Mitos y cuentos tradicionales

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–¿No me tienes miedo –preguntó con ansiedad, Jacinto–, al verme tan grandote? –No –repuso el niño–. Eres muy bueno y me has ayudado. Ahora me gustaría encaramarme a tu hombro. Debe ser como estar en un balcón del primer piso. –Súbete de un lado, que llevaré un fardo de leña del otro –dijo Jacinto, muerto de risa al escuchar que comparaban su hombro con un balcón. Emprendieron así el regreso a la casa del niño y llegaron en medio del asombro general de la familia. Hasta aquel momento no habían conocido un gigante más sonriente y educado. Jacinto se quedó a vivir con ellos, hasta que el padre se sanó y volvió a trabajar. Cada día se achicaba un poquito más, hasta quedar de la misma altura que el leñador. Los niños jugaban con él a la mancha, al escondite y a vigilantes y ladrones. Y cada día que pasaba, lo querían más. Una noche se acostó muy feliz, durmió a pata suelta, y al otro día despertó en una plaza con su flamante uniforme de guardián y rodeado de niños que le decían: –¡Cuéntanos otro cuento, Jacinto! ¡Sí! ¡Cuéntanos otra vez ese del gigante que quería ser hombre y jugar con nosotros, los niños!

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