Ana de las tejas verdes 1

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perdiste la compostura cuando la señora Lynde dijo que eras fea y tenías el cabello rojo. Tú lo dices muy a menudo. —Oh, pero hay mucha diferencia entre decir una cosa uno mismo y escuchar a otros decirla — gimió Ana—. Uno puede saber que algo es así, pero no puede dejar de tener la esperanza de que los demás no lo vean así. Supongo que usted ha de pensar que tengo un genio horrible, pero no pude evitarlo. Cuando ella dijo esas cosas algo surgió en mí y me hizo saltar. Tuve que estallar. —Bueno, debo decir que has hecho una buena exhibición de tu carácter. La señora Rachel Lynde tendrá una bonita historia para contar sobre ti por todas partes, y lo hará. Ha sido terrible que hayas perdido así el dominio de tus nervios, Ana. —Imagínese cómo se sentiría usted si alguien le dijera en su propia cara que es flaca y fea — gimió Ana toda llorosa. Repentinamente un recuerdo surgió en la mente de Marilla. Una vez, siendo muy pequeña, había oído a una tía decirle a otra: «Qué pena que sea una chiquilla tan morena y fea». Pasó mucho tiempo antes de que ese estigma se borrara de su memoria. —Yo no digo que la señora Lynde haya estado del todo bien al decirte lo que te dijo, Ana — admitió con tono más suave—. Rachel habla demasiado. Pero ésa no es excusa para tal comportamiento de tu parte. Era una persona extraña, mayor, y estaba de visita, tres buenas razones para que hubieras sido respetuosa con ella. Te mostraste brusca e insolente y —Marilla tuvo una espléndida idea para castigarla— debes ir a verla y a decirle que sientes mucho tu mal carácter y a pedirle que te perdone. —Nunca podré hacer eso —dijo Ana seca y determinadamente—. Puede castigarme de la manera que quiera, Marilla. Puede encerrarme en un oscuro y húmedo calabozo lleno de culebras y sapos y alimentarme sólo con pan y agua, y no me quejaré. Pero no puedo pedirle perdón a la señora Lynde. —No tenemos costumbre de encerrar a la gente en oscuros y húmedos calabozos —dijo Marilla secamente—, sobre todo por- que son bastante escasos en Avonlea. Pero debes pedirle perdón a la señora Lynde, y lo harás, y permanecerás en tu cuarto hasta que me digas que estás dispuesta a ello. —Entonces tendré que quedarme aquí para siempre —dijo Ana tristemente— porque no puedo decirle a la señora Lynde que siento haberle dicho esas cosas. ¿Cómo podría hacerlo? No lo siento. Siento haberla molestado, Marilla, pero estoy contenta de haberle dicho a ella todo lo que le dije. Fue una gran satisfacción. No puedo decir que estoy arrepentida cuando no es cierto, ¿no es verdad? ¡Ni aun imaginar que lo estoy! —Quizá tu imaginación funcione mejor por la mañana —dijo Marilla, disponiéndose a salir—. Tendrás toda la noche para considerar tu conducta y formarte una idea mejor. Tú dijiste que tratarías de ser buena niña si te dejábamos en «Tejas Verdes», pero debo decirte que esta noche no me lo ha parecido.

Dejando este dardo clavado en el tormentoso pecho de Ana, Marilla descendió a la cocina, confusa la mente y apenado el corazón. Estaba tan enfadada con Ana como consigo misma, porque cada vez que recordaba la sorpresa que reflejaba el rostro de Rachel, su boca se crispaba divertida y sentía unos enormes y reprochables deseos de reír.


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