Ana de las tejas verdes 3

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CAPÍTULO CUARENTA Y UNO

El amor triunfa sobre el tiempo —Vengo a invitarte a dar un paseo por el campo, como lo hacíamos en los viejos tiempos —dijo Gilbert doblando repentinamente la esquina de la galería—. ¿Qué te parece si vamos hasta el jardín de Hester Gray? Ana, sentada sobre el escalón de piedra con una vaporosa tela color verde pálido sobre la falda, pareció algo confusa. —¡Oh!, me encantaría —dijo suavemente—, pero no puedo, Gilbert. Sabes que esta noche tengo que ir a la boda de Alice Penhallow y cuando termine de arreglar este vestido ya será hora de irme. Lo siento mucho; quisiera ir contigo. —Bueno, ¿podremos ir mañana, entonces? —preguntó Gilbert sin parecer muy desilusionado. —Sí, creo que sí. —En ese caso me voy en seguida a casa a hacer lo que tenía pensado hacer mañana. ¿Así que Alice Penhallow se casa esta noche? Has tenido tres bodas este verano, Ana: la de Phil, la de Alice y la de Jane. Nunca le perdonaré a Jane que no me haya invitado a su boda. —Ella no tiene la culpa; recuerda la cantidad enorme de parientes que tienen los Andrews. Apenas cabían en la casa. A mí me invitaron sólo porque soy la amiga más antigua de Jane… Bueno, eso por lo menos de parte de Jane. Creo que el motivo que tuvo su madre fue hacerme ver el esplendor de su hija. —¿Es verdad que llevaba tantos brillantes que no se podía distinguir dónde terminaban éstos y dónde empezaba Jane? Ana rió. —Llevaba bastantes, es verdad; casi se perdía entre tantos tules, rasos, cintas y brillantes. Pero era feliz, y también lo eran el señor Inglis… y la señora Andrews. —¿Éste es el vestido que usarás esta noche? —preguntó Gilbert contemplando los lazos y volantes. —Sí. ¿No es bonito? En la cabeza llevaré margaritas. El Bosque Embrujado está lleno este verano. Gilbert tuvo una instantánea visión de Ana, ataviada con su vaporoso vestido verde, su cuello y sus brazos virginales emergiendo airosamente y blancas estrellas prendidas sobre su rojiza cabellera. La visión le quitó el aliento. Pero se volvió ligeramente. —Bueno, vendré mañana. Espero que te diviertas esta noche. Ana le miró alejarse y suspiró. Gilbert se mostraba amistoso… muy amistoso…, demasiado amistoso. Había ido a verla a menudo a «Tejas Verdes» después de su convalecencia y algo de la antigua camaradería retornaba. Pero Ana no la encontraba satisfactoria. Junto a la rosa del amor, el capullo de la amistad resultaba descolorido. Y la muchacha comenzó a pensar otra vez si Gilbert sentía ahora por ella algo más que amistad. A la vulgar luz del día se había desvanecido la radiante certeza de aquel arrebatado amanecer. La atormentaba un terrible temor de no poder rectificar nunca su error. Era bastante probable que Gilbert amara a Christine. Quizá hasta estaba comprometido. Ana trató de arrancar inciertas esperanzas de su corazón y de reconciliarse con un futuro donde el trabajo y la ambición debían ocupar el lugar del amor. Quizá pudiera hacer un buen, o hasta un noble trabajo como maestra, y el éxito que obtenían sus cuentos breves en ciertas editoriales era un buen augurio para sus nacientes sueños


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