Ana de las tejas verdes 3

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CAPÍTULO VEINTITRÉS

Paul no puede hallar a su «Gente de las Rocas» La vida fue muy placentera aquel verano en Avonlea, aunque Ana sentía «que le faltaba algo». Ni en sus más profundas reflexiones habría admitido jamás que ese «algo» era Gilbert. Pero, al regresar sola a su casa después de las prédicas y las reuniones de la S. F. A., mientras Diana y Fred y otras parejas paseaban por los caminos iluminados por las estrellas, sentía un extraño dolor en el corazón. Gilbert no le había escrito, y ella pensaba que debería haberlo hecho. Casualmente supo que le había enviado una carta a Diana, pero no preguntó nada; y su amiga, que suponía que ella tendría informaciones directas, no hizo ningún comentario. La madre de Gilbert, una dama franca y alegre, aunque desprovista del sentido del tacto, solía preguntarle, siempre en presencia de mucha gente, si había tenido noticias de Gilbert últimamente. La pobre Ana sólo acertaba a ruborizarse horriblemente y a contestar «no muy recientemente», frase que todos tomaban como una simple escapatoria. Aparte de todo esto, Ana disfrutó de sus vacaciones. Priscilla le hizo una visita en junio y más tarde llegaron el señor y la señora Irving, Paul y Charlotta IV, a pasar en su casa julio y agosto. «La Morada del Eco» fue nuevamente escenario de alegría y felicidad y los ecos volvieron a resucitar las risas que repicaban bajo los abetos del viejo jardín. La señorita Lavendar no había cambiado; estaba solamente más dulce y hermosa. Paul la adoraba, y el compañerismo que los unía era algo delicioso de contemplar. —Pero yo no la llamo «mamá» a secas —le explicó el niño a Ana—. Ese nombre pertenece sólo a mi madre y no puedo dárselo a nadie más. Pero la llamo «mamá Lavendar» y es la persona que más quiero después de papá. Casi… casi la quiero un poquito más que a usted, señorita. —Así es como debe ser —respondió Ana. Paul tenía ya trece años y era alto para su edad. Su rostro y sus ojos eran tan hermosos como siempre, y su fantasía seguía siendo como un prisma que convertía en rayos multicolores lo que se reflejaba en él. Ana y el niño disfrutaban de hermosos paseos por los bosques, los campos y la playa. Nunca hubo dos «almas gemelas» como ellos. Charlotta IV había madurado. Peinaba su cabello en un enorme moño y ya no lucía las cintas azules de otro tiempo, pero su rostro se conservaba pecoso, su nariz chata y su boca y su sonrisa eran tan amplias como siempre. —¿No le parece que hablo con acento yanqui, señorita Shirley? ¿No es cierto, señora? —preguntó ansiosamente. —No lo he notado, Charlotta. —Me alegro. En casa dicen que sí, pero creo que es sólo por ofenderme. No quiero tener acento yanqui. No es que tenga nada contra ellos, señorita Shirley, señora; son realmente civilizados. Pero a mí, que me den la isla del Príncipe Eduardo. Paul pasó los primeros quince días en casa de su abuela. Ana estaba allí esperándolo cuando llegó y advirtió que estaba ansioso por ir a la playa, en la que estarían Nora, la Dama Dorada y los Mellizos Marineros. Apenas pudo dominar su impaciencia mientras comía. ¿Podría ver el travieso rostro de Nora mirándole desde el otro lado del cabo mientras esperaba ansiosamente su llegada? Pero fue un Paul triste


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