Ana de las tejas verdes 1

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novela que una muchacha tenía una pena de toda la vida, pero no era pelirroja. Su cabello era oro puro que caía de sus sienes de alabastro. ¿Qué es una sien de alabastro? Nunca he podido averiguarlo. ¿Puede decírmelo? —Bueno, temo que no —dijo Matthew, que se estaba mareando un poco. Se sentía igual que cuando en su temeraria juventud, otro muchacho le había inducido a subir al tiovivo un día que habían ido de merienda. —Bueno, no importa lo que fuera, debe de ser algo muy bonito, pues ella era divinamente hermosa. ¿Ha imaginado usted alguna vez lo que debe ser sentirse divinamente hermosa? —Bueno, no, no lo he hecho —confesó ingenuamente Matthew. —Yo sí, a menudo. ¿Qué le gustaría ser si le dejaran elegir: divinamente hermoso, deslumbradoramente inteligente o angelicalmente bueno? —Bueno, no lo sé con exactitud. —Yo tampoco. Nunca puedo decidirme. Pero no tiene mucha importancia, pues no hay posibilidad de que nunca sea ninguna de esas cosas. Seguro que nunca seré angelicalmente buena. La señora Spencer dice… ¡Oh, señor Cuthbert! ¡Oh, señor Cuthbert! ¡Oh, señor Cuthbert! Eso no era lo que había dicho la señora Spencer; ni que la chiquilla se hubiera caído del coche, ni tampoco que Matthew hubiera hecho algo sorprendente. Simplemente habían pasado una curva del camino y se encontraban en la «Avenida». Lo que la gente de Newbridge llamaba la «Avenida» era un trozo de camino de cuatrocientos o quinientos metros de longitud, completamente cubierto por las copas de altos manzanos, plantados años atrás por un viejo granjero excéntrico. Encima había un largo dosel de capullos blancos y fragantes. Bajo las copas, el aire reflejaba la púrpura luz del atardecer y, a lo lejos, la visión del cielo crepuscular brillaba como la ventana de la torre de una catedral. Su belleza pareció enmudecer a la niña. Se repantigó en el carricoche, con las delgadas manos apretadas y la cara embelesada ante el esplendor celeste. Ni siquiera después de haberla recorrido por entero, cuando bajaban la larga cuesta que va a New-bridge, se movió ni habló. Todavía con la cara extasiada miraba el crepúsculo lejano, con ojos que contemplaban visiones cruzando sobre aquel brillante fondo. Todavía en silencio cruzaron Newbridge, una ruidosa aldea, donde los perros les ladraron, los muchachos les miraron y caras curiosas les contemplaron desde las ventanas. Ya habían recorrido unos cinco kilómetros y la niña no hablaba. Era evidente que podía quedarse callada con tanta energía como cuando hablaba. —Sospecho que debes sentirte bastante cansada y hambrienta —se aventuró a decir por fin Matthew, achacando el largo silencio a la única razón que se le ocurría—. Pero no tenemos que ir muy lejos; otro kilómetro nada más. Ella volvió de su sueño con un profundo suspiro y le miró con los ojos soñolientos de un alma que ha vagado por la lejanía, guiada por una estrella. —Oh, señor Cuthbert —murmuró—, ese lugar que atravesamos; ese lugar blanco, ¿qué era? —Bueno, supongo que hablas de la «Avenida» —dijo Matthew después de una profunda reflexión —. Es un sitio muy bonito. —¿Bonito? Oh, bonito no me parece la palabra más adecuada. Ni tampoco hermoso. No es suficiente. ¡Oh, era maravilloso, maravilloso! Es la primera vez que veo algo que no puede ser mejorado por mi imaginación. Me ha satisfecho aquí —y puso la mano sobre su pecho—, me hizo sentir dolor y sin embargo era placentero. ¿Tuvo usted alguna vez un dolor así, señor Cuthbert?


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