le roben la dignidad. No sabía qué era lo mejor para estudiar. Porque nosotros no estábamos hablando de sueños, de lo que nos gustaría hacer con nuestra vida cuando fuéramos mayores. Nosotros no teníamos margen de error para soñar. 19


Nosotros no aspirábamos a ganarle el pulso a la vida. Nosotros aspirábamos a minimizar los daños, a volver a casa con el menor número de bajas. Según mi madre, antes si decías que querías estudiar Derecho o Historia o Filosofía, la gente te respondía que ibas a acabar trabajando de cajero en un supermercado. Ahora te dicen que no vas a trabajar en la puta vida. Y yo me distraía, con mis amigos, con los videojuegos, con el fútbol sobre todo, porque contaba con que aún tenía un par de años para decidirlo. —Pues no sé aún. Tal vez un módulo… —Sacas muy buenas notas. Para eso haz una carrera —dijo Andrés. —Bueno, ya veré… —¡Un pica al fondo! —susurró Kike, agachando la cabeza de forma repentina. En un extremo del tren el revisor inspeccionaba los billetes de los pasajeros. Me levanté despacio y con decisión. Mis amigos me siguieron hasta al extremo opuesto del vagón. Desafortunadamente acabábamos de pasar Las Margaritas, y no sabíamos cuánto quedaba para la siguiente parada. Nos pegamos a la puerta, preparados para saltar del tren en cuanto se abriera. —No tenemos dinero para pagar la multa —susurraba Andrés—. Si nos pillan van a llamar a nuestros padres. ¡Se nos va a caer el pelo! —¡Cállate, joder, no nos pongas más nerviosos de lo que estamos! —respondió Kike, y colocó el dedo índice sobre el pulsador de la puerta. En los asientos en los que habíamos estado sentados, el revisor le pedía el billete a un grupo de verduleras. Un sucedáneo de voz femenina anunció por el altavoz la 20


siguiente estación. El tren redujo la velocidad de forma paulatina. Los tres mirábamos de soslayo al revisor, que se acercaba. El dedo de Kike pulsaba el botón de apertura de forma compulsiva. Solo quedaba una pareja de abuelitos y un chico extranjero, todos ellos sentados en sus respectivos asientos. Los viejecitos tenían preparados los tickets de su abono azul de la tercera edad. Mientras el revisor los examinaba de forma rutinaria, el tren apuraba la frenada. Ya casi podían distinguirse los rostros de la gente en el andén. Quedaba el chico negro. Y nosotros. El revisor nos miró alternativamente, del extranjero a nosotros y de nosotros al extranjero, calibrando quién tenía más papeletas de no llevar billete. No le costó mucho decidirse por el chico negro, que tampoco llevaba billete. El revisor le pedía la documentación cuando las puertas del tren se abrieron. Saltamos de repente, como esos payasos de juguete metidos en cajas, con un muelle metálico en el culo, que saltan en las pelis de dibujos. «¡Eh, chavales, el billete!» Al vernos correr, el revisor pareció acordarse de nosotros, pero ya nos habíamos metido en el tren de enfrente, justo antes de que las puertas se cerrasen. Por la ventanilla podíamos ver al joven inmigrante en el primer tren, haciendo gestos bruscos con los brazos, mientras el revisor le agarraba de la manga de la chaqueta para sacarle del vagón a empellones. Pregunté a una señora de unos sesenta y pico, muy peripuesta, en qué tren estábamos. La mujer nos miró de arriba abajo con desconfianza, con cara de qué-hacéis-queno-estáis-en-clase. Nos explicó a regañadientes que estábamos en Villaverde, que ese tren iba a Móstoles y que teníamos que bajarnos en Atocha, cinco paradas, y coger un tren que nos llevaría directamente a la T4. 21


—¿Saben vuestros padres que vais al aeropuerto? —preguntó la señora. —¿Y a ti qué coño te importa, momia? —respondió Kike. Cogimos a Kike del brazo, uno a cada lado, y le arrastramos hasta un asiento de cuatro que estaba libre. —¡Será zorra la vieja! ¡Yo hago pellas si me sale de la punta del nabo! —¡Menudos sinvergüenzas que no tienen educación! ¡Encima que les ayudo! Menudos, menudos… ¡menudos «ni-nis»! —la mujer se defendía de los insultos de Kike y buscaba el apoyo del resto de pasajeros. —¡A que al final se lleva una hostia la vieja! —gritó Kike, mientras intentaba levantarse. —Déjalo ya, tío —se impuso Andrés, mientras le tiraba del brazo y le obligaba a sentarse de nuevo. El resto de pasajeros miraba a Kike y cuchicheaba. Kike se hizo el indignado y se apretó contra la ventanilla del tren. Noté que empezaba a sentirse avergonzado. Andrés, a su lado, se retorcía incómodo en su asiento. Yo iba sentado frente a ellos, en el sentido de la marcha del tren. Íbamos en silencio, esquivándonos las miradas. La mujer se bajó en la siguiente parada y, por la ventanilla, Kike la observó alejarse. Ya apenas quedaba rastro del incidente en la memoria colectiva del vagón. Comencé a percibir a lo lejos un susurro litúrgico al que no presté atención en un primer momento. Mis amigos y yo comenzamos entonces a comentar con qué jugadores nos haríamos primero una foto. El murmullo lejano fue haciéndose tangible, como una niebla que se cerrara a nuestro alrededor. Una voz masculina recomenzaba un discurso gastado: “siento mucho 22


molestarles. Soy un padre de familia. Tengo mujer y un hijo. Llevo cuatro años en el paro…” —¿Tenéis una moneda de un céntimo? —preguntó Kike—. Voy a darle un céntimo, a ver qué cara pone el pavo. —¡Tú eres tonto o qué! —le regañó Andrés, indignado—. ¿No tienes nada de vergüenza? ¿¡No ves que es un pobre hombre!? —Pero qué dices, gilipollas, si la mayoría de los que piden es mentira. Se lo gastan todo en drogas, en alcohol y en putas. Y los que no, viven mejor que tú y que yo. —¿Ah, sí? ¿Y eso cómo lo sabes? —Me lo ha dicho mi padre, chaval, que lo ha visto en Telecinco, en un reportaje de la Mercedes Milá. Que hay gente que se aprovecha de la crisis y vive de puta madre pidiendo. Y aquí en los vagones del tren como putos reyes, con calefacción en invierno y aire acondicionado en verano. Andrés se concentró en la voz del hombre, intentando descifrar la veracidad de aquella súplica ancestral. —Ya, tío, pero este suena de verdad… —Tú eres tonto no, lo siguiente... ¡Tengo un céntimo! —dijo Kike, sacando la diminuta moneda de su bolsillo. Puse mi cara frente a la cara de Kike, mirándole a los ojos fijamente. Lentamente y sin dejar de mirarle, alcé mi mano derecha y le arrebaté la moneda de entre el dedo pulgar y el índice. Kike debió de verlo en mis ojos, porque no hizo intento de detenerme. Algo se apoderó de mí, algo que dirigía mis pasos hacia aquel hombre que pedía limosna, el hombre del discurso gastado, el que según Kike se 23


gastaba el dinero en drogas, alcohol y putas, el pobre hombre de la voz rota e indescifrable que para Andrés sonaba auténtica. Aquel hombre que era mi padre. Cuando llegué a su altura con la moneda, el hombre tenía la mirada perdida entre las filas de asientos. El repiqueteo contra el recipiente le hizo enfrentar mi cara, sus ojos ligeramente elevados para salvar mi altura. Un agradecimiento se congeló en sus labios al verme. Sus ojos se marchitaron. Observé el proceso en el que sus pupilas se vaciaban de vida, pasando de la súplica, al dolor, y del dolor a la humillación absoluta. Cada una de las fases del duelo surcó su mirada, como un sol del ártico que amanece y se pone en un breve instante. Y después de aquello… NADA; la nada más dolorosa e insondable se apoderó de sus ojos exánimes. Agachó la cabeza y continuó su periplo por el vagón, como un muerto viviente arrastrando los despojos de su alma. El discurso se le atascaba en la garganta y las lágrimas luchaban por brotar de aquellos ojos que buscaban un horizonte que había dejado de existir. —No ha tenido ni puta gracia —me regañó Andrés cuando volví a mi asiento—. Me lo esperaba de Kike pero no de ti. Me dais ASCO los dos. Continuamos el viaje en un silencio incómodo, apenas roto por fugaces y furtivos cruces de miradas. II. Periodistas deportivos, seguidores en chándal y niñatas en celo con pancartas se agolpaban en la puerta 3 de llegadas del aeropuerto. Podríamos darnos con un canto en los 24


dientes si fuéramos capaces de conseguir un solo autógrafo. Cada vez que la puerta que conectaba con la sala de recogida de maletas se abría, se ahogaba algún grito y el tiempo se congelaba. Si aparecía una pareja de turistas con pinta de guiris, o un grupo en manga corta proveniente de las Canarias, el murmullo, las risas, las canciones de las niñas, iban regresaban poco a poco, hasta la próxima apertura de las puertas. Hasta que al fin, una de las veces, las respiraciones contenidas explotaron en una orgía de alaridos, y el tiempo se precipitó de forma vertiginosa: Sergio Ramos salía por la puerta. El desfile dio comienzo: Isco, Marcelo, Arbeloa… la muchedumbre se desplazaba con los jugadores, quienes intentaban avanzar hacia al autocar firmando autógrafos como quien se abre camino por la jungla a machetazos. Kike, Andrés y yo aprovechábamos esos momentos de euforia colectiva para ir asaltando la primera línea, frente a la puerta de salida. La mayoría de los aficionados perseguía a Iker Casillas cuando Cristiano salió por la puerta. Estábamos a un par de pasos de nuestro ídolo. Es una sensación extraña verse cara a cara con alguien a quien admiras. En un primer momento, hay una sensación de cotidianidad, como cuando te cruzas al vecino de en frente en la escalera. La mente va ajustando parámetros preconcebidos, como la altura, la constitución o el tono de piel, mientras añade otros como el olor de la persona. Eso sucedió en el par de segundos que tardó Ronaldo en firmar la camiseta de Kike. Seguidamente extendí yo mi camiseta, como la ofrenda a un dios salvaje y primitivo. Busqué el contacto de sus ojos, mientras firmaba mi camiseta. Echando la vista atrás soy consciente de lo infantil de aquella situación, pero en aquel momento solo quería que 25


se fijase en mí, que se percatara de mi presencia, aunque tan solo fuese uno más de los miles de borrones de su memoria. Quería que existiese al menos un minúsculo instante en el transcurso del tiempo que nos uniera. Tras tres tristes trazos sobre mi camiseta, pasó a la de Andrés, sin siquiera alzar los ojos de sus RayBan. Eché a correr. Dejé caer mi camiseta al suelo. Corrí con rabia y con instinto, como acechado por un ejército de sombras. Las lágrimas se secaban con el roce de mis mejillas encendidas y la fricción del aire de Barajas. Paré en el torniquete de la Renfe. No tenía ni el billete ni el dinero para comprar otro. Me acuclillé sosteniendo mi peso en las rodillas, luchando por recuperar la respiración y ahogar el llanto. Andrés y Kike corrieron hasta mí, con las tres camisetas estampadas con la firma en negro de Cristiano Ronaldo. —¿¡Se puede saber qué coño te pasa!? —No quiero hablar, Kike, déjame tranquilo —dije alzando la vista a Kike y exponiendo mis ojos enrojecidos. —Vale, tío, ya nos explicarás —dijo Kike rodeando mis hombros con inusitada ternura. Y nos volvimos a colar en el tren. III. —Está aquí ya tu padre, se ha metido en la habitación — me susurró mi madre cuando salió a recibirme—. No le molestes. —¿Te ha dicho qué ha pasado? —No, no quiere hablar. Yo creo que le han echado 26


del trabajo nuevo… —dijo mi madre, reparando en lo raquítico de mi mochila, que yo había olvidado por completo—. ¿Por qué está tan vacía esa mochila?, ¿se puede saber dónde están tus libros? Ignoré a mi madre y me fui derecho hacia el dormitorio de mis padres. Abrí la puerta con el sigilo de quien evita despertar a alguien que duerme. Me detuve en el umbral y observé a mi padre, sentado a los pies de la cama, con el cuerpo doblado sobre el regazo, las manos sobre la cara ahogando sus gemidos. Me aproximé despacio, casi de puntillas y me arrodillé frente a él. Mi padre se sobresaltó al sentir el roce de mi mano acariciando su nuca. Levantó la cabeza y reconoció mi presencia. Me clavó sus ojos muertos, hinchados y enrojecidos. Volvió a taparse la cara y continuó llorando con una fuerza que le nacía de lo hondo de las entrañas. Le miré mientras acariciaba con suavidad su nuca y mientras trataba de deshacer el nudo que se había formado en mi garganta. Los quejidos de mi padre acompañaron, como una melodía lastimera, el latir de mis palabras: —Papá, siento mucho lo del tren, te juro que no sé por qué lo he hecho. No quería hacerte daño, de verdad. Por favor, perdóname. Y siento haber faltado a clase, te prometo que no voy a volver a hacerlo. Voy a estudiar mucho, papá, voy a ser el mejor de mi clase. Y voy a ir a la Universidad, con una beca, y voy a hacer una Ingeniería. Me voy a dejar los codos estudiando. Voy a sacar las 27


mejores notas de toda la clase, ya lo verás. Y mientras tanto voy a ponerme a estudiar alemán. Voy a apuntarme a la escuela de idiomas en septiembre, con Andrés. Y me voy a ir a Alemania cuando acabe la carrera. Y voy a encontrar un buen trabajo y voy a ganar mucho dinero. Y vais a venir a Alemania a vivir conmigo, mamá y tú. Vamos a vivir los tres juntos en una casita de madera, de tres pisos, con jardín, y con sauna, y con un perro. Y te voy a comprar un Mercedes, papá, te lo prometo. Y vamos a ser muy felices los tres, ya lo verás. No te preocupes por nada, papá, confía en mí. Ya verás como todo va a salir bien. Mi padre retiró las manos y dejó al descubierto su cara. Detrás del resplandor de las lágrimas descubrí los rescoldos de sus pupilas. Mi padre abrió los brazos entre pequeñas convulsiones y me estrechó muy fuerte contra el calor de su pecho. Sus lágrimas quemaban al resbalar por mi pelo y se hacían afluentes en mis mejillas.

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ACCÉSIT 1

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ÁLVARO GARCÍA PERALTA “Hay pingüinos en los polígonos”

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HAY PINGÜINOS EN LOS POLÍGONOS Por Álvaro García Peralta

Estaba cruzando con mi compañero de trabajo y de habitación por las naves industriales del Polígono Calonge, situado al norte de Sevilla, cuando tuve la mala suerte de escucharlo caer al suelo tras tropezarse con algo y lastimarse el brazo de la bandeja. Él siempre caminaba detrás de mí, con su lento ir y venir por la vida, como si nada le importase; intuía que la sangre le corría por las venas a la misma velocidad. A simple vista, la lesión no parecía muy grave, pero no le dejaría trabajar en un tiempo. Como ser humano inservible, no hacía más que lloriquear y musitar cuánto le dolía, mientras yo —el único de los dos que sabía algo de primeros auxilios— intentaba inmovilizarle el antebrazo hasta la altura del codo; ciertamente, aprendí para asistirme a mí mismo en caso de necesidad. No solía confiarle nada a un desconocido, mucho menos mi salud, de la que podía ocuparme yo solito. Al ser zurdo, mi compañero tenía ese brazo más musculado que el otro. Según los gemidos de dolor que le provocaba tocarle la parte afectada, no podía ser otra cosa más que una rotura. —¿Está roto? —preguntó Mario preocupado. —Deja de moverte —respondí con sequedad. Se comportaba como un niño en algunas ocasiones y hacía tiempo que dejé de aguantar sus tonterías. A veces lo miraba fijamente y me recordaba a mi hermano pequeño. No me llevaba bien con él. Una rotura tiene siempre varias complicaciones con 32


las que tratar. La primera de ellas es controlar la hemorragia si la fractura es abierta. Ésta era cerrada. Mario seguía vestido con el uniforme de trabajo ya que no acostumbraba a llevar otra muda, y no se mantenía quieto ni un segundo mientras yo buscaba una tablilla y algo con lo que improvisar un cabestrillo. De la ropa de trabajo utilicé la camisa blanca de botones; de mis objetos personales: paquete de tabaco, botella de agua, medio bocadillo de tortilla, cascos de música, La insoportable levedad del ser de Milan Kundera y una carpeta con folios; utilicé la carpeta. El brazo tenía cada vez peor pinta. Mario comenzó a inquietarse. —Estate quieto un segundo —insistí. Desde que hice el curso de primeros auxilios acostumbraba a llevar alguna venda o algún material encima por si pasaba algo así. Siempre las llevaba en el bolsillo pequeño de la mochila, para que no se perdiera entre las demás cosas y fuese más fácil de encontrar. Al verle moverse de nuevo, pensé en darle las vendas y que aprendiese a cuidarse solo. Ya iba siendo hora, tenía 26 años y seguía siendo un inmaduro. No sería la última vez que iba a necesitar auxilio, y no siempre iba a tener a alguien al lado a quien acudir para que le sacase las castañas del fuego. Mario volvió a inquietarse. Esta vez temblaba. Ya casi había terminado de inmovilizarle el brazo, pero decidí taparlo con mi uniforme. Era verano, pero de una manera extraña, se había levantado frío. Yo también temblaba. —Tienes que dejar de moverte, Mario —suspiré. Pareció entenderlo esta vez. Estaba quieto. —Creo que no lo estás haciendo bien —aclaró mi compañero, que ahora sabía de primeros auxilios mejor 33


que yo —. Tienes que apretar más. —No es bueno apretar tanto. Los dedos de la manos pueden ponerse pálidos, fríos o adormecerse—expliqué sin mirarle, mientras le hacía el segundo nudo con la camisa blanca de botones. Según Mario, todo lo que los demás hacían estaba mal, y él, de una manera o de otra, podía hacerlo mejor. —No vuelvas a moverte —gruñí. Lo había vuelto a hacer. Le coloqué el brazo en el cabestrillo. Había quedado bastante bien. —De todas maneras, tendrás que ir al médico mañana —dije. No es que mi trabajo no valiese. Siempre es bueno visitar a un profesional para que evalúe el grado de la lesión. Me incorporé y continué caminando; quería llegar a casa cuanto antes. No le escuché levantarse.”Ahora que es cuando tiene que moverse…”, pensé. Había un silencio extraño, adornado con un extraño y constante sonido de pasos ligeros en el suelo. Me giré para descubrir qué era lo quue producía ese sonido cuando vi que Mario seguía en el suelo. El sonido venía de los pequeños pies de un pingüino que correteaba al final de la calle. Tenía nuestra altura. Mario se giró y también pareció verlo. Después desapareció al cruzar una esquina y adentrarse en una calle perpendicular a la que estábamos. Me acerqué a Mario y le ayudé a levantarse. Me hubiese gustado tener algo de hielo para cortar un poco la inflamación. Le recoloqué bien el cabestrillo. Su rostro parecía aguantar mejor el dolor, y supe que lo había hecho bien y que ya podíamos marcharnos de allí. Me coloqué la segunda asa de la maleta. Cuando miré a lo lejos, detrás de 34


Mario, vi de nuevo al pingüino cruzar la calle hacia otra nave. Andaba como loco de un lado para otro, como si se encontrase perdido, tuviera muchas cosas que hacer o muchos sitios a los que ir. Supuse que era el mismo pingüino que antes. Los dos echamos a andar en dirección al hospital a la vez, y a la misma velocidad. Mario rompió el hielo: —Hay pingüinos en los polígonos. Esa semana hacía justo un mes que habíamos pasado la prueba de bandeja que nos puso Rafael (actual director del catering) para trabajar de camareros en bodas toda la temporada de verano: con contrato escrito y sin pagos en negro. —Están ustedes contratados —dijo nada más terminar la prueba—. Llevo al mando de este catering más de diez años desde que mi padre se jubilase: tendrán un contrato indefinido, debidamente firmado, sus pagos mensuales correspondientes, y no echaran ustedes ni una hora de más —ni una de menos—. Rafael heredó el imperio de su padre cuando éste decidió retirarse con su mujer a la casa que tenía en Marbella tras ganar la Medalla al Mérito en el Trabajo en el año 2009. Cedió toda su empresa a su único hijo, quien desde entonces lleva el negocio a la quiebra a un ritmo tremebundo. Estábamos todo el equipo de camareros al completo cuando nos prometió grana y oro. Incluso hubo alguien que dijo “Por fin un hombre honrado, me dejaré la piel por su empresa”. Fue tras diez horas de trabajo, y recibir su dinero en un sobre amarillento cuando supo que jamás firmaría ningún contrato, y que todo lo que Rafael había dicho en aquella prueba de bandeja, se había quedado allí; 35


o el viento lo había arrastrado muy lejos. Dos días después del accidente volví a tener una boda en el Aljarafe. Como Mario no podía trabajar, fui por mi cuenta hasta la hacienda donde se celebraba el convite a primera hora para prepararlo todo. Rafael se encontraba desayunando en una mesa apartada de las demás, mientras fumaba un cigarrillo. Siempre que lo veía no entendía cómo alguien puede comer y fumar al mismo tiempo. Será quizás que acostumbrado a fumar después de cada comida haya veces en las que no pueda aguantarse las ganas. Se dice que la impaciencia entorpece el pensamiento. —Me ha llamado Mario para decirme que no puede venir hoy. ¿Y qué mierda es esa de que vio un pingüino en el polígono? —Lo vimos —puntualicé mientras miraba el humo salir por su nariz y la tostada de aceite, jamón y salmorejo entrar por su boca. La noche del accidente en el polígono busqué información por los periódicos y redes sociales por si algún circo anduviera por la ciudad, se hubiese escapado algún animal del Acuario, o alguna noticia pudiese tener relación con un pingüino suelto. Pero no encontré nada en absoluto. Nadie sabía o tenía noticia de ningún pingüino. Yo jamás había visto uno, pero sabía cómo eran por los documentales de La2. En ese momento dudaba si acaso por el cansancio de todo el día trabajando nos lo hubiésemos inventado. —Corría de un lado para otro —expliqué—. Seguramente estuviese perdido. —¡Eso es una estupidez! —espetó—. ¿Qué haces ahí parado sin trabajar? —apagó el cigarro y entró a la sala de invitados, por lo que me marché para cambiarme. 36


Estuve un tiempo cuidando de Mario, ya que no tenía casi relación con ninguno de sus padres. Una verdadera lástima. El padre de Mario era drogadicto y había abandonado a la familia cuando él era solo un niño; y su madre había conocido a otro hombre, con el que ahora tenía dos hijas. Mario se crió con su tía Emilia, la hermana de su madre. Pero ahora se encontraba absolutamente solo en el mundo. Llegó a principios de año a la ciudad, después de haberse recorrido cientos de kilómetros haciendo autoestop desde Zaragoza. Casi sin ninguna pertenencia, se presentó un día en el piso para alquilar la habitación en la que yo vivía. En realidad, media habitación. Necesitaba de alguna manera pagar el piso, y aunque solo tenía un dormitorio, me las apañé para vaciarlo de todos los muebles que pude y añadir una segunda cama que me ayudara a sufragar los gastos de la universidad. Estudiaba Comunicación audiovisual. Me lo encontré tirado en la cama viendo la televisión cuando regresé del trabajo. Esta última boda había sido agotadora. Le curé las heridas y le enseñé algunas técnicas de primeros auxilios por si alguna vez necesitaba tirar de ellas: la reanimación cardiorespiratoria (o RCP) y cómo tratar quemaduras. Aunque le costó, se mantuvo callado durante toda la explicación. Atento y asintiendo en todo momento. —Ya mismo, sabrás cuidarte solo —sonreí. —¿Como aquel pingüino? —respondió. Se levantó y salió a la terraza; el barrio estaba en silencio. Yo le seguí tras cruzar la puerta corredera y nos sentamos cada uno en una silla. 37


—¿Seguirá allí? —me pregunté en alto. Saqué mi portátil para buscar información acerca de los pingüinos. Según pudimos leer por internet, los pingüinos vivían alrededor de la Antártida y en las islas cercanas. Solo fuera de la época de reproducción podían ser encontrados mucho más al norte, llegando regularmente al sudeste de Brasil por el Atlántico y como vagantes a Colombia y Panamá por el Pacífico. Aún conocidos por su torpeza, eran capaces de nadar a gran velocidad, y de dar grandes saltos al salir del agua. Hay controversia respecto a la cantidad de especies que existen actualmente, variando entre dieciséis y diecinueve, pero estábamos seguro que la raza de nuestro pingüino era el emperador. Esta raza en particular era capaz de contener la respiración bajo el agua hasta dieciocho minutos. En las últimas décadas, la variación de temperaturas ha producido cambios ambientales en la Antártida. Tanta es la preocupación por el tema, que en 2003 nació el macroproyecto PINGUCLIM para paliar sus efectos. Mario comenzó a cerrar los ojos; yo también necesitaba urgentemente dormir un poco. A lo lejos, se podía ver el brillo de la luna en las chapas de las naves industriales del Polígono Calonge. Aquello parecía ciertamente un mar, un gran mar en calma, frío y distante. Me imaginé a nuestro amigo de patas cortas corretear entre sus calles. —Tiene que seguir allí —me dije en alto. Mario ya se había quedado dormido. Para realizar una buena RCP hay que seguir únicamente tres pasos: realizar comprensiones torácicas para restablecer la circulación sanguínea, abrir las vías respiratorias 38


para proporcionar respiración de rescate (puede ser de boca a boca o de boca a nariz) y reanudar las comprensiones torácicas. Cuando notemos signos de movimiento, la reanimación habrá sido un éxito; si no, hay que seguir hasta que el personal sanitario llegue al lugar del accidente. Si el corazón se detiene, la falta de sangre oxigenada puede llegar a causar daño cerebral irreversible en cuestión de minutos. Mario necesitó toda la tarde para aprender la maniobra, después, nos vestimos y salimos a caminar después de cenar. A la media hora, estábamos cruzando la carretera que daba acceso al polígono. El polígono Calonge se situaba en el norte de Sevilla, alejado y separado de todo lo demás. Para llegar a la hacienda donde normalmente se celebraban las bodas debíamos de cruzarlo todos los días. Aun así, íbamos siempre por el mismo camino. Esta vez, nos dejaríamos llevar y nos perderíamos a conciencia. Sus calles estaban repletas de basura y suciedad acumulada. Camiones y furgonetas yacían aparcados en las cunetas. Las paredes de las naves industriales estaban grafiteadas. Otras, parecían a punto de derrumbarse. Mario llevaba su brazo apoyado en el cabestrillo que le habían dado en el hospital. Yo llevaba mi mochila de siempre. Aquella zona del polígono parecía estar abandonada desde hacía mucho tiempo. Nos sentíamos diferentes, como si hubiésemos viajado a otro mundo en un instante y sin habernos dado cuenta si quiera. Nos topamos con un enorme charco de agua en medio de una de las carreteras que cruzaban aquellas enormes naves. Cuando me agaché a tocarla descubrí que estaba realmente fría; congelada. Seguimos el rastro el agua hasta dar con una pequeña piscina rodeada por una verja metálica. El olor a 39


salitre inundaba aquel extraño y solitario lugar. Forzamos la puerta de la verja con facilidad y entramos dentro. La piscina estaba llena, pero no se veía nada extraño bajo sus aguas. También estaba fría; el olor a salitre ahora se notaba como si estuviéramos frente a un mar congelado. También olía a pescado. En un rincón, varios bloques de hielo se amontonaban unos encima de otros. Miré a Mario y me desvestí. Colgué la ropa en la verja y me dirigí con firmeza hacia la piscina para tirarme de cabeza. Cuando salí del agua, Mario estaba sentado en el borde. Levantó el brazo del cabestrillo dándome a entender que no podía bañarse. Estuve nadando unos minutos. El agua estaba congelada, pero con el calor que hacía enseguida te acostumbrabas a ella. Probé a contener la respiración bajo el agua, pero no duré ni un minuto ninguna de las veces que lo intenté. Mario me cronometraba. Si acaso yo fuera un pingüino, seguro, no era de la raza emperador. Ese fin de semana Rafael llamó a Mario para amenazarle con despedirle si no volvía al trabajo, aunque fuese con el cabestrillo a cuestas. Necesitaba el dinero y el trabajo, y después de todo lo que había pasado, no era nada extraño que dijera que sí. Encontramos a Rafael desayunando y fumando en la misma mesa de siempre. Nada más ver sus ojos irritados y aquel extraño tic que solía tener de tocarse con frecuencia la nariz, supimos que estaba en uno de esos días malos. No llevábamos ni dos horas de servicio, pero cada vez que me cruzaba con mi compañero podía verle la cara de dolor y cansancio a través de los cristales, en la zona del fregadero. Alejaba su brazo todo lo que podía de su cuerpo. 40


Rafael lo colocó allí para evitarse cualquier problema. A mitad del convite, un invitado se atragantó con un trozo de hielo de su whisky solo, y el único que lo vio fue Mario, a través del cristal. Corrió hacia la mesa y le realizó la maniobra de Heimlich con una destreza increíble. Yo no se la había enseñado. Salvó la vida de aquel hombre, pero los demás invitados le vieron trabajando con el brazo enyesado sujeto en un cabestrillo. Rafael lo vio todo desde el exterior: le había pillado fumando uno de sus cigarrillos. Incluso yo supe que había sido un error semejante valentía. Pensé que perdería el trabajo inmediatamente. —El sábado que viene te quiero volver a ver aquí —le dijo a Mario cuando terminó el convite—. Y el domingo también, así todos los días, si no quieres que no te vuelva a llamar nunca más. A mí no me falta el trabajo… Nunca imaginé que haría algo así. Al principio, pensé que para Mario sería un alivio. Su rostro me gritaba todo lo contrario: estaba apagado y sin ilusión. Sudaba a mares, y el brillo de sus ojos había desaparecido. Por un segundo creí verle temblar de frío. —Pensé que iba a morir —musitó. El invitado, lejos de agradecerle, casi ni se sintió tentado en darle las gracias. Eso era lo que realmente le había dolido. Eso y que ese trabajo estaba acabando con él. —Has hecho bien —contesté—. Y no te ha costado el trabajo, podrás seguir pagando el alquiler hasta que encuentres algo mejor. Y el jefe es un auténtico capullo—. Rafael era posiblemente la peor persona que conocía en el mundo, pero tenía dinero, contactos y cierto poder. Mario solo era un simple camarero. Cuando regresamos a casa, tiré por un atajo para 41


salir a la piscina. Le pregunté a Mario si le apetecía darse un baño, pero no parecía tener ganas de nada, más que de llegar a casa y acostarse; siguió caminando cabizbajo. Yo le eché un último vistazo y lo dejé pasar. Al mirar hacia abajo, pude ver las huellas de las patitas de un pingüino saliendo del charco hasta perderse por las calles adyacentes del polígono. A la mañana siguiente, me encontré a Mario hablando por teléfono con su tía Emilia. No le dijo nada del brazo, seguramente no quisiera preocuparla. Antes de colgar, se despidió de una manera extraña, como si nunca fuera a verla más. El sábado me levanté de la cama y Mario ya no estaba. Cuando llegué al trabajo pregunté por él, y Rafael me dijo que lo había llamado el día anterior para decirle que no iba a volver más. Mis ojos se abrieron como platos y mi respiración se congeló por unos segundos. Hacía mucho que temía que esto podía pasar, pero hasta que no ocurrió, no fui del todo consciente de ello. Llamé enseguida a su tía Emilia: —¿Mario? ¿Aquí? No, claro que no. ¿Ha pasado algo? —respondió la señora cuando le pregunté por su sobrino. —Creo que se ha vuelto a marchar. Estaba seguro de que no iba a volver a verlo. Estaría ahora mismo haciendo autoestop en alguna carretera local. —No te preocupes, cariño. Mario es así, tienes que entenderlo. A veces, pone rumbo y nada hacia otro lado. Yo hablaré con él. Era final de mes. Cuando llegué a casa a las tantas de la madrugada, me calenté un poco de pescado. Mien42


tras comía, fijé mi mirada en la mesa del salón y encontré un sobre con dinero; la suma total correspondía a su parte del alquiler. El sobre estaba mojado. Además, un pequeño rastro de pisadas me conducían hasta la terraza. A lo lejos, aquel mar de plata parecía querer gritarme algo. Entonces miré hacia sus calles y creí ver a alguien entrando en ellas. Me volví a vestir y salí corriendo hacia el Polígono Calonge. La noche traía tormenta. Me llevé conmigo el teléfono para llamar a tía Emilia en caso de necesidad. Comenzaba a chispear justo cuando entraba en el polígono, y no me había llevado nada de abrigo. En aquellas horas, solo la luz de la luna me mostraba el camino; todas las farolas estaban estropeadas. El ambiente acompañaba con una suave bruma azulada. Las carreteras encharcadas rezumaban vapor de agua por culpa de las altas temperaturas del verano. Seguían estando las furgonetas y los camiones, abandonados a su suerte en aquel oscuro lugar. Al alcanzar la zona de la piscina encontré de nuevo el rastro de pisadas que me había llevado hasta allí. Lo seguí, casi sin pensar hacía donde podía llevarme. Las pisadas me llevaban cada vez más lejos de la piscina, hacia una parte del polígono a la que jamás había ido; por el estado en el que se encontraba, hacía mucho tiempo que nadie iba por allí. A lo lejos, escuché el ruido de un motor. Se iluminó parte de la carretera. Creí que alguien se dirigía hacia mí, pero tras salir de un callejón, el coche viró hacia la derecha y desapareció segundos después. Proseguí mi camino hasta alcanzar una extraña puerta. Era blanca, y daba acceso a una nave. La acaricié y pude comprobar que estaba helada. El aroma a sal y pescado me envolvió y me 43


llevó en volandas hasta un mar en calma. No quería abrir la puerta. Algo en mi interior me decía que detrás había algo monstruoso, un secreto, un trauma, u algo peor: lo desconocido. Encendí el móvil y vi que nadie me había llamado. No sabía si avisar a tía Emilia. Cerré los ojos, alargué el brazo y empujé la puerta hacia dentro. Noté como la palma de mi mano se congelaba, como la piel se quedaba pegada al hielo. Había dejado de chispear. El clima en verano a veces era extraño. Cuando la puerta se abrió del todo, mis párpados lo hicieron también. Entre el hielo y la nieve, danzaban cientos de pingüinos. La colonia era en su mayoría de la raza emperador, de mayor tamaño y peso que todos los demás pingüinos. Algunos caminaban alrededor de un gran lago helado; otros, anidaban en un macizo de gran altura que había tras éste; el resto, nadaba, entrando y saliendo del agua dando grandes saltos. Los que protegían a sus crías comían pescado, crustáceos como el krill o calamar. Mario mantenía la mirada perdida en dirección al lago, como si algo lo llamase desde las profundidades. Se encontraba de pie entre todos ellos, bajo un risco. No temblaba de frío, ni tenía el yeso en el brazo. Llevaba puesto su uniforme de camarero. Caminé despacio para acercarme a él, intentando no asustar a los pingüinos que, de una manera extraña, no se sentían invadidos por mi presencia. Alcancé el risco y me coloqué junto a él. Con mi brazo derecho rozaba el húmedo plumaje de un pingüino. Al estar allí, tan cerca, el pescado comenzaba a oler de maravilla e incluso dejé de tener frío. Me asomé a los 44


ojos de mi compañero y, estos, parecieron no verme. Mario comía pescado crudo. Todo estaba callado. La naturaleza dominaba aquel lugar, como si ninguno de los que estábamos allí quisiéramos poner en duda su autoridad rompiendo ese silencio. Mario me cedió parte de su pescado. Lo probé, pero realmente estaba asqueroso. Cada cierto tiempo, los pingüinos, de una manera coordinada, se zambullían en el agua para cazar, y después volvían a salir. A veces, caminaban con su característico andar tambaleante, mientras que otras se deslizaban sobre su vientre. El pescado seguía intacto delante de mí. Mario lo miraba, ansioso. Se lo ofrecí y lo cogió con violencia para después engullirlo. Volvía a tener frío de nuevo, así que le agarré del brazo y tiré de él. Se resistió. Los pingüinos comenzaron a ponerse nerviosos, a agitar sus pequeñas aletas y a emitir un trompeteante y nasal complejo juego de llamadas a dos voces. De un momento a otro, todos se zambulleron en el agua. Mario fue con ellos, arrastrándome a mí al no querer soltarlo hasta las profundidades del lago helado. Allí abajo, solo había oscuridad. Había conseguido arañar una gran bocanada de aire antes de tocar el agua, pero el tiempo pasaba y necesitaba respirar; no sabía dónde estaba la superficie. Poco a poco, mis ojos se acostumbraron y pude vislumbrar la figura de Mario entre las sombras. Estaba sentado en el suelo, con su uniforme. Ojos cerrados. Sonreía. A lo lejos, sonaron campanas de boda; supe que estaba muriéndose. Una luz me llamó desde arriba, y nadé todo lo que pude, con todas mis fuerzas, casi sin aire para respirar. Cuando alcancé la superficie, tía Emilia me sacó 45


del agua a arrastras. No había rastro de los pingüinos. Al mirar hacia abajo, pudo ver el cuerpo de su sobrino salir a flote lentamente. Lo sacamos del agua hasta la salida de la nave. Me abalancé para realizarle un RCP, pero tía Emilia me frenó. En ocasiones, es demasiado tarde. Su cuerpo estaba húmedo y frío, pálido. Pesaba; pesaba mucho, y lo peor de todo: no se movía. En la salida nos esperaba Rafael, quien había traído a tía Emilia hasta nosotros cuando ésta le llamó preocupada preguntando por Mario. A mí también me había llamado varias veces. —¿Dónde están esos famosos pingüinos? —dijo, sarcástico, con un deje de sorna. Oteó el lugar, olisqueó como quien olisquea a una presa antes de dar comienzo su caza, y se marchó de allí en su coche de alta gama. Tía Emilia y yo llamamos a emergencias para que se llevase el cuerpo de Mario. Ayudé a los enfermeros a subir a mi compañero a la ambulancia y me despedí de tía Emilia, sabiendo que esa sería la última vez que los vería. Regresé a casa por el mismo camino que recorríamos cuando íbamos y veníamos de la hacienda, y no pude evitar llorar. Hacía calor, un insoportable calor de verano. La pérdida de un ser querido es algo horrible, aunque sea agosto, la gente esté de vacaciones y empieces a echar de menos el frío. —Seguirás estando allí —susurré. Las furgonetas y los camiones seguían yaciendo en la carretera antes de marcharme del todo. A la mañana siguiente, me di un largo baño en la piscina. Nuevas pisadas iban y venían por el polígono, como si alguien se encontrase perdido, tuviera muchas cosas que hacer o muchos sitios a los que ir. 46


Me sumergí hasta el fondo e intenté aguantar la respiración todo lo que pude. No tenía a nadie que me cronometrase, pero estaba seguro que no había llegado a dieciocho minutos. Si acaso yo fuera un pingüino, seguro, no era de la raza emperador.

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Tengo un sueño recurrente. Una ola gigante se traga el bloque donde está mi casa. El agua entra por todas partes y yo busco a mi hijo. Lo encuentro en el garaje subterráneo del edificio. Mira por una ventana y sonríe. Yo estoy mojada y tiemblo. Gira su cara hacia mí y dice: «Qué exagerada eres para todo». Me acerco, miro por la ventana y él apoya su barbilla sobre mi cabeza. Solo veo agua y mis propias carcajadas me despiertan. Elizabeth Stone, nadadora paralímpica, dijo: «Tener un hijo significa que desde ese momento tu corazón empezará también a caminar fuera de tu cuerpo». Escribo en Google: soñar con agua. Pincho en soñar.com. Leo: «Índice de contenidos: 1 ¿Qué significa soñar con agua? 1.1 Soñar con agua sucia. 1.2 Soñar con agua limpia. 1.3 Soñar con mucha agua. 1.4 Soñar con agua cristalina. 1.5 Soñar con agua de mar. ACCÉSIT1.8 2 1.6 Soñar con agua turbia. 1.7 Soñar con agua corriendo. Soñar con inundación de agua. 1.9 Soñar con agua estancada. 2 Otros significados de sueños con agua». No encuentro soñar con agua e hijo adolescente, así que leo soñar con agua de mar y soñar con inundación de agua. Ambos sueños significan preocupación y problemas familiares. Ahora escribo en Google: soñar con agua y Freud. Leo: «Para Freud, el agua se relaciona con lo femenino y, más en concreto, con la maternidad». Ahora sí. Mi amiga Susana, dos años mayor que yo, se enterraba las piernas en la arena caliente de la playa y se orinaba encima. Esto lo hacía con catorce años porque esta sensación de la arena y del orín calientes sobre sus muslos y su vientre la ayudaba a visualizar sus futuros partos. A mí me daba mucho asco. Cuatro años más tarde se casó con un americano de la base, se fueron a vivir a Estados Unidos y tuvieron una hija y un hijo. Siguen viviendo allí, pero ahora ninguno de los tres vive con ella. 49


MARCELO GALLIANO “Quizás de a poco”

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QUIZAS DE A POCO

Por Marcelo Galliano

Justo ahora me acomete la palabra glicinas; en el momento en que quiero contar lo incontable me asalta con esas diversas evocaciones que algunos vocablos guardan en sus huecos, en los imperceptibles cuencos de sus cursivas. Así de peligroso es pan, por ejemplo, pero uno se larga igual a nombrar esas tres letras y sin querer dice también hambre, y manos, y agua, y Cristo cenando a horas del madero. Pero digo glicinas; sí, y las recuerdo perfumadas y tristes, llenando de color azul las mejillas del aire, ensuciando lo que escribo con olorosa piedad. Mamá las rozaba con sus dedos cada tarde desde lo de Néstor…, quizá como un ritual, como un rezo, tal vez con la esperanza de acceder a esa naturaleza cruda e inexplicable que de la nada forma flores, pájaros y hombres para borrarlos luego de la existencia física, para hacerlos vapor, tiempo, con una bofetada irrevocable. Deberé hablar de casualidad, o de azar, o de burla macabra, o de cualquier otro asunto que justifique la invisible malla de locura que nos envuelve a todos tarde o temprano; si es que ya no es una locura, de por sí, este monstruoso pacto de nacer, de librar una batalla contra un enemigo impredecible y silencioso. *** Se acercó en una de esas tardes, con la estúpida condescendencia con que uno se allega a un inválido, a un huérfano o a un anciano. “Hermosas flores”, creo que 52


dijo, y mamá corrió a la casa derribando la regadera vacía, gritando: “¡Volvió, volvió!” Susana estaba en su caballete pintando esas rayas indescifrables que cada tanto alguien le compra como Arte, y yo mirando Bonanza una vez más, fingiendo no saber el argumento, tragándome los tonos improbables de esos paisajes de cartón. Nos aquietamos ante el ruido, pero ella se encargó de tramar su propia película, de ensortijarme la cintura y clavar la cabeza en mi pecho como un pescadito al aire que pugna por volver al agua. Las palabras se le borroneaban entre el llanto y los botones de mi camisa, pero hay gemidos que, de tan indecibles, uno llega a distinguir con dolorosa nitidez: “¡Es Néstor!” La sentamos; Susana le dio un vaso de agua que ella despreció mojándose apenas los labios, insistiendo en que Néstor estaba en la entrada admirando las glicinas como tantas veces lo había hecho en vida. Desde el comedor vi como la agonía del crepúsculo se arrojaba de bruces contra la vereda y, con una lengua de cielo ya ennegrecida, borroneaba a una figura que permanecía en el jardín aún luego del incidente. —Lamento lo sucedido –ensayó el tipo al verme salir-. Soy su nuevo vecino –agregó mientras señalaba la vieja casa de la esquina-. No pensé que… —No se haga problema –interrumpí-. Mi madre no ha estado bien desde la muerte de mi hermano; quizá verlo a usted la alteró, vaya a saber por qué. —Si necesita algo… —Es muy amable, pero le agradeceré que se retire antes de que vuelva a verlo. —¡Néstor! -El nuevo grito de mamá fue subrayado 53


con su zapateo ansioso. Susana había intentado detenerla con inutilidad, y yo la tomé en mis brazos, impidiendo que se abalanzara contra ese desconocido-. ¡Néstor, no te vayas! –insistió, sujeta por mí, estirando una de sus manos, manteniendo su palma verticalmente ofrecida en el aire, como quien intenta acariciar un vidrio. El hombre me clavó la mirada a modo de solicitud, de consulta. Yo asentí levemente con mi cabeza permitiéndole pasar a la casa, dejándolo, sin saber, entrar definitivamente en nuestras vidas. *** Jugué a observarme desfigurado en las caras del grueso vaso hexagonal que, con la punta de mis dedos, giraba bajo la luz color arena del comedor, entre ladridos hambrientos que acometían desde la calle como una letanía triste y los vestigios que en la fuente pugnaban con perfumar la escena con un lejano aliento de carne al horno. Probé largo rato a extasiarme monstruosamente espejado, virando el falso cristal como a un pequeño carrusel color ciruela, imaginando calificativos para el tono irrecuperable del vino con soda ya manso, ya tibio, ya sin burbujas. Creo que Susana los observaba a ellos dos, a breves fogonazos, con miradas intermitentes pero más valerosas que mi producida desatención. Yo les negué mis ojos mientras duró el ritual de dedos enhebrados y cabezas inclinadas, unidas por ambas frentes. Después Susana esbozó una trivialidad sobre la aceptación a su carne al horno y se fue a buscar unos duraznos. Ellos se cuchichearon filialmente, creo que mi madre le redibujó la cara pincelándosela con los dedos, y yo entorné los párpados e imaginé a mi hermano pudrién54


dose en la tumba. Salí a fumar mientras las cáscaras de durazno caían enruladas en los platos. Mamá se dormitó después de la fruta y Susana la acompañó al dormitorio (según ella no la veía tan sonriente desde mi comunión). Armé fantasmas cenicientos en el umbral, efímeros, pitando y exhalando el humo sin siquiera sentir el picor en la lengua, borroneando una noche cristalina, con una luna apenas sangrada ahí, casi al alcance del perro que, ahora, sin ladrar, parecía querer mordisquearla. Sentí acercarse al hombre, pero continué en mi liturgia. —Ya se durmió –me dijo- será mejor que yo… — Le queda poco –interrumpí-. — ¿Perdón? — Que a mi madre le queda poco tiempo y, aunque recién me hubiera gustado sacarlo a patadas, le agradezco lo que hizo. — Bueno, no fue nada. Yo no tengo familia y… —Acá tiene una si quiere –repliqué de manera tajante, sorprendiéndome a mí mismo por la frialdad con que lo había dicho-. Puede venir de vez en cuando y seguir la parodia. Sino le pediré que no pase más por aquí –completé, casi echándolo, sin dejar de mirar el cielo y cada nube momentánea que tejía con el cigarrillo. —Buenas noches -respondió el tipo, enfilando para su casa. Yo lo vi oscurecerse tras el aire blanquecino del farol y, en una descarnada premonición, contesté: —Hasta mañana. *** 55


Los dedos amarillos del alba se adelgazaron por las arrugas de la persiana. Casi ciego, rasguñé la perilla y la sonó anunciando la hora, la temperatura y algún asesinato lejos, de esos en que los muertos no tienen apellido ni cara. La casa conservaba el perfume macerado de la noche, las lagañas del sueño. Yo me mojé los ojos y salí no sin antes mirar el cuarto de mi madre. Tuve las malditas ganas de encerrarla con llave como a una fiera peligrosa, un animal irreverente que apenas levantado nos escupiría en la cara sus amorosos delirios, sus palabras llenas de locura, de muerte no asumida. —Se despertará en un rato –La mano de Susana, también de pie y somnolienta, me acarició un hombro como subrayando las palabras pronunciadas. Los dos caminamos hasta el comedor, ella calentó café y lo tomamos sobre el mantel de hule, viendo agigantarse el sol tras el cortinado extendido, y con los restos de noche resistiendo, agonizando en las altas paredes del caserón. — Tranquila –respondí-. Capaz que descansar le hizo bien y se levanta como si nada –completé, mintiendo, sin creer mis propias palabras. —¡Néstor no está en su cuarto! -La voz de mi madre derrumbaba mi falsa profecía. Susana corrió a abrazarla y terminé la taza de un sorbo, con un sentimiento parecido a la tristeza. *** La dormimos como a un pájaro, con unas cápsulas tipo balines, acostándola con la ropa puesta, encegueciéndole el amanecer pleno con las cortinas de la habitación. 56


Yo tomé un trago, dos, creo que de whisky o algún matahígado más fuerte, mientras Susana recitaba entre lágrimas un rosario de obviedades sobre mami desquiciada… y hay que cuidarla… y llamar al médico… y no tomes a esta hora… y tal vez el hombre que apareció ayer pueda… Llamamos al viejo Peralta, para nada, claro, para que le tomara el pulso, para que garabateara una receta ordenando más balines con que doparla y olvidarnos de esa madre enferma y ruidosa, con una madre enferma y calladita. Yo no trabajé en todo el día. Susana preparó té; nadie toma té en la familia pero ella siempre lo prepara cuando alguien se enferma; tiene esa idea, vaya a saber de dónde, de que el té es bueno, y es capaz de caérsele con una tacita a un cardíaco, a un rengo, a un exiliado político o a un cura con crisis vocacional. Nos negamos a seguir hablando de lo sucedido, total mamá roncaría hasta mañana, y quién te dice que con las horas se olvidara del fulano, y hasta de su hijo muerto. A veces el arte es un buen opio. Susana retomó sus costosas rayas y yo gasté vinilos pasando, sin culpas, de Karajan a Waldo de los Ríos. El tipo cumplió mi vaticinio apareciendo, a esos de las doce, con un paquetito de masas secas y una botella de Tupelli. Susana le abrió casi sin contestarle el buenos días y yo seguí de cara a los parlantes. Sin mirarlo le ofrecí cigarrillos y lo invité a sentar. No hubo tiempo de nada. Como si los ansiolíticos fueran de maicena y agua, mi madre correteó por el pasillo al grito de: — ¡Llegaste Néstor 57


*** El día tuvo mil horas; un reloj de plastilina lo alargó con mamá lúcida en su locura, charlando con su Néstor de mil anécdotas de nuestro Néstor -historias que, dicho sea de paso, su Néstor se esmeraba en recordar tan naturalmente como un alumno de Lee Strasberg-. Susana cocinó pollo con ensalada mixta, y la pobre hasta parecía tan contenta como la vieja (por momentos tuve tantas ganas de asesinarla que no lo hice sólo por la esperanza de, un día de éstos, hacerle tragar una jarra completa de ese asco de té que hace.) Apenas comí; salí a fumar como la noche anterior, pero al déjà vu lo enturbiaba una lluvia blanquísima que se arremolinaba en las veredas como las crenchas de una muñeca agitada de tanto juego, de tanto cínico vaivén de esa mano invisible, de ese viento negro coloreado por los árboles negros. —¿Le molesta ver contenta a su madre? (Me sorprendió la pregunta. El seseo de la lluvia, y el canto indeciso de las ramas apaleadas por la brisa, me impidieron oír que se había acercado. Por el rabo del ojo lo observé desconfiadamente, teniendo que reconocer, con amargura, que su perfil me recordaba a Néstor, a mi Néstor) —Me molesta mentirle –contesté. —No creo que le esté mintiendo. —¿Ah no? Entonces usted es mi hermano y yo un tarado que me pierdo la oportunidad de preguntarle por el más allá, por si los angelitos tocan el arpa, por… — Su mamá ya está con sueño –interrumpió cortando mis palabras, dejándome a la intemperie como un cí58


nico voraz, dolorido, triste-. Apenas se duerma yo me voy. —Quédese -dije secamente, desconociéndome en la orden-. Puede pasar la noche en el cuarto de Néstor; creo que hasta que la situación se calme será lo mejor para ella. El hombre posó su mano en mi espalda y, como tantas veces lo había hecho mi hermano, frunció la palma arrugándome la camisa a modo de secreto abrazo. Yo me quedé apoyado en el marco, solo, disimulando el escalofrío, y esperando que se cayera el cielo. *** —Yo tengo licencia por un mes, la pedí por los arreglos en la casa que compré; si ustedes quieren… Susana debía volver a sus clases en donde enseñaba a hacer esas rayas que ya cité. A mí me esperaba la oficina, en la cual un día sin ir por madre loca y muertos redivivos vaya y pase, pero dos ni hablar. El tipo éste se ofrecía a quedarse con mamá y, otra vez, su opción era la única viable. A fin de cuentas había comida a mano, y teléfono y una agenda para encontrarnos o llamar al médico de necesitar más pastillas si la cosa se complicaba. Trabajé sin poder arrancarme la situación de la piel. Llegué temprano, con dos carpetas obesas para terminar la batalla de papales desordenados en casa, más tranquilo y sin la corbata ahorcándome. Susana ya había llegado y jugaba a la baraja con mamá y el tipo. A mi vieja se la veía enganchada apostando porotos en una escoba de quince. — ¿Quiere jugar? -me dijo el fulano, en pan59


tuflas, unas marrones que habían sido de Néstor. Negué con la cabeza, me arranqué el nudo asfixiante y puse a dormir los papeles en cual parte para tener la excusa de olvidarlos y no ordenar un carajo. Me senté en la cocina a tomar un Dr. Lemon, oyendo de lejos La Walkiria, un disco que el turro éste había sacado de mi stand sin permiso. Volví al living y argumenté un dolor de cabeza, o algo por el estilo, y me fui a la cama a echarme con los zapatos puestos, con un cigarrillo apagado en la boca, con esas ganas de morir o de estar en silencio. Había refrescado; los mechones del crepúsculo se enrojecían en la ventana, y encima Wagner. *** En todo lo que he dicho he omitido -adrede, por supuesto- el nombre de aquel permanente visitante. Quizá lo he hecho por una cuestión de maldad, o de dolor, tal vez sólo porque al día de hoy, todavía, me quedan dudas sobre quién era realmente. Creo que, en todo el tiempo en que conviví con él, le dije “usted”, y evité dirigirle la palabra delante de mamá para no tener que llamarlo “Néstor”, situación a la que Susana accedió no sin ser luego merecedora de mi reprimenda, a solas, seguida de su desconsolado llanto y, obviamente, de una taza de té que dejó enfriar sin beber y que luego trocó por un Geniol y un traguito de Coca Cola. Un día decidí matarlo; no era una decisión premeditada, era un arrebato, un simple arañazo impiadoso rasgando el fino velo con que el alma recubre sus más ver60


gonzosas pasiones. “Habló tu hermano”, me dijeron, “te necesita en casa, urgente”. Salí de la oficina con el saco a medio poner, corrí irracionalmente buscando un taxi, cuerpeando en las veredas a todo animal viviente que se interpusiera en mi camino. Ni pensé en el motivo de su llamado. Quise matarlo, matarlo, estrangularlo con las manos, verlo babear, respirar con dificultad, escucharlo pedir perdón con un hilo voz por haberse endilgado el título de hermano, de mi hermano. Entré como un poseído, olfateé el living en silencio, en penumbras, como un perro de caza, derribando una silla y un viejo jarrón que se deshizo en un grito de cristal, en mil charcos de agua y vidrio. Una luz amarillenta, casi ocre, se desprendía desde la habitación de mi madre; allí fui, dispuesto a todo, pero extasiándome luego por la imagen encontrada: mamá agonizaba tendida en su cama; el hombre, ese hombre desconocido al que las sombras del cuarto lo asemejaban tanto a Néstor, la tomaba de la mano. La puerta resonó en la entrada, Susana correteó hacia mí y la detuve, aún hoy no sé por qué, pero la detuve. Tal vez, pensé que mi madre debía morir así, tomada de la mano de su Néstor. *** Las exequias fueron simples. Nuestra familia es chica y lejana. Nadie vino, mejor así. El hombre éste nos acompañó y, ante mi duda, hasta se animó a arrojar el puñadito 61


de tierra y guiar el padre nuestro que los tres mentimos. Llegamos a casa juntos, a fin de cuentas no iba a decirle al tipo que se fuera ahora, sin agradecerle lo que había hecho por la vieja, sin tomarse una taza del té de Susana que, increíblemente, a él le parecía exquisito. Mi hermana entró a poner la pava, y yo me quedé en el jardincito de entrada. El hombre se me acercó, volvió a palmearme la espalda, y me lo dijo: —Ahora que murió mamá, creo que deberíamos hacer unas reformas en las habitaciones y en el comedor, ¿no te parece? Pensalo y me decís –completó, entrando a la casa. Quise decir algo; algo, no sé qué; pero Susana salió al grito de: —¿Qué hacés que no entrás?, ya está el té bien calentito como le gusta a Néstor. ¿Te pasa algo? La miré con estupor, y negué apenas con la cabeza. Ya era tarde para hablar, claro, muy tarde; y además prefería quedarme a solas, mirando las glicinas.

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Tengo un sueño recurrente. Una ola gigante se traga el bloque donde está mi casa. El agua entra por todas partes y yo busco a mi hijo. Lo encuentro en el garaje subterráneo del edificio. Mira por una ventana y sonríe. Yo estoy mojada y tiemblo. Gira su cara hacia mí y dice: «Qué exagerada eres para todo». Me acerco, miro por la ventana y él apoya su barbilla sobre mi cabeza. Solo veo agua y mis propias carcajadas me despiertan. Elizabeth Stone, nadadora paralímpica, dijo: «Tener un hijo significa que desde ese momento tu corazón empezará también a caminar fuera de tu cuerpo». Escribo en Google: soñar con agua. Pincho en soñar.com. Leo: «Índice de contenidos: 1 ¿Qué significa soñar con agua? 1.1 Soñar con agua sucia. 1.2 Soñar con agua limpia. 1.3 Soñar con mucha agua. 1.4 Soñar con agua cristalina. 1.5 Soñar con agua de mar. 1.6 Soñar con agua turbia. 1.7 Soñar con agua corriendo. 1.8 Soñar con inundación de agua. 1.9 Soñar con agua estancada. 2 Otros significados de sueños con agua». No encuentro soñar con agua e hijo adolescente, así que leo soñar con agua de mar y soñar con inundación de agua. Ambos sueños significan preocupación y problemas familiares. Ahora escribo en Google: soñar con agua y Freud. Leo: «Para Freud, el agua se relaciona con lo femenino y, más en concreto, con la maternidad». Ahora sí. Mi amiga Susana, dos años mayor que yo, se enterraba las piernas en la arena caliente de la playa y se orinaba encima. Esto lo hacía con catorce años porque esta sensación de la arena y del orín calientes sobre sus muslos y su vientre la ayudaba a visualizar sus futuros partos. A mí me daba mucho asco. Cuatro años más tarde se casó con un americano de la base, se fueron a vivir a Estados Unidos y tuvieron una hija y un hijo. Siguen viviendo allí, pero ahora ninguno de los tres vive con ella. 63


JUAN MANUEL GARCÍA ESTEBAN “Esmeralda”

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ESMERALDA Por Juan Manuel García Esteban

Velkan agarró la cuerda y tiró de Esmeralda hasta el rellano. El hombre era un calvo casi perfecto, pues la fuerza de la gravedad le había traído todo el pelo a la barba. Ahora lo vemos agacharse a modo de reverencia, levantar a Esmeralda y cogerla en brazos. Y así, medio camuflada entre los rizos rojos de la barba, la bajó hasta el portal. Allí volvió a dejarla en el suelo y salieron caminando a la calle y al invierno. Tenían un aspecto dispar, engañoso: Él, alto y flaco como un palo, pero un palo con barriga, esculpida para lucir sus tatuajes de ateo y anticiparse a cada uno de sus pasos, el puño apretando la cuerda con estilo de boxeador, no, de tirano. Y al otro extremo de la cuerda, una gallina blanca, pegada al suelo como una escoba. Pero aún desde ahí abajo, empezaba a parecerse a él como un perro a su amo. Vistos del mismo lado de la valla, Esmeralda le había contagiado esa papada rojiza y, a cambio, caminaba torciendo el pico, se diría que le molestaba el bigote: ¡coc-coco-coc!, alargaba y encogía el pescuezo, imitando ese ritmo de músico o, bien mirado, de boxeador. Sí, él era el más engañoso de los dos. Palo y escoba, perro y amo, qué más da, salían a dar su paseo de cada mañana bordeando la zona de obras, de obras interrumpidas, salpicada ahora de matojos raquíticos igual que salivazos en un campo de fútbol. Cada dos por tres, Esmeralda esquivaba el hielo y bajaba la cabeza de golpe imitando a un kamikaze que se lanza a la muerte para llevarse cualquier cosa al pico. A Velkan le recordaba a una 66


paloma adolescente, hinchando el pecho a ras de tierra, y se preguntaba si Esmeralda podría volar como ellas. Había oído que las gallinas caminaban así, despacio, sin alejarse del corral, pero que a veces, quizá al asustarse, podían volar un poco, no muy lejos. El violín inundó el patio en cuanto Velkan abrió la puerta de abajo, y los vecinos del entresuelo tuvieron que subir la voz para saludar, «¡Buenos días, Velkan!», con la devoción de un cliente que nunca termina de pagar. Eran algo más jóvenes que él pero ya parecían una pareja de bueyes viejos con pesadas esquilas al cuello, e inclinaban la cabeza despacio, bajando y subiendo casi al compás de la música. La pareja se alejó cuchicheando, echando miradas de refilón a aquel barbudo con una gallina en brazos. Pero Velkan subió hasta el segundo piso sin volver la vista atrás; se limpió las manos en los pantalones y sacó las llaves de casa mientras vigilaba de reojo a Esmeralda, ¡coc-co-co-coc! entre sus pies. Afortunadamente, los niños de los vecinos ya estaban en la escuela; a ellos no era tan fácil mantenerlos a raya. Para cuando abrió la puerta de casa, el animal no se había movido del sitio, ni siquiera se había dado cuenta de que su correa serpenteaba por el suelo, tan supuestamente inofensiva como una culebra de río. Rahela se sobresaltó cuando los vio entrar en la habitación. Su cara mullida les dirigió una especie de mueca; bajó la cabeza y siguió tocando, ensayando una sonrisa diminuta con el violín pegado a la boca, pensando que sólo ella percibía esa música larga y lenta. Esmeralda se quedó quieta, estirando el cuello como un admirador espiando entre bambalinas; aunque a decir verdad, ella no se concentraba con facilidad, ni siquiera cuando le interesaba. 67


¿Pero qué le interesa a una gallina? Pues su rutina, algo de comida, ver pasar a los vecinos desde la ventana; sobrevivir. Buena parte del tiempo parecía ausente, Velkan se divertía pensando que su gallina soñaba con volar. Tampoco estaba claro si le gustaba o no esa música, y nunca lo sabremos; Velkan se limitó a tirar de la cuerda sin muchos miramientos, la llevó hasta el balcón coc-co-queando, la ató a uno de los barrotes de forja y cerró las puertas. Esmeralda se quedó sin saber qué hacer junto a un plato desportillado sobre el que se adivinaban unas migajas de pan. Desde la cocina, Rahela la miraba con el ceño fruncido, debía recordarle a ella misma ante las estanterías vacías de las tiendas. La veía auparse tras las vidrieras, quizá contemplando las notas del violín, lentas como gusanos, quizá soñando con volar más allá de su jaula. Sin prestar demasiada atención a la música, Velkan se sentó en su habitación a pensar en el viaje. Él ya no necesitaba ensayar. A la mañana siguiente lo esperaba una furgoneta con forma de hogaza de pan. El director de la orquesta salió de casa muy erguido en su abrigo negro, agarrando la batuta igual que hacía con la cuerda de Esmeralda otras mañanas. Debían de ser las siete cuando se metió en la Bukhanka y salieron dejando una nube de humo irrespirable que casi tapaba la ventana de Rahela. Los músicos se iban subiendo de uno en uno, agachados para no golpearse con el techo y, de uno en uno, Velkan les iba dando la bienvenida desde el asiento del copiloto. Iba manoseando la funda de la batuta, que tenía un tacto de bufanda, deshilachada por las esquinas, y de vez en cuando, no podía evitar echar un vistazo al bolsillo de su puerta, donde estaba encajada una carpeta vieja abombada por el bulto de los pasaportes. Esa misma 68


tarde tendrían un sello más: Bulgaria. Rahela bajó con Esmeralda cuando ya no quedaba rastro de la Bukhanka; aunque Velkan era capaz de haberles puesto un espía, iba pensando, o de pesar a la gallina nada más llegar, no fueran a tenerla pasando hambre, o algo peor. Y ya que le tocaba a ella sacarla a comer, Rahela prefería hacerlo cuanto antes, con la calle vacía de ruidos y saludos hipócritas; igual podían volver a casa sin que nadie las viera pasear juntas como si Esmeralda no llevara una cuerda atada al cuello. El tono paliducho de la mujer no desentonaba con el blanco de Esmeralda, esa es la verdad. Luego iría a sellar, no el pasaporte sino la cartilla de racionamiento, a ver qué podía conseguir hoy; y después seguiría ensayando, más bodas, más funerales, y vuelta a empezar. Secretamente, envidiaba a Velkan, a cualquier orquesta que pudiera sacarla del país. ¡Coc-co-co-coc! El cacareo de Esmeralda sonaba a hojalata, a esa lata vacía a la que unos niños tiran piedras; aunque Rahela volvía a tener la impresión de que sólo ella escuchaba. Mujer y gallina caminaban a la par, las dos con la cabeza algo inclinada hacia adelante, Rahela más bien ladeada, como buscando el apoyo de su violín. No, Esmeralda no habría estropeado ninguna foto de familia. El sol asomaba sobre las casas bajas como un gigante de un solo ojo. Obstinado en derretir el hielo, paciente. Rahela lo miraba a veces fijamente, casi esperando otro corte de luz, hasta que, al final, tenía que apartar la cara. Aún parpadeaba con fuerza para retomar el camino cuando llegó el alboroto de un grupo de críos: corrían para quitarse el frío, retándose a ver quién llegaba primero: la bolsa del desayuno rebotando en sus espaldas huesudas, los 69


libros de texto prestados de los hermanos mayores, y en un momento las adelantaron entre gritos nerviosos de los chavales y de Esmeralda. Rahela todavía miraba al último de los chicos, que se alejaba siguiendo a sus amigos a trompicones, cuando sintió que en vez de pasear a Esmeralda la estaba arrastrando. Miró hacia abajo arqueando las cejas y encontró a la gallina aleteando sobre el suelo oscurecido. El animal sólo podía sacudir las plumas, abrir el pico, cerrar el pico, en una especie de confidencia que no era ni un graznido. A Rahela le llamó la atención la sangre del mismo color que la suya. Miró a un lado y a otro, pero sólo vio al grupo de críos, reducido a unos palitos oscuros que se hacían aún más pequeños; imposible distinguir cuál de ellos había pisado a Esmeralda, o había tropezado, la había atropellado... Despacio, cogió el bulto que era Esmeralda y se quedó con ella sobre las manos como en mitad de una ofrenda, mirando al sol hasta que sintió que le ardían los ojos. Tuvo que cerrarlos con fuerza y, aturdida, empezó a dar traspiés hacia casa, dejando un rastro blanco de plumas que iban cayendo como cartas de una apuesta tímida. La calle empezaba a escupir gente de los portales: niños, madres que bajaban hacia el colegio, todos se apartaban al ver a Rahela, ridícula en su intento de correr y no resbalarse con Esmeralda en los brazos. Rahela respiraba dando bocanadas, llenándose el pecho de un aire húmedo, cortante, y dejando una nube blanca de vaho hasta llegar al Nº 16. Todavía jadeaba cuando llamó a la puerta de sus vecinos de al lado. Velkan le había dicho que el Sr. Serban había perdido el trabajo, así que esperaba encontrarlos en casa. Pero tardaban mucho en salir. Esmeralda ya no alborotaba; sólo movía el pico igual que un pajarillo esperando 70


que su madre le traiga un gusano. Por fin llegaron los Serban a abrir la puerta, firmes, muy juntos, parecían preparados para un interrogatorio. «Yo no voy a matar a ese animal», acababan respondiendo todos los vecinos, mientras Rahela tragaba saliva, ¡como si Esmeralda fuera un animal de segunda! Otro «Lo siento, Sra. Rosu, no hay nada que hacer», y la cara blanda de Rahela empezaba a hincharse, sin costumbre, como un globo sin verbena. «Tendrá que sacrificarla usted misma», le dijo el Sr. Stoian, que vivía solo en el entresuelo, y sacudió la cabeza para quitarse de encima su mirada suplicante. Eso de “sacrificarla” les debía parecer muy fácil, porque luego le cerraban la puerta, uno tras otro. Entonces Rahela abrió su boca de globo: «Ahora no queréis saber nada... Tanto hablar por lo bajo y ahora no queréis saber nada», todavía dirigiéndose al Sr. Stoian, aunque por momentos increpaba a las demás puertas cerradas, «¿preferís matar a un perro?», subiendo el volumen hacia la calle: «No os atrevéis, ¿¡verdad!? ¡Pero si sólo es una gallina! Una gallina que va a morir de todas formas.» Para entonces ya había entrado en casa, con la cara redonda de color grana: «¡Velkan podría matarnos a todos!», gritó a la pared desconchada, al espejo, al hueco de la escalera. Mientras metía a Esmeralda en una caja de cartón casi podía escuchar al barrio entero escondido tras sus puertas, escondido entre una capa y otra de miedo. Y silencio. Hasta que una frase acabó de tomar forma en su cabeza:“¡Que viene el lobo!” Las palabras del cuento flotaban en su memoria, aunque ahora no conseguía recordar el final, “¡Que viene el lobo!”; su madre se lo había contado mil veces. Su madre. Eso es, tenía que ir a casa de su madre. 71


Rahela no perdía de vista la caja de cartón, agarrotada ante su única excusa para seguir ahí parada sin hacer nada. Delante de ella, más grande, más vieja, su madre le lanzó una mirada que era una bofetada sin manos: «¡¿Vas a seguir así siempre?!» Las mujeres se volvieron hacia una puerta cerrada, cogieron a Esmeralda y entraron con ella en la habitación contemplando la pata derecha del animal, que colgaba inerme sobre la alfombra llena de polvo. Cornelia cerró la puerta por dentro, pese a que llevaba más de diez años viviendo sola. Desde afuera se podían oír sus voces ahogadas; luego una discusión que acabó en gritos, y vuelta a empezar: «Hazlo tú», «¡¿Por qué yo?!» «¡Yo no voy a darle con ningún diccionario en la cabeza!». Otra vez silencio. Murmullos nerviosos... Y un golpe seco, rápido como una limosna. «Una gallina habría hecho lo mismo», dijo Rahela desde su silla en la cocina; los libros y diccionarios otra vez silenciosos en la habitación de al lado. «¿¡Qué!?», su madre la miró arrugando aún más toda la cara; pero Rahela se limitó a negar con la cabeza vuelta hacia nadie, el globo ya desinflado. Recordaba haber leído algo, hace tiempo, cuando tenían el corral: las gallinas atacan a otras si las ven heridas, o si cojean, se ensañan cuando ven sangre, las despluman, las picotean incluso en la cabeza... algo así. Madre e hija se veían ahora de cerca, los ojos muy quietos, Cornelia salpicada de plumas y sangre. «El fuerte se come al débil», dijo con una voz pastosa como el recuerdo de un dolor de muelas. Después de lavarse, pasaron el resto del día buscando la manera de explicárselo a Velkan. Creían conocerlo bien, sus enfados, sus caprichos, y estaba claro que le había 72


cogido cariño al animal. Él quiso encargarse cuando Esmeralda empezó a poner huevos cada mañana; era él quien le buscaba comida, quien la sacaba a pasear con estudiada disciplina. Le importaba un bledo lo que pensaran los demás, Esmeralda era su misión; y él su protector, su libertador. Algo invitaba a pensar que ella no era la primera en buscar abrigo bajo su ala, en inclinar la cabeza ante el macho dominante. Pero Velkan ya no podría protegerla. Sobre todo, no le iba a hacer ninguna gracia que su gallina hubiera desaparecido, mucho menos que su mujer o su suegra la hubieran ejecutado con el primer tomo del diccionario de ruso. El corte de luz sorprendió a Cornelia a mitad de frase, dando instrucciones para el domingo, pero las mujeres siguieron mirándose a oscuras, una a cada lado de la mesa. Y Cornelia siguió contando los vecinos que le debían favores, calculando qué lado del miedo le pesaría más a cada uno. En seguida distinguieron la silueta que tenían en frente, más negra que el resto de cosas, el pelo fuera del moño. En el teatro, Velkan guardó los tatuajes y sacó la batuta de la funda. Caminaba despacio, con la cabeza muy alta, mientras escuchaba los aplausos histriónicos del público. Desde el escenario volvía a ser un soldado apuntando al frente con su barba roja, como si la necesitara para olfatear el ambiente igual que una serpiente utiliza la lengua. La orquesta lo esperaba inmóvil y, en primera línea, el violoncelo solista se limpiaba el sudor de la frente con la manga. Velkan dirigió hacia él la barba, ya dando la espalda a los espectadores. Y empezó el concierto. El director de orquesta llegó a casa antes de la comida del domingo, con tiempo para el descanso del guerrero, o del 73


músico, del boxeador, del tirano. Pero el aire ya estaba preñado de un guiso de carne, y los violines eran ya un concierto lejano. Al cerrar la puerta, Velkan sonrió complacido de cambiar el vaho del invierno por el humo de las sartenes. Dejó el equipaje y la batuta en el pasillo y siguió el rastro nuevo, olisqueando con el cuello estirado, la barba hueca y la calva brillante. Al llegar a la puerta de la cocina se detuvo en seco: su suegra tapaba los fogones con su cuerpazo mientras Rahela iba dejando cosas en la mesa. «No esperaba visita», dijo el hombre replegando la barba, agarrado todavía al marco de la puerta. Rahela se giró tímidamente para preguntarle: «¿Qué tal ha ido?» Él se acercó unos pasos, con sigilo, traía un gesto de hurón hambriento, «Bien», contestó, y se quedó fisgando entre el ruido de cuchillos y cucharas. «Cobraremos pronto la actuación». Por encima del hombro de su mujer, se asomó a las nubes grises que salían de la sartén y respiró fuerte hasta casi atiborrarse. A través de la cortina de humo, se volvió hacia la mesa ya preparada y, al otro lado, al balcón de madera y forja. «La comida está lista, Velkan», dijo en seguida Cornelia. El aroma de los platos, nítido y a la vez impreciso, viajó con ellos hasta la mesa. Los esperaba la vajilla de las ocasiones especiales, aunque quedó apenas visible bajo las verduras y la carne. “¿De dónde habrán sacado tanta comida?”, pensaba Velkan sin pensar en el huerto de su vecino del 1º, sin poder quitarle los ojos de encima a esa hogaza de pan que guardaba la sopa como un castillo inexpugnable. La Ciorbă tenía color de azafrán, de zanahoria o de oro, según la distancia que tomaba para mirarla sin meter la barba ni quemarse con el vapor. Siempre había sido su plato preferido. Las tiras rojas de guindilla le daban a la 74


sopa un aspecto de Kandinski, y la esmantena, cortesía del Sr. Serban, la textura de un yogur cremoso. Las mujeres lo miraban y se miraban de reojo, mientras Velkan arrugaba el entrecejo y respiraba con fuerza, rodeado de platos que ocupaban buena parte de la mesa, cautivo ya de sus colores y sugestiones. «Ayer atropellaron a Esmeralda», soltó Rahela mientras empezaba a servir paprika sin mirar concretamente a ningún sitio. Velkan se quedó parado a punto de pinchar el tenedor en la carne especiada, rumiando el último mordisco con los ojos clavados detrás de su mujer, donde Cornelia fregaba algún cacharro bajo el grifo a todo volumen. El hombre se giró instintivamente hacia el balcón pero no vio nada tras los cristales empañados; y miró de frente a su mujer, que empezaba a atacar la sopa espesa sin levantar la cabeza. Cornelia se movía en silencio entre los límites de la encimera minúscula, ultimando su trabajo hasta que trajo a la mesa una fuente repleta de sarmale. Velkan observaba los viajes de su suegra: se movía despacio, anudada a un delantal de franjas descoloridas. La mujer parecía una bandera. Rahela sorbía la sopa como si no pudiera soportar el silencio y Velkan se fijó en los rollitos colocados sobre un charco de tomate, la carne picada insinuándose bajo las hojas blanquecinas de col. Entonces sacudió la cabeza como el que se quita de encima una araña de la cara y se forzó a pensar en otra cosa: los sellos de su pasaporte. No, un montón de pasaportes con sus fotos de carnet. Mejor aún, una colección de hombres pequeñitos. Las mujeres lo miraban con aprensión desde sus platos casi llenos. Con la fuerza de la costumbre, Velkan se palpó la barriga, que ya 75


sonaba al ritmo del guiso, y echó una mirada fugaz hacia el balcón vacío: el vaho se iba desdibujando en el cristal y fuera asomaban los barrotes pelados y el sol, ahí arriba, implacable. El hombre hizo una mueca extraña, o quizá sólo masticaba, y siguió comiendo.

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Tengo un sueño recurrente. Una ola gigante se traga el bloque donde está mi casa. El agua entra por todas partes y yo busco a mi hijo. Lo encuentro en el garaje subterráneo del edificio. Mira por una ventana y sonríe. Yo estoy mojada y tiemblo. Gira su cara hacia mí y dice: «Qué exagerada eres para todo». Me acerco, miro por la ventana y él apoya su barbilla sobre mi cabeza. Solo veo agua y mis propias carcajadas me despiertan. Elizabeth Stone, nadadora paralímpica, dijo: «Tener un hijo significa que desde ese momento tu corazón empezará también a caminar fuera de tu cuerpo». Escribo en Google: soñar con agua. Pincho en soñar.com. Leo: «Índice de contenidos: 1 ¿Qué significa soñar con agua? 1.1 Soñar con agua sucia. 1.2 Soñar con agua limpia. 1.3 Soñar con mucha agua. 1.4 Soñar con agua cristalina. 1.5 Soñar con agua de mar. 1.6 Soñar con agua turbia. 1.7 Soñar con agua corriendo. 1.8 Soñar con inundación de agua. 1.9 Soñar con agua estancada. 2 Otros significados de sueños con agua». No encuentro soñar con agua e hijo adolescente, así que leo soñar con agua de mar y soñar con inundación de agua. Ambos sueños significan preocupación y problemas familiares. Ahora escribo en Google: soñar con agua y Freud. Leo: «Para Freud, el agua se relaciona con lo femenino y, más en concreto, con la maternidad». Ahora sí. Mi amiga Susana, dos años mayor que yo, se enterraba las piernas en la arena caliente de la playa y se orinaba encima. Esto lo hacía con catorce años porque esta sensación de la arena y del orín calientes sobre sus muslos y su vientre la ayudaba a visualizar sus futuros partos. A mí me daba mucho asco. Cuatro años más tarde se casó con un americano de la base, se fueron a vivir a Estados Unidos y tuvieron una hija y un hijo. Siguen viviendo allí, pero ahora ninguno de los tres vive con ella. 77


RODRIGO LUCIANO QUIRÓS “La Chica ojos de videocasete”

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LA CHICA OJOS DE VIDEOCASETE Por Rodrigo Luciano Quirós

1. Despierta Despierta. Paradójicamente es de noche. Siente que el lamento del día la tiene a mal traer. Es el acto de ver, esa incipiente melancolía estética de absurdos pasillos grises y monstruos irracionales. Abre los ojos —Abro los ojos y veo— respira, siente el frio entrando por la ventana, un nuevo día. Siente y convive con la certeza de pertenecer a una generación que nació cansada, fragmentada, abandonada a la utilidad. Se siente un material, una penuria de ser humano; se sabe como espectadora constante, sabe que decide a duras penas sobre ella, por eso piensa... Sus noches se vuelven espectros, sombras; es triste y sabe que puede luchar con la tristeza, pero ya ni siquiera eso le interesa; está cansada, agotada, encerrada en cuentos, en ficciones realizadas por alguien, alguien que otro alguien llama dios. Es como el lenguaje, una cadena de códigos que se transfieren de un lado al otro, piensa ser movimiento, fluido como esta narración intenta ser, volviendo real lo ficcional. Juega con eso, sabe que lo más interesante es dejarse llevar, experimentar y jugar, porque pese a las críticas, siempre se trata de jugar y seguir el juego. 2. Camina Camina. Recorre. Piensa. Se ve en lugares que siente irreales, es de noche, pero ve luces. Percibe como todo a su alrededor es extraído de una película de ciencia ficción. Observa la abstracta realidad como si fuese consecuencia de 80


delirios pasajeros. Divaga y vagabundea atemorizando los sentidos y las connotaciones. No sabe qué hacer, está aburrida y como se siente así; navega en el ocio del despertar, no sabe quién es… se podría decir que este es un cuento existencialista, piensa mientras se burla de eso. El existencialismo siempre le pareció divertido ¿Cierto? A pesar de que camina sola y perdida en su consciencia, observa a su alrededor; los autos pasan de un lado al otro, piensa que la vida es absurda y que está rodeada de muerte y caos. Con la excusa de que es sábado intenta asimilarse a la gente de su generación, intenta buscar un lugar para ir a bailar, fundirse en las luces de neón, el movimiento constante, el alcohol. Pero sabe que no le interesa, lo entiende como un proceso sin sentido, así como las modas. Lea, llamada así por su significado; cansada, melancólica, no por la princesa ; se ve apagada de su deseo de bailar por la niebla, sí; por esa niebla de mierda que opaca un nuevo Sábado azul. Camina y observa las calles, la poca gente que hay y la mira, la reconoce. Entiende que el único camino que le queda es volver a su casa, quizás vea una película, no tiene sueño. La única cagada de haberse dormido toda la tarde es que la perdió, no la va a recuperar y está cansada de perder cosas. Entiende que tiene que sobrepasar la noche y llegar al domingo a la mañana, cuando el día salga y se acueste, porque ya cansada de un orden natural se embarra en la combinación de los días y las noches. Y controla el relato, rebobina, vuelve. 1 Basado en un cortometraje perdido, se encontró solamente el guion. El cortometraje suponía el pasaje de una persona física a personaje muy famosa en Miranda. La historia a continuación es una reconstrucción de un posible futuro del personaje. Con esta palabra comienza el texto de la película. 2 Referencia a una ex vedette Mexicana, que se dice popularizó los penachos y las plumas artísticas, incluso la acrobacia aeróbica. En Miranda todo lo relacionado a culturas populares tiene un lugar muy poco valorados por las instituciones.

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3. Mira Decide observar. Mágicamente encuentra una caja de VHS y se pone a mirar, ver imágenes de un pasado que la constituyó al presente. Ve y recuerda a su hermano, ese que nunca conoció, pero sabe que existió. Gracias a las imágenes puede intentar comprender y preguntarse quién es. Toma un té, se sienta en la cocina, tiene la leve sensación de que está perdiendo el tiempo, como siempre que divaga. Hace tiempo olvidó como comunicarse y decidió que la única salida era observar atentamente al pasado. La estética del VHS le hace pensar en su niñez, donde la imagen electrónica era la nueva moda. Ve videos familiares que no sabía que existían, no se ve en ninguno, pero se siente constantemente; todo habla de ella, incluso esa que saluda, que murió por esas cosas de la vida. Sabe que la imagen en movimiento aporta memoria, así como la foto, que da lugar a la imaginación. Siente como el video recuerda por ella, crea memorias que ahora tiene, vive experiencias nuevas en constante comunicación con el pasado. Esos videos le refieren a ella, ve a sus padres o lo que entiende que fueron sus padres en un pasado. La mujer que ya murió vuelve a mirar a cámara y saludar, señal que está viva o por lo menos lo estaba, ve las pruebas. Ve a sus padres que se amaban. Recuerda y observa rostros de gente que no conoce o sí. Interactúa con el pasado, el pasado interactúa con ella. La pantalla, como siempre, le regala historias, peripecias, gente que ya no está, qué diferente es a la fotografía, ese instante que solo rememora un instante, el video le da más, le muestra cómo hablaba esa gente, cómo se movía. Le gusta la plasticidad de la imagen, acercarse a lo que haya dentro de la pantalla que forma la imagen del pasado. Su presente es abstracto, 82


así como esta película. Ve videos del pueblo donde nació su familia, rememora su viaje; y así como la mente va hacia adelante y atrás, importa sus propios recuerdos sobre espacios ya filmados, ya observados. Se calla y ve…repite… Piensa en el robo, en Lucas contando la plata, en la cama, en los autitos, el cuadro, las cartas. Vuelve a dominar la pantalla, el video que ya no sabe si es un material o sus pensamientos. Con solo apretar un botón al control remoto le da pausa, detiene y vuelve a empezar el video. Su familia ríe, piensa que los conoció con muchos años más, algunos ni siquiera eso. Costumbres que se pierden, la de grabar, incipiente melancolía de tener registro de todo, incluso eso avanza, como el ser humano, como nosotros, como vos y como yo, el narrador. Creció viendo a su familia lejana en imágenes fijas y hablando con ellos por teléfono, por eso cuando los vio cara a cara les dijo que ese encuentro era como el invento del cine, habían dejado de ser imágenes fijas para pasar a ser movimiento puro, con una vida, con trabajos, con dolores. Por eso ahora escribe, toma nota de todo. Los ve y los recuerda, los saluda porque están muertos, pero a la vez están encerrados en un tiempo, en una realidad paralela, en una pantalla-recuerdo. Ellos también la saludan, quizás sin saber que existiría, pero este sábado a la madrugada ya es consciente de que todo habla de ella. Miran a cámara, se hacen conscientes de quien registra, saludan, hablan, se sienten incomodos algunos por estar siendo registrados mientras miran otra pantalla. Al fin y al cabo, todo es una pantalla y un espejo y como siempre todo es todo y nada es nada. Le gusta jugar con las palabras, aquellos significantes, constituciones del ser humano, que refieren, son. Juega con el sentido de todo, porque en83


tendió el absurdo de los actos. Registra, regraba, mueve su cámara y observa. La noche avanza, le causa intriga como pueden captarse las imágenes en un material, se siente observada. Es ridículo, melancólico, estresante observar y retener, controlar, dominar, se siente enferma, piensa que no va a volver a salir de su casa, no tiene sentido. Es una mujer que ve, observa, muere, piensa y vuelve a morir. No se ve en ningún video, ve una pequeña que no conoce, pero se siente ella, sobre todo por lo que le dicen… “no corras, te están grabando para llevarte a América” escucha las indicaciones, las marcas actorales, ve un pueblo aniquilado en el tiempo arquitectónico. Siente un monstruo cerca. Pone más videos, se quiere saturar de imágenes, vuelve a ver a sus padres. Alguna vez se casaron, piensa en lo ilógico de las instituciones sociales, en lo federal, en la patria, en la religión, en el colegio, en todos los relatos con los cuales creció, pero que ahora que despertó, no comparte. Interrumpe la lógica del movimiento, del accionar de la pantalla, del recuerdo, de la grabación de aquello que ve. Piensa en cuantos de los que están allí, están muertos. Su prima que se suicidó, su tío que murió por alguna enfermedad importada. Le resulta divertido verlos vivir, dialogar, comunicarse. Siente que así puede tener una idea más cercana de quienes fueron, por ende, de quien es ella. Por eso asimila presente y pasado, por eso registrará los espacios filmados, aquellos donde hubo fiesta, vida, alegría, movimiento y hoy hay silencio. Ve las sonrisas de aquellos que no están y de los que están, piensa en que ella es el futuro de ese pasado, lo piensa en un presente, se confunde, se pierde. Mira. Se muestra como contra plano audiovisual, ve los extremos, graba y observa una grabación. Habla de 84


los tiempos, celebra con ellos. Se cansa, se acuesta, cierra los ojos nuevamente. 4. Sueña Recuerda un sueño, hacia frio; tenía una campera naranja que se agrandaba y se volvía una bolsa de dormir que al agrandarse era una carpa, era todo y nada, porque igual seguía teniendo frio. Recuerda los monstruos del espejo y ese deseo de retenerlos en un soporte, en este caso, digital. Aquel monstruo que hablaba movía los labios, pero no decía nada. Ya no recuerda y ahora sueña, porque no tiene sentido hablar de planos de realidad cuando todo es un registro, una narración. Mira el cuadro detrás suyo, el del pueblo perdido de su familia, otra representación de una representación se confunde nuevamente, se marea; siente que forma parte de una virtual maravilla. Uno de los monstruos se acerca al espejo, escucha que le dice algo, algo de sus ojos, de su mirada, no entiende nada, tiene miedo por momentos de que eso sea real, o de despertarse y no poder moverse, como a veces le pasa, que observa, pero no acciona. El monstruo la guía, no sabe si entró en el espejo y se volvió virtual, no sabe lo que la espera. Observa esa puerta que atravesó una y mil veces, siente que su corazón se acelera. Esta cerca. Cada vez más cerca. Resaltan colores, sombras, formas y su mirada finalmente fue atravesada. Se convirtió en la chica con ojos de videocasete, como la canción, aquella que registra y reproduce recuerdos, imágenes-recuerdo . Y finalmente llegó la mañana, no sabe si todo fue un sueño o real, no sabe si está presa de sus visiones, no sabe si es una mancha más de la realidad, esa reproducción de reproducciones. El tiempo que durmió parece 85


que llovió, se siente mal porque volvió a perderse otra cosa. Ahora, va a apagar la tele. Despierta de un sueño que no entiende, pero siente. Reconstrucción de un persona, personaje, ser, ente. El primer paso siempre era abrir los ojos. Trascender de una experiencia a la otra, al fin y al cabo, los sueños y la vida son experiencias, pensó la niña ojos de videocasete. Cuando se abren los ojos las imágenes pasan delante de una, era simplemente el acto de pasar de un formato de ficción a otro. Era como un formato de imagen a otro. El pasaje del VHS al DVD, esa obsesión que nunca olvidó. Era una voz, también. Una voz que sonaba desde algo sin forma ni contenido, algo abstracto como la narración. Por eso el dialogo continuo entre pasados y presentes. Después de caminar y bailar bajo la niebla de una noche en el conurbano bonaerense, cuya meditación lógica, o no, generó que ella se encierre para ver y mirar, pensar, decide que es su noche. Recuerda que era abrir los ojos. Repetir, una y otra vez lo mismo, controlar el tiempo, rebobinar, avanzar, jugar y eso, era lo difícil. No se puede jugar con el tiempo de manera tan fácil. La niña con ojos de videocasete sabía que ahora formaba parte de la virtualidad de las maravillas, aquel paisaje de dibujos animados, aquella fantasía anormal de paisajes delirantes, esquizofrénicos, enfermos. El simple acto de jugar con la plasticidad de la imagen era algo que a aquella pe3 Está parte no figura en la película, pero si en el guion. Correspondería a una secuencia de un sueño. Comienza aquí. 4 A partir de este momento vuelve a ser guion reflejado en la película. Todo lo anterior desde el inicio está anulado. 5 Aquí finaliza el texto de la película.

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queña psicótica , realmente le encantaba. Y sí, se reafirmaba y jugaba porque había entendido que la lucha de la ficción primero en la época clásica: había sido del ser humano con la naturaleza, después la lucha del ser contra otro ser, finalizando con el ser humano frente a Dios. La modernidad había acercado al ser frente a la sociedad; luego el ser frente a sí mismo y finalmente el ser contra la no existencia de dios. Ella, en cambio, pertenecía a otra época, a la postmoderna, atravesando las tres luchas del ser, contra la tecnología (ella de alguna manera se ve afectada por la tecnología, ya que se encerró en un pasado distópico de cintas magnéticas) Dos ojos como formas simples que solo proyectan las más irónicas y hermosas narraciones de enfrentarse a la lucha contra la realidad, de cuestionarse enfrentarse a una lucha con el autor como lo había leído en una historia gráfica, que representaba a su contemporaneidad, la imagen intervenida formaba parte de un humor cotidiano e instantáneo, imagen que se refleja compartida en las redes sociales. La niña ojos de video casete había crecido en una época de efimeridades con una mirada añejada tan dulcemente nostálgica, quizás porque en esa época, época de instantaneidades, todo lo pasado se volvía moda, era vintage. Por eso el VHS, porque le gustaba su estética, sobre todo la manipulación de su estética. No era una única opción. La niña ojos de video casete es una mujer que atraviesa el espacio y el tiempo como quiere, maneja la cronología del tiempo, la edita, la corta, le da sentido, genera un todo a partir de la imagen. Era un síndrome más quizás el sentirse encerrada/ado en una casa que solo le daba imágenes, pero no le permitía moverse. Era desesperante. Las imágenes 87


atravesaban su mirada o lo que suponía ser su mirada, se esforzaba por moverse, pero no podía, era agónico, atroz, enfermizo. A veces comenzaba antes de abrir los ojos y era algo relacionado a fantasmas, a un mundo de oscuridad, de temor, miedo, el más puro miedo, ese que mayor expresa el odio de lo terrenal, miedo a los animales, el miedo a lo paranormal, lo diferente, a lo que trasciende la vida y socaba la muerte, el miedo a viejos monstruos a los que el cine incluso había jubilado, monstruos que casi siempre eran máscaras que intentaban ocultar el rostro de un ser humano. Las imágenes eran claras, se entendían, eran imágenes reales, aunque una vez terminada la experiencia dudaba de su percepción, así como de todos sus sentidos, llamaba o reflexionaba desde un cogito cartesiano. La alucinación o lo que sea aquello que ella veía siempre se enfatizaba con un pequeño intento de gritar. El esfuerzo mental llegaba a ser tal que era desesperante, sobre todo por la parálisis, el cuerpo duro, sin intención de mover, las imágenes ya no pertenecían a ese mundo oscuro de fantasmas, acosadores, ladrones o jinetes sin cabeza, todo se volvía parte de su mundo. Era su habitación la que veía, pero no de manera tranquila, no conservaba esa tranquilidad que incipientemente tenía al llegar a esas cuatro paredes, varias pantallas y una o dos ventanas más. No, porque esos monstruos o fantasmas trascendían el mundo, su mundo, trascendían trascendiendo sus películas, sus sueños, sus metáforas, sus mitos y leyendas. Inmovilidad. Su habitación en un juego abstracto de contraluces y sombras le mentía, le engañaba le mostraba el horror que jamás podía haber visto y la agonía de no moverse, no poder moverse, no sentir el cuerpo, las piernas, las manos, no poder gritar. Casi siempre le ocu88


rría aquello, casi siempre desde que se había convertido en eso, en un personaje de ficción desechado de un audiovisual inspirado en una canción . Ya había sido película en algún momento, quizás era la película que alguien vio alguna vez, era simple; quería trascender y formar parte de una extraña relación entre el cine y la literatura. Recuerda recordar haberlo dicho al estrenarse, porque era contenido audiovisual en las redes, o mejor dicho fue contenido audiovisual en las redes, pero su éxito fue efímero. Fue, más bien, una moraleja; la del instante único y privilegiado. Como todo en su época de discusiones con el autor, existencialismo, sin sentido y virtualidad. El circo social la había adoptado por su simpatía y su similitud con una estética divertida, que gustaba. Lea, había sufrido de sueños mortales, sueños que trascienden a lo real, algo de multiplicidades y mundos que unen, algo extraño, por eso la depresión de aquel Sábado azul, y si bien los días habían pasado, y la cinta había vuelto a andar, todo para ella quedaba saturado en las imágenes violáceas. El perder su materialidad por ser datos en algo tan intangi6 En Miranda, los doctores consideran a las enfermedades mentales como síndromes. Naturalizaciones del ser humano, es decir, al fin y al cabo: ficciones. 7

Le encantaba.

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El autor que puede ser o no el narrador, el editor, el escritor, el lector, el traductor, o quizás en cierta parte todos ellos. 9 Efimeridades: dícese ser adjetivo que relata a una generación también denominada millennial o Y, nacida a partir de los 80, llegando hasta el fin de siglo. La palabra efimeridad supone un índice de sugerencia a esta generación del instante, de lo efímero. Instantáneo como adjetivo, algo que según estudios genera una dependencia al contenido rápido no a un contenido que lleve un análisis profundo, una contemplación y/o observación. Las Efimeridades son una constante real virtual provocada por el consumo masivo del otro de manera virtual, el consumo masivo e instantáneo, siempre se trata de una ansiedad provocada habitualmente en Miranda.

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ble, efímero y convulsionado, la ponía mal. Era lo absurdo de su existencia. Había soñado ser ficción hundida en un relato que relataba relatos que perseguía ver y registrar eso, lo paranormal, ese monstruo que de pequeña la perseguía por la casa de su abuela, aquella gran casa chorizo de laberintos nostálgicos y paisajes repletos de un pasado latente, un descuido del tiempo de árboles y tierra; y que ahora había pisado un pasado y desde el cual ella observaba y brindaba desde el futuro. Se había trascendido al narrador psicótico para volverse más una narradora pasiva agresiva, porque ella sobrepasaba al relato, tenía ese carácter de decisión, era la narradora de un relato que había trascendido la cronología y se había sumido en un gesto performático suponiendo ser memoria, consciencia. Y si las cosas habían perdido el sentido, y era la teoría que ella sostenía al verse en un espejo, es porque la multiplicidad, el narciso y la hipocresía era en lo que se había transformado finalmente, el ser humano. Recordaba y rememoraba a un viejo existencialista que decía que era extraño no decidirse suicidar. Ella comprendía y entendía eso, no desde un lado trágico sino más bien lógico-racional. No es más que intentar reflexionar un poco apenas. Pensar en los políticos (Aquí debería sonar un reloj y darle tiempo al lector para que reflexione) pensar en el egoísmo… Pensar en lo que produce el poder…En las instituciones implantando un modelo de relato obsoleto….En el anacronismo de decisiones…En la injusticia….en el dolor de aquel invento llamado patria…Pensar en la crítica…en que algunos cobren por ser y defiendan banalidades estúpidas mientras haya gente que vive en la calle, pensar era imaginar algo distinto, reflexionar desde una consciencia. Las 90


luchas sociales eran muchas, pero las redes de la virtualidad excluían a algunas personas y si existía todo ello; el dolor, las masacres, atentados aquí y allá, no importa en donde, ninguno se libraba del sin sentido... Nadie que estaba exenta de la vida no pensaba en la muerte, en el terminar de existir, de vivir, de reproducir una ficción. Quizás tan solo una vez, simplemente; es humano y como ella sostenía, era absurdo negarlo. Era pensar, meditar y dialogar con en ese mundo de fantasías, ese cielo azul construido sobre la inestabilidad de la nada, ese bosque de verdes y azules, esa película antigua o pintura moderna. La diferencia con la chica ojos de videocasete es que cuando quiebre con la cinta, terminaran de reproducirse aquellas imágenes que Lea mira y morirá. Porque la pantalla produce un desdoblamiento bastante divertido envolviendo en esa relación problemática del ser con la tecnología una copia que quedará encerrada, hasta que vuelva a ser descubierta o reinterpretada desde un presente. Había estado mucho tiempo oculta ya, había tenido un presente siendo parte de la historia de una familia, y hacia años esperaba ser reproducida. Ahora volvía a juntar polvo en un viejo armario. Pero volviéndose un material reciclable una especie de found footage ficcionalizada y múltiple o algo así, ella que se había 10 Caso extraño, el cortometraje ya dijimos no se ha encontrado. Quizás ha quedado en el olvido del éter de la virtual de Miranda. 11 Nunca recordó su nombre, pero sabe que era un duende azul que refería a un videojuego. El monstruo que atemorizaba y la seguía por esos pasillos era una referencia virtual que había trascendido lo real, se presentaba en sombras, en sus sueños, o en la oscuridad o por la ventana, ella siempre imaginaba que, en la puerta, allí desde la soledad de sus pixeles hundido en lo inconsciente, en lo imaginario. Tenía ojos rojos y colmillos grandes y hoy piensa en que he allí el juego de la imaginación.

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presentado desde la unión de las imágenes que desprendían los recuerdos. Al fin y al cabo, le había dado un nuevo valor a la imagen, ella se veía como un manifiesto a favor del recuerdo, de lo melancólico, lo romántico. Ella, la chica ojos de video casete que había trascendido a Lea y se había vuelto actriz, modelo, un personaje encerrado en una estela de un circo, junto con payasos modernos y confesos actuantes incluso militantes del sin sentido. Ella, con esa mirada que envolvía el cuarto con una estela que provenía de sus ojos, que dominaba el relato, que iba hacia atrás y hacia adelante, tomaba un té en la cocina y pensaba en la vida, en la muerte, en todo eso que llaman existencia mientras observaba como un payaso contraía una red. Lea que observaba su historia familiar en una ceremonia narcisista que desde el pasado y desde la presencia de su ausencia, declaraba, una existencia particular, como revelación a un yo aparente, que no se creía ingenioso, solo se dejaba ser, envuelta en un festín de imágenes, volviéndose ese hermoso personaje mítico, ese ser hermoso que sobrevuela una foto en la multiplicidad virtual de las maravillas como huella, como icono de existencia, como reflejo de arroyo, como algo que refiere a una existencia concreta, absurda, melancólica. A veces pensaba que la palabra era un daño, o un fármaco, el veneno del bien y del mal, ese invento del origen. Esa dualidad que tiene la ficción y la realidad, que nunca es realidad por ser discurso, melancólico, hermoso, sublime. Y la imagen comienza a dar vueltas alrededor de ella que mira una pantalla, es el reflejo del reflejo, el plano de inmanencia, el recuerdo electrizante de imágenes producidas por esa cinta magnética encerrada en una pequeña caja negra y blanca encerrada en un loop que, en algún mo92


mento, como todo, dejaría de funcionar. Así se sentía ella. Sabía que la sinceridad de las imágenes se volvía un acto trágico de por sí, pero el recuerdo le suscitaba emociones. Ver, ver, ver, ver y pensar. Pensar viendo, viendo pensarse grabándose, siendo ficción dentro de un espiral de inmanencia reflejando los reflejos de un contra plano temporal y audiovisual. Un experimento sin sentido como la moda del momento, porque todo forma parte de un sin sentido. Bah, quizás. Tal vez no y todo sea simple, tan simple como un VHS que reproduce imágenes, formas, pero son simples imágenes que solo suscitan encerradas en un instante o en una sucesión de instantes efímeros encerrados en un ahora. En una cinta, en un VHS. Tuvo unos instantes de alegría y algarabía, cuando llegó a un museo contemporáneo como parte de un trabajo de investigación sobre la memoria. Fue un autorretrato, un gesto performático, una obra, una película, una obra literaria, fue y se despegó de la realidad. Encerrada actuando noche a noche, día a día, descubrió la soledad y como el ser malinterpretada era un peligro grande, quizás el mayor problema era ese, el problema de la comunicación. Quizás los conceptos colaboran en eso. Terminó su muestra agotada, cansada, agotada, y riéndose de todo decidió dejarse llevar, dejar de reproducir, para la cinta y cortarla. Así como hibrido de la extraña relación entre el ser y la tecnología, generando este ente que dejaba de ver, de ser. Y fue el final. La imagen del adiós, ¡¡¡¡la lluvia constante, ese ruido molesto, ese grito machacador del piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!!!!?!?!?! Recuerdo el último instante, recuerdo verla volar hasta estallar contra una pared y caer con una sonrisa, recuerdo el acto del circo, su último acto si se quiere. Recuerdo verla 93


levantándose desnuda como nunca, con el cuerpo iluminado por una luz de 10 kilos aproximadamente, cenital. La caja partida a la mitad, y uno de esos ojos, círculos de cintas, dejaba ver que casi no había cinta acumulada en su carrete, la mujer ojos de video casete se mostraba herida, pero segura de sí misma cuando tomó unas tijeras, estiró la cinta y la cortó, cayendo rápidamente en la arena del circo que por momentos también comprendía a un museo de arte contemporáneo. Agónico, atroz, conmovedor, un final digno de un registro de imagen. El video casete fue cremado, entre las pertenencias, una cinta en el frente (debajo del centro de su mirada) había una cinta con una fecha, nunca nadie entendió porque, quizás ni siquiera el narrador lo sepa. Pero recuerdo el día que la vi por última vez, llovía, como siempre en cada relato clásico, pero es así, la lluvia tiene una cosa magnifica. Una gota golpeaba y caía justo en la punta de mi cigarrillo, este se apagaba, lo tiraba, era yo, quien caminaba el 9 de Agosto, sí ahí por esa calle extraña, donde las terrazas, los balcones, las calles, los árboles, los autos, el cielo, las nubes, la tierra, las estrellas, los planetas, todo es por supuesto, registrado como dato, desde un dron porque es así a veces algunos parten y otros nacen ¿Posible? Claro, era como le había dicho aquel a ese pibe en el puesto de tacos, que después se lo había contado al otro pibe y este lo contó a una piba y la piba lo publicó por una red social y se volvió trending topic, claro masivo y se generalizo y decía más o menos así: todo es posible ¿No te das cuenta de que estamos en el país de las maravillas? Pero por las redes se había vuelto autónomo y agrega otro dato virtuoso. Porque lo había entendido como la virtualidad de las maravillas, 94


un plano efímero y constante de instantes, recuerdos y la multiplicidad a flor de piel. A veces, solo a veces uno tenía el gusto de rebobinar la historia, en este caso relatándola, contándola como surge en uno, como un recuerdo el cual puede haber sido así o no, todo era volátil sobre todo en la imaginación y la música era alegre, festiva, de melódicos acordes mayores y un estribillo pegadizo, uno de esos que pueden tener o no el condimento de ser exactos para cerrar, para dar lugar a los créditos. Y se repite el estribillo una y otra vez como ese juego con el tiempo. Una y otra vez registrando, grabando, escribiendo, pintando, recreando o para decirlo de una buena vez, representando.

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Tengo un sueño recurrente. Una ola gigante se traga el bloque donde está mi casa. El agua entra por todas partes y yo busco a mi hijo. Lo encuentro en el garaje subterráneo del edificio. Mira por una ventana y sonríe. Yo estoy mojada y tiemblo. Gira su cara hacia mí y dice: «Qué exagerada eres para todo». Me acerco, miro por la ventana y él apoya su barbilla sobre mi cabeza. Solo veo agua y mis propias carcajadas me despiertan. Elizabeth Stone, nadadora paralímpica, dijo: «Tener un hijo significa que desde ese momento tu corazón empezará también a caminar fuera de tu cuerpo». Escribo en Google: soñar con agua. Pincho en soñar.com. Leo: «Índice de contenidos: 1 ¿Qué significa soñar con agua? 1.1 Soñar con agua sucia. 1.2 Soñar con agua limpia. 1.3 Soñar con mucha agua. 1.4 Soñar con agua cristalina. 1.5 Soñar con agua de mar. 1.6 Soñar con agua turbia. 1.7 Soñar con agua corriendo. 1.8 Soñar con inundación de agua. 1.9 Soñar con agua estancada. 2 Otros significados de sueños con agua». No encuentro soñar con agua e hijo adolescente, así que leo soñar con agua de mar y soñar con inundación de agua. Ambos sueños significan preocupación y problemas familiares. Ahora escribo en Google: soñar con agua y Freud. Leo: «Para Freud, el agua se relaciona con lo femenino y, más en concreto, con la maternidad». Ahora sí. Mi amiga Susana, dos años mayor que yo, se enterraba las piernas en la arena caliente de la playa y se orinaba encima. Esto lo hacía con catorce años porque esta sensación de la arena y del orín calientes sobre sus muslos y su vientre la ayudaba a visualizar sus futuros partos. A mí me daba mucho asco. Cuatro años más tarde se casó con un americano de la base, se fueron a vivir a Estados Unidos y tuvieron una hija y un hijo. Siguen viviendo allí, pero ahora ninguno de los tres vive con ella. 97


JUAN PABLO SÁEZ KIFAFI “¿Conoce usted a Celeste Pujol? ”


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¿ CONOCE UDTED A CELESTE PUJOL? Por Juan Pablo Sáez Kifafi

La primera vez que oí hablar acerca de El Animal fue cuando mi amigo Javier García me refirió su historia, en un café del centro de Barcelona. Nos habíamos encontrado por casualidad en una librería de segunda mano del paseo Sant Joan. Yo estaba de paso por España, y me alojaba en el departamento de una amiga chilena. A primera vista no lo reconocí. Seguía teniendo el pelo largo agarrado de un colet, pero estaba más canoso y maceteado. Cuando dejamos de vernos, hacía diecisiete años, estaba flaquísimo, en los huesos. En ese tiempo García vivía en Chile, en el centro de Santiago, a unos diez minutos a pie de la universidad, en un piso enano que no tenía agua caliente y en ocasiones ni luz. Allá me dejaba caer yo, generalmente los jueves y los viernes, después de clase, y nos poníamos a beber y a fumar marihuana. En el 99 le perdí la pista. Emigró a Barcelona, tuvo varios trabajos como ilegal hasta que sacó los papeles y encontró un empleo como corrector en una editorial del barrio de Sants dedicada a las autoediciones. García trabajó allí cinco años, los más felices de su vida, según me contó. Un vecino suyo que ubicaba al maquetador le consiguió el puesto. El propietario de la editorial era un gordo, alto, que se llamaba Antoni Esquerra Roig de quien García se hizo amigo. Esquerra había empezado tardíamente su carrera en el mundo editorial como traductor, a los treinta y seis años, poco después de la muerte de Franco. En su círculo íntimo 100


era conocido como El Animal. García nunca supo si ese apodo obedecía a la corpulencia de Esquerra —debía pesar cerca de 150 kilos repartidos en un metro noventa de estatura— o a su capacidad sobrehumana de traducir libros con una rapidez abismante. A su haber tenía cerca de un centenar de títulos traducidos del inglés en un lapso de tan solo doce años, todos de autores estadounidenses. Entre los escritores traducidos se contaban McCarthy, Mailer, Salinger, Capote, Faulkner, Carver, en fin; lo último que hizo antes de dedicarse a la edición fue traducir una novela de Cheever del 57, Crónica de los Wapshot, y otra de Tom Wolfe. El trabajo de editor, en cambio, no se le dio del todo bien. Sus constantes discusiones con los empleados de las casas editoriales por las que pasó le impidieron que se asentara en una y así es como terminó montando la suya propia. Meses antes de que lo echaran de la última editorial, una abogada y amiga británica, Jane Bishop, le pidió que tradujera el manuscrito de su novela; algo corto, de unas ciento cincuenta hojas. Esquerra lo tradujo en una semana e intentó sin éxito que alguna de las editoriales en las que él precisamente había trabajado la publicara. Bishop, de cuarenta y cinco años en la época, muy delgada, de melena desordenada y pecas en la cara, le dijo que ella estaba dispuesta a sufragar los gastos de factura e impresión de un cierto número de ejemplares. Esquerra aceptó y no solo logró vender los ejemplares impresos de la primera tirada sino, además, sacar una segunda edición. De ahí nació la idea de publicar a autores amateurs por su cuenta a través de una editorial propia a la que llamó L’Expressió. Con el tiempo la editorial de Esquerra se transformó en 101


una de las empresas más respetadas en el mundo de la autoedición, no tanto por la calidad de sus autores amateurs —en el ambiente se decía que aplicaban un filtro más o menos estricto, pero era cosa de hojear los libros publicados como para darse cuenta de que no era verdad— como por el hecho de que algunos de ellos habían logrado publicar sus obras posteriores en grandes editoriales. De hecho, la tercera novela de Bishop, titulada originalmente The Nun —un thriller mediocre, rebautizado en España bajo el título de Crimen en el Vaticano, donde Bishop ponía en escena a una detective británica que descubre que el papa Juan Pablo I fue asesinado por una monja alemana que en su juventud había sido secretaria de Goebbels—, llegó a ser publicada por Planeta, aunque con discretos resultados de venta. Cuando García llegó a trabajar a la editorial, Esquerra Roig tenía sesenta y cuatro años y vivía una especie de retiro a medias. Iba de vez en cuando a la oficina y en ocasiones se encargaba de presentar en público los libros de amigos suyos que publicaba la editorial. De inmediato Esquerra le tomó cariño a García, lo que era raro en un tipo como él, conocido por su temperamento huraño y poco expresivo. Cuando iba a la editorial lo llamaba a su oficina y se encerraba con él a conversar, las más de las veces sobre cine —le gustaban las películas japonesas; decía, por ejemplo, que Full Metal Jacket, de Kubrick, era una copia grosera de La condición humana, de Kobayashi— y las menos sobre literatura. A veces sacaba a colación la idea de abrir una línea de autoedición de escritores amateurs latinoamericanos y le pedía la opinión a García quien no sabía mucho qué responder, porque, a decir verdad, antes de irse a España 102


García leía más bien a los chilenos, y de los argentinos y los mexicanos solo los clásicos. Del resto, nada. La primera vez que habló con Esquerra en su oficina, García descubrió que su corpulencia no era lo único que lo distinguía. Había algo que desde lejos pasaba desapercibido: tenía la mitad de la cara caída. Si te acercabas podías comprobar que era algo leve pero notorio, justo en el lado izquierdo de su rostro, me contó García. Quizá por esa razón no se le veía sonreír. Era justamente cuando esbozaba una sonrisa que podía adivinarse aquel defecto. Si permanecía serio, su rostro mofletudo encontraba cierta armonía. En aquella primera conversación, Esquerra le lanzó una frase que al momento de conocerlo García no la entendió, pero que cobró sentido después de su muerte. Tras su escritorio colgaba un cuadro con la reproducción de una antigua ilustración de un tigre blanco descendiendo de un árbol. Esquerra le dijo que se trataba de Byako, un dios de la mitología japonesa y que la ilustración pertenecía al periodo Azuka. Luego se explayó durante un rato, más o menos largo, acerca de los dioses japoneses y al final agregó algo así como que el pasado es un tigre dormido al que no conviene despertar o un tigre enjaulado al que jamás debes liberar, García no la recordaba con precisión. El caso es que una de estas frases se le apareció, varios años después, como una luz en medio de una oscuridad boscosa cuando descubrió el motivo por el cual El Animal se había suicidado. Para cuando se supo la noticia la editorial ya no existía. Había sido arrastrada por la crisis del 2008. Fue Jane Bishop quien le envió a García un breve mensaje por email en el que, sin embargo, no detallaba la causa del deceso. Lo primero que pensó fue que Esquerra se había muerto de 103


un paro cardíaco o algo así; podía ver su enorme cuerpo, inmóvil, echado en un sillón, con los ojos abiertos delante del televisor encendido. Recordó sus últimos encuentros con él, tras la quiebra de la editorial. De vez en cuando se juntaban en La Triunfal a beber unas cervezas y luego caminaban hasta el Parque de la Ciudadela donde Esquerra tomaba un bus de vuelta a su hogar. Un par de veces lo invitó a su departamento, que quedaba cerca de la plaza de toros Monumental. García me contó que la sala de estar era como una cabina espacial, equipada de dos sillones viejos de felpa verde que apuntaban a un televisor Sony de mediados de los 90, con tres o cuatro ceniceros repartidos aquí y allá. A García le sorprendió que un editor y traductor retirado tuviera más videocasetes que libros. Si no estaban ordenados en las estanterías, se encontraban arrumbados en un rincón. Los muros se veían, literalmente, tapizados de torres de cintas VHS que podían alcanzar el cielo del inmueble. Le contó que su obsesión por juntar esas cintas nació el día en que un vecino del entresuelo, que vendía su piso, le dejó una veintena de videocasetes. De ahí no paró más. Cuando las tiendas dejaron de venderlas comenzó a comprarlas usadas en el mercado de los Encantes. Entre las rumas de videocasetes estaba el cuadro del tigre que había estado colgado en su oficina y sobre el televisor la única foto que había en la sala de estar: el retrato de un joven de no más de veinticinco años que, según Esquerra, era su único sobrino. El muchacho tenía un aire a Jim Morrison: el pelo largo, los ojos oscuros, la mirada interpelante. Esquerra le dijo que la foto era antigua, de cuando su sobrino se creía hippie, que ahora vivía en Estados Unidos 104


y estaba dedicado a las finanzas. El día que visitó a Esquerra vieron dos películas japonesas cuyos títulos García no recordaba; eran muy antiguas, en blanco y negro. Una de ellas trataba sobre un treintañero que se casaba por interés con la hija de un millonario acusado de asesinar a su padre. El treintañero planeaba vengarse y matar a su suegro, pero al final éste lo mataba a él. En un momento dado de la película, García se quedó observando a Esquerra. Nunca había tenido la oportunidad de mirarlo tan detenidamente. Tenía un cigarro a medio acabar en la boca y la vista fija en el televisor, aunque en verdad la palabra más adecuada no debiera ser fija sino más bien suspendida; es decir, aunque sus ojos apuntaban a la pantalla parecía no estar viendo la película. Su mente estaba en otro lugar, eso era seguro, me dijo García; su mente, pero también su cuerpo, arrumbado en ese sillón tal como las videocasetes. Daba respiros cortos y acelerados, como si viniera de correr una maratón, y su pecho emitía un pitido que se interrumpía con una que otra risotada. A veces, con la vista siempre al frente, balbuceaba frases ininteligibles y luego se reía. Así imaginó García las últimas horas de vida de Esquerra tras leer el email de Bishop. La imagen del viejo enterrado en ese sillón de felpa fue lo primero que se le vino a la mente. Por eso le costó creerle a la inglesa cuando le dijo que, en realidad, Esquerra se había disparado en la boca con una Browning GP-35, de 9 milímetros, que guardaba en el velador. Se lo contó por teléfono el mismo día que le dijo que fuera al departamento de Esquerra para llevarse sus libros. Al inicio García se molestó con Bishop pues consideró que su relato sobre el suicidio era de una frialdad que no se 105


condecía con alguien tan cercano al fundador de L’Expressió, pero una vez que entró en la habitación de El Animal pudo entender por qué la novelista había sido tan cruda. De alguna manera lo había estado preparando, tal como hacía con sus lectores antes de poner en escena un crimen. Nunca olvidó esa habitación. En realidad, nadie podía olvidar una habitación como ésa: el vaso de vidrio azul de esquinas rectangulares, el cenicero repleto de colillas de cigarro, ambos intactos sobre el velador, el olor a pólvora, la estrella de sangre que se proyectaba explosivamente sobre el muro, desde la cabecera de la cama. La imagen permaneció en su retina por varias semanas; en ocasiones se le aparecía en la oscuridad de la noche, como el fotograma de una película. El colchón no tenía sábanas ni frazadas y exhibía en la mitad superior una mancha roja, seca, en forma de isla. Ocurrió el lunes por la mañana, le dijo Bishop, como si hubiese estado allí cuando Esquerra apretó el gatillo, acostado al centro de la cama. Hablaba con la misma seguridad de esas detectives que protagonizaban las novelas mediocres que escribía. Salieron de la habitación y la inglesa le hizo un café. Al recibirle la taza, García notó sus ojos enrojecidos e hinchados. Se veía pálida, más delgada que de costumbre, como si fuera a desmayarse. Dejó caer su cuerpo en el mismo sillón donde solía sentarse Esquerra, encendió un cigarro y apuntó con el dedo a una caja situada al lado del televisor. Úsala y llévate los libros que quieras, le dijo, los que no, los voy a botar. García reparó entonces en la foto que seguía estando sobre el televisor, la del sobrino de Esquerra, y le preguntó a la inglesa si habían logrado ubicarlo para darle la noticia. Bishop le respondió que no. 106


Los libros que se llevó estaban casi todos en inglés, salvo tres publicados en español. Eran antiguos, de inicios del siglo XX. El primero era Días penosos, de Dickens, editado en Madrid por Apostolado de la prensa, en 1923; el segundo El cadáver viviente, de Tolstoi, editado en Barcelona por Domenech, en 1911; y el tercero El hijo del doctor Wolffan, del periodista peruano Manuel Augusto Bedoya, publicado en Madrid por la editorial Renacimiento, en 1917. Al volver a su piso, se quedó hojeando este último más por curiosidad que por interés literario. La novela estaba a medio camino entre la ciencia ficción y el terror. Bedoya ponía en escena a un científico, el doctor Wolffan, que en plena Primera Guerra Mundial le ofrecía al emperador Francisco José crear hombres artificiales que se convirtieran en soldados suyos. García cavilaba sobre el argumento del libro —le pareció mal escrito, pero increíblemente adelantado a su época— cuando encontró, entremedio de dos páginas, una postal que llevaba una foto en blanco y negro de un jardín circular, rodeado de palmeras, en cuyo centro había una escultura de la Virgen. El pie de foto rezaba: «Instituto mental de la Santa Creu. Patio general.» La postal, escrita con letra redonda, perfectamente legible, estaba firmada por una tal Celeste Pujol y fechada en abril de 1977. La remitente se dirigía en un tono coloquial pero respetuoso al «Señor Esquerra», y señalaba que se encontraba bien y que le escribía para comunicarle que dejaba el instituto dentro del próximo mes y que volvería a Málaga; que le enviaría una carta desde allá una vez instalada. Al finalizar le pedía encarecidamente que se cuidara. A un costado venía la dirección desde donde era enviada la postal: Calle de la Diputación 107


347, sexto cuarto. Barcelona. Volvió a observar la foto, la escultura de la Virgen en medio del patio, las cuatro bancas dispuestas a su alrededor, las palmeras; el sitio semejaba un convento. Le pareció que la imagen era mucho más antigua, que en realidad no databa de 1977 sino de varios años antes. Recordó haber leído alguna vez que el viejo edificio de la biblioteca de Nou Barris había sido en su origen un hospital psiquiátrico. Pero a quién se le ocurría mandar postales de algo así, se preguntó García. Supuso que la mujer podría haber estado internada allí y que tras su mejoría se aprestaba a regresar a Málaga, o bien que era una enfermera o una doctora que trabajaba en ese lugar. Cuando gugleó en su laptop «Instituto mental de la Santa Creu» pudo corroborar lo que pensaba: el sitio había sido un manicomio —conocido popularmente como el manicomio de Horta— construido a fines del siglo XIX y reconvertido en biblioteca pública en 1987. Llamó a Jane Bishop a su celular, le contó lo de la postal y le preguntó si sabía de alguna amiga o pariente de Esquerra que hubiera estado internada en un hospital psiquiátrico o hubiera trabajado en uno. Bishop le respondió que no sabía, que se olvidara del asunto y si no le gustaban los libros de Esquerra que los vendiera; podía sacar un buen dinero de ahí, le dijo. Pero García hizo todo lo contrario: se olvidó de los libros —de hecho, nunca los sacó de la caja, salvo para revisar si alguno de ellos contenía otra postal— y fue hasta la dirección que aparecía en la misiva. En el lugar vivía un calvo rechoncho, de baja estatura, parecido a Danny DeVito, que dijo no conocer a la tal Celeste Pujol, pero que quizá la dueña del departamento, que vivía en el tercero segundo, podía saber algo. García tocó 108


el timbre del tercero segundo, pero no apareció nadie. La conserje del edificio, una dominicana que debía rondar los sesenta años, le dijo que la dueña vivía durante la semana en Castelldefels y que solo venía los domingos. García le cayó bien a la dominicana quien terminó dándole el número de teléfono de la mujer y su nombre: Carme. La llamó durante dos días seguidos, pero no la encontró. El domingo siguiente García se presentó nuevamente en la dirección de la postal hasta que a eso de las once de la mañana pudo dar con ella. La vio en la calle, frente al edificio, mientras se bajaba de un taxi junto con otra mujer, muy joven. La conserje le hizo señas indicándole que ella era la dueña del tercero segundo. Estaba encorvada y caminaba lento, agarrada del brazo de la muchacha. Se atrevió a llamarla por el nombre, pero la mujer ni se inmutó, siguió de largo. En el momento en que ambas mujeres cruzaban el umbral de la puerta del edificio, le lanzó la pregunta: —¿Conoce usted a Celeste Pujol? Entonces la anciana se detuvo. Su cuerpo pareció que se erguía, pero rápidamente volvió a encorvarse. Se giró con dificultad y le preguntó quién era. García le respondió que tenía en su poder una postal firmada por Celeste Pujol y que la dirección de la misiva correspondía al departamento del que ella era propietaria. La anciana murmuró algo al oído de la muchacha y ésta le dijo: —La señora Carme dice que entres. El departamento estaba lleno de cajas, casi todas selladas, y los únicos muebles que había eran una mesa de comedor y cinco sillas. La anciana se sentó y le hizo una seña con las manos a la joven para que trajera dos cafés. Tenía los 109


ojos claros, la piel pálida. Llevaba una fina cadena colgada al cuello que sostenía unos anteojos redondos de marco dorado. —Hoy vienen a buscar todo —dijo la mujer—, menos esta mesa. A los nuevos dueños les gustó. García dio una mirada panorámica al lugar, hizo un par de comentarios sobre el piso, lugares comunes, qué lindo es, muy espacioso, y sin titubeos extrajo de su mochila la postal; temía que cualquier distracción sacara a la anciana del estado de concentración en el que se hallaba. La mujer se puso los anteojos, se quedó observando la foto unos segundos y luego leyó la misiva. —Y dígame, qué tiene que ver usted con esta postal —le preguntó, como una profesora interrogando a su alumno. Le relató la historia de cómo la encontró. Le señaló que había trabajado para el destinatario de la misiva y que éste se había muerto hace poco; no le dijo a causa de qué. La muchacha dejó las dos tazas de café sobre la mesa y se sentó en uno de los extremos. La anciana bebió un sorbo mientras observaba la foto. —Dejé de verla en la misma época que escribió esta postal —dijo—. Éramos muy amigas. Con mi marido, que en paz descanse, le alquilamos el piso de arriba el año que dejó el Santa Creu. Yo tenía mis dos hijos muy pequeños, uno recién nacido, y ella me ayudaba a cuidarlos. Conversábamos mucho, era buena conversadora. Aquí mismo nos quedábamos hablando horas y horas. Después la trasladaron a Málaga, al psiquiátrico de San José. Le mandé un par de cartas, pero nunca respondió. Sé por alguien que estuvo allá que luego se casó con un médico argentino y que se fue con él. 110


—¿Ella era doctora? —preguntó García. La anciana le dijo que no, que era enfermera. Que ambas lo eran. —Yo llevaba en el Santa Creu unos diez años cuando llegó Celeste; venía del hospital de la Cruz Roja. Puedo decirle, con la autoridad que me dan los años, que fue de las mejores enfermeras, sino la mejor, que pasó por el Santa Creu. —¿Y ella le habló alguna vez sobre Antoni Esquerra, al que le envió esta postal? —Bueno pues, no era necesario que me hablara de él, si yo lo veía muy seguido. —O sea que usted lo conoció —le preguntó García. —Pero claro, si el señor Esquerra era paciente del Santa Creu. No crea que me acuerdo de todos los pacientes que pasaron por ahí, a esta altura la memoria me falla muy seguido, pero de él me acuerdo porque era el único paciente más o menos joven que teníamos. García la quedó mirando sin saber qué decir. Le vino a la memoria el balbuceo ininteligible de Esquerra frente al televisor, su mirada perdida en medio de ese departamento invadido de videocasetes. —¿Y por qué le enviaba postales a Esquerra? —preguntó García. —Ella era así. No es que les mandara postales a todos los pacientes, pero procuraba tener una relación cercana con ellos, aunque con el señor Esquerra la relación fue diferente, ve usted. —¿A qué se refiere con que era diferente? —Lo que ocurre es que el señor Esquerra no parecía un enfermo. Si usted lo comparaba con los otros pacientes, él parecía una persona normal, alguien que estaba de visita. 111


Hay que haber pasado por lugares como ése para entender lo que nosotras vivíamos diariamente, los ataques de los pacientes, las crisis, los gritos. Si dentro de ese infierno usted hallaba a alguien que le hablaba como yo le estoy hablando a usted ahora, esa persona se volvía una de nosotras. Lo único que podía hacerle pensar a usted que el señor Esquerra tenía algo de anormal era su cara, que conservaba el rastro del trauma que lo hizo llegar al Santa Creu. ¿A usted le contó lo de la parálisis? García negó con un movimiento de cabeza. —Yo no debiera contarle esto —continuó la mujer—, pero ya que el señor Esquerra está muerto y Celeste es como si lo estuviera, se lo voy a contar. En el Santa Creu siempre corrió el rumor de que el señor Esquerra venía de La Modelo; ubica usted la Cárcel Modelo, ¿no? Donde encerraban a los antifranquistas. —Algo he leído sobre ella. ¿Usted dice que estuvo preso antes de llegar al instituto mental? —Eso es lo que se decía, que venía de allí, y que en ese lugar le había tocado presenciar los horrores más grandes. Bueno, ahora se sabe más de lo que fue La Modelo, pero en aquella época no se sabía nada. Se decía que lo que el señor Esquerra había visto allí fue tan insoportable que un día se le torció la cara y lo enviaron al Santa Creu. Qué fue lo que él vio, yo nunca lo supe, la verdad. Al parecer tampoco Celeste, que siempre decía que la parálisis le había bloqueado la memoria; de sus recuerdos no quedaba nada, solo un océano profundo y oscuro. Eso me dijo ella una vez, me acuerdo: un océano profundo y oscuro. Como usted imaginará, más no podíamos averiguar, preguntar algo indebido en esa época podía costarle a uno el puesto y desobedecer 112


abiertamente, la vida. * Esa noche García soñó con un aullido interminable, parecido al lloriqueo de un perro viejo abandonado en un callejón oscuro. En el sueño no se veía nada, solo podía escucharse el aullido; continuo, monocorde. De súbito, se encendía una luz cenital que iluminaba a un hombre con las manos atadas a una silla. Era El Animal gritando hasta vaciarse. Luego inspiraba largo, como si intentara llenar el vacío, y volvía a gritar; el alarido se reiniciaba una y otra vez. Se despertó de golpe, el rostro sudado. Cuando se convenció de que no volvería a dormirse se levantó. Eran pasadas las cuatro de la mañana. Encendió el laptop y buscó en Facebook a personas que se apellidaran Esquerra o bien Roig. A los pocos que encontró les envió un breve mensaje donde primero les preguntaba si conocían a un tal Antoni Esquerra y, en caso de una respuesta positiva, si es que estaban dispuestos a hablar de él. Luego gugleó el apellido y encontró cerca de una decena de artículos sobre él, entre reportajes sobre su editorial y entrevistas; los artículos más recientes eran obituarios. Ninguno de ellos decía lo que había hecho Esquerra antes de dedicarse a la traducción y al negocio editorial. Incluso dos de los reportajes diferían sobre su fecha y lugar de nacimiento: en uno se decía que había nacido en Girona, en 1933, y en otro en Lérida, en 1938. Esa misma mañana llamó a Bishop para preguntarle si sabía que Esquerra había estado preso en la Cárcel Modelo 113


e internado en un hospital psiquiátrico cuando joven. La inglesa le contó que lo del psiquiátrico no lo sabía, pero que lo de la cárcel sí. Su respiración era lenta. García escuchó que encendía un cigarro. La imaginó en la cama, recién despierta. —Estás muy joven para obsesionarte con asuntos inútiles —le dijo—. No hay nada más inútil que un muerto. La escuchó exhalar el humo. Le pareció que empinaba un vaso de algo con unos cubos de hielo. Bishop le dijo que en una conversación sostenida hace ya varios años con Esquerra, éste le contó que conocía la Cárcel Modelo, que le había tocado estar ahí. Estábamos bebidos, le advirtió. Conocí ese asterisco gigante de seis galerías, le dijo Esquerra en esa ocasión, refiriéndose a la estructura de la cárcel. Un par de veces la recorrió entera, según él. —Recorrí el asterisco completo, me dijo. La primera vez demoré una hora y pico, me dijo, y luego tres cuartos de hora, contando las seis galerías y el panóptico, que era lo más interesante porque desde ahí los guardias tenían el control de todo. Me contó que el panóptico era el centro del asterisco, el ojo le decían los presos, como esas salas de control de los aeropuertos desde donde dominas el cielo, los aviones y la gente que va en los aviones sin siquiera ver a esa gente; que La Modelo era como un cielo encerrado, las galerías como los aviones, y los presos como los pasajeros de esos aviones. Me dijo que al pasar por las galerías observaba a los presos de los pisos superiores y que ellos lo miraban a él desde arriba, de pie, apoyados en las barandas, pero que no tenían ojos sino sombras; cavidades ahuecadas por donde no pasaba el sol. Eso fue lo que me dijo. Recuerdo que después nos reímos y seguimos bebiendo. 114


Yo tomé a la broma toda esa historia, nunca la creí, pero tiempo después me la volvió a contar, tal como vengo de contártela yo ahora y ahí supe que no bromeaba. Lo intuí porque esa segunda vez no se rio conmigo, y eso que igual estábamos borrachos. Su rostro se volvió estático, reflejaba pavor, como si acabara de ver un gigantesco río de lava lleno de cuerpos calcinados. García le preguntó si sabía la razón por la cual a Esquerra lo habían encerrado. Bishop le respondió que no tenía idea. —No me gusta hacer preguntas —dijo—. Lo mío es estar callada y escuchar. Absorbo historias como esta conversación, por ejemplo. Después las utilizo para mis novelas. Aparte de lo que te conté, no me dijo nada más. —Pero del sobrino te habrá hablado alguna vez —le preguntó—, el que vive en Estados Unidos. Escuchó a la inglesa dar una calada. —¿Qué quieres saber del sobrino? —Si es que ambos estaban en contacto; por qué no lo llamaron para avisarle sobre la muerte del tío. —Imposible ubicarlo, y ya está. Entonces García le pidió el número de teléfono. Que si no tenía el número de teléfono que le diera el email; que le dijera cómo se llamaba el sobrino. Salvador, le respondió la inglesa. —Salvador Bassas Esquerra, pero no tengo su número. Como te dije, es imposible ubicarlo. —¿Y su email, tienes su email? —Te digo que es inubicable; que no existe. —¿Cómo que no existe? —Lo que te digo: no existe. Está muerto. Se murió en la época que le tomaron la foto ésa, la que viste en su piso. 115


Jamás se fue a Estados Unidos. Jamás estuvo dedicado a las finanzas. —La inglesa hizo una pausa. Aspiró el humo del cigarro, lo retuvo por largos segundos y luego lo exhaló por completo—. Es algo que nunca llegué a entender de él. Por qué inventar esa historia, por qué no decir simplemente: mi sobrino está muerto. Fue la única vez que me vi tentada de preguntarle: por qué. Simplemente eso: por qué. Pero no sé, supongo que nunca me atreví. Bishop se quedó callada. Tras unos segundos colgó, sin despedirse. García volvió a marcarle, pero su celular sonaba ocupado. Nunca más volvieron a hablar. * Después de la última conversación con la inglesa intentó buscar información en la misma cárcel. Logró que le mostraran una lista con los nombres de los presos políticos detenidos allí durante la época del franquismo, pero no encontró a nadie de apellido Esquerra Roig. Le advirtieron que la lista no era exhaustiva, que si quería algo más elaborado se dirigiera a la Asociación para la recuperación de la memoria histórica. Allí le dieron el nombre del encargado de archivos con quien revisó una lista mucho más larga, que incluía a los primeros presos políticos recluidos en La Modelo tras el fin de la guerra civil. Pero incluso en esa lista más extendida Esquerra no figuraba, lo que le hizo pensar dos cosas: o la anciana y la inglesa divagaban o bien ambas se habían equivocado de cárcel. Esquerra pudo haber estado recluido en otro sitio, concluyó. El caso es que por esos días García encontró un nuevo empleo y se desentendió del asunto hasta que, varios años 116


después, en la primavera de 2018, recibió una llamada telefónica de una tal Laura Moliner, abogada de la Asociación para la recuperación de la memoria histórica. Moliner le dijo que tenía novedades acerca de Esquerra. Le preguntó si seguía interesado en el caso. García le dijo que sí, aunque personalmente el asunto ya no le atraía como antes. Para entonces ya estaba asentado en Barcelona. Trabajaba en una biblioteca de la facultad de medicina de la Universidad Autónoma y criaba a su único hijo, a medias con su exmujer. Tiempo para jugar a los detectives ya no tenía. Pero consideraba la historia de Esquerra como parte del anecdotario de sus inicios en esa ciudad, de manera que le dijo a la abogada que, si tenía nuevos datos, se los diera. Moliner le dijo que tenía prohibido hablar de estos asuntos por teléfono. La que tengo es información sensible, dijo. Le propuso que se juntaran en su oficina esa misma tarde, a las seis. García le dijo que sí. Luego tomó nota de la dirección. Moliner ocupaba la oficina de un bufete de abogados en un edificio de la Vía Augusta. En una esquina de su escritorio había un computador apagado y en medio una laptop encendida. Atrás había una estantería sobre la cual descansaba un maletín de cuero. La abogada era mucho más joven de lo que García imaginaba cuando la escuchó por teléfono, no debía de tener más de treinta y cinco años. Era menuda, portaba unos anteojos y cuando hablaba gesticulaba con énfasis. Moliner le pidió que se sentara. Mientras tecleaba en el laptop le contó que colaboraba hace cinco años con la asociación. Luego repasó brevemente el historial del caso Esquerra. García le confirmó que fue él quien recurrió a la asociación para saber si su exjefe había estado preso en La Modelo. La abogada giró entonces el laptop hacia donde 117


estaba García. En la pantalla había un mapa de España, repleto de puntos verdes, rojos y amarillos. Arriba, una leyenda decía «Mapa de fosas. Ley de la memoria histórica.» Moliner cliqueó en la zona correspondiente a Barcelona y en la pantalla se desplegó una lista de lugares con fosas comunes de la época de la guerra civil y del franquismo descubiertas en los últimos años. La abogada indicó uno de los puntos que estaba en rojo y que decía: «Número de fosas exhumadas, total o parcial: una.» —Esta la descubrimos hará unos cuatro años en el cementerio de Terrassa —dijo Moliner—. Había un solo cuerpo. Minimizó la ventana y abrió otra en la que aparecían unas fotografías de la excavación. La serie de fotos seguía un orden cronológico. En las primeras aparecían los arqueólogos trabajando en la excavación y hacia el final las imágenes de los restos encontrados. Hubo una, quizá la más nítida de todas, que le llamó la atención a García. El cuerpo estaba semienterrado, acostado boca abajo. Podían distinguirse los omóplatos, las vértebras de la columna y el cuello, y finalmente el cráneo, intacto, de perfil. —Fíjate en esto —le dijo Moliner apuntando a la pantalla—: La cervical. Está desgajada del cuerpo, ¿ves? —García se acercó y comprobó lo que decía la abogada: el cuello estaba partido en dos—. Creemos que este detenido fue condenado a garrote vil. Has oído hablar del garrote vil, supongo. —Muy poco. Sé que lo usaron para matar a un anarquista cuando Franco estaba en las últimas, pero más no sé. —Lo aplicaban en las cárceles a los condenados a muerte —le explicó—. Básicamente consistía en que te metían un 118


fierro por detrás del cuello y te lo molían por dentro. Es casi seguro que este detenido murió así. Moliner le dijo que los restos pertenecían a un hombre de veintiocho años que había estado preso en La Modelo hasta 1972. Sacó una carpeta azul del maletín de cuero, la abrió y se la mostró a García. —Según las investigaciones del equipo de la asociación, los restos pertenecen a esta persona —agregó la abogada, señalando con el dedo la foto de un hombre en la parte superior de la hoja. García observó la imagen unos segundos y no tuvo duda de quién era, los mismos ojos, la misma mirada penetrante. Cotejó el nombre y vio que no se equivocaba. Era Salvador Bassas Esquerra. Moliner le dijo que era el único preso de La Modelo que llevaba el apellido Esquerra. Le preguntó si lo ubicaba. García le dijo que sí, que era el sobrino de su exjefe, aunque solo lo conocía por el retrato que éste tenía en su piso. —Es decir que Antoni Esquerra estuvo detenido junto con su sobrino en la misma prisión —concluyó García en voz alta. —Eso no lo sabemos. De Antoni Esquerra no hay ningún rastro en La Modelo, de eso estamos seguros. Te llamamos a ti porque en la asociación intentaron ubicar a los familiares de Salvador Bassas, pero fue imposible dar con ellos. Como tú habías estado tras la pista de su tío pensamos que podías tener datos sobre su familia. ¿Sabes si Bassas tenía otros familiares vivos aparte de Antoni Esquerra? ¿Padre, madre, hermanos? García negó con la cabeza. —Yo me desligué de todo ese asunto hace ya mucho tiem119


po —le respondió—. De hecho, en su momento intenté ubicar a Salvador Bassas para contarle que su tío había fallecido, hasta que supe por una colaboradora de Antoni Esquerra que estaba muerto. —Y esa colaboradora de la que me hablas, ¿nunca te dijo si Bassas militaba en algún grupo armado, o algo así? —No, nunca. Solo me contó que estaba muerto. —La mayoría de los presos políticos de La Modelo llegaron ahí acusados de formar parte de la resistencia antifranquista. En el caso de Bassas, creemos que militaba en un grupo anarcosindicalista llamado Defensa Interior, aunque no estamos plenamente seguros. —La abogada lo miró mientras manipulaba un bolígrafo y lo golpeaba de vez en cuando contra el escritorio—. ¿Y conoces a alguien que haya sido amigo de Antoni Esquerra? ¿Alguien que ubicara a sus familiares? —Esquerra tenía muy pocos amigos, la verdad. —García se quedó pensando unos segundos y rectificó—: En realidad, no tenía amigos. Antes de morirse veía con frecuencia a solo dos personas: una escritora y yo. A la escritora le perdí la pista hace muchos años. Moliner lo quedó mirando unos segundos y dejó a un lado el bolígrafo. —Vale, entiendo —dijo, como si perdiera súbitamente interés en el tema. Tecleó algo rápido en su laptop, luego lo cerró y lo introdujo en el maletín. García se puso de pie y preguntó si eso era todo. La mujer le dijo que sí. —Siento ser tan cortante —agregó—, pero es que no me está permitido revelar más información a quienes no son familiares directos de las víctimas. Lo que la asociación 120


quiere es ubicar a los familiares para reconstruir las biografías de las víctimas. En el fondo, queremos que dejen de ser simples cifras y sean percibidas como seres humanos, con vidas propias. La idea es sensibilizar a la sociedad, sobre todo a las nuevas generaciones. Nuestro mayor enemigo es el paso del tiempo. García esbozó una sonrisa forzada y se dispuso a salir de la oficina. Moliner le dijo que esperara. Extrajo de su maletín una tarjeta y se la entregó. —En caso de que sepas algo más, me llamas o me escribes a mi email —le dijo. García echó una ojeada a la tarjeta y preguntó: —¿Pero al menos hay sospechas sobre quién mató a Bassas? Después de todos estos años habrá algún sospechoso, me imagino. Moliner negó con un movimiento de cabeza y respondió: —Nada concreto, ningún nombre por ahora. La única información que pudimos recabar a partir de testimonios de antiguos detenidos es que al verdugo de La Modelo le decían El Animal. «Del garrote vil se encargaba El Animal», eso fue lo que leí en uno de los expedientes.

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Tengo un sueño recurrente. Una ola gigante se traga el bloque donde está mi casa. El agua entra por todas partes y yo busco a mi hijo. Lo encuentro en el garaje subterráneo del edificio. Mira por una ventana y sonríe. Yo estoy mojada y tiemblo. Gira su cara hacia mí y dice: «Qué exagerada eres para todo». Me acerco, miro por la ventana y él apoya su barbilla sobre mi cabeza. Solo veo agua y mis propias carcajadas me despiertan. Elizabeth Stone, nadadora paralímpica, dijo: «Tener un hijo significa que desde ese momento tu corazón empezará también a caminar fuera de tu cuerpo». Escribo en Google: soñar con agua. Pincho en soñar.com. Leo: «Índice de contenidos: 1 ¿Qué significa soñar con agua? 1.1 Soñar con agua sucia. 1.2 Soñar con agua limpia. 1.3 Soñar con mucha agua. 1.4 Soñar con agua cristalina. 1.5 Soñar con agua de mar. 1.6 Soñar con agua turbia. 1.7 Soñar con agua corriendo. 1.8 Soñar con inundación de agua. 1.9 Soñar con agua estancada. 2 Otros significados de sueños con agua». No encuentro soñar con agua e hijo adolescente, así que leo soñar con agua de mar y soñar con inundación de agua. Ambos sueños significan preocupación y problemas familiares. Ahora escribo en Google: soñar con agua y Freud. Leo: «Para Freud, el agua se relaciona con lo femenino y, más en concreto, con la maternidad». Ahora sí. Mi amiga Susana, dos años mayor que yo, se enterraba las piernas en la arena caliente de la playa y se orinaba encima. Esto lo hacía con catorce años porque esta sensación de la arena y del orín calientes sobre sus muslos y su vientre la ayudaba a visualizar sus futuros partos. A mí me daba mucho asco. Cuatro años más tarde se casó con un americano de la base, se fueron a vivir a Estados Unidos y tuvieron una hija y un hijo. Siguen viviendo allí, pero ahora ninguno de los tres vive con ella. 123


JESUS JIMÉNEZ REINALDO “Parábola de la Luz”

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PARÁBOLA DE LA LUZ Por Jesús Jiménez Reinaldo

En mis recuerdos hay zonas yermas, lugares de remordimiento anclados en lo más profundo de la memoria, donde nadan azules los peces de la desesperanza, tal vez porque siempre he sido consciente de que no fui sino una marioneta del tiempo, un títere de trapo manejado con habilidad por un mago de los de sombrero puntiagudo y capa añil cuajada de estrellas, nada por aquí y nada por allá, y de repente, en mitad de ningún sitio, un relámpago que hace vibrar el aire con su acetileno metálico y un olor a azufre al que poco después acompaña el trueno y baña la lluvia. Desde esos arenales baldíos, desiertos inconmensurables que solo se podrían valorar por años de soledad y la floración de parásitos sucesivos en las entrañas, llegaste tú, una tarde en que las calles habían sido abandonadas a su suerte y solo los locos y los torcidos nos arriesgábamos a ser devorados por la gran ballena suelta sobre la urbe; yo había caído entre sus barbas y me había tragado con su apetito cerrero, habitaba en su intestino con cierta perplejidad y había desarrollado con convencimiento el síndrome del santo Job, pues conocía bien que aquella cárcel de humo tenía salida por arriba si observaba la paciencia de remontar el curso de las aguas río arriba y sobrio. Cuando te agarraste a mi mano, suplicando que no te abandonase allí donde no había brújulas ni intersecciones, ofreciéndome tus ojos con la desolación de mil Troyas, supe que sería un error de bulto cambiar el cayado por tu cinturón de cuero labrado en Esparta, que los dioses nunca me perdonarían la 126


insensatez de alterar las leyes de la gravedad llevando entre mis brazos tu carne palpitante, tu angustia unida a la mía, un vuelo vertical que estaba destinado a la colisión fatal con la faz mortecina del altar de mármol. Pero eras la mujer más hermosa del mundo y yo tan solo el monigote al que te aferrabas para romper tus cadenas con un pasado tan triste al menos como el mío, huyendo de los cuatro objetos que te había asignado el destino, la máquina de escribir, la cocina de gas, algunas mudas amarillentas y un astrolabio, dejados atrás como quien tira un armario por un acantilado y se entrega a unas manos desconocidas en cuya nicotina encuentra una adicción deseable; cuando yo aún no sabía que existías, ni siquiera podía imaginar la carnalidad de tu vientre, tú ya me espiabas oculta desde una multitud turbia en cuyos ojos yo no veía sino un mar sin fondo, verde de algas y oscuro de cieno, y habías decidido que parecía lo suficientemente consistente para tomar impulso en el primer escalón de mis rodillas, impulsarte hasta la luna con la fuerza ciega de mi sexo y sujetarte al universo sólidamente apoyada en mis estúpidos hombros de Atlas bobo, donde dejarías una huella por cada pie tan intensa que borraría para siempre las cicatrices de las vacunas contra la tuberculosis. No puedo decir que no comprendí el peligro de aceptar tu mano vacía, en mi interior creció de golpe un tropel de sensaciones contrapuestas, te imaginé cayendo en el vacío después de haberte desgajado de mi tobillo con un talonazo impío, los ojos desorbitados en la inmensidad, te prefiguré agradecida cociendo el pan en la casa familiar, embarazada y feliz con el cabello recogido en una trenza, te sospeché brutal destrozando con uñas e incisivos los labios de otros hombres, lenguas que sangran en un baile de 127


semillas al que yo no estaba invitado en los anaqueles consecutivos de la traición. Pero eras la mujer más hermosa del mundo y yo venía de una testarudez de siglos, empeñado contra toda lógica en no figurar solo y en hacer el trato de mi vida con el demiurgo regente de los hilos de las Parcas, fuera tu amor mi contrato, por breve y doloroso que lo dibujara el destino, podría soportar la desazón de la sal de la herida si al menos me otorgaba el disfrute de la miel de abeja reina de tu colmena. De tu pasado apenas si pude reconstruir una imagen panorámica, como si me entregaras una cuarta parte de los fragmentos de una foto para que compusiera el conjunto con la mente sucia y dispersa, un rompecabezas de mil piezas defectuosas a las que les faltaba el marco, el corazón y la guía, para trastornar con sus incongruencias y carencias a la verdad más persistente, esa de la que ya abominabas en el tiempo en que te ofrecí mi protección y mi idioma materno. Venías de muy lejos, me decías, mientras mirabas con ojos hundidos en la borrachera de la falsedad el cielo raso de la habitación, dibujando mapas imposibles sobre las estrellas que nadie más que tú podría haber visto en la oscuridad, un periplo de aventuras surgidas del balanceo en las mareas y con la dirección siempre puesta en la Osa Mayor como referencia. Me acostumbré a que me narraras los acontecimientos más extraordinarios como si fueran el café con leche del desayuno y que mojaras a veces con lágrimas y otras con risas las grandes tragedias de la historia como si solo fuesen consejas de viejas para entretener a las visitas, y así unas veces habías pertenecido al reino sumergido de las sirenas que atraían a sus bajíos a los marineros de los grandes mercantes, otras tus pasos se habían limitado al en128


cierro casi siempre ocioso en el serrallo de un todopoderoso jeque de país musulmán, y en otras habías sobrevivido al inesperado hundimiento de la Atlántida en los confines de las columnas de Hércules, donde tus trabajos de cuerda y braza habían sido suficientes para trocar por percebes las redes de pescar atunes rojos de almadraba. Amiga de Platón, sirena pavorosa o hurí del demonio, salpicabas tus historias con la pimienta adictiva de una sensualidad temprana que pareciera que nunca hubieras aprendido con esfuerzo y yo me dejaba enredar en el jardín de las delicias del profeta, en la cámara metálica sellada y despresurizada de los abducidos en el sueño, en el mundo duplicado de los espejos en los que de repente el azogue se vuelve agua y en el cristal cruzan dos gobios desde la izquierda a la derecha perseguidos por un sábalo hambriento: ante todos los prodigios de una existencia tan falsa como descomunal yo quería creer en tu poderosa lengua de esparto, capaz de lastimar como una tralla a la par que levantar un arco de triunfo en la estepa o un túmulo funerario en la boca de la lucidez de Delfos. Porque tú eras por entonces la mujer más hermosa del mundo y yo quería creer en lo que tú creías por mí y por ti, intuyendo quizás que el amor no es sino un estadío previo al conocimiento, un paso anterior al rasgamiento del velo de lo ignoto, un reservado misterioso y oscuro para los elegidos. Entendí el amor como un florilegio de historias remotas, maravillosas narraciones en las que los alquimistas depositan los arcanos de la química, epopeyas de la derrota de las estrellas y sagas irlandesas en las que las runas señalan el lugar exacto donde cortar la mandrágora para detener el paso tenaz de las estaciones; en mi pasión por ti me dejé llevar por la ambición de la perspicacia que brilla un poco 129


más allá del orgasmo, por la luz que queda flotando sobre el mar cuando el rayo ha quemado el horizonte y solo debiera haber ya noche y, sin embargo, hay un peso de conciencia sagaz en el corazón de la piedra. Si te utilicé para alcanzar la iluminación, me queda el consuelo de que tú solo me diste pistas falsas y trataste siempre de confundir mi camino por trochas pedregosas en las que acechaban los colmillos del jabalí y la ferocidad del hocico del oso. Al menos en mi caso no hubo engaño: acepté jugar con tus naipes y hasta traté de sumar esfuerzos para transitar contigo el asalto a la cumbre del Olimpo, esa que tú creías reservada solo para ti y tus argucias de criatura nacida para el éxito; cuando nos convertimos en la muerte y el colgado era ya demasiado tarde para mí y tan solo un día más para tu escalera de caracol de Babel en la cuenta atrás hacia el viaje final. No oí la sucesión de números, como no escucharía jamás la explosión de los motores en el afán por dejar la gravedad de la tierra definitivamente atrás. Como yo me había acostumbrado a ti, al peso de la consistencia de tu cuerpo en el lecho común, donde fabulabas sobre lo que habitaba en el cielo y en el pasado con la misma facilidad que me rodeabas con tus brazos, no supe ver el progresivo desgaste de los bordes de las alfombras, las mellas en las esquinas de los muebles, las desportilladuras en las asas de la porcelana china, ni los agujeros practicados por las polillas en tus sombreros de tafetán y en los adornos de plumas de pavorreal, hasta que la carcoma fue demasiado evidente, es decir, cuando ya era demasiado tarde para todo. Una mañana de miércoles amanecí desnudo sobre el suelo, con un rumor de martillo pilón percutiendo en mi cabeza con la fuerza de varios caballos mecánicos y con 130


el convencimiento de que la resaca no era fruto del vino de Oporto de después de la cena, ni de los cigarrillos de canela que liaste para contarme la aventura de Orión antes de ser desterrado al infinito. En la casa reinaba un extraño silencio: después de varios años de chácharas y leyendas, construidas junto al gas de la cocina, en la pileta del baño y en las superficies acolchadas con cojines de toda clase y dimensión, la total carencia de palabras de la mañana no podía ser sino una señal evidente, que quedó más nítida en el semivacío inmisericorde de los armarios, la falta del mejor libro de la biblioteca, tu perfume y los brazaletes, tus sandalias de campo y dos pañuelos para luchar contra la tenacidad de las brisas en tu garganta. Lo poco que te habías llevado cabía con precisión en una maleta mediana, de esas que se utilizan para pasar un fin de semana en cualquier sitio, de paso y sin más compromisos, pero supe enseguida que no volverías, sobre todo porque no habías dejado ni una nota, un beso de despedida, un adiós o un hasta luego. Te marchaste, no como la mujer más hermosa del mundo, sino como una princesa de rancios abolengos monárquicos, con ese desdén de quien no quiere reconocer ni brevemente a quien le sirvió y piensa que bien le pagó su sueldo y justificó su esfuerzo con los emolumentos pactados; entendí que no volverías nunca, porque te habías evaporado como quien coge un taxi bajo la lluvia pertinaz en una ciudad sombría y ajena para pedir al chófer que le lleve de prisa al aeropuerto, sin mirar atrás, con el billete palpitando en el bolsillo interior de la chaqueta y deseando reinventarse en un país en el que se hable otra lengua y el amor sepa a consonantes nuevas que se enreden en la lengua y afloren torpemente por la nariz, entre risas y otros 131


brazos, lo que será fácil, pensé, pues desde siempre estuviste segura de tu belleza y confiaste en la sintaxis universal de Chomsky para urdir los mismo argumentos con nuevas variantes, porque universales son los relojes y la necesidad de sincronizar los besos y los crímenes. Me condenaste al odio, no por el abandono que podría haber superado con el tedio de la soledad y la rutina de la costumbre, sino por la ausencia de palabras, consoladoras, o clarificadoras, o dañinas, o falsas, ya que me había acostumbrado a tus cuentos y podría haber seguido adelante con unas cuantas banalidades llenas de astucia o de imaginación, a la libertad por la palabra y a la sonrisa melancólica por el diccionario, pero no me dejaste ni el consuelo feroz de tu condescendencia, ni la brillante hilaridad de una mentira de esas que hacen bola y terminan por ser escupidas en las barras de los clubes nocturnos. Me condenaste al odio y me juré venganza, que te encontraría allí donde estuvieses bañada en ámbar o algalia, perseguida por el olfato implacable de este perro de presa que no había merecido ni un hueso en tu despedida y que esperaba despedazarte la lengua sin palabras antes de que por fin vieras la muerte en el obtuso final de un relato silencioso. Desde entonces mi vida ha tenido sentido, un cierto sentido. Expulsado del edén por tu espada flamígera, condenado a vagar sin rumbo al este del paraíso, lejos de la luz, de la palabra y de la vida, tomé de nuevo mi lugar en el reino de las sombras, donde se paseaba desnuda por las murallas de la ciudad la gran mentira de Babilonia con sus cuernos de alce y sus patas de macho cabrío, en una continua búsqueda de información bajo el paraguas de un salvoconducto escrito con letras de sangre y firmado con los atributos 132


de la sierpe, encerrado en el buche de un gran siluro para el que no hay cuentos de redención ni varones marcados por la fortuna para la alegría. En todos los bajos fondos pregunté por la mujer más hermosa del mundo, famosa no solo por su belleza, sino también por la capacidad de construir discursos para alimentar a los hambrientos de paz, por el impulso de dictar conferencias ante las multitudes para sanar a los enfermos, por la rabia con que salía a abogar por los oprimidos con sus proclamas de un mundo más justo, por la seguridad de estar defendiendo por simple solidaridad a los que nunca antes nadie atendió, y en todos los sitios me supieron hablar de ti, con devoción incluso, los tibios y los tirios, los malvados y los troyanos, gente de toda laya y condición, que te admiraba con energía porque sabía que alguien así no podría vivir para siempre, que pronto el estatus silente ordenaría su muerte para que las súper estructuras continuasen intactas, para que las palabras no creciesen en las venas de las multitudes hasta que desbordaran su cauce para llegar en avenida incontenible hasta la revolución. Podría haber tratado de entender tu paso al frente, como un servicio al mundo imaginario que siempre habías construido con palabras, pero yo ya estaba contaminado por la altura de tu discurso y tenía el sentido común anegado en fango por tu menosprecio. Me sentía burlado en mi virilidad y afligido por no ser digno del don de la palabra que inventa los sucesos y reestructura el orden de las leyes, convertido en el triste contrapeso al cambio, la rémora del tiburón, la fuerza oscura que desequilibra la balanza de la justicia, la materia oscura del universo que no se ve pero que es la más abundante y la menos propicia para la vida. Por las señas que me dieron, te ubiqué finalmente 133


en una ciudad al borde del mar, perseguida por un ejército de miserables y parásitos que pretendían tu amor con la misma voracidad con que yo me alimenté de tu sexo y tus palabras, y me embocé entre ellos como un mendigo más, a la espera del cometa de los cien años que habría de marcar tu ascenso final o tu derrota definitiva, tanto daba si al fin conseguía que yacieras por última vez entre mis brazos, la lengua destrozada, gimiendo de dolor y sin articular ya más las ilusiones de tu narrativa. Me armé de paciencia, convertido en uno más de tus acólitos, muchedumbroso y barbián, gallardo y rencoroso, brillando como el oro falso entre los oficiantes de la nueva religión, dispuesto a vocear y a agitar los brazos mientras pudiera mantener la cara debidamente oculta. Y así maceré mi venganza, en el alcohol lento del resentimiento oculto, siempre dispuesto a arder y a cremarlo todo a mi paso. La noche de autos fue prodigiosa por demás: ella, la mujer más hermosa del mundo, la más odiosa para mí, casi una desconocida, se permitió el portento de hacer surcar los cielos por cachalotes y calamares gigantes, hizo girar la luna sobre su eje y describir movimientos pendulares justo cuando las campanas anunciaban la medianoche, convirtió el agua en vino y las piedras en pan, antes de hacer hablar a los mudos, erguirse a los jorobados y sanar a los leprosos, para terminar con una invocación a las estrellas para detener el hambre, la enfermedad y la vejez; cuando todos se miraron las manos y las caras, los unos a los otros, supieron que un nuevo mundo había comenzado con aquellas palabras que se iniciaban en el alfa y concluían en el omega de su energía, los ojos luminosos, el aura brillando como un lucero justo encima de sus cabezas, de nuevo jóvenes. 134


Entre toda aquella multitud, solo un extraño seguía figurando como un actor especialista en malvados, con la cara enrojecida por la bebida y la marca de la indignidad en la frente, un muerto viviente, un viejo irredento, que quedó señalado por un haz de luz que cayó desde el espacio y lo delimitó en su redondez de asesino. Era yo el señalado, de nada me había servido tratar de pasar desapercibido entre la multitud, convencerme de que esta vez la sorpresa la daría yo, pues mi rival era la mujer más hermosa del mundo, la más astuta, y siempre me había tenido vigilado, ella me había escrutado desde la lejanía entre miles de rostros que yo no podía discernir, y me había ido acercando y alejando hasta que estuvo lista para exponerme a la luz, para mostrar a sus seguidores que siempre hay quien se atreve a atentar contra lo que ama si no es capaz de someterlo o de entenderlo. Cuando levanté los brazos en señal de sumisión y los concurrentes exclamaron aliviados por la espontaneidad de mi gesto, ella les apaciguó batiendo las palmas de sus manos y lanzó un conjuro al aire, un mistral que llegó hasta mí con la fuerza de mil molinos y me desnudó ante los ojos de todos, para que vieran que bajo mi brazo izquierdo y pegado a mi costillar estaba la daga de mi desprecio, la punta afilada de mi odio eterno y la pica con que iba a astillar el futuro de su generación. Y entonces ella no les retuvo más, soltó los hilos de aquella ficción y narró con palabras precisas el fin de un tiempo en que el amor se confundía con la dominación, y la libertad con la falta de empuje, y el dolor con la necesidad, para mostrar que empezaba una nueva era, en la que la mujer más hermosa del mundo ya no sería la mujer más hermosa del mundo, porque todos la llamarían la mujer libre, la creadora de sucesos, la contado135


ra audaz, la equitativa, y la multitud se abalanzó sobre mí, hasta hacerme sangrar la hiel por los costados y el odio por los ojos, devorando con sus piras mi lengua pero dejándome vivo para que pudiera contar esta historia a los escépticos y a los que no buscan la luz sino el privilegio de la luz, que brilla por igual para todos en cada uno de los cuentos y parábolas de la Tierra.

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Tengo un sueño recurrente. Una ola gigante se traga el bloque donde está mi casa. El agua entra por todas partes y yo busco a mi hijo. Lo encuentro en el garaje subterráneo del edificio. Mira por una ventana y sonríe. Yo estoy mojada y tiemblo. Gira su cara hacia mí y dice: «Qué exagerada eres para todo». Me acerco, miro por la ventana y él apoya su barbilla sobre mi cabeza. Solo veo agua y mis propias carcajadas me despiertan. Elizabeth Stone, nadadora paralímpica, dijo: «Tener un hijo significa que desde ese momento tu corazón empezará también a caminar fuera de tu cuerpo». Escribo en Google: soñar con agua. Pincho en soñar.com. Leo: «Índice de contenidos: 1 ¿Qué significa soñar con agua? 1.1 Soñar con agua sucia. 1.2 Soñar con agua limpia. 1.3 Soñar con mucha agua. 1.4 Soñar con agua cristalina. 1.5 Soñar con agua de mar. 1.6 Soñar con agua turbia. 1.7 Soñar con agua corriendo. 1.8 Soñar con inundación de agua. 1.9 Soñar con agua estancada. 2 Otros significados de sueños con agua». No encuentro soñar con agua e hijo adolescente, así que leo soñar con agua de mar y soñar con inundación de agua. Ambos sueños significan preocupación y problemas familiares. Ahora escribo en Google: soñar con agua y Freud. Leo: «Para Freud, el agua se relaciona con lo femenino y, más en concreto, con la maternidad». Ahora sí. Mi amiga Susana, dos años mayor que yo, se enterraba las piernas en la arena caliente de la playa y se orinaba encima. Esto lo hacía con catorce años porque esta sensación de la arena y del orín calientes sobre sus muslos y su vientre la ayudaba a visualizar sus futuros partos. A mí me daba mucho asco. Cuatro años más tarde se casó con un americano de la base, se fueron a vivir a Estados Unidos y tuvieron una hija y un hijo. Siguen viviendo allí, pero ahora ninguno de los tres vive con ella. 137


JUAN CARLOS FERNÁNDEZ LEÓN “Silla de paseo para niños grandes”

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SILLA DE PASEO PARA NIÑOS GRANDES Por Juan Carlos Fernández León

La madre tiene aún esa edad inconcreta entre los treinta y cuarenta, un trabajo por horas fregando portales y si tiene suerte una clínica dentista al final del día, cuando el tufo a anestesia invade hasta la sala de espera con desdén de nube tóxica. Es una mujer silenciosa y ajada que en las conversaciones nunca habla ni opina sobre lo que de verdad le importa. Le importa que la lluvia le frustre una colada. Le importa que las cigüeñas defequen sobre ella cuando está sentada al atardecer en un banco sobre el que devora Cheetos que la motean de una grasilla naranja difícil de limpiar. Le importan las nubes blancas que simulan ser el rostro barbudo de su padre muerto. Le importan ahora cosas que no le importaban antes, como los efluvios ácidos de la lejía, las bolsas moradas bajo los ojos, el dolor triste y tenaz de sus recuerdos. La vida dificultosa de su hija adolescente. La vida entre algodones de su hijo pequeño. La hija adolescente estudia o eso dice ella. Al menos carga cada mañana con una mochila a la espalda donde encajona los libros prestados del instituto. Le gusta aprender o eso dice ella si algún vecino se lo pregunta por compromiso. Tiene los ojos azules y un jilguero entre las piernas. Sonsaca el culo al andar y lo mueve en bamboleo. Vio cómo lo hacían las guineanas de su clase y lo practicó con tesón frente a un espejo. Da resultado. Sabe que la miran y la invitan antes de llegar a la verja del instituto. La invitan a merendarse las clases de ética e intercambiar las de inglés por partidas de Forntnite en la casa vacía de cualquiera. En 140


su vida siempre hay disponible una casa sin padres llena de chicos que vapean y queman sus ojos jugando frente a una pantalla extraplana. A ella no le atraen los videojuegos. Le atraen las miradas fugaces de sus pretendientes y el frío glacial que sube de los refrigeradores del Ahorramás cuando mete los brazos en sus hondones escarchados para sacar una pizza Pescanova. El olor a cloro de las piscinas públicas y sentirse amada de la forma que sea también la atraen. Pero lo que más le gusta es pasear a su hermano pequeño en la silla para niños grandes que la familia acaba de comprar a plazos. El padre—que es solo padre del hijo pequeño, pero no de la hija adolescente—dio por fin su visto bueno para la compra a plazos de la silla de paseo. Sucedió la semana pasada, después de decir antes Total, para qué más de cien de veces. El padre es un hombre irresoluto que acostumbra a pasar hundido en el sofá buena parte del día inflado a Gelocatiles. Le duele siempre algo, las muelas y la cabeza y el estómago y esa parte invisible del alma que no tiene nombre. Le duele su miseria emocional de hombre únicamente satisfecho si suben a casa sus colegas a beber cerveza y a echar pulsos sobre la mesa de formica y a ver, anestesiados, fútbol internacional. Le duele el remordimiento de haber atropellado en un paso de cebra a un niño gitano después de beberse un cóctel de gelocatiles y cerveza barata del Carrefour. Cuando ayer mismo montaba la silla de paseo pagada a plazos de su hijo repetía muchas veces Total, para qué como una de esas letanías pegadizas con la que se ameniza la misa. El padre suda a borbotones y no sabe ya qué hacer con la sequedad crónica de su boca. La madre tiene una pena negra columpiándose en 141


el olvido y una hermana menor que llegó al país antes que ella. Le abrió el camino y las fronteras de la Europa opulenta. Le encontró un trabajo, le enseñó a hablar el idioma y el punto exacto donde se ubican los mercados y bazares más económicos. Le enseñó a creer que no todos los hombres eran iguales y a cumplimentar burocracia y a pensar que el sistema capitalista, la reverencial fe en el poder del dinero, no posee parangones con ninguna otra doctrina política existente. Desde entonces la madre, al igual que su hermana menor, odia el comunismo del mismo modo que odia las tormentas y los melanomas de sus allegados y a los charcuteros que sobrepesan la compra. La hermana menor de la madre se casó con un español que conoció en Tinder. Vivieron un edénico noviazgo de cuento de hadas, cenando los viernes en gastrobares y viajando a Segovia y otros puntos limítrofes los fines de semana. Al poco se quedó embarazada. La única hija de la hermana menor de la madre tiene seis años y las trenzas estiradas y dos dientes mellados. Aprende en un colegio público bilingüe. Baila con un encanto contagioso. El marido español de la hermana menor de la madre usa perilla, bigote y patillas de hacha. Fue motero durante su soltería pero ahora conduce una berlina del Kilómetro Cero. Está a gusto consigo mismo y encantado de hacer patria ante su nueva familia de emigrantes rumanos. Se le han hundido en el subsuelo los prejuicios y defiende ante sus amigos del barrio el fraterno cartelón refugees welcome que antes ondeaba en la fachada del ayuntamiento. Es especialista en barbacoas, hizo la mili en Melilla y orina sentado. Enseñó a la hija adolescente de la hermana de su esposa a piratear wifi. Le enseñó a escupir largo en las calza142


das y a aguantar sin respirar para sofocar el hipo. La asustó advirtiéndole de que los chicos españoles preferían el sexo sin condón. La asustó asegurándole que existían arañas de patas larguísimas que viven acunadas entre el bazo y los pulmones, donde anidan y levantan campamentos y tocan una especie de ukelele que suena horrible y produce ácidos gástricos. Cada domingo, indefectiblemente, el marido español junto a su esposa y su hija mellada se dirigen en berlina a la casa de la madre. Nunca se olvidan de comprar una ensaimada rellena de cabello de ángel. Es domingo y el cielo gris barrunta lluvia. Han llegado y llaman al telefonillo, esperando a que los abran. En la calle huele a gel caducado. En la casa huele a Baron Dandy y a linimento. Todas las habitaciones de la casa huelen al linimento de las friegas que por turnos la madre y la hermana adolescente, y a veces también el padre, prodigan sobre las rodillas y músculos del hijo menor. Se lo recomendó un pediatra que había sido masajista y les indicó el modo aproximado de hacerle los masajes: cerrando y abriendo las manos con calma de pulpo. También les recomendó que le hidrataran constantemente y que le quisieran con locura de amor fou. Les sugirió que le concedieran un crédito de cariño a fondo perdido. El padre le contestó Total para qué, pero a la madre se le abrieron de golpe los pétalos del corazón y la hija adolescente pensó por analogía en un pez que se le murió de anemia en una bolsa con un ras de agua cuando era muy niña y vivían aún en Bucarest. Desde entonces la hija adolescente sabe que todos, con escasas excepciones, vivimos recluidos en peceras con un ras de agua, boqueando mensajes con forma de pequeñas burbujas que enseguida explotan y desaparecen. La madre abre 143


y les recibe en la puerta con muestras de exquisita efusión. Nada más entrar, lo primero que hacen el marido español y el padre es sentarse en el sofá, encender la tele y buscar un canal de deportes que emita la Fórmula 1. Mientras, hablan de sus cosas. Hablan de un desierto llamado España habitado por tuaregs, empresarios deshonestos y políticos finos y remilgados con la manicura reciente. Hablan de dinero, de contubernios clandestinos y de negocios desconocidos por la Hacienda Pública. Hablan de los encefalogramas planos de las mujeres actuales, de esa moda absurda basada en ejecutar la guillotina sobre sus labios vaginales y raparse el vello púbico al cero y preguntar sin descanso ¿sigo siendo atractiva, cariño? Hablan de filosofía futbolística y de un tal Platón, un compañero del curro del marido español que decidió despedirse del mundo para malvivir en el monte amamantando cabras. Cuando se han dicho todo lo que tienen que decirse, suben el volumen de la tele y abren otra lata de cerveza. Las hermanas se refugian en la cocina y se les suelta la lengua mientras preparan raciones equilibradas de mici y una ciorba salteada con decenas de ingredientes. Es comida rumana y en ese idioma hablan, aunque la hermana menor de vez en cuando introduce expresiones y palabras españolas en el diálogo. Conversan sobre sus respectivos trabajos, sobre la terca sevicia de algunos hombres que las miran por encima del hombro, cuchichean acerca de su segura promiscuidad sexual y les lanzan besos a distancia que preguntan por sus tarifas. Ambas suspiran con resignación. Se intercambian secretos culinarios y recuerdos de cuando eran niñas y sus padres vivían y sus abuelos vivían y todo era como ancestral y epicúreo y la felicidad era un reino 144


sagrado en cuyos recintos las borrascas no acostumbraban a aparecer. Conversan sobre las modas de entonces, sobre los cines de entonces, de un novio con el que se estrenaron en el sexo y se repartían como buenas hermanas, yo los viernes, tú los sábados, así consecutivamente hasta que las dejó plantadas el mismo día. Cómo olvidar ese día. Se quejan de cómo ha cambiado todo. Se quejan de dolores intermitentes en la planta del pie y de nostalgias de patria y de que nunca regresarán a su país y de que los hombres, al menos los suyos, ayudan poco en la crianza y en las tareas domésticas. Cuando han conversado todo lo que tenían que conversar, la hermana menor pregunta a la mayor ¿Este no te pega, verdad? Antes de la comida, la hija adolescente y su prima mellada sacan a pasear al hermano en su nueva silla para niños grandes pagada a plazos. La están estrenando precisamente hoy, bajo un cielo gris que barrunta lluvia. Sin embargo, no hace frío, solo un viento sereno que levanta aromas de tierra mojada. El niño es demasiado grande para la silla de paseo. Le sobresalen los brazos y a veces, si no le recolocan, arrastra los pies frenando el vehículo. Avanzan lentamente rumbo a un parque, disfrutando del paisaje momificado de la avenida. Las chicas hablan entre sí y el niño va rezongando un discurso incomprensible, el de un enfermo crónico con el cerebro dañado por una anomalía genética. El niño enfermo está hundido en el cubículo de piloto sin timón, dejándose arrastrar, como todos nosotros, seres humanos que nos dejamos arrastrar por una extraña inercia llamada vida. Si el niño pudiera pensar en condiciones, se acordaría sin duda de Dios y le preguntaría a voz en grito cuál es la razón por la que su cadena de montaje pro145


duce seres con taras, enfermos que se mueren pronto sin descendencia, ciegos que ven solo con las manos, mártires de la cirugía que llevan injertado el corazón en la espalda o tartamudos que recitan de carrerilla las tablas de multiplicar entre un reflujo de agónicas hipadas. Si pudiera, le preguntaría a Dios sin dudarlo por qué en alguno de sus lagos viven ocultos feísimos peces deformes que se olvidaron de los principios de la evolución y por qué de una de las ramas más altas de un manzano brota de súbito un higo y por qué existe la música si él no la puede apreciar y por qué existe Dylan Thomas si él no puede leer a Dylan Thomas. Si existiese Dios y le pudiese hablar, cara a cara, le diría cuatro verdades. Y después se despediría de él sin mirarle a los ojos, enfurruñado, deseando no volver a verlo jamás. Si existiese Dios, el hijo pequeño que está estrenando una silla de paseo pagada a plazos podría correr detrás de un balón y tropezar con el aire para caer de bruces rompiéndose un diente y podría amar con pasión clandestina a la profesora que recita a Garcilaso a última hora de un viernes y querría mucho a su madre y más a su hermana adolescente que está hablando de reguetón y de hacer twerking y de un cantante llamado David Guetta que no canta, sino que difunde música para que millones almas danzantes, almas sin alma, bailen vacías de propósitos hasta que el sol se ponga en el cenit obtuso de sus cerebros. La prima mellada escucha atenta el discurso milenial de su prima y cuando puede se agacha hacia la silla de paseo y besa la mano de su primo enfermo como a un obispo o al mismísimo Dios aquejado de parálisis cerebral. La comida les pone de buen humor. Hay algo mágico en la comida que desata efusiones y dispara los fuegos 146


artificiales del júbilo entre los comensales. Qué hermosa suena la sinfonía del masticar armónico, la colisión de vasos y copas, el dulce merodeo de los cubiertos sobre los platos, todo ello mezclado con alabanzas y unánimes estarriquísimos. Qué felicidad de domingo todos juntos. Qué envidia de familia unida. Cuando los estómagos están saciados, el marido español se arranca con un chiste que encadena risas y como tiene éxito se atreve con otro, más atrevido aún. Se cuentan anécdotas simpáticas, se recuperan recuerdos de anteriores encuentros, se prometen comidas venideras. Se propone que esto de reunirse no termine nunca ya que así, todos juntos, son sumamente dichosos e inquebrantables. Imperecederos, fuertes. Ponen música y la niña mellada se anima a bailar con algo de recato infantil al principio, pero se va soltando y acaba enfervorizada, mecida en una marea íntima que la abstrae, concentrada en un remolino secreto que la lleva en volandas hacia el paraíso de la danza, un país colindante con el caos. Cuánto salero, la corean. La aplauden todos. Están tan orgullosos de su arte que incluso el hijo pequeño, encajonado en el trono de su nueva silla de paseo, comprada a plazos, celebra el baile de su prima moviendo como puede el cuerpo, ladeando la cabeza, abriendo la boca desdentada desde la que gimotea algo parecido a un ole o una loa o un hala, algo así. Le miran todos con orgullo bobalicón y cada uno piensa en lo que quiere, aunque coinciden en mascullar una silenciosa maldición mitigada por un cariño cargado de fundamento. Después de que la familia se haya disgregado, a la hija adolescente le acosa un vacío existencial. Mientras sus padres pasean por los alrededores, ella está junto a su hermano, sola en el salón, guarecidos tras un dramático 147


silencio. Aún perduran como ecos tristes las palabras y las risas de la comida. Perduran como hologramas efímeros las presencias de los que se han marchado. La hija adolescente se siente un simple y desubicado meteorito zozobrando sin estilo en el paisaje de la vía láctea. Cree que ha perdido su lugar en la carrera y está abatida sin razón, recibiendo un aguacero de preguntas que la someten a un martirio de silencio. Se pregunta por qué le hace tanto daño sentirse sola aunque no lo esté y por qué le daña ser una mota de polvo aislada en el callejón sin salida de la soledad. Se pregunta por qué le tiemblan las sienes y le late rápido el corazón si percibe que nadie hay cerca de ella. Se pregunta por qué son tan largos los segundos y por qué teme el fracaso y por qué los seres humano somos agua en porcentaje tan alto y por qué las caricias y besos que recibe le raspan el alma. ¡Por qué teme el fracaso! Observa la mesa, antes vívida y ahora ocupada por una constelación muerta de desperdicios y se siente así, desmigada, un único e incomunicado matiz de basura en el laberinto de un estercolero. Quiere llorar y quiere reírse de aquello que le hace daño y quisiera querer que su hermano, medio dormido en su nueva silla de paseo, abstraído y distante, se levantara, anduviera y la cogiera de la mano para llevarla lejos, a ese lugar de los sueños donde lo pernicioso no existe y todo es malva y escalando por enredaderas de amapolas se alcanza un horizonte llamado paz. La hija adolescente temerosa por tanta soledad, enciende el móvil, se hace un selfi posando con el rostro abatido y lo sube a Instagram para comprobar las verdaderas consecuencias de su tristeza. Durante la noche el padre despierta de improviso arponeado por un calambre muscular mientras todos duer148


men. El mundo a esas horas es un mamífero hibernando con un ojo abierto en una cueva de sílice. El padre quisiera gritar pero silencia su dolor tapándose la boca, dándose un masaje rápido e intenso sobre el músculo de la pierna, ahora agarrotado, convertido en una horda de murciélagos que planea un vuelo clandestino. Necesita como el aire ponerse en pie y estirar el enjambre de tendones que conspiran en su muslo. Al levantarse el dolor le dobla y cae de rodillas aferrándose al somier, cerrando fuerte la boca para morder las ganas de morirse. Cierra fuerte la boca y cierra fuerte los ojos para someter al dolor al descanso de una tregua. Pero no lo consigue. El dolor es consecuencia del tiroteo indiscriminado de un francotirador invisible. Al tiempo que se duele medita por qué él es el elegido. Por qué le pasa lo que le pasa. Por qué el sufrimiento es su pan y los dolores existentes flechas que confluyen directas en la diana de su cuerpo. Se pregunta por la razón de ser un hombre tan expuesto a la tortura y al padecimiento. No lo comprende y maldice en silencio. Es todavía joven y está sano y maldice en silencio. Se pregunta por qué es miel para las moscas y por qué es un trozo de carne ofrecido gratis a los parias y a los hambrientos. El padre piensa esto mientras está arrodillado a los pies de la cama que sustenta el cuerpo dormido de la madre. El padre la mira. El padre trata de reconocerla intentando buscar un resquicio de luz entre el saco recio de la oscuridad. Sobre las sábanas ve apenas cómo su cuerpo dibuja un signo de interrogación. Entre los arrebatos del dolor le da tiempo a observarla fotografiada por los destellos que se cuelan por los ojuelos asiáticos de la persiana. Parece que duerme tranquila, ajena a ese otro universo que es él y su condena de dolor. El padre envidia la facilidad de 149


ella para entrar en el palacio del sueño a brindar con champán. Envidia su paz y su respiración de cetáceo varado en el océano calmo del colchón. Envidiarla es desear ser como ella, una bandera carente de problemas y exenta de dolores, ondeando en la cima. Es sentimiento fugaz, pero el padre quisiera, ahora mismo, en esa vigilia desesperada en la que tanto está sufriendo, traspasarle los dolores, alimentarla con su miseria, igual que otras muchas noches insomnes se imagina que entra a oscuras en el cuarto de su hijo con las ideas claras y una almohada entre las manos con la que silenciar por siempre su desdicha de niño enfermo. La madre despierta pronto, acuciada por la responsabilidad y los primeros rayos de luz del amanecer. Se asea rápido sin pensar en nada, mirándose al espejo sin decirse nada. El espejo le devuelve la imagen de una mujer recosida. Se adentra en el cuarto de su hijo enfermo, aún dormido, y embadurnándose las manos de bálsamo de lilas, le aplica la friega diaria, le hidrata el gaznate y le observa, sin decirle nada, con ojos de amantísima madre. En algunas ocasiones, no siempre, se le escapan pensamientos mezquinos que la culpabilizan del estado casi vegetativo de su hijo. Es irremediable. A cualquiera le sucedería al verlo así, postrado en una vaina de inmovilidad. Cualquiera pensaría que el niño es fruto de algún error cometido en alguna fase pasada de su vida. Cualquiera creería que su existencia significa la falta grave de ortografía de un mundo analfabeto. Es irremediable y es lógico que la madre crea que ese hijo al que ama con locura de amor fou es consecuencia de. Es castigo por. La madre haciendo uso de una fuerza sobrenatural, logra encaramar al hijo sobre su silla nueva de paseo y la empuja, la va desplazando por los pasillos de la casa, 150


abre la puerta, llama al ascensor y cuando llega a la calle, llena sus pulmones de una cosa mรกgica llamada resignaciรณn y siente con fuerza dentro de ella esa inercia que es la vida.

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Tengo un sueño recurrente. Una ola gigante se traga el bloque donde está mi casa. El agua entra por todas partes y yo busco a mi hijo. Lo encuentro en el garaje subterráneo del edificio. Mira por una ventana y sonríe. Yo estoy mojada y tiemblo. Gira su cara hacia mí y dice: «Qué exagerada eres para todo». Me acerco, miro por la ventana y él apoya su barbilla sobre mi cabeza. Solo veo agua y mis propias carcajadas me despiertan. Elizabeth Stone, nadadora paralímpica, dijo: «Tener un hijo significa que desde ese momento tu corazón empezará también a caminar fuera de tu cuerpo». Escribo en Google: soñar con agua. Pincho en soñar.com. Leo: «Índice de contenidos: 1 ¿Qué significa soñar con agua? 1.1 Soñar con agua sucia. 1.2 Soñar con agua limpia. 1.3 Soñar con mucha agua. 1.4 Soñar con agua cristalina. 1.5 Soñar con agua de mar. 1.6 Soñar con agua turbia. 1.7 Soñar con agua corriendo. 1.8 Soñar con inundación de agua. 1.9 Soñar con agua estancada. 2 Otros significados de sueños con agua». No encuentro soñar con agua e hijo adolescente, así que leo soñar con agua de mar y soñar con inundación de agua. Ambos sueños significan preocupación y problemas familiares. Ahora escribo en Google: soñar con agua y Freud. Leo: «Para Freud, el agua se relaciona con lo femenino y, más en concreto, con la maternidad». Ahora sí. Mi amiga Susana, dos años mayor que yo, se enterraba las piernas en la arena caliente de la playa y se orinaba encima. Esto lo hacía con catorce años porque esta sensación de la arena y del orín calientes sobre sus muslos y su vientre la ayudaba a visualizar sus futuros partos. A mí me daba mucho asco. Cuatro años más tarde se casó con un americano de la base, se fueron a vivir a Estados Unidos y tuvieron una hija y un hijo. Siguen viviendo allí, pero ahora ninguno de los tres vive con ella. 153


FERNANDO MÉNDEZ GERMAIN “El nuevo paradigma”

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EL NUEVO PARADIGMA Por Fernando Méndez Germain

Con lo que yo no había contado era con el sufragio universal. Cómo iba a controlar a millones de borregos que, hipnotizados por el vendeburras de turno, acudieran en masa a aliviar su deposición en una urnita de cristal con la ingenua creencia de que con ello estaban ejerciendo un derecho constitucional inalienable y que eran así portadores y dueños de su propio futuro. Como si del resultado de la votación fuera a depender su plato de lentejas, la justicia social, la prosperidad de sus hijos y la paz entre los pueblos. Hay que ser cretinos. Pero llegaron esos barbudos con gafas de pasta de diseño, esas jóvenes de flequillo recortado y de verbo masculino, esos profesores trasnochados de pomposo discurso y montaron ese partido y empezaron a largar eso de la regeneración nacional y la liberación del pueblo, eso de un nuevo comienzo, de la génesis que alumbraría una sociedad justa, fraternal, próspera. Feliz, decían. Empezaron a hablar de un cambio de paradigma en el que todos seríamos hermanos, nos amaríamos y seríamos felices y comeríamos perdices. Con un par. Y allí fueron todas esas pobres gentes que ni saben lo que es un paradigma ni una génesis, a votar en masa a esos tipejos y a proporcionarles la victoria más holgada en la historia de nuestra democracia, si queremos llamarla así. No, yo había contemplado todas las posibilidades, había sido preciso con mis cálculos, había reducido mis riesgos casi a cero. Había diseñado un plan infalible o, al parecer, 156


casi infalible. Pero esta vicisitud no la había previsto. Con esto no contaba. El Trancas no era un angelito. Ya mostraba maneras desde que íbamos a la escuela, bueno, los días que íbamos en vez de quedarnos en los billares a ver jugar a los macarras más veteranos. Entonces ya había dejado entrever el camino que después recorrería de principio a fin. Robaba los bolígrafos a los compañeros, solo por fastidiarles, el Trancas apenas sabía escribir. En el recreo era el primero en iniciar una pelea y el último en acabarla. Acosaba a los empollones, metía mano a las chicas, martirizaba a los maestros. Afortunadamente para el director del colegio, una tarde de jueves salió por la puerta y ya no volvió jamás, ni a recoger sus libros, ni a dar ninguna explicación. No sé si en su casa sabían que había abandonado los estudios (estudios, ja), pero tampoco creo que les importara mucho. Bastante tenían con soportar las embestidas de un padre borracho, las depresiones de una madre ludópata y los apagones de una hija yonki. Lo que hiciera o dejara de hacer el Trancas excedía de largo las preocupaciones de la familia. Y pese a que yo siempre fui un buen estudiante, pronto comencé a acompañar al Trancas en sus incipientes correrías y en sus devaneos iniciáticos hacia la delincuencia. Con doce años salíamos del híper con los bolsillos llenos de mercadería, que tirábamos por ahí entre risas tras dejar sin resuello al gordo de turno que hacía de guardia de seguridad. Antes de cumplir catorce ya le dábamos el palo a los niñatos de dieciséis cuando salían con esas niñas pijas de la discoteca. A nosotros nunca nos dejaron entrar, así que les esperábamos rabiosos con una estaca detrás de una esquina y les 157


sacábamos cuarenta duros o lo que llevaran. A los quince reventábamos ventanillas de coches para arramplar con lo que hubiera de valor, y a los dieciséis directamente nos quedábamos con el coche hasta destrozarlo haciendo el animal por algún descampado. Con esa edad hacía ya un par de años que habíamos dejado de esnifar pegamento, y solo fumábamos porros, eso sí, uno detrás de otro. En fin, pronto fuimos clientes habituales en comisaría, pero los guantazos recibidos no parecieron surtir efecto alguno en la regeneración de nuestra conducta, y según nos soltaban a la calle volvíamos de inmediato a las andadas con ímpetu renovado. Todas estas correrías eran siempre por iniciativa del Trancas, que nunca tenía suficiente, siempre quería más y más, y yo le seguía a todas partes como un perrito fiel. Los canutos ya no nos sabían a nada, así que comenzamos a fumar chinos. Un vicio agradable, pero caro; así que tuvimos que empezar a dar el palo en algunas farmacias, para conseguir el parné necesario que cubriera nuestro tren de vida, modesto por otra parte para todo lo que no fuera droga. La primera condena que nos cayó fue leve. Dos años y medio en Carabanchel. El juez era un fervoroso creyente en la resiliencia y la reinserción social, y vio en este par de jóvenes atolondrados un caso más de chicos despistados que seguro enderezarían el camino mejor si pasaban poco tiempo en la cárcel y hacían un par de cursillos de carpintería. El fiscal tenía demasiados casos que atender como para insistir demasiado en otra cosa y nuestro abogado, bueno, yo supongo que tendríamos un abogado aunque nunca llegué a hablar con ninguno, debió estar de acuerdo con todo. 158


Salimos de aquella corta estancia en la trena y nos reinsertamos perfectamente en nuestras actividades anteriores. Eso sí, ahora con más conocimiento y habilidades tras el máster de dos años y medio que disfrutamos en prisión con los mejores profesores. Nuestra vida continuó entre el caballo, la navaja y alguna que otra periódica visita a comisaría o al juzgado. Fue en aquella época cuando conocí a Ángela. Ella trabajaba de ayudante en una farmacia de la que éramos asiduos. Asiduos por motivos laborales, se entiende. Una tarde estábamos el Trancas y yo sentados en un banco del parque de alguna barriada, bebiendo litronas y molestando a las familias que por allí pululaban, cuando Ángela, que paseaba por la zona, se nos acercó. —Yo a ti te conozco —me dijo—. Esos ojos grises los he visto antes. Le contesté un par de barbaridades, tres obscenidades y cuatro amenazas, nervioso ante la posibilidad de haber sido verdaderamente reconocido, pese a que era muy escrupuloso en el uso del pasamontañas durante mis visitas a la botica. —Oye nene, por qué no te callas y me invitas a un poco de esa cerveza, en vez de decir tantas gilipolleces. En la farmacia se te ve más hombre, más tranquilo. Esa misma noche nos enrollamos. Me explicó que su jefa era una negrera, una explotadora ruin podrida de millones que además engañaba al seguro declarando siempre un robo de mayor cuantía del real para cobrar más indemnización. Nos explicó los mejores días y la mejor hora para 159


“visitar” el establecimiento, cuando la caja era más golosa y la vigilancia menor. Estábamos absolutamente colgados el uno del otro y éramos inseparables. El Trancas nos veía tan acaramelados que se reía de nosotros: babosos, tortolitos, encoñaos, se burlaba. Ángela y yo compartíamos todo menos la jeringa. Dejó el trabajo y a su familia y se vino a vivir a mi cubil. Mi vida se iluminó con su presencia y nos sentíamos fuertes, invencibles e inmortales. La banda del Trancas pasó a ser de tres miembros, y nuestros objetivos comenzaron a ser de mayor enjundia. De momento Ángela se limitaba a los preparativos: observaba objetivos, anotaba horarios, buscaba vías de escape. Dimos varios palos de buena factura, pero el Trancas siempre quería más, era insaciable. En aquella época iba ya siempre muy cargado de caballo, perico, meta. Siempre estaba colocado y acelerado. Yo seguía siendo su perrito fiel, su mascota, y hacía todo lo que él decía sin rechistar ni dudar, moviendo el rabo contento. Y entonces surgió la posibilidad de la joyería. Era pan comido, una joyería de barrio sin apenas medidas de seguridad, atendida por un setentón y con un buen botín en perspectiva. Era hora de que Ángela se estrenara, así que entrarían ella y el Trancas, mientras que yo me quedaría fuera con el coche en marcha para salir pitando. El Trancas llevaría la voz cantante y Ángela solo tendría que llenar la saca con lo que había en el escaparate y llevarse la cinta del video de seguridad. Coser y cantar. Habíamos quedado en que para hacer bien el trabajo ese día no iríamos puestos, pero cuando apareció, las pupilas delataban al Trancas. Iba hasta arriba. Ángela lo había de160


jado todo hacía tres meses, se lo prometí a mi padre en su lecho de muerte, decía, y yo apenas había fumado un par de canutos para quitarme los nervios. El Trancas estaba como loco, completamente descontrolado. Ya me dio mala espina en el coche cuando íbamos para allá. —Oye, Trancas, ¿no se te habrá ido la mano? —No seas nenaza, y no me hables como si fueras mi madre —respondió malhumorado. Pero por qué tuvo que disparar contra el joyero. Era un pobre hombre, solo un viejo deseando que llegara su jubilación, un carcamal inofensivo que tardó un poco en abrir la caja fuerte porque le temblaban las manos. Y por qué, por qué tuvo que meterle dos tiros a la hija del joyero. Ella solo estaba llorando desconsoladamente de rodillas ante el cadáver de su padre. —Joder, Trancas, qué te pasa, ¿te has vuelto loco? —Era solo un viejo, estaba haciéndose el remolón, quedándose conmigo. —Pero, y la chica, ¿qué cojones, Trancas? ¿Por qué la chica? —Que se joda. Solo era otra niña pija, como las que iban a aquella discoteca. El botín ni siquiera valió demasiado la pena. Justo al salir, Ángela arrancó la pulsera que llevaba la hija de su aún caliente muñeca y se la quedó como único trofeo. —No quiero ninguna parte de esto —dijo—. Me quedo solo la pulsera, que llevaré siempre como recordatorio de un mundo y una vida que debo abandonar de inmediato. Esto no me parece bien. Ángela efectivamente lo dejó aquel día. No se lo reprochamos, estaba claro que no era vida para ella. Encontró traba161


jo en una gasolinera en el turno de noche. A mí me pareció lo mejor. La quería fuera de todo este mundo repugnante de droga, atracos y miseria. Seguimos juntos, y ella no me preguntaba por mis andanzas del día ni yo le daba explicaciones tampoco. La investigación sobre el atraco quedó completamente estancada. Sin testigos, sin vídeo de la cámara de seguridad, sin pruebas ni indicios. Probablemente unos yonkis desesperados a quienes se les fue la mano, pensó la pasma, seguramente se mueran de sobredosis antes de que los pillemos. Tampoco se esmeraron demasiado. Sin embargo, a veces la vida tiene estas cosas. Reparte los naipes de forma caprichosa, pero en general las cartas malas siempre nos las da a los mismos, lo que nos obliga a ir constantemente de farol. Una noche un tipo de la secreta estaba repostando en la gasolinera de Ángela. No pudo evitar fijarse en las viejas marcas de pinchazos en sus antebrazos y en la dorada y brillante pulsera de su muñeca. No le cuadró. Fue a su oficina, movió pesadas cajas de casos cerrados, rebuscó entre polvorientos informes, y descubrió que la pulsera estaba catalogada -era al parecer una obra singular de algún orfebre famoso- y que figuraba entre los objetos sustraídos en un atraco en el que murieron un joyero y su hija. Al día siguiente respondía esposada en un oscuro cuartucho de comisaría a dos veteranos policías que se las sabían todas. Ángela no se sabía ninguna, había sido su primer y último atraco. —Vamos, niña, sabemos que no pudiste haber sido tú. Dinos quién fue, quién fue el hijo de perra que mató a esas 162


dos pobres personas. —No querrás cargar tú con esos muertos, ¿verdad? Te caería la perpetua. Tú no te lo mereces. Mírate, eres una buena chica, trabajadora, honrada. —Dínoslo y saldrás libre, apenas un par de años en condicional. No tendrás ni que entrar en chirona. El juez tendrá en cuenta tu colaboración y lo reinsertada que estás en la sociedad. Esas cosas le gustan. Es un moderno. Pero Ángela no habló. Ella, con su mínima experiencia en el mundo del hampa, si algo había aprendido de esa época era el mandamiento sagrado que regía entre los pertenecientes a tan selecto club: no delatarás. Un principio irrenunciable por el que se guiaba toda esa cofradía de maleantes y delincuentes, un código irrompible e inquebrantable. Chivarse era el peor pecado posible. Era aberrante, era indigno. Era, sobre todo, imperdonable. Si te caía a ti la china, como era el caso, pues apechugabas con la carga en silencio y pringabas, mala suerte. Era una norma que conocías de sobra cuando abrazabas esta maldita profesión, y no había posibilidad de renuncia o de vuelta atrás. No delatarás, no serás un soplón, no traicionarás a otro compañero de armas. Jamás, nunca, en ninguna circunstancia. Lástima para Ángela, ella no había hecho prácticamente nada más que llevarse una pulsera y vigilar una puerta, ni siquiera iba armada aquella tarde, y ahora veía como su vida languidecería para siempre entre rejas, rodeada de drogadictas, prostitutas, asesinas y otras perlas, por unos crímenes que ella no cometió, pero con los que debía de cargar en nombre de la dignidad de una profesión que ya ni siquiera ejercía. 163


—Oye, ¿la chica no hablará, verdad?— me preguntó el Trancas. —No, no quiere decir nada. Es mucho mejor que tú y que yo, Trancas, está hecha de otra pasta. No se merece lo que se le viene encima, no se merece pasar el resto de su vida pudriéndose en la trena. Es todo muy injusto. —Bien, buena chica— fue su respuesta. Al Trancas le cayeron dos cadenas perpetuas, una por cada muerte, más un montón de años de propina por tenencia, atraco, allanamiento, asociación de malhechores y otras cuantas lindezas más. Con su toxicomanía y su mal carácter, lo normal sería que no llegara vivo ni a la mitad de la primera condena. Ángela mantuvo su boca cerrada y no dijo ni una palabra. En el juicio permaneció muda como un maniquí. No respondió ni al fiscal ni al abogado defensor. No inculpó a nadie ni se exculpó a ella misma. Fui yo quien lo largó todo. Fui yo quien llamó al inspector Bustelo, un viejo conocido, y le propuso el trato que le daría en bandeja al asesino que verdaderamente buscaban. Yo le conté todo con pelos y señales: cómo lo planeamos, cómo lo llevamos a cabo, cómo el Trancas ejecutó a sangre fría a esas dos personas, “un pobre viejo y una niña pija, que se jodan”. No buscaba nada para mí, asumía la condena que me pudiera caer. Desde luego yo no era un santurrón, pero exigí a cambio la liberación de Ángela. Ella no se merecía condena alguna, ella había dado un traspié en la vida y se había rehecho, ella era ahora una honrada contribuyente y una ciudadana sin tacha. El fiscal propuso para ella un año en libertad condicional y para mi tres añitos canjeables por 164


trabajos a la comunidad. Acepté encantado, por supuesto, sería para mí además la ocasión de abandonar esa vida miserable que había llevado hasta entonces. A Ángela le dejaron quedarse con la pulsera: que te sirva efectivamente de recordatorio perpetuo para no volver a las andadas, le dijo el juez en su despacho. Fue difícil sostener las miradas de odio que el Trancas me lanzaba desde el banquillo de los acusados durante el juicio, mientras yo desgranaba pormenorizadamente cada detalle de los hechos. Yo sabía perfectamente lo que estaba haciendo, estaba faltando al principio sagrado para salvar a Ángela. Pero, ¿qué clase de principio era ése? ¿Qué clase de dignidad entre hampones para cubrirse las espaldas los unos a los otros? ¿Por qué iba Ángela a pudrirse en vida para que el Trancas se salvara y pudiera seguir libre por ahí haciendo de las suyas? ¿Y cuánto duraría en la calle, en cualquier caso? Más pronto que tarde le atraparían por cualquier otro delito y acabaría igualmente entre rejas. ¿Quién ganaba y quién perdía verdaderamente con esa estupidez de la ley del silencio? Preferí perder toda mi dignidad, preferí poner en riesgo mi vida, pero salvar a cambio la de Ángela, que era lo único que me preocupaba en esos momentos. Tengo que reconocer que tampoco me lancé a ciegas. Calculé y pacté cuidadosamente con policías, jueces y fiscales cada punto de la declaración. Calculé los años que le caerían al Trancas y calculé que jamás saldría vivo de prisión, por lo que jamás podría ejercer venganza alguna sobre mí. Lo único que yo tenía que hacer era mantenerme fuera de problemas para no ser condenado nunca y no coincidir jamás con él en un futuro en un frío patio o en unas sucias duchas de alguna prisión de provincias. Y yo tenía muy 165


claro que esto no pasaría, que aprovecharía esta experiencia para enderezar mi vida y para pasarme al lado desconocido de la gente honrada que se gana la vida decentemente. Lo tenía todo muy bien calculado. Lo que no podía haber previsto es que, once años después, aparecieran esos barbudos mojigatos, esas marimachos con pantalones de pana y esos profesores con aspecto desaliñado anunciando la buena nueva y la eclosión de un nuevo sistema político igualitario y fraternal, donde todos viviríamos en armonía y prosperidad, amándonos y dejándonos amar. Ricos y pobres, blancos y negros, hombres y mujeres. Todos felices, todos hermanos. Fue una victoria apabullante, como nunca se había visto antes. Las viejecitas votaron en masa, los jóvenes, los analfabetos, los intelectuales. Todos en favor del cambio de paradigma que nos traería un mundo nuevo, donde los anhelos de libertad, de justicia y de paz se verían por fin recompensados y donde toda la sociedad, todo el pueblo protagonizaría los albores de una nueva era. La primera medida que tomó el nuevo gobierno –bueno la segunda, tras actualizar al alza los sueldos ministeriales– fue decretar una amnistía general. Todos a la calle. Presos políticos, rateros, violadores, pederastas, estafadores. Todos. También los asesinos múltiples de viejos joyeros y niñas pijas. En el nuevo sistema que se alumbraba todo el mundo debía tener una nueva oportunidad, todo el mundo debía de ser capaz de dibujar su propio futuro. Había que hacer borrón y cuenta nueva, no podían quedar saldos a pagar. Todos estaban invitados a la fiesta de la democracia y de la igualdad. Todos, incluido el Trancas. 166


Y nada de esto había entrado en mis cálculos. Golpean la puerta de mi apartamento. Es miércoles por la noche, mucho antes de lo que yo había previsto. Creí haber oído en las noticias que soltarían a la chusma el viernes pero, o bien el gobierno adelantó la medida, o bien yo no estaba muy bien informado. La verdad es que trabajando diez horas al día de mensajero no me queda mucho tiempo para leer la prensa ni para atender al telediario. Abro con el ánimo derrotado. Por un momento pienso en Ángela y me alegro de que esté ahora mismo trabajando en el turno de noche en la gasolinera, y que por tanto no sea testigo de los hechos que me temo van a tener lugar en este apartamento donde hemos conseguido formar un hogar los dos juntos. —Hola Trancas, no te esperaba hasta dentro de un par de días. —Ya ves, me soltaron hoy. Debían de tener prisa en librarse de nosotros. ¿Puedo pasar? El Trancas entra sin esperar respuesta. Su aspecto es feroz. Los más de diez años en prisión han afilado sus rasgos, pero sobre todo han convertido su mirada en algo tan penetrante y gélido, que se hace imposible sostener su mirada sin sentir un escalofrío. Luce algunas cicatrices nuevas en la cara y debe haber quemado muchas horas en el gimnasio de la cárcel. Observo que no saca en ningún momento la mano derecha del bolsillo de su cazadora, supongo que estará empuñando un arma, lista para clavármela en unos pocos minutos. No tengo tiempo ni para poner en orden mi vida. Todo se está precipitando. He hecho cosas malas y otras muy malas, pero estoy especialmente orgulloso de haber salido 167


finalmente adelante, y especialmente orgulloso de mi amor con Ángela. Trancas me lee los pensamientos. —Joder, estás pálido, tío. Tómate algo, un coñac, una ginebra, no sé, algo, te va a dar un amarillo. ¿No tendrás nada para mí? Vengo seco. Le ofrezco una cerveza. La agarra con la mano izquierda y se sienta cerca de la puerta, bloqueando toda vía de escape por si se me ocurre hacer cualquier tontería. —Verás, Trancas, yo,…Tuve que hacerlo, sabes. No era nada contra ti. Fue por Ángela. El Trancas me mira fijamente sin decir nada, la expresión imperturbable, la mirada de hielo negro. —Tú estabas descontrolado, joder, Trancas. ¿Por qué tuviste que cargarte a esa pobre gente? Y Ángela… Ángela es un corazón puro, es tan noble que no quiso ni delatarte. Ella iba a cargar con tus muertos, ya lo sabes, ella estaba dispuesta a pasar el resto de su vida en chirona por tus crímenes. ¿Qué podía hacer yo? Era ella o tú, Trancas. No te puedo decir que lo siento. Hice lo que hice y lo volvería a hacer. No me arrepiento. —¿Tienes otra cerveza? —es toda su respuesta. —Oye, Trancas, sé a qué has venido. Estoy listo. Al fin y al cabo, son las normas. No delatarás. Pero acaba con esto rápido, sé que puedes ser certero con la navaja o con la pistola. Solo te pido que la cosa sea limpia e indolora. Por nuestra vieja amistad. —Escucha. No te negaré que han sido muchas las noches en las que me he imaginado aquí, delante de ti, ajustándote las cuentas. Muchas noches frías y oscuras, soportando a seis compañeros en la celda, con sus olores, sus gritos, 168


sus palizas, sus violaciones. Muchas noches en las que solo pensaba en cómo te haría sufrir hasta que me suplicaras que terminara de una vez, en como poco a poco te iría arrancando la piel, sacándote los ojos, cortándote en pedacitos, hasta que solo supieras decir: perdón, perdón, perdón, y yo no parara nunca. Debo confesarlo, durante todos estos años no ha habido un solo día en que no haya pensado en ti, sobre todo, en que no haya pensado en cómo hacerte pagar lo que me hiciste, en como devolverte todo el dolor que me has causado. Trago saliva. Me sirvo esa ginebra que antes me ha recomendado el Trancas. —Claro que no era más que un juego, un pasatiempo mental para no volverme tarumba ahí dentro. Es difícil no enloquecer entre esas cuatro paredes con esa compañía, sabes. Pero yo no estaba tan loco como para no comprender que era solo una forma de matar el rato, una fantasía, puesto que era perfectamente consciente de que jamás saldría de prisión y de que jamás tendría la oportunidad de poner en práctica mis proyectos soñados. Y mira tú por dónde, quien lo iba a decir, aquí estoy ahora. —Mira Trancas, no hay necesidad de hacer de esto una venganza al estilo psicópata. Entiendo lo que hice, lo asumo. Te entrego aquí mi vida. Acaba rápido y de una vez. El Trancas apura su cerveza y luego levanta su mano izquierda (la derecha continúa en el bolsillo) en un gesto de condescendencia. —Pero, chico, chico…con la de juergas que hemos pasado tú y yo juntos, con la de líos en los que nos hemos metido y de los que hemos salido. Cómo me dices esas cosas —contesta el Trancas—. ¿Te acuerdas en la escuela? 169


¿Te acuerdas cuando salíamos corriendo del súper con los bolsillos llenos de crema de belleza que luego tirábamos por ahí, solo por ver a esa ballena de guardia jurado corriendo detrás de nosotros, perdiendo el aliento? Claro que te acuerdas. Eran otros tiempos, era otra época. Más difícil, más miserable, más injusta. Por eso he estado prestando atención últimamente a la política. ¿Te lo puedes creer? Yo, que no sé ni cómo se llama el rey, ¿tenemos rey todavía? Sí, chico, la política. Estos nuevos tipos de pinta tan rara dicen cosas muy interesantes. ¿Los has oído? Sí, todo ese rollo del amor universal, de la paz, de los albores de una nueva era. ¡Qué bonito suena, a que sí! Una nueva sociedad en la que todos seamos iguales, en la que exista la verdadera justicia social, en la que los hombres podamos mirarnos de frente y charlar cara a cara; así, en libertad como hacemos tú y yo ahora. Estos muchachos hablan de un nuevo paradigma (hay que ver qué bien se expresan) donde hombres y mujeres caminemos de la mano para procurarnos entre todos un futuro de paz y amistad. Donde el esfuerzo se vea siempre recompensado, el talento dé frutos y donde los niños puedan crecer libres y seguros. Un nuevo paradigma de libertad, de igualdad, de hermandad y de justicia. Un nuevo paradigma donde los pecados queden perdonados y donde todos vivamos un nuevo amanecer puro y sin que carguemos con los lastres de nuestra vida anterior. Por eso nos han soltado, ¿sabes? Para que nos unamos a ese nuevo paradigma y podamos empezar de nuevo, sin cuentas pendientes. No, chico, no he venido a matarte, ni he venido en busca de venganza. No he venido a torturarte ni a hacerte pagar por deudas del pasado. Vengo a estrecharte fraternalmente la mano en son de paz, en nombre de este mundo 170


nuevo, libre y puro, que ahora comienza. En ese momento el Trancas saca por fin la mano derecha de su bolsillo y me estrecha la mía, efusivamente. Al retirar su mano noto que hay algo en la mía, un objeto que me ha entregado en ese gesto y que reconozco inmediatamente: la pulsera de Ángela, ensangrentada. —Un nuevo comienzo, chico, sin cuentas pendientes. Es el nuevo paradigma.

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Tengo un sueño recurrente. Una ola gigante se traga el bloque donde está mi casa. El agua entra por todas partes y yo busco a mi hijo. Lo encuentro en el garaje subterráneo del edificio. Mira por una ventana y sonríe. Yo estoy mojada y tiemblo. Gira su cara hacia mí y dice: «Qué exagerada eres para todo». Me acerco, miro por la ventana y él apoya su barbilla sobre mi cabeza. Solo veo agua y mis propias carcajadas me despiertan. Elizabeth Stone, nadadora paralímpica, dijo: «Tener un hijo significa que desde ese momento tu corazón empezará también a caminar fuera de tu cuerpo». Escribo en Google: soñar con agua. Pincho en soñar.com. Leo: «Índice de contenidos: 1 ¿Qué significa soñar con agua? 1.1 Soñar con agua sucia. 1.2 Soñar con agua limpia. 1.3 Soñar con mucha agua. 1.4 Soñar con agua cristalina. 1.5 Soñar con agua de mar. 1.6 Soñar con agua turbia. 1.7 Soñar con agua corriendo. 1.8 Soñar con inundación de agua. 1.9 Soñar con agua estancada. 2 Otros significados de sueños con agua». No encuentro soñar con agua e hijo adolescente, así que leo soñar con agua de mar y soñar con inundación de agua. Ambos sueños significan preocupación y problemas familiares. Ahora escribo en Google: soñar con agua y Freud. Leo: «Para Freud, el agua se relaciona con lo femenino y, más en concreto, con la maternidad». Ahora sí. Mi amiga Susana, dos años mayor que yo, se enterraba las piernas en la arena caliente de la playa y se orinaba encima. Esto lo hacía con catorce años porque esta sensación de la arena y del orín calientes sobre sus muslos y su vientre la ayudaba a visualizar sus futuros partos. A mí me daba mucho asco. Cuatro años más tarde se casó con un americano de la base, se fueron a vivir a Estados Unidos y tuvieron una hija y un hijo. Siguen viviendo allí, pero ahora ninguno de los tres vive con ella. 173


CARLOS ANDRÉS FABBRI CAMPOS “La tremebunda historia de Sanjuanino Gorrino”

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LA TREMEBUNDA HISTORIA DE SANJUANINO GORRINO Por Carlos Andrés Fabbri Campos “Ésta es, incrédulos del mundo entero, la verídica historia…”

Los funerales de la Mamá Grande Gabriel García Márquez

Ningún otro campesino le hubiera sugerido que no fuera, a pesar que una tormenta eléctrica de proporciones amenazaba la tarde ya oscura. Sanjuanino Gorrino tuvo que ir porque alguien lo alertó en cuanto a que una de sus vaquillonas, en el arduo trance de parir, sufría allá por el recodo bravo del Arroyo Seco. Y allí mismo se fue, a socorrer al animal, no ignorando los presagios de una tragedia segura. Pero marchó convencido que, si un rayo lo alcanzaba otra vez, ya sería el último. Por esos días y no muy lejos de allí, otro episodio funesto, aunque de final feliz, estaba ocurriendo. En las mentes fantasiosas de aquel centenar de negros descalzos y medio desnudos, la resurrección del pequeño Tobías no podía ser fruto de un milagro divino inspirado en la fe cristiana, sino el resultado incuestionable del poder místico de la magia afrocaribeña. Cuando lo vieron salir de la choza de caña brava y paja, tomado de la mano de su curador, el más que famoso en el mundo entero, Petit Grand Joan, todos saltaron de alegría lanzando gritos estridentes de euforia al ritmo frenético de los tambores y comenzaron a bailar alrededor de ambos como verdaderos posesos. El mundo, que durante la noche se había congelado para todos los habitantes de la aldea, volvía a despertarse con los calores 176


húmedos y pegajosos del trópico. Tiempo antes de que ocurriera este fantástico suceso, muy en contra de los dictados de su corazón y de su voluntad y ante el peligro inequívoco de morir achicharrado por un fulminante meteoro eléctrico, Sanjuanino Gorrino comenzó a elucubrar la idea de abandonar para siempre, a la edad de cincuenta años, su tan amada isla del Caribe. Sanjuanino era un mulatillo originario de la República Dominicana, para más precisión de Jarabacoa. Solterón empedernido y padre desconocido de algunos hijos bastardos, era un buen hombre y solitario, hasta el punto de no haber sabido o acaso deseado, formar jamás una familia. Había sido agricultor de caña de azúcar y tabaco, criador de puercos y gallinas, consumidor moderado de ron moreno y comprobado experto en sobrevivir calamidades. Hay algunas personas que en sus pueblos son conocidas por el oficio que ejercen. A Sanjuanino, por el contrario, no se lo mencionaba por lo que hacía, por ser un granjero o un campesino, sino por lo que era: el hombre pararrayos. Resolvió entonces nuestro pequeño hombrecillo una madrugada, antes de la salida del sol, tras venir barruntando la idea desde hacía tiempo, abandonar el bohío donde había nacido y vivido toda su vida, y las quince fanegas de tierra que quince días le llevaban ararlas tirando de un par de bueyes. A fanega por jornada, si no me salen mal las cuentas, hasta que tras muchos años de ahorrar pudo comprarse un tractor viejo y con mucho uso, que no todos los días le arrancaba el muy desgraciado. Sanjuanino era cuasi ágrafo ya que su padre lo había sacado de la escuela a los dos años de haberla comenzado, para que lo ayudara en las tareas del campo. Lo que sí se le daba 177


bien era dibujar muy bonito, por lo que dejó sobre la única mesa de la choza un bloc de hojas en el cual se podía interpretar algo así como su testamento. Allí venía a decir con dibujos, que dejaba todas sus propiedades, pertenencias y animales, a quienes podían llegar a ser sus descendientes, si acaso se los lograba identificar. El mensaje era de fácil comprensión. Con primor había dibujado el rancho, el tractor desbaratado, los animales, el campo...y muchos niños por todos lados, como invadido por niños todo aquello. Hubo quienes interpretaron que los herederos eran los alumnos de la escuela pública. Pero lo más importante, independientemente de todo esto, es que un buen día Sanjuanino se marchó para siempre y nunca más se lo volvió a ver por esos pagos. De su padre conocía porque había muerto cuando Sanjuanino era un chaval de diez años, madurado con prisa y sabedor ya de las tareas elementales del campo. De su madre le dijeron que había muerto muy enferma y joven, cuando Sanjuanino tendría cinco años. Todos en los alrededores menos él, sabían que en realidad se había marchado con un viajante de comercio que aparecía por el pueblo vecino una vez al semestre, hasta que se llevó a la mujer y no se volvió a ver por allí a ninguno de los dos. Las malas lenguas aseguran que terminó siendo vendida en un prostíbulo de Santo Domingo. El padre sobrevivió cinco años desde que ocurrieron estos desgraciados episodios, enseñándole a Sanjuanino el trabajo y contagiándolo de una sempiterna y melancólica soledad. Quizás también, le trasmitiera el desprecio al matrimonio, pero no así a la procreación, como ha quedado dicho. Al niño Sanjuanino lo acabó criando una vecina del lu178


gar, dicen que mala y arpía, que maltrataba al jovenzuelo y lo tenía trabajando como un mulo toda la santa jornada, mientras ella no hacía otra cosa que comer dulce de cocos con leche y casquitos de guayaba. Engordaba tanto cada día que tuvieron en varias ocasiones que ensanchar la puerta del rancho para que ella pudiera pasar. Cuando Sanjuanino regresaba exhausto de trabajar en el campo hasta bien caída la tarde, lo primero que tenía que hacer era prepararle el baño al ballenato aquel y una vez llena la tina con aguas tibias de azahares y sales de Morondanga, le frotaba la piel centímetro a centímetro con un estropajo empapado en aceites de almendras, hasta que la mujer, en la cima del paroxismo, repetía un orgasmo tras otro y caía desmayada como un cetáceo herido por un arpón. Cerca del mediodía se despertaba la señorona y abandonaba entonces sus tareas rurales el joven Sanjuanino, para ir a prepararle a su madrastra una suculenta comida de desayuno consistente en banano frito, huevos de iguana pasados por agua y lonchas de tocino ahumado vuelta y vuelta sobre la plancha. Según cuenta la chismología popular, no sin algo de maldad, por cierto, durante las noches en que el joven caía dormido como un tronco, agotado por la dura tarea cotidiana, la mujerota se le colaba debajo de las cobijas del camastro y lo montaba como una leona en celo, pegando alaridos salvajes y dando gritos y gemidos que se oían perfectamente desde los ranchos colindantes. Una agraciada tarde en el mes de las lluvias, y perfumado el ambiente por una ventolera de cuescos que olían a fritanga de bananos con canela y jengibre, la diabetes y la obesidad mórbida, liberaron de las cadenas de la esclavitud a Sanjuanino y pudo seguir sólo y feliz en la vida por unos cuantos 179


años más. La encontró tirada sobre su cama de dos por dos metros, en pelotas, tal como Dios y su bendita madre la trajeron al mundo, impertérrita y despatarrada, mostrando con impudicia los matojos de pelos negros de los sobacos y el pubis, semiocultos entre las lorzas de grasa que rodeaban su cuerpo de mastodonte antediluviano. Fue ya de mayor cuando nuestro amigo puso rumbo a la vecina Haití, intuyendo con dolor que seguramente nunca más, en lo que le quedara de vida, volvería a ver sus tierras. Consigo no cargó más que la ropa puesta, el inseparable sombrero de paja, un macuto con dos mudas y un maltrecho cachivache de cinc para guisarse las comidas. Entre sus labios mordisqueaba un cigarro puro apagado. De ningún vecino se despidió porque no era necesario, ya que todos sabían que tarde o temprano, Sanjuanino se iría para siempre y era bueno evitar las lágrimas de los adioses. Marchó en busca de un negro muy famoso en toda la isla, tan famoso que no había aldea donde no se supiera al menos, algo ínfimo de él. Su nombre era Petit Grand Joan (en todo caso con esos nombres se lo conocía), y debía su esparcida fama insular al dominio mágico y sin igual de las artes curativas, además de porque era enano. Tan enano era que no era un enano cualquiera, sino el hombre más bajito del mundo. Y además de ser el enano mago más bajito del mundo y de mayor renombre en toda la isla, Petit Grand Joan, era hermafrodita. En efecto, cuando él así lo quería se convertía en “la” Petit: una mujer maga, indudablemente, y además de ello, la enana más bajita del mundo. Petit Grand Joan deambulaba todo el territorio haitiano evitando en lo posible las ciudades donde los sacerdotes franceses lo anatemizaban y amenazaban con los fuegos del 180


infierno. Buen creedor de las artes oscuras y de los pactos con Belcebú, Petit Grand Joan, le tenía verdadero pavor a esos ditirambos a manera de sermones. De vez en cuando se adentraba en tierras dominicanas, donde por las habladurías de los curas españoles que estaban por allí evangelizando a los nativos, algunos lo creían uno de los tantos hijos del Diablo que se mueven por la faz de la tierra haciendo el mal. Habladurías nomás, porque Petit Grand Joan se había prometido no hacerle nunca daño a nadie, por más bien que se le pagara. La gran mayoría de los campesinos lo adoraban como a un santo varón y nunca se supo quien se ocupó de hacer miles de copias de un retrato suyo en blanco y negro, que le tomara un fotógrafo belga en ocasión de recurrir a él para que le curara con éxito su adicción al alcohol. Por aquellos años, Petit Grand Joan era el hombre más querido por la población rural haitiana, más incluso, que el cruel dictador que machacaba al país desde el tiempo en que aún no todas las cosas tenían nombre y quien se hacía adorar a fuerza de tortura y balacera. No le fue difícil a Sanjuanino localizar al brujo bueno que para todo viajaba en una carroza donde curaba, dormía y fornicaba desmesuradamente con hombres o mujeres, según el género que en ese momento elegía tener. Cuando Sanjuanino llegó a la miserable aldea donde le habían indicado que podía encontrar a Petit Grand Joan, el alboroto no podía ser mayor. Resultó ser que un niño de unos siete años de nombre Tobías, había muerto ahogado en el río donde las mujeres fregaban y los hombres pescaban, todo al mismo tiempo, de tal manera que los peces salían del agua mareados por efecto de los jabones y lociones que las lavanderas usaban para engalanar las ropas y 181


restregar los cacharros de las cocinas. Cuando sacaron a la criatura de las turbias aguas, más que negro estaba morado y si había desaparecido por la mañana, bien se podía presumir, caída la noche, cuantas horas llevaba siendo cadáver. No por casualidad sino más bien por presentimiento, pasaba por allí Petit Grand Joan con su carromato y junto a la siempre fiel comitiva de salvados, que, por retornar a la vida, o haber vuelto a ver o andar, le juraban devoción y compañía para siempre, formando así una curiosa comuna de gente variopinta y extraña, que más bien parecía el elenco disparatado de un circo nómada en constante crecimiento. Enterado Petit del suceso del niño Tobías, lo llevaron donde lo velaban con enorme dolor y chillidos de sufrimiento, y pidiendo que lo dejaran a solas con el difuntito, se pasó con él toda la noche fumando tabaco en pipa de bambú y dándole chupones de aguardiente de caña a un botijo. Salía del chamizo sólo para evacuar las urgencias de su vejiga, y aprovechaba la ocasión para sonreír a los expectantes y soñolientos familiares del niño y demás hombres y mujeres. Acto seguido, ya se volvía a entrar para continuar haciendo sus cosas de brujo, que nadie, como es obvio, podía ver. Por la mañana al clarear, salió tan orondo como había entrado, aunque algo baturro por los efectos del alcohol, con el pequeño Tobías de la mano que por niño que fuera, era bastante más alto que él mismo. Fue entonces cuando las gentes de la aldea, medio adormiladas por haber pasado la noche en vela y en silencio, los recibieron con una descomunal algarabía, como por lo general provocan en las multitudes este tipo de acontecimientos increíbles, tildados de milagrosos por los creyentes. 182


Sanjuanino, respetuoso de la exaltación desbordante de los demás, dejó pasar el rato y cuando lo encontró propicio, pidió a Petit Grand Joan que lo atendiera. Así fue que el mago, enterado del asunto que tanto agobiaba al pobre infeliz, prometió ayudarle y le hizo pasar a su consulta rodante no sin antes despacharse una reparadora siesta imprescindible por haber estado despierto toda la noche. Una vez acabado el reparador sueño, Sanjuanino fue invitado a entrar dentro de la carreta y los dos hombres hablaron largamente, acompañados por una botella de ron. Por la sonrisa que se iba dibujando en el rostro de Sanjuanino a medida que el tiempo discurría, se podía comprobar el efecto positivo de las terapéuticas palabras de Petit, así como también, el estado de placer que le provocaba el paso del néctar caribeño a través de la garganta. Quizás más por esto último que por lo anterior, el ánimo de Sanjuanino comenzó a flotar por el ámbito de la abarrotada estancia, es decir, gracias a las consecuencias de la magia etílica del ron, su aura tumbó en su vuelo un falso jarrón de porcelana, desprendió de sus argollas las cortinas verdes y amarillas de las ventanas, apagó las lámparas de queroseno y fue a estrellarse con estrépito contra una pared, desquiciando de un certero golpe un retrato vulgar del mariscal Henri Christophe, vestido para la ocasión con el uniforme de galas de emperador napoleónico. El brujo corrió hacia la puerta para abrirla que se fuera ese espíritu embrutecido antes que le desorbitara la morada en su loco raid. Fue entonces cuando Sanjuanino se dispuso a contarle de manera resumida, las pertinaces experiencias calamitosas que había padecido durante los últimos años de su mediana vida, y tras lo cual, gracias a no se sabe qué 183


capacidad personal, se hizo un experto en superar uno a uno todos aquellos dramáticos episodios, para convertirse así, en un verdadero superador de infortunios. “Y si yo, un pequeño y modesto campesino caribeño, estoy aquí ahora mismo hablando con usted, degustando de este añejo Brugal, con todas sus consecuencias, eso sí, es porque creo que usted podrá espantar de mí, este mal que me persigue”, le dijo con la voz temblorosa y mirándolo fijamente con los ojos empañados de emoción y humedecidos por las lágrimas. Le contó que su vida de guajiro había transcurrido con absoluta normalidad hasta el mismo día que cumplía los cuarenta años de edad, cuando una brutal tormenta eléctrica cayó sobre los campos que en ese preciso momento estaba laborando. Resultaba obvio y a la vez extraño, que el haber sido huérfano de madre siendo tan jovencito aún, que ser criado por un paquidermo inhumano con forma de mujer y haber sido padre de al menos una decena de niños desconocidos, formaba parte de la normalidad de las cosas para Sanjuanino. Fue entonces cuando lo de la tormenta aquella, que un rayo le alcanzó de pleno y tal y como quedaba comprobado, no llegó a matarlo. En todo caso Sanjuanino tuvo que ser hospitalizado y tras pasar unas cuantas semanas en recuperación, volvió a sus faenas rurales. Al año siguiente otra tormenta se desató sobre su cabeza y otro rayo igual de violento que el anterior lo volvió a golpear con toda su furia. Así las cosas, entre los cuarenta y los cincuenta años de edad, fue alcanzado nada menos que en siete ocasiones por sendos rayos. Sé perfectamente porque tonto no me considero, que no pocos de ustedes dudarán de los detalles de esta historia, pero en los Anales de las 184


Crónicas del Caribe, podrán encontrarla escrita, siempre y cuando la busquen con paciencia. Aclarado este inciso, volvamos pues, al relato que narraba Sanjuanino a Petit Gran Joan: “El primer rayo me perforó los tímpanos, me quemó el pelo y la espalda, me arrancó los empastes de las muelas y me provocó un sinnúmero de heridas de diverso carácter y gravedad. El motor del tractor que tanto sacrificio me costó comprar, no sirvió para nada más, salvo para la chatarra. Y allí quedó en medio del campo la máquina aquella, descomponiéndose a la intemperie, como el cuerpo sin vida de un animal y descubriendo con el paso de los tiempos su osamenta gris y oxidada”. Los rayos siguientes habían tenido efectos dispares. Uno de ellos le había hecho padecer un frío helador al atravesar todo su cuerpo desde la cabeza hasta los pies y en otras ocasiones sintió el vértigo del hierro cadente cuando el herrero lo sumerge en el agua. Lo interesante del asunto es que a medida que más rayos lo atacaban, porque los rayos lo atacaban, menos daños le provocaban. “No porque cayeran más lejos, sino porque mi cuerpo se fue adaptando o porque acaso ya los llevo a ellos dentro de mí.” Por una sucesión de milagros o hechos fantásticos, según se mire y según la fe de cada uno, salvó la vida. Esta es una observación incuestionable, aunque lo fabuloso e inverosímil de la historia, nos recomienda repetirlo una vez más. La única consecuencia al menos aparente, que le había provocado el paso de tanta energía eléctrica por su cuerpo, fue el crecimiento desmesurado y constante de las uñas de las manos y los pies, así como el de todo el pelo que cubría su cuerpo. El alargamiento tanto de unas como del otro, se 185


podía percibir mientras se hablaba con él y el simple uso de zapatos le resultaba por demás insoportable. El brujo, tras oírlo con esmero y observarlo con cierta repugnancia, lo desahució. Le dijo que nada podía hacer por él y para peor de males le advirtió que nadie había nacido aún en el mundo con la capacidad suficiente para curarlo. “Márchese a latitudes donde no caigan tantos rayos”, fue lo único que le pudo prescribir a modo de consejo. Además de ser negro y mago, Petit Grand Joan era un gran pensador enano y consciente él mismo de eso, añadió con soltura: “Detrás de los episodios más corrientes que nos suceden día a día, se esconden los motivos más extraños de la madre naturaleza. No debemos de ninguna manera, contradecirlos”. Guardó un tembloroso silencio y tras darle otro viaje a la botella de ron, sentenció: “Que caigan rayos es habitual en medio de una tormenta, pero que todos caigan sobre una misma persona, resulta inusitado. Lo más sensato será no provocar más a la fortuna y hacer caso al mensaje que a través de las nubes, nos envía vaya a saber quien”. Decidió entonces Sanjuanino abandonar no sin tristeza, aunque demostrando un acertado sentido de la supervivencia, su Caribe voltálgico. Para evitar el espanto de las masas con su metamorfosis de monstruo en fase creciente, comprendió que debía instalarse en un pequeño pueblo relativamente aislado de la humanidad, calzando unas guarachas campesinas y cargando, tal como un vaquero del Oeste lleva su Colt, las tijeras al cinto. “Así que al fin y al cabo decidí emigrar. ¡Tuve que hacerlo! Porque si bien el daño de los rayos, como le digo, iba menguando...uno nunca sabe con éstas cosas. Mejor no arries186


gar. ¿No le parece?”, me comentó con el aturdimiento que le provocaba narrar su historia. “Había llegado a pensar que los rayos me perseguían, ya que no es normal que en los últimos dos años nada menos que quince hayan caído en los alrededores de mi bohío. Hoy aquí soy feliz sembrando mis bancales y afilando la cubertería de todo el pueblo y he comprobado que la felicidad cura todos los males...se lo puedo asegurar, amigo mío”. Entonces fue que se marchó a un país lejano pero muy conocido, porque de allí había llegado el idioma que usaban en su isla y prácticamente todos los países de América. Se ubicó por fin en un hermoso y tranquilo paraje, donde los meteorólogos aseguraban que casi no llovía, una región conocida con el poético nombre del Mar de Olivos. La Administración le otorgó asilo socio-sanitario y le cedió unos terrenos baldíos para que en ellos cultivara los sustentos de una mesa modesta. Para ganarse mejor la vida y sin abandonar la agricultura, adquirió formación en el oficio de afilador de cuchillos y tijeras, lo cual por otra parte le fue de útil aplicación con sus propias herramientas que utilizaba en él mismo casi de continuo. La incontrolada importación de este tipo de instrumental, proveniente de China, estuvo a punto de desgraciarle el negocio. Pero la quiebra no sucedió, acaso debido a que no pocos clientes recurrían a sus servicios con la sóla excusa de ver con sus propios ojos aquel despropósito en vida que había prodigado la naturaleza, en una de sus numerosas acciones incomprensibles para la mente humana. Con los ojos abiertos como platos, los curiosos clientes comprobaban en directo y sin intermediarios, cómo las uñas de los pies y manos y los pelos de 187


todo el cuerpo, le crecían de continuo al inmutable Sanjuanino. Yo acostumbré a visitarlo cada vez que podía, hasta que un día me enteré del desgraciado suceso. Me dijeron en el pueblo que la casa de Sanjuanino Gorrino había ardido por completo y al parecer el fuego se había iniciado por un cortocircuito debido a un exceso inusitado de voltaje en la red eléctrica. La vivienda había sufrido algo así como la detonación de un artefacto explosivo de gran magnitud, ya que se encontraron restos calcinados del ranchito a varios metros a la redonda. El vecino más cercano dijo que había escuchado un tremendo ruido, “como si se tratara de una carga de dinamita de esas que usan para horadar la montaña o como si hubiera caído un rayo”. Así fue como lo dijo, y ésta última observación me provocó una espeluznante sensación en forma de escalofríos y piel de gallina por todo el cuerpo. Tras buscar durante horas con perros de cacería, no se encontró cadáver alguno en lo que quedó de la casucha ni en los terrenos aledaños, por lo que el juez instructor no fue capaz de certificar la muerte de nadie. “Si no hay fiambre no hay muerto”, dijo tan pancho el magistrado, y se marchó por donde había venido. Demás está decir que ya no se volvió a saber nada de Sanjuanino Gorrino. Yo quiero creer que está vivito y coleando, y que huyó espantado para no regresar jamás a ningún lado, en la búsqueda de un rincón del mundo donde nunca, verdaderamente nunca, se junten más de dos nubes en el cielo.

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Fin. 190


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VIII Concurso de Relatos para Adultos “Alberto Fernández Ballesteros”, Siendo Presidente del Jurado: Dr. José Carlos Carmona Sarmiento, profesor del Máster en Escritura Creativa de la Universidad de Sevilla, escritor galardonado, con libros publicados en las editoriales Planeta y Alfaguara. Y miembros del Jurado: José Luis Ordóñez Fernández, escritor y dramaturgo galardonado, profesor del Máster en Creación Literaria de la Universidad de Sevilla Edith Mora Ordóñez, Licenciada en Ciencias de la Información y Filosofía de la Universidad de Chihuahua (Mexico) y Doctorada en Literatura y Comunicación por la Universidad de Sevilla. Ha conseguido la XXVII edición del premio anual para escritores noveles de la Diputación de Jaen. José Iglesias Blandón, periodista y escritor, Postgrado en creación literaria y escritura creativa. Ganador del “III Concurso de Cuentos Alberto Fernández Ballesteros”.

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