Ana de las tejas verdes 3

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tener más noticias suyas. Cuando Phil abrió la puerta, allí estaba el gato todavía. Con toda rapidez entró, saltó al regazo de Ana y lanzó un maullido mitad implorante, mitad triunfante. —Ana —preguntó Stella severamente—, ¿es tuyo este animal? —No —protestó aquélla, disgustada—. Esa criatura me ha seguido desde no sé dónde. No he podido deshacerme de él. ¡Fuera! Me gustan mucho los gatos decentes, pero no me agradan las bestias como tú. El animal se negó a marcharse. Se acurrucó sobre el regazo de Ana con toda tranquilidad y comenzó a ronronear. —Evidentemente te ha adoptado —rió Priscilla. —No me gusta que me adopten —protestó Ana, testaruda. —La pobre criatura se muere de hambre —dijo Phil—. Se le pueden contar las costillas. —Bien, le daré una buena comida y podrá marcharse por donde vino —dijo nuestra amiga con tono resuelto. Le dieron de comer y lo dejaron fuera. Por la mañana aún estaba allí. Y en el umbral quedó, saltando dentro cada vez que abrían la puerta. Ninguna fría acogida tenía efecto sobre él, ni prestaba atención a nadie, fuera de Ana. Las muchachas, apiadadas, lo cuidaron durante una semana, al final de la cual decidieron que algo debía hacerse. El aspecto del gato había mejorado. Su ojo y su quijada habían vuelto a su aspecto normal; ya no estaba tan flaco, y le habían visto lavarse la cara. —Pero no podemos quedarnos con él —dijo Stella—; la tía Jamesina llegará la semana que viene y traerá consigo a la gata Sarah. No podemos tener dos gatos; y este Rusty pelearía todo el tiempo con Sarah. Es luchador por naturaleza. Tuvo una terrible gresca anoche con el gato del rey del tabaco y lo venció. —Tenemos que deshacernos de él —agregó Ana, mientras miraba sombríamente al objeto de la discusión, que ronroneaba sobre la alfombra con aire inocente—. Pero la cuestión es cómo lo haremos. ¿Cómo pueden cuatro indefensas mujeres deshacerse de un gato que no quiere irse? —Podríamos darle cloroformo —sugirió Phil—. Es la forma más humana. —¿Quién de nosotras sabe algo sobre cloroformar gatos? —preguntó Ana. —Yo sé, querida. Es uno de mis pocos, tristemente pocos, conocimientos. En casa acabé con algunos de ese modo. Se le da al gato por la mañana un buen desayuno. Se coge una bolsa de arpillera (hay una en el porche trasero), se mete el gato dentro y luego se pone todo en una caja de madera. Después se coge una botella con dos onzas de cloroformo, se destapa y se pone debajo de la caja. Se apoya algo muy pesado sobre la tapa y se espera hasta la tarde. El gato muere mientras duerme. Sin dolor ni lucha. —Suena fácil —dijo Ana, dudosa. —Es fácil. Déjamelo a mí —dijo Phil. Se buscó el cloroformo y a la mañana siguiente se procedió a la ejecución de Rusty. Éste comió el desayuno, se relamió el hocico y subió al regazo de Ana. El corazón de la muchacha le jugó una mala pasada. El pobre animal la quería y confiaba en ella. ¿Cómo podía ser cómplice de su muerte? —Toma, llévatelo —le dijo a Phil—. Me siento como una asesina. —Ya sabes que no sufrirá —la consoló Phil. Pero Ana ya había huido. El hecho fatal tuvo lugar en el porche trasero. Nadie se acercó por allí ese día. Pero al atardecer Phil dijo que el gato debía ser enterrado.


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