Cuento de navidad 2017

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Cuento de Navidad por Carlos Franco Agudo

La mirada que le devolvió el espejo, tras levantarse de la cama, le dejó preocupado. Era un gesto cansado y senil. Desconocido. X chasqueó los dientes intentando rellenar aquel repentino e incómodo silencio. La bruma de una mañana de noviembre pasó ante sus ojos rezumando humedad mientras dibujaba recuerdos que transpiraban futuro. Dejó de chasquear. Aquella representación de sí mismo había decidido darse la vuelta y, sin hacer cuentas siquiera de su presencia, se dirigió hacia el infinito. X trató de suspirar con alivio porque aquel viaje tenía nombre de calle y un destino reconocible: su normalidad. Aunque no las tuvo todas consigo hasta traspasar el umbral de la puerta y comprobar que aquello seguía siendo su insulso presente. Habitualmente este tipo de fantasmas solían acompañarle lo más hasta llegar a la librería que regentaba. Allí los problemas iban surgiendo de otra manera, con desidia, como el polvo que se desmoronaba sobre sus libros. No fue el caso. Había evolucionado en una tormenta tropical que duró lo que el día y que no descendió hasta descubrir que ya era de noche y que, de haber estado más atento, habría cerrado hace una hora. Como hacía ya más de 15 años, don Evelino lo aguardaba en la salita de la lectura para jugar una partida de ajedrez. Solía colarse poco antes de dar el cerrojazo y X había acabado por aceptarlo como el ansiolítico particular con el que sobrellevar clientes indecisos y sobones. Hoy, con una sombra de hiel que aún seguía rellenando de hiel su silencio, su presencia le pareció más necesaria que nunca. Don Evelino tenía 20 años más que él. Poseía una larga barba anticuada que lo hacía más anacrónico de lo que ya de por sí parecía con su ristra insufrible de palabras olvidadas. Absolutamente regio. Lejano. Igual que una estatua del paseo de la Vega, le trasportaba a cuestiones necesariamente absurdas y metafísicas: ¿se habría sentido derrotado alguna vez? ¿Qué vacío rellenaban el silencio de su gesto triste?

-No has dado ni una -respondió a sus dudas mientras retiraba del tablero la torre que le acababa de comer.

Era la primera vez que lo oía mientras jugaba. X levantó la cabeza perplejo con la convicción de que estaba contemplando un acontecimiento inaudito. Una estatua que hablaba. Pero aún le quedaba mucho por descubrir. Don Evelino habló por segunda vez.

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- Se te ve en los ojos: son los 50. No digas más. -¿Cómo que los 50? …Si tengo 47 -le dijo X sobresaltado. -Peor aún: te ha llegado antes de tiempo -concluyó Evelino sin dar pie a réplica-, y no me extraña porque sueles precipitarte en casi todo.

X, mientras guardaba las piezas y el tablero, cambió de preocupación mientras iniciaba un carrusel de recuerdos que apuntalaban esa afirmación, sin duda, la antesala de la vejez. En concreto a la primera de las tardes. La última vez que le oyó, fuera de afirmaciones circunstanciales o ruiditos aprobatorios. Era nochebuena. Como no tenía donde ir, ni aún conocía el enrevesado camino por el que giraba el tiempo, había superado ya las 8 de la tarde y seguía sin cerrar. En general a esas horas, fuese o no fuese fiesta, ya no solía quedar nadie, pero aquel día alguien se le había colado en el sillón para probar libros hacía dos horas, uno de los avezados avances de marketing con los que trataba de sobrevivir al mercado. Lo peor es que se había enfrascado en la lectura de un libro de ajedrez sin que apenas diera señales de vida: Don Evelino.

-No sabía que la apertura española diera tanto de sí -le dijo comenzando una hábil maniobra de flanco con trazas de conversación hacia el punto de lectura más mimado del gremio librero, no sin cierto miedo ante lo que parecía un extraño y peculiar personaje. -Pues así es. Tiene 400 añitos y aún sigue en la brecha. Ruy López, su creador, no sabía lo que estaba inventando. Pero la verdad, no podría engañarle, hoy no,…la verdad es que andaba enfrascado en otra cosa… -Usted dirá…

Evelino le miró de arriba abajo y, por un extraño milagro que nunca más se volvió a repetir hasta el presente, comenzó a hablar.

-Bueno, poco hay que decir. Me acordaba de como esta apertura fue la primera que me enseñaron. Ha pasado mucho desde entonces… Y mire, ahora la encuentro analizada por Kasparov. Yo no di nunca tanto de sí. Fui un ajedrecista sencillo pero digno: al principio la ejecuté con una ingenuidad descuidada, por el centro, con movimientos impredecibles y sorpresivos, excesivamente azarosos, en general torpes, que quiere que le diga…, las cosas de la juventud, ya sabe, para luego cerrarla en cuanto llegué al medio juego, mi madurez, y convertirla actualmente en una pesadilla especulativa. Lo dicho: cosas de la edad. Hermosa apertura, pero mierda de vejez… Aunque ni entonces, ni ahora, me ha llevado a ninguna parte. Tal vez Kasparov nos ilumine al respecto. ¿No cree? -Los grandes maestros no tienen corazón, sólo saben ganar. Dudo que entendiera de metáforas de vida. Pero no exagere… usted no es un anciano…-le respondió X. 2


-Ya. Eso se cree usted. Pero desde que cumplí los 50, el señor que me mira desde el espejo cada vez tiene la cara más lela. Ve el centro del tablero tan confuso que apenas sugiere acciones que, como diría el gran Capablanca, hagan desaparecer la hojarasca de la partida. -… Eso no es el paso del tiempo, eso es indolencia. -Mire, no me aburra con lecciones de segundo de catequesis. Leo sobre ajedrez… Otros toman cognac o ven películas. Ésto clarifica mi mente, me hace imaginar caminos, perfectos e imperfectos, me hace asomarme a sus recovecos, a contemplar sus finales, incluso imaginar los márgenes, sean los que sean. La vida no dibuja variables ni la mitad de bellas.

X sonrió. No era una mala propuesta para una noche navideña.

-¿Me está usted proponiendo una partida? Seguro que no le llego ni a la suela de los zapatos. Apenas se mover las piezas. Pero yo tampoco encuentro nada mejor que hacer. -Pues como todos -le respondió Don Evelino, con una suficiencia cansada.

Y así comenzó aquella partida, una nochebuena como la actual. Aunque las tornas habían cambiado. Hoy era él el visitado por el silencio de una confusión disfrazada de futuro y de sí mismo. Cuando acabó de guardar todo, tablero, figuras, y terminó de adecentar el rinconcito de lectura, descubrió que Don Evelino aún seguía allí. Y aún parecía que tenía algo que decir. Sin duda había contemplado aquellos recuerdos en su mirada como si los hubiera visto por una televisión, regresó a su teoría de los 50 con la absurda idea de recordar que él también fue una vez joven.

- Si me lo permite, aunque ahora no lo entienda, la cosa tiene su sentido. A mí se me vino hace ya ni se sabe, de adolescente, cuando me dedicaba a la cosa del ajedrez con una seriedad y entrega que ahora no se conoce. Ciertas circunstancias familiares que no viene al caso recordar, me predispusieron a la soledad y, con ello, al juguete paliativo más poderoso: el ajedrez. Él me hizo persona, me dio una estima y hasta me presentó a las pocas personas con las que me he relacionado en la vida.

Evelino carraspeó. Inmediatamente sus recuerdos brotaron a borbotones de su garganta como un torrente desmedido que hubiera estado esperando ese instante para romper aquel anodino paisaje desbordado por los libros. Fue un aluvión bíblico. Inesperado. Casi diría que atroz. Resulta que de muy joven ya se daba a aquella pasión que decían de príncipes, pero que en realidad parecía de señores muy serios. Que, desde que tenía memoria, había participado en torneos, ganado alguno de ellos. Y que, finalmente, había conseguido ascender a la liga federada nacional, paso intermedio para llegar a jugar los 3


torneos internacionales. Tanta devoción había tenido su precio: una vida social que, desde su infancia, se remitía a la mera convivencia con las figuras modelo Stauton nº 5, bueno, y a un chaval, más o menos como él, que conoció en el provincial de Madrid del año anterior. Ambos habían accedido a las semifinales y disponían de un respiro antes de ponerse nuevamente frente al tablero para finiquitar el torneo. - Me LLamo Javier J. -le dijo-, estaba en el tablero de al lado y…, vaya, he visto el final de alfiles y caballo que te has marcado. Buenísimo. -Gracias, yo me llamo Evelino, yo también he echado algún ojo a tu partida. Así que gambito Evans eh? Muy tortuosillo para mi gusto. -Ya, ya me di cuenta que eres más combinativo. Más de juego abierto.

Evelino no acabó de escuchar esas palabras, ni de atender a aquel, probablemente hábil e ingenioso comentario, cuando un rayo de color rubio le partió el aliento en un instante que llegaría a recordar durante toda una vida. Ana, su Ana, la única chica a la que podría amar en esta vida y en alguna otra, si es que hubiera más vidas, se reveló ante él igual que el todopoderoso se mostró a Moisés trasfigurado en zarza ardiente una tarde veraniega en el monte Sinaí, sólo que esta zarza tenía las formas con las que había construido sus deseos tal vez desde que naciera. En realidad Ana no era un ángel. Un par de horas después, cuando recobró el habla, descubrió que se trataba de una azafata puesta por la federación para facilitar las cosas a todos, gafotas y gente seria que pululaban por el evento. ¿Cómo entablaron conversación? Aún hoy seguía sin acordarse. Muy probablemente fuera aquel amigo reciente, Javier, quien la dijera algo. El caso es que dos horas después, digo, se descubrió hablando con ella. - No, no te calles, le dijo Ana… Que está muy interesante… Nunca había jugado a esto, pero ahora con la apertura esta, española, me has dicho que se llama, ¿no?, bueno… Si me acuerdo no pareceré una pardilla…

Aquella noche su amigo Javier ganó el torneo y él perdió su partida por incomparecencia, pero a cambio hizo por primera vez el amor con una chica y descubrió que la vida contaba con más de las 64 casillas de un tablero de ajedrez.

-¿Javier Jiménez? -le interrumpió X asombrado-, ¿el que llegó a jugar el torneo de candidatos al título mundial con Ivanchuk?

Evelino asintió. Desde su perspectiva Javier siempre fue un enredoso. Juego cerrado. Mucho cálculo. Mucho Capablanca. Unas gotitas de Fisher, para desatascar… En fin. A él no le convencía, la verdad, de hecho nunca le consiguió derrotar. Y eso que a Evelino le aburría soberanamente cada vez que le cerraba su apertura hasta convertir la partida en un sudoku indescifrable que le llevaba las dos horas reglamentarias solucionar. Pero él se enamoró de 4


Ana y Javier no. Y el ajedrez pasó a un segundo plano, aún trascendente ante el único objetivo posible de su existencia: hacer sonreír a Ana.

-Pues sí, Javier Jiménez. Él es la imagen de lo que no fui, porque la vida me llevó a ese otro territorio menos novelesco de crear una familia normalita y vivir un amor. A los 50 precisamente ella desapareció. El Evelino del espejo estaba ahora solo y sin identidad: los mismos males que observo le acosan a usted. No he tenido más que mirarle hoy para comprenderlo. No obstante no se preocupe, al final se sobrevive. El centro se desatasca y la partida acaba en un final más o menos descriptible del que nadie se acuerda como empezó. ¿Mi consejo? Esta noche, cuando regrese a casa, no tema volver a mirar al espejo. El futuro también es una parte de su vida.

Y a su vuelta allí estaba él, inmutable, granítico, igual que lo dejara unas cuantas horas antes aguardándole imperturbable desde el otro lado de la habitación. Pero esta vez sonreía. De hecho se sorprendió porque se trataba de un anciano. No sabía como lo había hecho, pero era el propio Don Evelino. Con la barba hirsuta, con ese tratado del sabio pero inquieto Kasparov, sobre la apertura española. Que tal vez seguía llevando porque finalmente nunca supo interpretarla bien. No es que la sorpresa le cogiera del todo desprevenido. Hacía mucho que había dejado de sorprenderse por nada. Sin corazón el asombro es una propiedad que carece de sentido. Por fin descubría quién era realmente. Por fin comprendía que el tiempo le había pasado por delante y por detrás. Porque Einstein se equivocaba mirando a las estrellas para comprender las fuerzas del universo, pudiendo observarlo en aquella deliciosa apertura impredecible. Y por fin sentía que aquella mirada de soslayo le invitaba a una nueva partida de ajedrez que de nuevo, ahora que se sabía joven a sus 70 años, volvía a ilusionarle.

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