Edición Impresa 21 al 27 de Enero 2011

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PRIMERA PLANA

DEL 21 AL 27 DE ENERO DE 2011

Justicia judicial en riesgo “Donde hay poca justicia, es un peligro tener razón”.- Francisco de Quevedo (1580-1645) Por Héctor Rodríguez Espinoza En el fondo de la abigarrada fenomenología de la ¿comedia? ¿Tragedia? mexicana están —entre otros— la desconfianza hacia nuestros gobernantes de los tres órdenes y la violencia generalizada en cada vez más municipios otrora orgullo (Juárez, Culiacán, Tijuana, Monterrey, Morelia, Acapulco, Guadalajara, Nogales). Desconfianza La desconfianza ha obligado al gobierno a paliarla —que no resolverla— mediante la creación, a partir de 1990, de Instituciones administrativas y jurisdiccionales para garantizar la vigencia de la mitad del Lema de la revolución maderista: “SUFRAGIO EFECTIVO”, a un costo estratosférico, digno de países del primer mundo donde —paradójicamente— la confianza en sus gobernantes la combaten con una buena educación, no la compran con derroche de fondos públicos. Violencia La violencia generalizada producto de la delincuencia organizada (35 mil muertos, años 2000 a 2010) ha llegado a analistas —apoyados en el lingüista estadounidense Noam Chomsky— a calificar (a mi juicio exagerado) como Estado fallido al nuestro. Un subproducto —pero fundamental— es la seguridad pública y procuración de justicia, a cargo de las Secretarías de Seguridad Pública federal y locales y Procuradurías de Justicia de la República y locales; y la administración de justicia, a cargo del Poder Judicial Federal y de los Poderes Judiciales locales.

A raíz de la reforma constitucional (Artículos 3, 5, 24, 27 y 123) en materia penal de junio del 2008, se crea el nuevo sistema acusatorio y oral —que desde hace varios años aplica EU y varios países de Latinoamérica y Europa— y que, según Eduardo Medina Mora, “ayudará al Estado mexicano a ganar la guerra que declaró hace dos años el presidente Felipe Calderón al crimen organizado”. (Analizan juzgadores la reforma penal en Jornada, 11 julio 2009). Caso Marisela Ortiz Después de tanto prolegómeno, quiero aludir a un caso paradigmático que ha dado la vuelta al mundo no solo judicial, sino en general, poniendo en riesgo, cuando no en ridículo (justa o injustamente), la maltrecha imagen de la investigación policíaca y ministerial y de la justicia judicial penal mexicana: el de Marisela Ortiz Escobedo, en el Poder Judicial del Chihuahua, cuyos tres jueces absolvieron al asesino —así lo consideró el tribunal de apelación que revocó la sentencia— de Rubí Frayre. Ellos acusan a los fiscales de ineptos por no aportar evidencias lícitas y suficientes para condenarlo. Sobre él me preguntan colegas abogados, profesores, alumnos y amigos de café. Hasta el presidente de la República los ha criticado diciendo que hay jueces

que se concretan a “hacer un check list de formalidades”, absolviendo a criminales y abonando a la corrupción y a la impunidad. De jueces han pasado a estar suspendidos, acusados de Juicio Político, quejosos en un juicio de Amparo, avisando un exilio en Texas y recorriendo los medios masivos, en busca de la justicia popular de la dolida opinión pública. Debo conocer el expediente completo para dar una opinión seria en la ciencia del Derecho. La nuestra no es dura ni exacta, sino social y de criterio, que desde Sócrates busca la verdad y la justicia, valores tan inasibles cuan veleidosas. Por lo pronto comparto una respuesta con la opinión —que no tiene desperdicio—, expresada por mi maestro, jurista y decano del Derecho Penal del noroeste, Lic. Roberto Reynoso Dávila, “¿Correcta función judicial?” (Imparcial, 16 ene 2011). “El Supremo Tribunal de Justicia de Chihuahua ordenó la suspensión de los tres jueces que absolvieron al asesino confeso de Rubí Frayre. Ellos acusan a los fiscales de ineptos por no aportar evidencias lícitas en el caso; no supieron ni pudieron aportar evidencias lícitas y suficientes para condenar a un imputado de un delito grave. Esta es expresión del mecanismo síquico del chivo expiatorio, culpar a otros de los errores propios, pues los jueces penales tienen como objetivo básico cono-

cer la verdad de la controversia para dictar una sentencia justa. Las leyes conceden términos a las partes para que aporten pruebas para esclarecer los hechos planteados en las controversias. Pero los jueces no están vinculados a ellos; reza el principio jurídico-procesal de que para el juez no concluye el término de prueba y, para ello, cuentan con el principio de oficiosidad, podrán recabar oficiosamente las pruebas necesarias. Con certera razón el jurista argentino Carlos Creus señala que “el correcto funcionamiento de la justicia depende del acierto de las decisiones de los magistrados sobre la verdad histórica de los hechos juzgados”. Si los jueces adoptaran posiciones sólo pasivas en los procedimientos, se convertirían en meros títeres de las partes. Los jueces no son robots ciegos y mecánicos de la Ley, al aplicarla deben sabiamente interpretarla al través de los valores culturales, buscando el sentido de justicia que debe imperar en sus fallos. Un juez no puede lavarse las manos, como Poncio Pilatos, culpando de sus fallos aberrantes a deficiencias de las leyes; ni evadir su responsabilidad señalando deficiencias de las partes, porque es el principal motor del procedimiento”. ¿Verdad que —preliminarmente— poco se puede agregar?


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