Edición del 10 al 16 de Agosto de 2016

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DEL 10 AL 16 AGOSTO DE 2018

Los soldados del ejército belga también patrullan la estación de tren de la Gare Centrale, la cual desemboca en la Grande Place, el lugar más visitado de Bruselas, junto con la sede del Parlamento Europeo. Está considerada una de las plazas más bellas del mundo por su riqueza arquitectónica y en 1998 pasó a formar parte del Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. Por ella se pasean con los celulares en ristre cientos de miles de personas procedentes de todo el mundo, incapaces de concebir que en un país como Bélgica su vida corra peligro. Entre los arcos de la plaza, en sus accesos, los solados patrullan intimidantes pero discretos, intentando pasar desapercibidos, perderse en un paisaje y en una cultura que hace muchos años logró desechar el miedo y la inseguridad hasta que el terrorismo islámico les recordó que este es un mundo frágil. En los aeropuertos de París, de Burdeos, de Madrid la escena se repite. La inmensamente rica sociedad europea está de vacaciones y se moviliza impaciente, indignada, harta de las estrictas normas de seguridad que imperan a la hora de acceder a las salas de abordaje. Las revisiones aleatorias son constantes; los líquidos (no más de cien mililitros) deben ir en bolsas de plástico transparentes no superiores al medio litro de tamaño y hay que sacarlos de la maleta para pasar el arco de seguridad. Los atolondrados turistas, acostumbrados a vivir en sociedades sin

restricciones, con las libertades individuales garantizadas más que en ningún otro lugar en el mundo, no siguen las instrucciones con la pericia y la velocidad que los encargados de la seguridad en los aeropuertos quisieran, lo que provoca tensión, malestar, inconformidades. Los accesos se vuelven lentos, las colas, interminables, y el personal de seguridad grita las instrucciones, hartos de que la mayoría las incumpla. Dispositivos electrónicos a la vista, fuera cinturones y botas, ese perfume tiene más de cien mililitros, señora, aquí se queda. Los militares, los policías, los guardias de seguridad en Bruselas tienen muy presente que dos años atrás, en marzo de 2016, en ese mismo aeropuerto estallaron dos artefactos en la sala de salidas que sesgaron 30 vidas y dejaron más de 300 heridos. El Estado Islámico reivindicó el atentado como venganza por el operativo policiaco belga que una semana antes resultó en la detención de uno de los responsables de los atentados en París ocurridos en noviembre de 2015. Los cuerpos de seguridad de ese país pequeño y pacífico no han tenido un minuto de descanso desde entonces para tratar de salvaguardar la seguridad de residentes y visitantes, conscientes de que un terrorista suicida se les puede colar en cualquier momento y hacer estallar una bomba en pleno centro, en una estación de metro o en el mismo aeropuerto. Pero los cientos de miles de turistas que pululamos felices e inocentes,

cargamos con la inconciencia de haber crecido sin la paranoia de la violencia. Y este es el gran dilema que enfrenta la vieja Europa desde hace más de una década: ¿cómo proteger a una población que se precia de haber conquistado todas las libertades posibles? Mientras millones de turistas visitan España (junto con Francia e Italia, el país que más vacacionistas recibe en este periodo), el juez que lleva la instrucción de los atentados en Barcelona ocurridos el año pasado dio a conocer parte del sumario. La información es escalofriante. El atentado perpetrado en las Ramblas mediante un atropellamiento el pasado 17 de agosto, causando 16 muertos y un centenar de heridos, pertenecía a un plan mucho más ambicioso: hacer explotar una serie de bombas en el Camp Nou el 20 de agosto de ese año, durante el primer partido de la Liga entre el Barcelona y el Betis. Según el sumario, este atentado se vio frustrado por la explosión accidental acaecida el 16 de agosto en una localidad cercana a Barcelona, donde los terroristas preparaban los artefactos para esa fecha señalada en documentos que la policía española encontró en poder de la célula yihadista desarticulada después del ataque a las Ramblas. De perpetrarse, habría pasado a la historia como el mayor ataque terrorista sucedido en suelo europeo. Esta información, de la que se hicieron eco todos los medios de comunicación españoles, fue dada a conocer el 1 de agosto, en medio de los opera-

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tivos vacacionales en los que millones de turistas se mueven por el territorio español abarrotando sus playas y montañas, sus monumentos, sus restaurantes, sus aeropuertos y estaciones de tren. Millones de personas vulnerables e indiferentes a una guerra de baja intensidad que el Estado Islámico continúa alimentando de manera sistemática y que las fuerzas de seguridad de la Unión Europea combaten intentando no lastimar el estilo de vida occidental, ese estilo que ofende a los fanáticos del Islam, dispuestos a todo para erradicarlo. Hace una semana, el parlamento de Dinamarca aprobó una ley que prohíbe ir por las calles de ese país con el rostro tapado; esta medida afecta a las mujeres musulmanas que usan burka y niqab, es decir, que se cubren cabeza y cara por sus creencias. Es curioso, pero muchos daneses salieron a las calles a protestar por una ley que consideran atenta contra las creencias religiosas de los musulmanes que habitan en ese país. Al hacerlo, estaban defendiendo la esencia de la sociedad danesa: la libertad como estilo de vida; el problema es que algunos de los que están dispuestos a minar ese estilo de vida mediante el terror se esconden detrás de los burka y los niqab. De alguna manera, con leyes como la aprobada recientemente en Dinamarca y la presencia de los militares patrullando las ciudades más importantes de Europa, los terroristas ya han ganado su primera batalla.


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