Romper el silencio, 22 gritos contra la censura

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todo para mí y nos dividiríamos al 50 por ciento los ingresos de publicidad. No tendría salario fijo, prestaciones, ni seguro social. Arranqué sin recursos. Ellos absorbieron el costo de producción de la revista que llegó a mi domicilio particular pues no había lana para la renta de una oficina. Pensé que distribuir mil revistas no sería complicado. Cuando llegó el primer paquete de 20 cajas con 50 revistas cada una entendí la dimensión del reto que tenía enfrente. Me puse de acuerdo con un voceador a quien le dejaba la tercera parte de las revistas y las otras 630 las repartía en tres días en la camioneta de papá con la ayuda de mi madre y mi hermana. Eran jornadas agotadoras. No tenía dinero para pagar reporteros y por eso no contraté a nadie. Durante nueve meses que duró la aventura yo fui director, editor, fotógrafo, vendedor y voceador. No fui el cobrador, porque el dinero de la publicidad llegaba directamente a las oficinas de Contralínea en la Ciudad de México. De las nueve ediciones locales que entonces tenía Contralínea en el país, la de Zacatecas fue la que más recursos generó porque obtuve convenios de publicidad con gobierno del estado, La Comisión de Acceso a la Información Pública y la Universidad Autónoma de Zacatecas (UAZ). Llegamos a tener ingresos de 30 mil pesos mensuales. También ganamos un premio estatal de periodismo por un reportaje sobre niños jornaleros. Pero a mí nunca llegó aquél 50 por ciento de los ingresos de publicidad acordados y decidí dejarla. Los meses de esfuerzo nunca se vieron reflejados con los ingresos pactados. A Contralínea le dediqué más de 14 horas al día: buscaba patrocinadores, definía los temas de investigación, tomaba las fotografías y pasaba jornadas enteras distribuyén123


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