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EDITORIALES

> LA PRENSA Lunes 23 de Septiembre de 2013 Cd. Reynosa, Tam.

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Desigualdad y política

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POR: FRANCISCO VALDÉS UGALDE

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o hay problema de México tan lacerante como la desigualdad social. Más de la mitad de la población es pobre; la gran mayoría vulnerable a cambios bruscos: desastres, inflación, morbilidad, cambio climático, entre otros. Si la pobreza es acuciante, la desigualdad es una de sus fuentes permanentes. Es necesario convencer que el combate a la primera es inútil sin la transformación del origen de la segunda. La desigualdad es probablemente la marca más notable de la historia social del país. Desde la Nueva España aparece en las crónicas más autorizadas y en los estudios históricos la condición de exclusión de los indios y los trabajadores, a la par de la admiración por las enormes riquezas del territorio. Humboldt fue uno de los primero personajes de relieve que exhibió esta condición de

destitución de grandes grupos a merced de élites acaparadoras en un modo de organización que dejó fuera sistemáticamente a los grupos desfavorecidos. Cuando el problema se circunscribe exclusivamente a “lo social” se evita tocar las agudas aristas de “lo político” como factor operante en la producción de desigualdad y destitución. Este factor tiene, al menos, dos caras. La primera y más determinante es la medida en que los diferentes grupos sociales participan en política a través de organizaciones y representantes en la sociedad civil y en el sistema político. Si estos grupos sociales (indígenas, campesinos, obreros, informales, marginados urbanos, migrantes internos, clases medias de primera y segunda generación) no tienen formas de representación genuinas, que ellos mismos puedan considerar propias, y si esas organi-

zaciones, en el supuesto de que existan, no responden a sus expectativas e intereses, se puede decir que están fuera del sistema político. Es el caso, en muchos sentidos, de las organizaciones “corporativas” y de los partidos. Durante mucho tiempo se consideró que el “corporativismo” en México había establecido un equilibrio entre grupos sociales en la distribución de la renta nacional. Pero con la descomposición del sistema presidencialista de partido hegemónico, las organizaciones dejaron de dar prelación a la representación de sus bases para favorecer a sus costras burocráticas que, gracias a ello, se hicieron de los beneficios que esa función invertida de representación traía consigo. Esta historia es un ejemplo para libro de texto de teoría de la acción colectiva. A cambio ofrecieron apoyo al régimen

controlando sus bases. Los grandes sindicatos nacionales son todavía un ejemplo palpable de ello y siguen siendo esa figura decadente de un sistema que dejó de existir pero de los que cualquier gobierno puede beneficiarse en el corto plazo, no así el país y su gente. La otra faceta de “lo político” de la desigualdad es la forma como predominantemente han operado las políticas sociales. Por una parte, la adhesión a la ortodoxia económica por parte de los gobiernos se hizo sin una reflexión pertinente sobre aquellos aspectos en los que, en un país como el nuestro, el gobierno debe seguir suministrando bienes públicos asociados a la reducción de la desigualdad. Por ejemplo, la restricción de la inversión pública en infraestructura y productividad ha ido dejando a grandes sectores de la población con un déficit de servicios

Procusto en México POR: ARNOLDO KRAUS

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Quienes no son amantes del universo kafkiano, cuando se refieren a alguno de los incontables sucesos impensables, pero reales, propios del tiempo mexicano, afirman, “es surrealista”. Kafkiano alude a situaciones trágicamente absurdas. “Es surrealista”, cuando no se habla de arte, hace hincapié a ideas o situaciones que buscan representar o crear una realidad a partir de sucesos irracionales. México, donde la Realpolitik manda, es, si no la principal, una de las grandes sedes mundiales de sucesos kafkianos y surrealistas. Cualquier ocioso podrá comprobar mi ociosa hipótesis: Basta escribir en Google “kafkiano México” para comprobar mi idea; alguien, doblemente ocioso confirmará mi oficio: escribir, en Google, “surrealismo México”, teniendo cuidado de excluir las actividades literarias y pictóricas, transformará mis hipótesis kafkianas y surrealistas en teoría, cuya patente, es México. Con el paso del tiempo, y bajo la égida de la realidad nacional, lo kafkiano y lo surrealista han dejado de ser suficientes. Se ha dicho, hasta el hartazgo, y con razón, que en nuestro país la ficción supera a la realidad. La victoria de la ficción so-

implementar esas políticas. Todos los indicadores hablan de lo contrario. El país tiene élites competentes, pero a medida que se desciende en la escala el profesionalismo se diluye. Complementariamente, subsiste la corrupción y la falta de rendición de cuentas. Las dos caras de la desigualdad en “lo político” se juntan. Si no hay organización y representación auténticas y si las políticas públicas son insuficientes y mal aplicadas, la desigualdad y sus efectos —como la pobreza y la destitución— se reproducen. A diferencia de otros asuntos en los que se puede responsabilizar al gobierno del problema, en este tema la sociedad está implicada indefectiblemente. Si sus grupos no actúan y no actúan bien en política, con apego a una visión actual de los problemas, nadie vendrá a salvarnos.

El legado de Salvador Allende

TRÁNSITO INSEGURO

l reparar en los sucesos amargos e incomprensibles propios del quehacer político de México, escuchamos, y decimos, con frecuencia, “es kafkiano”. Personas más audaces, alegan que los progenitores de Franz Kafka se equivocaron al escoger Checoslovaquia como su cuna, “Kafka, argumentan, nació en México”.

y capacidades elementales que cualquier Estado está obligado a proporcionar o favorecer, como la salud, los transportes, las comunicaciones y la educación. La inversión se redujo y la población creció. En este punto es menester que esa reflexión y, sobre todo, la deliberación pública se lleve a cabo, aunque sea a destiempo. Una sociedad con pobreza y desigualdad como la de México no puede admitir la indiferencia del Estado en proveer bienes públicos elementales para que los esfuerzos de la gente puedan resultar en mejoría de sus condiciones, es decir, en bienestar. Si lo admite, incurre en una grave falta de moral política. Cuando el Estado minimizado es apartado de estos fines se degrada y pierde legitimidad. Además, hay que revisar si los servidores públicos, empleados de los gobiernos de verdad están capacitados para

POR: CARLOS CASTRESANA FERNÁNDEZ

bre la realidad exige nuevos epónimos. Sugiero agregar procusteano a nuestro léxico. Procusto no compite ni con Kafka ni con Apollinaire, creador del término surrealismo; al contrario, enriquece el panorama. Procusto, en griego, estirador, fue hijo de Poseidón, dios de los mares. Debido a su herencia, era un hombre alto y fuerte. De acuerdo a la mitología griega, Procusto obligaba a las personas, tras ofrecerles morada, a tenderse en una cama de hierro: a las altas, cuyos cuerpos no se ajustaban al lecho, les serraba los pies; a las de talla baja les estiraba las piernas hasta que su cuerpo se ajustaba al fatídico camastro. Otra versión asegura que Procusto poseía dos camas, una larga y una corta, y, una más, que la cama contaba con un mecanismo móvil, cuyo fin era alargar o acortar el lecho con tal de que nadie se acoplase a ella. El resultado era siniestro: todas las personas sufrían mutilaciones o desencajamientos de sus huesos. Gracias a Teseo, rey de Atenas, el destino de Procusto fue similar al de sus víctimas; tras capturarlo lo acostó en el camastro de hierro y lo sometió a la misma tortura: con un hacha le cortó las piernas y después lo decapitó. La mitología griega siempre enseña. Procusto pretendía significar la realidad de acuerdo a sus perspectivas e intereses. Con el fin de alcanzar sus metas, yermo de autocrítica —él era la medida de todo—, seguía patrones preestablecidos: nadie encontraba acomodo en su cama; además, deformaba la realidad utilizando dos camas o por medio del mecanismo móvil.

E Procusto era “totti potencial”: siempre actuaba de la misma forma. Sus víctimas no tenían escapatoria. En el lecho eran sometidas a la voluntad del verdugo. Los gobiernos mexicanos han hecho esfuerzos denodados, consciente, o inconscientemente para someter a la población. En muchos sentidos sus conductas semejan las doctrinas de fe; prohibir disenso, clausurar dudas e impedir controversias son dogmas de fe y dogmas de la Realpolitik mexicana. No educar, no brindar información y no proveer conocimiento, conductas enriquecidas por miseria y alimentadas por chantaje son las bases ideológicas y pragmáticas de nuestros gobiernos. Imposible concebir de otra forma la situación actual del país e inentendible el escaso número de marchas o manifestaciones antigubernamentales. Más de la mitad de la población, los pobres, es víctima de conductas procustianas. Los discursos victoriosos de nuestros políticos, sus mensajes y su firmeza son ejercicios procustianos: acomodar la realidad a su irrealidad es leitmotiv.

Afirmar que la población mexicana cuenta con seguro universal en salud —como sucede en Suecia o Noruega—, sostener que el salario mínimo es suficiente para la canasta básica —sin especificar ni el tamaño de la canasta ni la definición de básica—, y afirmar que se cumple en educación —aunque muchos maestros ejerzan tras haberse titulado como profesores en tele secundaria—, es irrisorio y procustiano. Maquillar la realidad por medio de peroratas es prerrogativa de nuestros políticos; ganar, por medio de acarreos o despensas y deformar datos reales es meta procustiana. Lo kafkiano, lo surrealista, y lo procustiano son parte de nuestra Realpolitik. Las destrezas de nuestros gobernantes no dejan de sorprender. Deforman sin cesar y ahí siguen. Inventan y perviven. Tuercen y persisten. Cambian de uniforme sin reparos morales: PAN por PRI, PRD más PAN, PRI menos PRD. “Todo es igual y nada es distinto” diría Kafka. Ni Procusto, ni Kafka, ni los sucesos surrealistas han sido suficientes para que Teseo desenfunde su hacha.

n 1996, luego de haber denunciado ante la Audiencia Nacional española por crímenes internacionales a cierto general chileno de cuyo nombre no quiero acordarme, algunos abogados de aquel país me preguntaron por qué yo, que no tenía nada que ver con Chile, había presentado esa denuncia, que a la postre conduciría al arresto en Londres del militar en cuestión. Contesté que por solidaridad. La respuesta era sincera pero muy simple, y posiblemente por esa razón la pregunta me ha perseguido todos estos años hasta que, hace pocos días, al cumplirse el 40 aniversario de la muerte de Salvador Allende, viendo el documental que le dedicó el cineasta chileno Patricio Guzmán, entendí por fin el verdadero motivo de aquella denuncia. Contra lo que hubiera podido esperarse, la figura de Allende no sólo no se ha desdibujado, sino que ha crecido hasta agigantarse en estas cuatro décadas. Médico de profesión, Allende dedicó su vida a la política, su verdadera pasión, y se propuso construir en Chile el socialismo desde la democracia. Sus ideales eran los de la revolución francesa: libertad, igualdad y fraternidad. Invitó a los chilenos a acompañarle en la aventura, les convenció, y le eligieron presidente. Hoy podríamos pensar que el proyecto de Allende era utópico, pero el problema entonces era otro: el suyo era un ideal prohibido. En 1970, en plena Guerra Fría, el mundo estaba dividido en dos mitades, cada una controlada por una poten-

cia hegemónica. La revolución cubana había sido un accidente imprevisto, y los Estados Unidos no estaban dispuestos a consentir otro, aunque fuera pacífico y democrático: la voluntad de los chilenos era lo que menos importaba. Hicieron lo posible por lograr que Allende no fuera elegido, y cuando, a pesar de todo, la Unidad Popular ganó, no descansaron hasta derribar su gobierno. Paradojas de la historia: la democracia más antigua de América del Norte destruyó la más antigua de América del Sur. La nacionalización del cobre, principal recurso natural de Chile, no fue una decisión improvisada: estaba en el programa electoral de Allende, y fue aprobada por abrumadora mayoría en el Congreso. Sin embargo, selló definitivamente el destino del presidente, porque el cobre era entonces un mineral de enorme importancia estratégica, imprescindible para la industria y las comunicaciones, y la nacionalización comprometía los intereses de las grandes empresas norteamericanas. Poco importó que los partidos que apoyaban a Allende ganaran después las elecciones municipales con una mayoría aún más contundente que la que habían obtenido en las presidenciales. De nada sirvió que el esfuerzo y la organización de los trabajadores chilenos mantuvieran la producción agrícola e industrial, el transporte y el suministro de alimentos y demás productos básicos, en un país saboteado en el que se declaraban en huelga los empresarios en vez de los obreros.


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