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3. Señor del «tiempo del Inga»
3. señor del «tiemPo del Inga»
Como se dijo, el propio don Juan reconoció en su confesión la verdad de algunas acusaciones, especialmente las referidas a su relación con numerosas concubinas. Destacaban sus dos primas —María Felipa y María Verónica—, dos indias «del común» —María Agustina y Juana Camargo— y dos mancebas que vivían con él en Chupaca, Magdalena Guallcaguasu y María Vilcatanta. Con esta última tuvo al menos tres hijos, sus preferidos para sucederlo.
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En tal sentido, un dato aportado por el doctrinero fray Diego Larrea Peralta no debería, por lo argumentado hasta aquí, sorprendernos. Por lo tardío de la fecha (1647), la información posee, sin embargo, gran dosis de interés.25 Según el dominico, y como «en tiempos del Inga», eran los propios indios quienes le entregaban sus mujeres a don Juan, su cacique, porque le temían, lo respetaban como a su señor y buscaban caerle en gracia. Así,
teniendo a gran dicha los padres el que trate con sus hijas, y las estupre: y a[roto] ellos mismo[s] le combidan con ellas, i las unas y otras concubinas suyas que son muchisimas de todo genero y estado se guardan los rostros, se hablan bien, y se saludan sin repugnancia alguna porque assi lo gusta y ordena el señor don Juan Apolaya.
Dos aspectos destacan del testimonio. En primer término, resalta que parte del prestigio del cacique ante determinados individuos, al menos aquellos que entregaban a sus hijas, recayera en sus numerosas mancebas y en la relación recíproca que con dicha entrega se creaba, aún en 1647. En segundo lugar, destaca que existiera una relación armónica entre las numerosas concubinas, lo que nos habla de un cierto grado de cercanía y familiaridad. Las relaciones entre mancebas no siempre eran tan cordiales, como se desprende del análisis de la visita a Huánuco de 1562 (Bernand 1998: 355).26
Pero podemos profundizar más en la esfera de las mancebas de don Juan Apoalaya. Con el propósito de dar mayor solidez a sus acusaciones, el dominico Larrea y los indios principales que lo secundaban presentaron un expediente judicial que ofrece valiosa información al respecto. El documento demuestra la conexión entre las numerosas mancebas del curaca —y las de otros caciques—, la legitimidad del poder curacal y las alianzas que mediante el intercambio de mujeres se podía tejer aún a mediados del siglo XVII. De manera sorprendente, la denuncia fue iniciada
25 Las medidas oficiales para erradicar la poliginia cacical durante el siglo XVI, especialmente durante el gobierno del virrey Toledo, llevaron a Espinoza Soriano a afirmar que «Así fue cómo a fines del siglo XVI era ya muy raro encontrar un curaca con pluralidad de esposas en la costa y sierra del Perú» (1977: 447). Para el caso de un cacique de Tarma que tenía en el siglo XVIII tres o cuatro mujeres y solo una era considerada legítima, véase Arellano Hoffmann 1988: 94. 26 La declaración de Larrea en f. 85v. Véase, sobre este punto, Espinoza Soriano 1977: 426 y 430.
por doña Teresa Unocyaro, india del pueblo de Chupaca, quien denunció a su marido y a nuestro don Juan en 1642 en los siguientes términos:
por consentimiento y buena boluntad de don Geronimo Soco Alaya mi marido E estado mansebada casse diez y siete años con don Juan Apoalaya contra mi boluntad y en la ofensa tan grande de dios nuestro señor tan publico y notorio y asta que [don Juan] se fue a lima agora ocho meses.
Doña Teresa describió a don Juan Apoalaya como su «cuñado carnal», por la relación del cacique con una sobrina suya, nada menos que María Vilcatanta, la «Choclos». Nótese cómo la denunciante establecía su parentesco a partir de la manceba. Doña Teresa agregó a su denuncia que el principal acusado se hallaba en esos momentos en Lima con su manceba la Vilcatanta, «como marido y muger haziendo vida maridable como ssi fuera gentil y tiempo del Ynga en quien tiene sinco o seis hijos». Así pues, hasta antes de que don Juan partiera hacia Lima, doña Teresa había sido otra de las mujeres del curaca. Pero lo que había impulsado definitivamente a doña Teresa a declarar era que, no contento con su manceba la Vilcatanta, don Juan había pedido por escrito y expresamente a un curaca local, don Jerónimo Socoalaya, que le enviara a su esposa, precisamente la denunciante, a la ciudad de Lima. Dos cartas en original con ese tenor, firmadas por «Juan Alaya» y en nuestra opinión auténticas, fueron agregadas a la denuncia de doña Teresa, quien dijo haberse resistido a cumplir la voluntad del cacique principal de Ananguanca.27 ¿Por qué don Juan solicitó a don Jerónimo Socoalaya que le enviara a su propia mujer? La explicación radica precisamente en que el cacique de Ananguanca se hallaba en la Ciudad de los Reyes respondiendo a unas acusaciones que don Jerónimo y otros indios principales del repartimiento le habían interpuesto. En este contexto, el intercambio de mujeres buscaba cumplir algunas de las funciones que desempeñó en tiempos prehispánicos, como afirmar o reafirmar lealtades resquebrajadas y generar consenso entre las parcialidades que compartían el poder en Ananguanca, sin que esto excluyera otros mecanismos solo en apariencia más convencionales.28
27 Según doña Teresa Unocyaro, María Vilcatanta era hija de su hermano carnal. La declaración citada textualmente en f. 3r-3v [foliación final]. Sobre don Juan viviendo en Lima con su manceba, como gentil de los tiempos del Inga, véase f. 3r-3v. Las cartas en f. 5r-6r y 7r-8r. Están fechadas en Lima a 1 de diciembre de 1641 y a 2 de enero del año siguiente. La negativa de doña Teresa en f. 3v [foliación final]. Un documento independiente fechado en Huancayo a 21 de febrero de 1643 corrobora la presencia del cacique en la Ciudad de los Reyes. 28 Ralph Bolton (1974) ha descrito, por ejemplo, la relación denominada tawanku, una institución de intercambio de cónyuges entre los actuales collas. La misma implica a cuatro personas, dos hombres y dos mujeres, y se restringe a parejas ya casadas, siendo el intercambio de relaciones sexuales entre las mismas condición necesaria para la existencia del tawanku. De ninguna manera, sin embargo, este se restringe al intercambio de favores sexuales, sino que conlleva la creación de varios vínculos recíprocos de cooperación en actividades económicas y sociales. Agradezco a Marco Curatola el sugerirme
En efecto, sabemos que don Jerónimo Socoalaya, el marido generoso, era alcalde ordinario del pueblo de Chupaca, una posición de autoridad nada despreciable allí donde residía el cacique don Juan. El compartir puestos de autoridad en el mismo pueblo nos habla de las relaciones entre ambos con anterioridad a 1642, así como de los beneficios obtenidos por la entrega de doña Teresa al curaca del repartimiento. En efecto, según el testimonio de Teresa, don Jerónimo Socoalaya estaba impunemente amancebado con una india de nombre Magdalena Oncho, así como con otras veinte más, entre casadas y viudas, situación que el cacique don Juan conocía muy bien y no había denunciado, como era su obligación. La poliginia practicada por don Jerónimo es indicador de su prestigio y quizá recibiera algunas de las concubinas de mano del propio cacique don Juan, a cambio de doña Teresa, quien llevaba amanceba con el cacique, y por voluntad de su esposo, más de diecisiete años. El prestigio de don Jerónimo se extendía a los de su parentela cercana. Su hermano, por ejemplo, gustaba de alardear entre los indios, hacia 1642, que era gobernador gracias a su condición de «amigo» de don Juan Apoalaya.29
Pero si don Jerónimo Socoalaya había entregado a su mujer para que fuera manceba de don Juan Apoalaya durante diecisiete años, ¿por qué este se vio compelido a solicitarla en más de una ocasión desde Lima? La oportuna denuncia de doña Teresa pudo haber impedido que se le enviara a dicha ciudad, pero el mes que media entre las dos cartas escritas por don Juan a don Jerónimo solicitando a doña Teresa es prueba de la inicial negativa de este a remitir a su esposa. En este punto, es preciso recordar que don Juan litigaba en Lima para salir victorioso de las acusaciones que don Jerónimo Socoalaya, su hermano Pedro García Cangalaya y otros caciques le interponían ante los tribunales coloniales. Así, a través de las dos cartas remitidas desde Lima, don Juan buscaba reconstruir la lealtad de uno de sus acusadores. Refuerza esta interpretación que, precisamente, los hermanos don Jerónimo Socoalaya y don Pedro García Cangalaya figuraran entre quienes, solo cinco años después, apoyaron a fray Diego Larrea en su denuncia contra don Juan Apoalaya por amancebamiento.
Ahora bien, no es que don Juan no tuviera mancebas con anterioridad a la crisis de 1647, incluso aquellas que eran esposas de otros caciques. Pero, en el contexto de su afirmación sobre que se hallaba «destituydo de todo genero de parientes» y ante
la analogía entre el Tawanku colla y los datos de la causa de 1642. Sobre el intercambio de mujeres, véase Silverblatt 1990 y Hernández 2002, entre muchos otros. 29 Don Jerónimo Socoalaya fue empadronado en 1649. Aparecía como su mujer, doña Rufina. AAL.
Visitas Eclesiásticas (Junín), leg. 17, exp. 17 [1649], f. 3. Sobre las mancebas de don Jerónimo Socoalaya, véase f. 3v-4r [foliación final]. Sobre las declaraciones de don Pedro García Cangalaya, hermano del anterior, f. 4r [foliación final]. Este principal, como gobernador interino de Ananguanca, se presentó ante el escribano de la provincia dando cuenta de haber recibido, en nombre de los demás caciques del repartimiento, seiscientos pesos por el valor de sus salarios. Don Juan Apoalaya se encontraba en Lima respondiendo a las acusaciones en su contra. Concepción, 11 octubre de 1642. ARJ.
Protocolos, t. 4 (Pedro Carranza) [1642], f. 86v.
el ataque judicial de otros indios principales, las alianzas que estas mujeres representaban cobraban especial importancia. El caso de doña Teresa Unocyaro revela con claridad la conexión entre, por un lado, el interés del curaca en sus numerosas mancebas y, por el otro, el cuestionamiento a su autoridad a través de las denuncias de los caciques rivales. No debe pasar desapercibido que María Vilcatanta, la manceba preferida de don Juan, fuera su compañera incluso antes de que el cacique contrajera matrimonio católico con otra mujer.30 Como se ha notado para Huánuco y Cajamarca en el siglo XVI, y según las pautas alternativas que venimos explorando, era la primera pareja la que se reputaba como legítima, en contraste con aquellas mujeres adquiridas posteriormente, clasificadas como «secundarias» (Espinoza Soriano 1977: 426; Bernand 1998: 348). Cobra sentido, entonces, que don Juan se hubiera amancebado con María Vilcatanta antes de casarse, cuando fue reconocido como cacique principal, es decir, al momento en que asumió la autoridad que había recaído con anterioridad en su padre.
Nos encontramos aquí, otra vez, con ese fenómeno que identificamos como la conformación de una legitimidad paralela. Recuérdese, en primer término, que de María Vilcatanta nacieron aquellos hijos que gozaban de la preferencia del curaca para sucederlo. La historia que ya hemos relatado acerca de sus intentos por envenenar a su hijo don Carlos, el heredero «legítimo» con derechos al curacazgo —en términos de la justicia colonial— pone de relieve la preferencia del curaca por los otros herederos: sus hijos bastardos. Aunque de mayor edad que don Carlos, estos no gozarían del favor de las autoridades virreinales por su condición ilegítima, lo que no significaba que no tuvieran el reconocimiento de su padre como sucesores. Así, no es casual que don Juan Apoalaya compartiera con el mayor de sus hijos a una de sus mancebas, específicamente Juana Camargo, pues existen evidencias respecto de que un vástago podía heredar las concubinas de su padre, cacique a quien era llamado a suceder (Bernand 1998: 342; Espinoza Soriano 1977: 428).
En segundo término, sabemos que, según las pautas andinas, la mujer principal no debía ser repudiada ni separada de la casa (Espinoza Soriano 1977: 420), pero eso fue precisamente lo que le sucedió a doña María Alba Carguamacha, esposa del cacique según el rito católico y madre del llamado por la Corona a heredar. El señor étnico prefería habitar en su casa de Chupaca con María Vilcatanta, su manceba. ¿Cuál era, pues, la mujer legítima? Naturalmente, la respuesta dependerá de la perspectiva que se asuma a partir de las legitimidades paralelas dentro de las cuales se movía don Juan Apoalaya, las mismas que nos brindan una explicación plausible para la conducta del curaca. La acusación de 1647 las había hecho emerger, exponiéndolas ante
30 María no parece haber sido una india del común. Como residente en Chupaca, está documentada desde 1636. Compró a Andrés Mónago, residente en Huancayo, un hato de 50 vacas por 185 pesos.
ARJ. Protocolos, t. 3 (Pedro de Carranza) [1636], f. 498r-498v.